14. LA HERIDA DE LA INICIACIÓN

—¡Es espeluznante! —le dije a Sarah cuando me contó frente al mar Tirreno cómo es el ritual de actuación de un vampiro.

Una hora antes se había animado y de pronto había dicho:

—Acompáñeme. Creo que vale la pena contarlo en su escenario real.

Se puso su chaleco sherpa, subimos a su coche y nos dirigimos hacia la costa. Era la primera vez que veía a Sarah Rubin conduciendo un auto. De camino hasta allí, mientras recorríamos los veinticuatro kilómetros que unen la Ciudad Eterna con el mar, me había explicado lo lejos que está la realidad de la imaginación de la gente. Empezó hablándome de las páginas web.

—Es cierto que hoy en día las páginas web sobre vampiros proliferan por decenas, están dedicadas a todo lo imaginable sobre el universo vampírico. A todo —puntualizó Sarah—, menos a organizar un encuentro con uno de ellos. Eso es lo único que no pueden ofrecer.

—¿Podría usted?

—Si tuviera una web, probablemente sí.

La mayoría de las webs que ella había consultado eran oportunistas y nada fiables. Son un género en sí mismas, nada que ver con los vampiros reales. Conservan más bien una estética neogótica y emo, y atienden a los intereses de personas todavía algo crías de mente. Yo misma he podido comprobar que, en esas webs, cuando se refieren a los vampiros, salen a cuento las versiones más fantásticas y truculentas, que provienen casi todas del cómic, o las cinematográficas y televisivas.

Son la iconografía más fácil que pueden emplear, ya que, obviamente, no pueden colgar ninguna foto de un vampiro real porque los vampiros reales no se retratan fotográficamente, es decir, su figura no es recogida por la luz.

En cambio, lo que abunda en Internet son las viejas películas con la enésima versión de la novela del judío irlandés Abraham (Bram) Stoker, Drácula, en la que el mito popular es un Bela Lugosi haciendo de un tipo de vampiro que hoy solo da risa. ¡Hasta dibujos animados ha habido sobre la imagen de un conde Drácula con capa alta de forro rojo y gomina para endurecer el pelo! Lugosi se hizo famoso gracias a Tod Browning, pero acabó sus días creyéndose de verdad que era el personaje que había encarnado toda su vida, quizá porque era húngaro de nacimiento.

Admito que mis padres, por ejemplo, eran unos fanáticos de las versiones de la productora inglesa Hammer, en los setenta, con Terence Fisher y Christopher Lee a la cabeza. Y luego, por supuesto, las más modernas, como las versiones de Francis Ford Coppola, con Gary Oldman, o Entrevista con el vampiro, de Neil Jordán, The Addiction, de Abel Ferrara (mi preferida, de lejos), Blade y todas sus secuelas, o La sombra del vampiro, de E. E. Merhige, con un Willem Dafoe en plan vampiro real, sobre el rodaje de la gran obra muda de Murnau —artística solo, claro— Nosferatu. Y luego están todos los telefilmes que se están produciendo ahora, con jóvenes bellísimos que tienen problemas de adolescente bañados en sangre y cabalgando motos de gran cilindrada.

—Todo eso son chorradas y bazofia para mí —dijo Sarah—. Lo único cierto de esa mierda es que los vampiros se parecen a Brad Pitt más que a Frank Langella. Si miras a los ojos a un vampiro, sientes un deseo irrefrenable de morir o de salir corriendo. Pero sobre todo sientes un vértigo extraño que te envuelve como cuando estás confusa y mareada y no sabes qué ha pasado hace un minuto ni dónde estás ni quién eres. Un vampiro te atrapa. No hay más que hablar.

—¿Adónde vamos, Sarah? —pregunté.

—A Passino, cerca de Ostia. Fue allí donde una noche Nemus me mostró, de manera excepcional y solo para mis ojos, cómo actuaba con sus víctimas.

—¿Pudo verlo todo?

—Como la veo a usted ahora mismo, Thea.

—¿Y por qué le permitió estar presente?

—Le insistí mucho, la verdad. Y soy muy buena insistiendo.

Nemus siempre se refería a su herida primera como «la conversión». Lo convirtieron en vampiro. Siempre es así: otro lo hace, otro actúa contra ti. Sarah me relató entonces que, para conocer el sistema con que procede un vampiro, los ritos de paso o de iniciación y todo eso, le pidió a Nemus que la dejara asistir a uno de sus ataques, aunque él prefería llamarlo «hechos». Quería conocer la primera herida, la fundamental.

Es un estigma que queda en el vampiro como el recuerdo de una pertenencia a otra especie.

También había en Nemus algo de exhibicionismo. Se diría que quisiera que un ser vivo viese cómo es en realidad un hecho vampírico. Quería que lo mirasen como los pervertidos de Roma miraron, cuatrocientos años atrás, a Merisio, el vampiro que lo convirtió a él.

Cuando por fin llegamos a Passino, al cabo de media hora, fuimos hasta un lugar concreto que ella conocía bien. Detuvo el coche frente a un muro encalado. Me rogó que no bajáramos del coche. Permanecimos dentro, fumando las dos, mientras me contó la experiencia privilegiada de la que fue testigo.

—Fue aquí, aquí mismo. No hará ni diez años.

Se citaron, como siempre, al caer la tarde. Pero en esa ocasión el vampiro cambió de lugar. No fue en Campo de Fiori, sino que la había obligado a ir en coche a los bosques del cementerio de Testaccio, junto a la Via Ostiense. La única condición que le exigió a Sarah fue que le siguiera de lejos en su coche y que, por su bien —y en esto fue muy tajante—, viera lo que viera y pasara lo que pasara, no interviniese en ningún momento. ¿La razón? Porque no solo él mismo, en ese trance de ansia sin control, podría atacarla a ella, sino también la propia víctima, si no la mataba, podría revolverse contra Sarah, una vez vampirizada.

Solo al morderla decidiré si morirá para siempre o será un vampiro como yo —le dijo Nemus, quien en su voz en el teléfono empezaba a manifestar muestras de una excitación nueva para Sarah, la desazón causada por el hambre y la sed.

Sarah llegó a las afueras del cementerio de Testaccio, donde esperaba encontrar a Nemus. Este la esperaba de pie junto a un Audi último modelo, ya en marcha. Ella nunca lo había visto tan extremadamente delgado. En cuanto el coche de Sarah pasó por delante de él, Nemus se subió al auto de la persona a la que había seducido. Lo conducía un joven rubio que arrancó a gran velocidad. Probablemente sería gay, seducido por la etérea belleza de un Nemus demacrado pero viril.

Sarah hizo esfuerzos por seguirlos a cierta distancia en su propio vehículo. Sabía que Nemus no se pararía por esperarla a ella. Quería y necesitaba el ruaj de aquel joven rico.

Tomaron la autopista, como habíamos hecho diez años después Sarah y yo. En la costa, a las afueras de Passino, un pueblo diminuto y vacacional casi invisible desde la carretera, se desviaron hacia la playa. El Audi se detuvo pegado a la tapia de un club deportivo, probablemente unas piscinas. Apagaron los faros. No había ni un alma por los alrededores.

Sarah, a considerable distancia, detuvo su coche y estuvo observando el Audi en espera de algún movimiento. El conductor, el joven rubio, salió y anduvo unas zancadas, poniéndose de espaldas al coche. Esperaba algo. Luego descendió Nemus y entonces, muy bruscamente, aceleró el paso y se lanzó contra el joven por detrás, sujetándole los brazos e inmovilizándolo. Sarah se sobresaltó. En ese momento, mientras el joven creía que su ligue estaba aplicando una manera un tanto violenta de hacer el amor, Nemus empezó a olisquearlo por todas partes, formando círculos por la espalda como husmean los animales. A la vez, emitía unas ininteligibles sílabas. Parecía un gemido líquido, pero Sarah lo interpretó por fin como el bisbiseo de un ritual.

Nemus se calló de pronto e, inesperadamente, clavó en los muslos del joven sus largas uñas. La víctima trató de gritar, pero no pudo. En cambio, Sarah creyó oír un gruñido totalmente nuevo para ella, proveniente de la boca de Nemus. Bajó de su coche y se aproximó con cuidado para ver mejor. Estaba demasiado lejos de los hechos. Solo había una blanca luz de luna y, pese a la claridad, apenas distinguía lo que estaba ocurriendo.

Una vez que lo inmovilizó, los dos cuerpos cayeron al suelo. Nemus le desgarró la camisa y recorrió con sus colmillos la espalda, abriendo los surcos de dos largas heridas. El joven gemía, pero no gritaba. Nemus hincó sus fauces a la altura del hígado y agitó la cabeza para clavar mejor y más profundamente sus estiletes. Al principio el joven pataleó, con la cara pegada al suelo, pero Nemus había descargado el cuerpo a plomo sobre su espalda, incluso le aplastaba la cabeza contra la arena.

Luego el joven dejó de moverse y no opuso resistencia cuando Nemus le dio la vuelta y le clavó los colmillos en la garganta. Lo hizo varias veces. La herida se produjo de arriba abajo, para que la sangre fuera absorbida y no vertida. Pero en ese momento la sangre manó como una fuente para todos los lados. Sarah vio cómo Nemus hizo la succión. Era una especie de coito, en realidad, un sucedáneo coital. Ella misma sintió una insólita excitación. Deseó estar allí, en aquellos brazos, ser mordida. Tuvo que menear la cabeza para espabilar y no acercarse más a los dos hombres.

Un chorro de sangre llegó casi a los pies de Sarah, y en ese instante Nemus dejó de morder en la carne cada vez más pálida del joven y lanzó una mirada salvaje hacia la penumbra donde ella estaba. Sarah retrocedió al ver el rostro de Nemus totalmente transfigurado en el de un animal rugiente, babeante de sangre en lo que tenía toda la apariencia de ser una dentadura afilada que sobresalía de la boca. Sus ojos estaban encendidos como dos llamas verdes. La miró como una bestia mira a otra bestia rival. Masticaba, o eso creyó Sarah. Estaba segura de que en ese momento no la reconoció.

Nemus volvió a morder al joven, esta vez en el hombro, y lo arrastró con los dientes hasta el hueco que había entre el Audi y la tapia de la piscina. Enseguida Sarah oyó un ruido seco, como el de un palo que se quiebra. Le había abierto la columna.

Al cabo de unos minutos, procedentes del fondo de la noche, de lo oscuro, Sarah oyó unas pisadas sobre la arena y el tintineo de las hebillas de las botas de Nemus. En un parpadeo lo tuvo a un palmo de ella. Aturdido, como si despertara, ya no tambaleaba y había recobrado la compostura.

No le he dejado la herida de la iniciación.

Fue todo lo que dijo, aludiendo así a que le había dejado morir en lugar de convertirlo. Sarah, en cierto modo, sintió un alivio por los dos, por ella y por el joven rubio. No debió de ser fácil para ella vivir esa experiencia.

—¡Es espeluznante lo que me acaba de contar, Sarah! —exclamé estremecida.

Sarah se limitó a encender uno de sus finos cigarrillos y darle dos caladas rápidas. Parecía regodearse en mi horror.

—No toda persona atacada se convierte en vampiro. Algunos —me insistió más tarde Sarah en el coche de regreso a Roma—, por lo general los no-bellos, los no-jóvenes, quedan como un cadáver inerte y descoyuntado, partido en dos —usaba un claro lenguaje eufemístico para evitar decir «feos» o «viejos»—. No vuelven a abrir los ojos desde la frontera del más allá. Sencillamente la traspasan y mueren. Fue lo que le ocurrió al joven atacado por Nemus. Era solo un alimento, un depósito de sangre, uno más de los «seres-bolsa-de-plasma», como los llaman los vampiros.

Unos días después de aquella noche iniciática, Sarah supo por la televisión que habían encontrado en Passino el cadáver del hijo de un rico y conocido fabricante de galletas de Verona. Le habían separado la cabeza del tronco. La foto que mostraban en la pantalla era indudablemente la de un no-bello.