Algo parecido se preguntaba Paul Vernon en San Francisco una mañana del otoño de 1966: «¿Qué pasará cuando desaparezcamos todos? ¿Qué pasará cuando toda la humanidad sea vampirizada?». Luego recapacitó y pensó que de dónde sacarían la sangre, entonces. ¿De los animales? ¿De otros vampiros? ¿Habría en ese momento vampiros «depósito» que alimentarían a otros vampiros? ¿No se perdería calidad de sangre así, no acabaría habiendo «sangre basura» en un mundo solo de vampiros?
Bajo la supervisión de Sarah, pude leer con detalle el informe de Vernon con esas y otras jugosas reflexiones. Su informe empieza con esta pregunta a bocajarro: «¿Son vampiros las personas desaparecidas?». Luego se interroga directamente: «¿Acaso no desaparecen por eso?».
Paul Vernon era un vendedor de seguros de Sausalito que, en sus horas libres, leía y estudiaba los sucesos que había en su ciudad y sobre los que no existían fáciles ni prontas explicaciones. Le apasionaban los casos irresolubles, y nunca se había metido en un avispero. Solían llamarle la atención las personas desaparecidas, en especial los que nunca o casi nunca regresaban a sus hogares ni se reencarnaban en otra identidad y en otro Estado.
¿Qué pasaba con las «personas perdidas para siempre»? ¿Se iban de sus hogares, abandonaban a sus padres, o a sus esposos, incluso a sus hijos, a veces dejando tras de sí buenos negocios, empleos duraderos, o estudios prometedores dentro de un ambiente emocional feliz? ¿Así, se iban sin más ni más? ¿Acaso es que eran obligados a hacerlo? Y, de ser obligados, ¿por qué motivo?
Vernon, lógicamente, dejaba de lado los casos en los que se acababa por demostrar que la violencia había sido ejercida de manera evidente: violación, secuestro, extorsión u otros delitos en los que la víctima desaparecía porque finalmente era asesinada y su cuerpo era encontrado tarde o temprano. Vernon prefería especializar su afición en aquellos casos difíciles, por lo general los más frecuentes, en que, sin razón aparente, una persona desaparecía para no volver a ser vista jamás, ni viva ni muerta.
Una de esas desapariciones fue la de una adolescente de dieciséis años llamada Nancy O’Neill. Era alumna de una residencia de señoritas de clase media alta, el Whittemore College, en las afueras de la ciudad, en la falda del cerro conocido como Two Wolves. Nancy, además, era de las pocas huérfanas de la residencia.
Desapareció sin dejar rastro en la noche de un viernes. La última vez que alguien la vio fue después de la cena. Se retiró a su cuarto, que compartía con otra joven de su edad, su mejor amiga, Leti Lund. Esta relató a la policía, al día siguiente, que oyó ruidos a su alrededor, pero que le parecieron normales, y como estaba muy cansada, no abrió los ojos; pensó que Nancy se había levantado a beber agua o a ir al baño; luego siguió durmiendo, sin percatarse de cuándo habría podido regresar Nancy a la cama, ya que, al despertar, la vio vacía pero deshecha.
Se dio una orden de búsqueda por todo el condado, los medios recogieron lo ocurrido en una breve noticia —del tipo habitual de las que solía rastrear Paul Vernon en todos los periódicos de sucesos—, sus tíos se volvieron locos y gastaron una fortuna en seguir cada una de las pistas, falsas todas, que fueron surgiendo durante meses. Nunca apareció.
Solo, en paralelo, Vernon proseguía sus pesquisas, abriéndole un expediente en el sótano de su vivienda, donde había habilitado su estudio, y metiendo en la carpeta correspondiente toda la información que le llegaba sobre posibles nuevos indicios. Hasta el momento, para Vernon no pasaba de ser una más de las piezas de su hobby.
Nada extraño habría en el caso de la desaparecida Nancy O’Neill —y por tanto, Paul Vernon nunca en la vida se habría dirigido a Sarah Rubin— si no fuera porque un sábado por la noche ocurrió algo inaudito. Después de tomarse unas copas y de regresar a su casa un tanto aturdido, abrió la puerta con sumo cuidado para no despertar a su mujer y a sus hijos, y antes de dar la luz descubrió una sombra silueteada al fondo del salón. Era Nancy O’Neill.
Asustado, ya que no se lo esperaba, corrió hacia el interruptor, pero la mano de Nancy se interpuso. Para Paul lo sorprendente era que el interruptor estaba a un palmo de su nariz y no necesitaba más que alzar un poco el brazo para pulsarlo, y en cambio aquella presencia sentada en el sofá que se dibujaba a contraluz estaba a no menos de seis o siete metros. Y sin embargo, ahora tenía su bello rostro a la altura del interruptor, casi pegado a sus narices. ¿Cómo lo había hecho? ¿Había volado? ¿Estaba tan bebido como para que se le trastornase la captación del movimiento? Si era así, lo despejó un repugnante aroma que salió de la boca de la niña cuando se identificó. «No grites, soy Nancy O’Neill y sé que me buscas», dijo en voz muy baja.
Vernon no entendió muy bien a qué se refería, aunque era cierto que la buscaba, por pura afición, como a tantos otros, pero nunca lo había hecho público, ella no podía saberlo. No obstante, en ese momento sintió una extraña atracción, algo dentro de él reconocía que la buscaba con mayor ahínco que a otras personas. Sentía crecer un deseo sexual, irreprimible, por aquella joven de cuerpo torneado que tenía tan próxima. Le frenaba el olor pútrido y un inconsciente temor a lo desconocido.
Pudo observar a duras penas la grisura del rostro de la joven, así como su delgadísimo talle. Llevaba más de seis meses desaparecida. Cuando le iba a preguntar dónde había estado o qué le había ocurrido en ese tiempo, Nancy le pidió, casi le exigió, que no hiciera preguntas. Sería ella quien hablase. Le refirió entonces su nueva naturaleza. Al oír Vernon que la joven Nancy era ahora una vampira, en su embotada mente, ya despejada del todo por la revelación, se mezclaban la incredulidad y el pavor, y ambos se manifestaron en una sonrisa, tal como refiere en una parte de su informe a Sarah.
Nancy insistió con voz susurrante y profunda, diferente de pronto a la que acababa de oír. Se alejó de él hasta el otro extremo del salón, pero en vez de caminar, Vernon vio perfectamente cómo se trasladaba por el aire a tal celeridad que parecía más bien una aparición bilocal. Luego repitió el proceso al revés y de nuevo se aproximó hasta donde él estaba, de modo que sintiera la presión de su cuerpo, el volumen de sus senos, de tan cerca que estaba.
Le repitió una vez más quién era, y para certificarlo le mostró una herida abierta, muy enrojecida, como dos cortes profundos y húmedos, a la altura de la clavícula. Para mostrársela, se quitó la camiseta. No llevaba sujetador. Vernon vio entonces otra herida similar, también con dos cortes profundos, a la altura del vientre, cuatro dedos por debajo del ombligo.
Nancy se acarició con placer las dos heridas mientras le miraba a Vernon a los ojos. Tomó su mano, que Vernon notó ardiente, y se la puso sobre las heridas, que sin embargo él experimentó heladas y resecas. En su relato el hombre reconocía que deseaba tocar los pechos desnudos de la muchacha. A ese pensamiento erótico, pero fugaz, siguió un breve rugido de Nancy con su nueva voz cavernosa, algo que Vernon interpretó como una negativa preventiva, como un «ni lo intentes o morirás».
A continuación, Nancy le dijo que no temiera por su vida, pero añadió, con voz seductora, que si alguna vez decidía tocarla o poseerla, antes tendría que pasar al lado en el que ella se encontraba. «Tendré que convertirte. Y sé que por ahora no es eso lo que querrías».
Venía a él porque era el único que había tratado de buscarla sin que le uniese nada a ella, ni la conocía siquiera. Tal vez lo animase un pequeño deseo de que estuviese viva. «Ahora —le dijo—, estoy mejor. Lo siento todo más. Vivo de la sangre. Amo la sangre».
Vernon, en ese momento, dirigió una mirada nerviosa hacia la escalera que llevaba a las habitaciones donde dormían su mujer y sus hijos. Nancy, sin alzar la mirada, le dijo que no los había tocado. «No lo haré. Son tu familia. Tú los proteges porque te he elegido a ti».
Entonces se separó de él y añadió antes de salir de la casa: «Puedo contártelo todo, pero no hoy».
A partir de esa noche, Vernon volvió a ver a Nancy con frecuencia. Los vampiros que se manifiestan buscan luego tener una trato frecuente con la persona a la que «han adoptado», como diría Sarah. Necesitan ese contacto con la parte viva de su no-muerte. Nancy le reveló que muchos de los casos que tenía abiertos en sus expedientes de detective aficionado eran vampiros. Le dio los nombres y todo tipo de datos sobre cómo y quiénes los habían convertido. «Resolvió», por así decir, más de doscientos casos inexplicables. Lo único que nunca le llegó a decir Nancy era dónde pasaban sus letargos diurnos. Por prevención, temía que pudieran acabar matándolos del todo si daban con esos escondrijos, también conocidos como nidos.
En alguna ocasión, en la trasera de un bar o de un restaurante de carretera, el propio Vernon había identificado casualmente a algunos de esos desaparecidos a quienes buscó sin ningún éxito durante meses. Merodeaban antes de entrar en el local o de abordar a otras personas. Cuando trataba de acercarse a ellos, se iban de su lado rápidamente o —pocas veces, en realidad— se le enfrentaban con el mismo gruñido que Nancy le lanzó la vez que la deseó. En ese gruñido enseñaban unos dientes afilados como largas puntas de casi cinco centímetros y lanzaban al aire una mano con garras, más que uñas. Entonces Vernon admitía en su informe que quien daba marcha atrás y huía del lugar era él. Que la víctima elegida corriese su suerte, se decía, poco o nada podía hacer por ella.
Acababa confesándose, en cierto modo, cómplice de asesinato. Pero Nancy le quitaba esa idea de la cabeza. «Solo eres uno más de los muchos que entienden las leyes completas de la naturaleza. ¿Impides acaso al león lanzarse sobre el cuello de la gacela? ¿Evitas que el gato se abata sobre el ratón? No, ni puedes ni debes. Es la cadena alimentaria, no la debes parar».
En una de las veces que Nancy volvió a verse con Vernon, ella lo llevó a un sitio donde se iba a encontrar con varias vampiras. Todas eran jóvenes como ella, algo más mayores a lo sumo, y mucho más agresivas e insolentes. Nancy tuvo que emplearse a fondo para salvar a su «adoptado».
Vernon estuvo realmente asustado, sobre todo cuando dos de ellas lo empujaron al suelo y se subieron a horcajadas sobre él tratando de inmovilizarlo mientras le buscaban una vena bien notoria en alguna parte de su cuerpo. Sentía una confusa mezcla de deseo y de pánico, a la vez que los fuertes muslos de aquellas dos muchachas lo atenazaban y lo tenían paralizado. Nancy reaccionó en su defensa como si Vernon fuese una propiedad suya.
Y lo era, en cierto modo.
Aquella noche, después de dejar a Vernon incapaz de levantarse del suelo, fueron todas juntas hasta un pueblo cercano, Burton Hills, donde, a la mañana siguiente, a su vez, desaparecieron varios muchachos, en concreto tres, primos entre sí: los jóvenes Warren.
Nunca se encontraron sus cadáveres. Solo Paul Vernon sabía que no habría nunca ningún cadáver que encontrar.
Aquellos jóvenes no estaban muertos, tal como el reverendo de la iglesia de Burton Hills entendería por muerto, y en consecuencia, por cadáver. Sencillamente habían sido vampirizados, y por esa razón habían desaparecido. Se puede aducir, y con razón, que, según el cálculo de probabilidades, era posible toparse con ellos de noche en algún callejón oscuro de cualquier barrio o pueblo de la comarca (los vampiros no se alejan mucho de los lugares donde son convertidos), pero incluso, aunque fuera así, nadie creería que se cruzaba con una persona desaparecida hacía mucho tiempo y que estaba siendo buscada, y era muy probable que quien lo hiciese y la reconociera, en última instancia, no pudiese llegar a contarlo.
Saber aquella verdad le hacía a Vernon sentirse especial, poseedor de un gran secreto. «Era una estupidez», le reconoció a Sarah, «pero, en el fondo, con aquella actitud protectora de Nancy, acabé por albergar alguna esperanza de llegar a algo con ella, quiero decir a algo sexual».
Si finalmente fue así, Vernon nunca llegó a contarlo.
Muchos de los casos que llegaron a Sarah, como el de Paul Vernon, tenían que ver con personas desaparecidas cuyo resultado final era su conversión en vampiros. La conclusión de que la desaparición de personas está relacionada con el vampirismo es una de las mayores certezas a la que ha llegado hoy en día Sarah Rubin. Aparte del dossier de Paul Vernon, me mostró otros cientos de experiencias similares, también relacionados con la desaparición de la gente de manera sorpresiva.
Es algo que abunda por todas partes, sin distinción. Y el único nexo en común es, según las estadísticas de Sarah, que todos son jóvenes, de entre quince y treinta años, y por lo general bellos o muy bellos. En todo el mundo, según registros policiales, son cientos de miles al año las personas desaparecidas, millones al cabo de unas décadas.
Jóvenes que se van de casa —o eso se cree— porque sus padres no los comprenden o buscan ser ellos mismos demasiado pronto, o bien corren en pos de un primer y fatídico amor ciego, pero al final la aventura siempre acaba igual: no aparecen más… bajo la forma con que se fueron. Nunca se encuentra su cuerpo, a lo sumo se supone que están en otros países, que han cambiado de identidad y de vida. De esos desparecidos, solo un diez por ciento termina por ser visto en otro lugar e identificado de alguna manera demostrable. El resto, el noventa por ciento, no lo es. Ahora sabemos, sin duda alguna, que la gran mayoría de ese noventa por ciento actúa como vampiros.
Sarah Rubin me explicó que, a iniciativa de Vernon y tras su informe, los vampirólogos han llegado a trazar una «ruta de las desapariciones» y hasta un registro de desaparecidos. Se trata de confeccionar una especie de atlas. Siguiendo esa ruta, que no tiene fronteras geográficas convencionales y abarca todo el planeta, al final siempre se encuentra un cuerpo: el de un vampiro.
—O mejor dicho —añadió Sarah—, si alguien sigue la ruta y tiene la desgracia de encontrarse con un cuerpo, creyéndolo vivo, es siempre un vampiro, en letargo o en actividad. ¡Lo mejor que esa persona puede hacer es salir huyendo de allí!
Si muchos padres supieran dónde está en realidad el nombre de su hijo, cuyas esperanzas de volver de nuevo a casa con ellos son nulas, se abocarían a la más desesperada desolación y se ahorcarían en el sótano de sus casas. Ningún buen padre puede imaginar ni remotamente que en los archivos de Sarah Rubin, esa mujer menuda y discreta, figura el verdadero destino final de ese hijo o esa hija tan amados.
Le pregunté a Sarah si había puesto a disposición de la policía y de las autoridades esa información tan valiosa. Al fin y al cabo se trataba de una sólida pista, y sería muy piadoso por su parte. Su respuesta fue desalentadora. Me dijo que, después de pensarlo muy bien, había optado por no hacerlo, ya que no la creerían en absoluto y podría, por otra parte, hacer cundir el pánico.
—Además —concluyó—, en el fondo, ¿qué padre, o esposo, o hija, iban a querer cambiar sus tiernos recuerdos por la cruda verdad de que su ser querido es un vampiro?