El pan de cada día en la vida de un vampiro consiste en beber sangre. ¿Beber sangre? ¿Es esta la expresión adecuada en un hematófago? ¿O más bien es chupar?
Esta pregunta, tan sencilla aparentemente, es la primera que vaga por la cabeza de quien piensa en vampiros sin rechazar de plano su existencia. Ok: chupar es una palabra válida. Pero chupar tiene demasiadas connotaciones, todas, sin embargo, pertinentes cuando se habla de vampiros: chupar como se chupa un dulce, como se chupa el sexo, como se chupa una piel, como se chupa una herida. Aun así, delante de Sarah, Nemus, cuando estaba débil, prefería utilizar otros verbos para referirse al modo como se hacía la transfusión: absorber, succionar, sacar, extraer, vaciar… Para él, el hecho de beber era solo aplicable a la utilización de un vaso o una copa para ingerir un líquido que, en su mentalidad, solo podía concebir como vino. «Se bebe el vino del placer, se extrae la sangre de la vida», decía Nemus, generoso de corazón.
Estaba equivocado, ha habido vampiros que empleaban un recipiente para beber la sangre de su víctima. La transfusión se convertía en trasvase.
Sandra, la pequeña de los campesinos Goldberg, Miss Loop Junction, Alabama, de 1987, salió varias noches con un joven forastero realmente atractivo a quien conoció después del concurso. El joven resultó ser un vampiro.
Cada vez que poseía a Sandra, le hacía un corte incisivo debajo de su seno izquierdo (cuatro dedos por debajo del corazón es un buen lugar), vertía dentro de un vaso alto, de los de cerveza, la abundante sangre que manaba y luego se la bebía en su presencia, como una parte del juego sexual. En la quinta noche, Sandra, definitivamente debilitada, ya se había convertido en una vampira más sin oponer la menor resistencia. Fue la Miss de Alabama de recuerdo más efímero de la historia de Loop Junction. Nunca se encontró su cadáver, claro. Y los Goldberg desaparecieron del condado.
Pero lo que más me ha intrigado siempre es la mordedura. ¿Cómo se hace? ¿Qué se siente al morder? ¿Qué se siente al ser mordido? Era el tema estrella de Sarah, sobre el que había escrito y estudiado mucho, incluso había grabado una especie de clase magistral sobre el asunto. Aunque, la primera vez que se lo pregunté, se encogió de hombros. Tal vez quisiera evitar tener que hablar de una experiencia demasiado personal, ya que nunca negó haber dado su sangre a Nemus.
Pero cuando se decidió a hablarme de ello, fue bastante explícita. Dejó caer sobre mis rodillas un DVD con la clase grabada.
—Veámoslo juntas en el ordenador —le pedí.
Sarah, enarcando las cejas, desplegó una sonrisa concesiva. Parecía mi madre. Accedió.
—Conforme. Hace mucho que lo grabé.
El DVD duraba una hora. Aprendí en él que, al parecer, los vampiros muerden en varias partes del cuerpo, escogiendo siempre aquellas en donde más y con mayor rapidez mane la sangre. Las arterias son los canales sanguíneos más caudalosos, y a su relevancia es debido el mito popular sobre el ataque favorito del vampiro, que es la mordedura en el cuello para la perforación de la carótida. A veces se confunde con la vena yugular.
Pero no solo muerden en la carótida o en la yugular, ya que la relación de un vampiro con el cuerpo de su víctima es total, y eminentemente físico-erótica. El órgano sexual por excelencia de un vampiro pasa a ser su colmillo. Y este se clava en cualquier parte de la epidermis, por la que avanza la boca del vampiro como un animal excitado, pulsional, hasta entrar en la carne y succionar la sangre donde sea. No hay inmunidad frente a su deseo.
—La mordedura es una relación erótica, algo así como una penetración o una violación —decía Sarah desde el otro lado de la pantalla, exagerando el símil y hablando con una naturalidad demasiado científica.
Por eso la ingle es uno de los lugares preferidos de los vampiros y de las vampiras, mucho más frecuente y apetitosa que la yugular del cuello. En la cara interna de los muslos, cerca del sexo (donde el vampiro a veces se detiene y que roza con sus dientes o su lengua), la femoral nutre ampliamente de sangre al vampiro, y lo hace a gran celeridad. Es como esos depósitos de combustible ultrarrápidos para los coches de carreras.
También suelen morder en la muñeca, en el antebrazo, en el pecho a una altura de cuatro dedos por debajo del corazón, buscando la sangre allí por donde fluya. No existe límite a la acción devastadora de un vampiro sediento.
Para ejecutar la mordedura, se valen de sus poderosos colmillos. Esto es, quizá, lo más conocido de los vampiros: su característica dentadura. Los colmillos se dilatan y se alargan a voluntad, estirándose y afinándose como en una especie de erección. Las acciones incisivo-punzantes generan una herida redonda de casi un centímetro de diámetro, y esta adquiere una profundidad considerable, capaz de llegar hasta una víscera vital —el corazón mismo, por ejemplo—. También pueden traspasar la muñeca o un músculo, gracias a los dos colmillos desproporcionados y salientes, muy agudos y robustos, de una longitud de entre tres y cinco centímetros.
Sin embargo, no son los colmillos el único medio que tienen para succionar la sangre. Hay otros, como en el caso de los vampiros de Detroit del año 2002, al que me referiré más adelante en este libro. Investigado —y referido a Sarah Rubin, como era de esperar— por Barbara Markoulis, este caso dio a conocer a los expertos un tipo de mordedura hasta entonces desconocida.
Aparecieron varias heridas, de las calificadas grandes, en diversas zonas de los cuerpos de las víctimas, algunas vampirizadas y otras no. Eran heridas descritas como «horrendas» por los forenses, que pudieron acceder a las víctimas no vampirizadas. Algunas, las que afectaban a las arterias maxilares, por ejemplo, habían deformado por completo su rostro. En cuanto a las víctimas vampirizadas, solo Barbara llegó a ver a una, la que se le identificó como tal.
A estos vampiros se les conoció como los fangs (colmillos) de Detroit, por la extraordinaria naturaleza de sus dientes. Bifurcados, a su vez, en otros dos estiletes en el extremo, sus colmillos causaban en realidad una herida más desgarradora. Aquellos colmillos se clavaban en la carne y producían un boquete por cuya hemorragia se iba el último aliento a gran velocidad. Y la última gota de sangre.
Lo malo era que Markoulis fue «adoptada» por uno de los fangs en aquella época, con quien llegó a tener una relación «amorosa». Desconcertada por el modo de proceder de su vampiro, comprobó el estado de sus colmillos en su propia carne. La voracidad de aquellos chicos (pues eso eran, jóvenes de diecisiete a veinticinco años que barrieron durante siete meses la vida nocturna de Detroit) les inducía a atacar incluso a las personas que deseaban conservar sanas y salvas emocionalmente. Barbara, a quien su vampiro mordió con su consentimiento, aún muestra un reguero de cicatrices espeluznantes en los muslos.
Los vampiros de Detroit fueron extremadamente ávidos y violentos. No solo se ayudaban de sus portentosos y singulares colmillos destrozadores, sino también de sus largas uñas (otra característica de todo vampiro: sus descomunales y duras uñas, casi garras), con las que hacían aún mayor el desgarro para beberse la sangre. Esto daba a su acto vampírico una espantosa imagen de animal hozando sobre un cuerpo en el que hundía su cara nerviosamente.
Con todo y con eso, en la mayoría de los casos los vampiros actuaban del modo que describía Sarah en su exposición: cuello, ingle, muñecas, vientre y brazos eran los lugares favoritos para la mordedura.
¿Y qué siente la persona que es mordida?
Ya me había contado Sarah en otras ocasiones que la mordedura era una mezcla hipnótica de placer intenso junto a un dolor muy breve, de ahí que fuese para ambos, tanto para el vampiro como para su víctima, un hecho de carácter erótico y satisfactorio. Deseable, en cualquier caso. Y sin duda era así: todos los informes que he leído, certeros en mayor o menor grado, se refieren al estado de impulsivo deseo por parte del vampiro, a veces hasta la irracionalidad más brutal, y al estado anhelante de la víctima, que arde en voluptuosidad hasta que es de nuevo mordida.
—Muerden y chupan con muchas ganas —explicaba Sarah—. Con avaricia y avidez, sin ningún tipo de modales ni nada parecido, salvajemente, bebiendo a borbotones del orificio de la picadura, haciendo que se agrande y se agrande para que el pinchazo o el mordisco sean eficaces a la mayor brevedad.
Todos los vampiros, no obstante, absorben la sangre de dos modos: o bien de una sola vez, muy violenta, prolongada y definitiva, tras de la cual la víctima fallece o se vampiriza; o bien a lo largo de varias sesiones, que han de ser necesariamente, por razones rituales, cinco, ni más ni menos. Puedo imaginar que eso fue lo que le ocurrió a la hija menor de los Goldberg, Miss Alabama del 87, que vertió su sangre en el vaso durante cinco noches seguidas. Esta vía demorada es la mejor y la más nutritiva, por así decir, para el vampiro, pero lo expone a ser localizado, al tener que acudir cada noche ante la misma víctima, y, por tanto, aumenta el riesgo de su eliminación.
Para acabar, explicaba Sarah, una vez que han absorbido toda la sangre posible del cuerpo de un ser vivo, adquieren durante un tiempo una apariencia deformada. «Rebosan» sangre. Ese es el primer indicio de la presencia de un vampiro saciado: su hinchazón anormal. Se vuelven temporalmente obesos, su carne se esponja, y su cuerpo, que no tiene otra función que almacenar cuanta más sangre mejor, engorda desmesuradamente para prolongar el letargo diurno a lo largo de varias semanas. He aquí, por tanto, por lo que un vampiro no tiene necesidad de atacar cada noche, si ha logrado llenarse hasta umbrales de saturación y saciedad extremos.
Antes del hecho vampírico, los vampiros suelen estar delgados y secos como palos, pero, cuando beben, su cuerpo multiplica por cinco su grosor; por eso, al poco rato, cuando vuelven a su ser, se sienten como auténticas fuentes de energía y vitalidad. Lo puede todo, un vampiro saciado. Incluso son temerarios y hacen cosas arriesgadas, sobre todo los más jóvenes. Son fortaleza pura. Son una especie de máquinas. Y quien se cruza en su camino lo comprueba.