Bellos y Fuertes
Vernon, en su informe, no especificaba por quién ni en qué circunstancias Nancy O’Neill fue convertida en vampira, pero Sarah Rubin estaba segura de que se trataba de algún reviniente joven y bello. No importaba el sexo, podía haber sido otra chica. Pero por aquella época, en la San Francisco de 1966, desaparecieron muchos jóvenes varones. Se solía decir que lo hacían para eludir ser alistados en la guerra de Vietnam. Vernon sabía que no era esa la única razón. La juventud y la belleza física son muy importantes para el vampiro.
El hecho de que la mayor parte de los vampiros suelan ser jóvenes es debido a que la pasión y la vitalidad se asocian, y atinadamente, con la plenitud del cuerpo y la edad juvenil. Pero no menos relevante es la belleza, la armonía de rasgos, ya que en el hecho vampírico ejerce un papel crucial la atracción sensorial. A Sarah, sin ir más lejos, le fascinaba cada vez más la belleza tan singular de su barroco vampiro.
Nemus era de rasgos muy finos y melancólicos, con la nariz perfecta y afilada, la boca sensual, el óvalo de la cara ligeramente alargado, los pómulos apenas salientes y los ojos verdes, grandes y profundos, que intensificaban su mirada hasta hacerla insostenible. Estos rasgos podrían superponerse como idénticos a los que hizo notar Paul Vernon en su informe, al describir a Nancy. Obviamente hacía un mayor hincapié en la belleza femenina de la joven, pero Sarah observó que la similitud, coincidente con la de otros muchos vampiros descritos de igual manera, se debía a que todos los vampiros tendían con el tiempo a aparentar una androginia común y neutralizadora.
Por otra parte, no es frecuente la existencia de vampiros viejos e incluso poco agraciados. Son muy extraños los casos en que el vampiro que sobrevive con el tiempo sea una persona vampirizada a una edad demasiado madura, o con un físico demasiado «corriente». Sarah solía bromear al respecto, cuando hablaba del tipo de físico más extendido entre los vampiros como objeto de su deseo:
—Mi aspecto vulgar es mi mejor seguro de vida. ¿Qué vampiro va a querer hacerme de los suyos, con un cuerpo como el mío y a mi edad?
Luego, ya sin bromas, se refería al aspecto exterior de las personas como la gran ventaja de los vivos sobre los no-muertos, como cierto escudo defensor:
—A nuestro favor está que la inmensa mayoría somos feos y pasados de peso, por ello nos libramos de ser atacados.
En todos los casos que Sarah Rubin había analizado, este componente, el físico poderoso y la hermosura, de alguna manera era un factor determinante:
—El gran problema lo tienen los guapos, las personas de físico envidiable, los verdaderamente bellos.
Un vampiro siempre es bello, y la vampirización incrementa su belleza. Esta era una conclusión categórica a la que Sarah había llegado a lo largo de todos esos años. Y la causa de la creciente belleza de los vampiros, hasta un determinado nivel de estabilización, por así decir, era la sangre.
La sangre, inexorablemente, es el nexo más poderoso que un vampiro tiene con la vida, lo que le impide entrar en la desintegración total de la muerte. Por eso los vampiros abominan de toda confusión con otros seres de carácter monstruoso o etéreo, es decir: no pueden ni deben ser tenidos como figuras espirituales. De ahí, de la sangre, procede también su violencia y su energía frenéticas.
En cierta ocasión, Nemus pasó de la risa a la irritación delante de Sarah cuando, caminando por la Piazza dei Cinquecento hacia la Stazione Termini, ella sugirió que alguien los podía tomar, a los vampiros, como una variante fantasmática. Esa opción lo horrorizaba, pese a ser una teoría muy extendida. La Iglesia siempre ha asumido al no-muerto como un fantasma del mal. Sin embargo, para Nemus, como quizá también para Nancy O’Neill, ser fantasma equivalía a estar totalmente muerto, a ser una mera proyección del otro mundo, imposibilitada de toda interrelación pasional, física.
—Tú me tocas —dijo Nemus a Sarah con su arrastrada voz átona y gutural—, puedo alzarte con mis brazos sin ningún esfuerzo, puedo dar un placer inimaginable a cualquiera de esas muchachas que me miran con curiosidad, puedo darles también el mayor dolor que su cuerpo pudiera sufrir. ¿Acaso un fantasma puede siquiera rozar su piel?
—Decididamente, a tenor de esto, los vampiros no son fantasmas —me dijo Sarah—, no son espíritus. Tienen cuerpo, tangibilidad. Incluso quizá sea eso lo único que tengan, solo cuerpo. Son no-muertos. No tienen alma, porque el alma no es más que una metáfora de la vida misma. Son cuerpos-sin-alma. Pero ansían esa alma que tuvieron y que para ellos se representa en la necesidad real, para subsistir, del fluido sanguíneo, lo que entre los vampiros llaman el ruaj, el aliento vital.
La sangre
La sangre lo es todo para un vampiro. Ellos, en realidad, nunca la llaman sangre; es demasiado valiosa hasta para nombrarla. Pero también tiene connotaciones demasiado elementales y primitivas. La sangre se emparienta con caza, con matanza, con violencia. Demasiado burdo. Los vampiros, a su modo, siempre emplean un cierto refinamiento: se refieren a ella como el líquido, el fluido, el flujo, pero la denominación más extendida es la de ruaj.
—Si oye a alguien mirarla intensamente y pronunciar entre dientes la palabra ruaj como si salivara ante un manjar, ¡tenga aplomo y salga corriendo! Será un vampiro… O un matador de vampiros —dijo Sarah.
Cuando una persona es convertida en vampiro, en cuestión de semanas pasa a depender plenamente del ruaj. Se hace un esclavo de la sangre, de ese ruaj que tanto le urge. Llámese hematofilia, hematofagia o hematolatría, lo cierto es que su vinculación a la sangre es total y religiosa: los vampiros aman la sangre, la devoran, la engullen, la tragan, porque ella los sacia, los hincha, los mantiene en su ser, por eso la adoran, la reverencian, la idolatran.
Un vampiro abandona su voluntad al mismo ritmo que la sangre entra o sale de su cuerpo: si está saciado, podrá hablar, caminar, suspirar, incluso mantener su letargo diurno durante muchas semanas. Esto es lo que hacía que transcurriera tanto tiempo entre una y otra vez cuando Nancy O’Neill y cualquiera de las otras personas vampirizadas de San Francisco actuaban por la ciudad o sus alrededores y eran vistas por Vernon; o cuando Nemus se presentaba ante Sarah, después de citarse por teléfono, en su habitual plaza del Campo de Fiori.
En cambio, si un vampiro está vacío de su sustancia vital, su cerebro emite una sola orden, que es la de saciarse a toda costa, la de matar inmediatamente al primer ser con sangre renovada, preferiblemente joven, que se encuentre cerca. Una especie de radar mental le hace hallar de inmediato a la persona adecuada, la más sana y bella de cuantas tenga próximas. Esa infeliz es quien pasará a ser en poco tiempo otra reviniente más.
Sarah tenía razón. La sangre es básica para el vampiro por otra cosa añadida: equivale a sexo.
La sanguineidad es un impulsor sexual, por eso todas las experiencias vampíricas de Sarah y de su círculo enseñan, en mayor o menor medida, que los actos vampíricos guardan relación con la pasión y la lujuria puras. Para demostrarlo, Sarah me hizo reparar en algunos rasgos identificativos de la «juventud». La juventud, comentó ella, es sinónimo de pasión sexual, de impulso irrefrenable, de amoralidad, de vivencia del tiempo tan solo como presente… Son los mismos rasgos que caracterizan a los vampiros: pasión, pulsión física, amoralidad (el vampiro es un ser que está, y nunca mejor dicho, más allá del bien y del mal), congelación del tiempo.
—Thea —añadió Sarah entonces con suspense—, ¿sabe de un lugar donde todo eso se produce de una sola y muy fructífera vez, un lugar ideal para vampiros?
—No —le contesté.
—Los campos de batalla. Los campos de batalla son frenéticos, instintivos, directos, físicos, amorales, con el tiempo detenido hasta que llega la victoria. Los campos de batalla dejan tras de sí depósitos enteros de sangre joven, depósitos en cuerpos heridos o a punto de morir, a la espera únicamente de que venga un vampiro, o una legión de vampiros, a extraer la sangre que no se ha derramado todavía. Un hospital de campaña es una increíble fuente de energía vampírica, el maná, la savia, el ruaj. ¿No le parece, Thea?
Tardé unos segundos en reaccionar. Luego asentí mientras pensaba que, en ese sentido, también las grandes ciudades lo son. Hoy en día no hay nada más parecido a un campo de batalla que una gran ciudad. Las grandes urbes donde la gente joven desaparece sin que apenas sea reclamada y donde la sangre rebosa en los bellos cuerpos que parecen estar aguardando el momento en que alguien adecuado la sepa beber como un gran orgasmo.