15. LOS HIJOS DE LILITH

Hagamos ahora un poco de historia. Los upires o upiros, nombre antiquísimo con el que también se conoce frecuentemente a los vampiros, son los no-muertos. También se les llama redivivos, según el nombre técnico universal de «revinientes», los que vuelven. ¿De dónde vuelven, si no han llegado a irse del todo al más allá? Vuelven del límite, del umbral no traspasado hacia la desintegración. Sin embargo, nadie los conoce por ese nombre.

El nombre popular es el de vampiro, y procede del húngaro. Esta denominación se extendió a comienzos del siglo XVIII por las lenguas balcánicas, donde vampir es una de las palabras más temidas incluso hoy en día, aunque no deja de ser una deformación de la vieja palabra polaca upir o upire.

Dos ejemplos de la pervivencia upírica en la zona: por un lado, se sabe que la policía de Ceaucescu, en la Rumanía comunista, amenazaba con los vampiros, pero lo hacía sin ninguna base real, remitiéndose a leyendas muy toscas y ancestrales. La población más crédula temía la llegada nocturna de un ejército de vampiros para matar a sus hijos. Era un modo político de aterrorizar.

Por el otro, se sabe también que, más recientemente —como descubrí en los archivos de Sarah—, en esa región del sureste de Europa, en concreto en Bosnia-Herzegovina durante el asedio de Sarajevo en los 90, se hallaron cadáveres en los bosques que bordean la ciudad; cadáveres con múltiples mordeduras en muslos, ingles y cuellos; cadáveres, en fin, que, de manera misteriosa, acabaron metidos en bolsas de plástico de la OTAN, etiquetados con el término (incomprensible en aquel contexto) de «upirs», y enviados, ¿adónde?, ¡ni más ni menos que a los Estados Unidos, para ser exactos a las dependencias de la Agencia de Investigación Epidemiológica del Pentágono! El PYP aparecía de nuevo.

Vale, muy bien, esto es lo que dicen los libros sesudos al respecto, palabras y más palabras, como si en la búsqueda de la raíz del nombre vampírico se encerrase alguna explicación sobre su esencia. Pero la realidad ha demostrado que no. Nunca va más lejos del significado de no-muerto. No es mi intención hacer filosofía de todo esto. Solo constato que, al margen del nombre, existe un ser capaz de superar el tiempo y de no-morir por beber sangre.

La única información que tiene sentido retener es, por tanto, que, llámese como se llame, el no-muerto es tan antiguo como antiguo es el vivo.

Justo eso debieron de pensar personas como Sarah y, su círculo, para quienes el no-muerto se explica en relación con el vivo. Es como su sombra, algo así como el haz y el envés de un ser. No es de extrañar que se desencadene de ahí un sinfín de dicotomías, tan largo como queramos: el vampiro es la noche del día, el cuerpo del alma, el mal del bien, la oscuridad de la luz, el no del sí, el ying del yang, la repulsión de la atracción, el reflejo de la imagen, el placer del dolor o viceversa. En resumen, un juego de contrarios.

Sin embargo, el mito del vampiro tiene un origen tan lejano y simbólico como el mito de la creación del hombre.

Puede que a muchos les parezca exagerado, pero lo cierto es que corre en paralelo con el mito del Génesis en la tradición judeocristiana. Hay una figura a la que no se le presta la debida atención en la Biblia, y menos aún en la historia, y tal vez por ese desprecio ha pasado al universo de las sombras. Se trata de Lilith.

Es un mito sombrío tan antiguo como Adán y Eva, es decir, tan antiguo como el mundo. En la tradición bíblica, los vivos proceden de Eva y los no-muertos de Lilith. Cuentan los rabinos en sus libros que no fue Eva la primera mujer de Adán, sino otra anterior, una extraña mujer llamada Lilith, demasiado parecida a Adán en ambición y deseo, y desde luego nada dispuesta a dejarse dominar ni a ocupar un segundo plano junto a él. Una mujer insumisa.

Desde el inicio de los tiempos, Lilith rivalizó con Adán. Tanto que pugnaba con él por ocupar el primer puesto en la Creación. Dios la castigó echándola del lado del hombre y arrojándola a la noche eterna, donde solo podría alimentarse de sangre, si la encontraba. De la sangre que pudiera absorber.

Así se funda el mito. Los hijos de Lilith son los descendientes de su extraña —y no muy reconocida— estirpe, al igual que la especie humana tiene en Eva, metafóricamente, su origen. Sin embargo, en tiempos más recientes, resurgieron los Hijos de Lilith bajo esta misma denominación. Fueron unos vampiros que creían hacer el bien. Claro está que no deja de ser una ilusión.

El caso Kaminsky

La maestra de Royale, Illinois, Anne Kaminsky se topó con uno de esos «Hijos de Lilith», un calógero vampirizado en 1730 en la isla de Kalimnos, de donde apenas ha salido desde entonces. Los calógeros, o monjes orientales de la Iglesia ortodoxa griega, tenían una notable propensión a la mística y al aislamiento, y siempre ocultaron la esencia de su ser real. No todos eran vampiros, obviamente, pero los que no lo eran amparaban a los que sí lo eran, de modo que se creó un secreto pactado, una complicidad entre ellos para blindarse contra el exterior.

La Iglesia ortodoxa, mirando para otro lado, los había confinado allí, desde tiempos inmemoriales, como hijos descarriados. Los frailes vivos suministrarían el ruaj a los frailes no-muertos; estos, a cambio, los dejarían vivir. En esto consiste básicamente el principio fundador de los Hijos de Lilith, alimentarse sin matar, vampirizar como virtud.

Para Sarah Rubin, son los vampiros más puros, lo que no quiere decir necesariamente los mejores. Se creen descendientes directos de Lilith, o de quien fuese en realidad aquella mujer marcada por el deseo de igualdad al varón y condenada por ello a vivir de la sangre de las demás criaturas creadas por Dios.

El caso de Anne Kaminsky es verdaderamente curioso. Soltera, extravagante y aficionada a la historia, en 1980 Anne consiguió ahorrar lo suficiente de su sueldo como maestra de pueblo para pagarse un billete en un crucero por las islas griegas durante sus vacaciones de verano. Era una turista inocente e intrépida. Todos conocemos a gente como Anne Kaminsky.

En Kalimnos, donde el crucero pernoctaba una sola noche y se dormía en tierra, fue atacada por un no-muerto, pero no llegó a vampirizarla del todo. Se limitó a succionar su sangre por la clavícula.

Al día siguiente, muy débil, Anne apenas sabía dónde se encontraba y qué le había sucedido. Nadie vio las marcas en su hombro, cubierto con una chaqueta de punto, y se curó como pudo las heridas, no demasiado grandes aunque sí profundas. Enseguida admitió para sí, sin dudarlo, que eran lo que parecían: dos dentelladas.

Tenía la borrosa sensación de haber soñado con algo muy salvaje, con el peso de un hombre muy oscuro que yacía sobre ella, pero su cuerpo ahora solo experimentaba debilidad y una irresistible necesidad de otra dosis de un sueño como ese. Había olvidado el crucero por completo y, cuando la informaron de que formaba parte del pasaje, suplicó que el barco partiera sin ella. Una fuerza superior la ataba a aquella isla. Le firmó al capitán una carta en la que renunciaba a cualquier reclamación a la compañía marítima por dejarla en tierra.

En el hotel la acogieron durante tres días. Tres días en ninguna de cuyas noches fue visitada de nuevo por el vampiro. La cuarta noche apareció otra vez en la habitación. Era un monje, vestía como uno de esos monjes griegos de levita negra, barba y pelo largos. Tenía una mirada roja fulgurante dentro de unos cuencos negros, pero no infundía temor. Se identificó como uno de los Hijos de Lilith y le dijo que no la atacaría más, pero que subiera al día siguiente hasta el monasterio de Kira Psili, situado en lo alto de la montaña de Kalimnos.

Anne lo hizo. Al atardecer subió en taxi hasta el monasterio. Un fraile la acompañó hasta una celda. Cuando se quedó sola, cerró la puerta y esperó. Con el primer segundo del crepúsculo, el vampiro volvió a aparecer. Le pidió que lo siguiera por todo el convento, que no temiera nada mientras él fuese a su lado, que aunque la dejara sola en aquellos pasillos, ninguno de los monjes llegaría a hacerle ningún daño, salvo el placer de sentir su mordedura, tras lo cual, como mucho, caería en un sueño del que despertaría a la mañana siguiente, viva y en el hotel. Sin embargo, no ocurrió nada de eso, afortunadamente para Anne Kaminsky, y no fue abandonada por su vampiro a merced de los demás vampiros calógeros.

«La condena de aquellos calógeros», escribió Anne en uno de los informes que redactó para Sarah tiempo después, «era procurar un bien mayor mediante su vampirismo. Excomulgados de la ortodoxia griega, que siempre dudó de sus cuerpos incorruptos y de sus cadáveres con corazones sangrantes, y alejados de la santidad, aquellos místicos adoradores de Lilith bebían la sangre de los vivos como alimento, pero no llegaban a matarlos. Y si vampirizaban a alguno, lo hacían con la intención de darle la sombra de la eternidad, como Dios otorgó a Lilith la sombra de la vida, pero no la vida misma. Lilith, la primera y borrada mujer».

Esta es la versión de los Hijos de Lilith. Habría que conocer la de sus víctimas, pero eso está fuera de nuestro alcance ya. La preocupación de estos vampiros era moral: el bien y el mal, su frontera, su combate. ¿Acaso hay buenos y malos vampiros? Según ellos, sí. ¿Acaso no es lo humano distinguir el bien del mal? Según ellos, no. Eso es solo patrimonio divino. En estas disquisiciones sentaron las bases de su actuación.

Pero, como no podía ser menos, lo hicieron de manera distorsionada: la vampirización, el no-morir (que no equivalía a vivir) se convirtió en algo bueno para ellos, porque salvaban así el cuerpo de las víctimas de las llamas del infierno, aunque a cambio dejaban vagar su alma por el Valle de las Sombras. La vida finita, la que concluía al cabo de pocos años con la muerte, eso sí que era algo malo.

Los Hijos de Lilith creían de este modo hacer un bien, pero en el universo vampírico, donde no existe ni el bien ni el mal, eran una excepción herética. «Ningún otro vampiro había visitado jamás Kalimnos, estaban aislados de sus hermanos no-muertos como aislados estaban los demás monjes de su propia iglesia. Me ha llevado muchos años saberlo. Yo misma», concluía Anne Kaminsky en su informe, «no he vuelto a salir de esta isla desde entonces». ¿En qué se había convertido la maestra de Royale, Illinois, después de tanto tiempo?