4. LA REGIÓN DE LAS SOMBRAS

Pasé dos meses en Roma, hospedada en el hotel Anglo Americano de la Via Quattro Fontane. Durante ese tiempo, además de patear por todos los rincones de la ciudad, visité a diario a Sarah Rubin y llegamos a conocernos mejor. A veces ella, con toda intención, me acompañaba en mis paseos erráticos. Ella fue haciéndome así partícipe de sus experiencias vampíricas, hacia las que yo expresaba cierta incomprensión. Ella consideró nuestra cita de cada día en Via dei Greci como parte de su trabajo, y se aplicaba a ello casi con horario laboral. Quedábamos muy temprano y siempre había un café esperándome. Solíamos terminar de noche.

Por mi parte, desde luego, aquellas citas eran sustancialmente mi trabajo, y en Factory me dieron carta blanca para conseguir hacer por todos los medios «el mejor reportaje de vampiros que hubiera existido jamás, costase lo que costase», según palabras de Vic Armstrong. Sin embargo, yo acabé por entender aquellas sesiones como un desahogo liberador, ansiado por Sarah desde hacía más de treinta y cinco años, que supuso una inagotable fuente de conocimiento para mí. Fue a lo largo de esos días cuando ella me empezó a hablar directamente de Nemus y de lo que supo por él mismo acerca de su historia vampírica antes de enfrentarse a él cara a cara.

El vampiro de Sarah se identificó con ese nombre, Nemus, o ese nombre extraño usaba, un nombre a todas luces encubierto. Era romano, pero sus padres eran lombardos. Era el único de seis hermanos que había sobrevivido. Vivió toda su corta vida allí, en la ciudad donde había nacido en 1580. Era muy guapo. Y allí, quizá por eso, lo convirtieron en vampiro en 1604. Desde ese día, la eternidad lo envolvió en esa ciudad de la que nunca jamás había salido. Nemus era tan solo un joven y esforzado pintor del taller de la familia boloñesa Carracci, un joven muy bello que no llegó a nada en el arte ni en ninguna otra profesión.

—Siempre es así: otro lo hace, otro actúa contra ti. Te convierten en vampiro, como un testigo que es pasado de una mano a otra.

Quien lo organizó todo fue un importante cardenal, un Farnesio probablemente. A Sarah le gustaba aventurar que quizá hubiera intervenido un papa, pero la idea de un santo padre vampiro nunca habría sido demasiado creíble. No obstante, Nemus, al principio, parecía eludir toda respuesta a esa pregunta, sencillamente, al parecer, porque no lo sabía con certeza. O quiso jugar con Sarah, como hizo con mucha otra información que, a lo largo de los años, le fue pasando a ella. ¿Dónde estaba la verdad y dónde la mentira? Terreno resbaladizo, demasiada sangre bajo los pies.

Comprendí sin dificultad en ese momento que si Sarah vivía en esa ciudad era porque allí, en Roma, vivía su vampiro y era donde se le había evidenciado. Pero, como bien me insistió Sarah, en realidad Nemus no vivía en Roma, sino que ya en el siglo XVII pasó a vivir en la misteriosa Región de las Sombras, lo que Sarah denominó la Zona Exterior.

—La Región de las Sombras —me dijo— es un estado físico y psíquico a la vez. Un lugar y un no-lugar. De nuevo una frontera. Es el medio estable donde viven los vampiros, entre otros seres no-muertos que vagan como sombras por la estrecha franja que nos separa de la muerte absoluta. Una especie de líquido seco, si eso pudiera existir.

—¿Una especie de gelatina? —pregunté yo.

—Sí, una especie de gelatina, eso podría ser la Región de las Sombras. El primer sitio donde se habla de esa región es en la Odisea. ¿Sabe algo de la Odisea, Thea?

La verdad era que algo sabía. Por esa región pasó Ulises y vio a su madre, que había muerto. Tal vez con el viaje de Ulises por aquella región Homero simbolizaba un hecho importante de la humanidad, el mito fundacional de la otra vida por excelencia: los muertos no regresan como tales, regresan solo sus sombras. Por eso lo oculto, relativo a los muertos, ha sido siempre un universo de sombras y negruras. Sarah me explicó que los vampiros, siendo cuerpos tangibles y peligrosos, son sombras densísimas y negras. Como la madre de Ulises, a quien él no veía la cara por ser una negra sombra, pero sabía que era ella.

—Oquedades planas, eso es lo que son los vampiros cuando están en la Región de las Sombras, inmersos en eso que usted, Thea, llama «gelatina». Toda una paradoja, si se fija bien. Tienen volumen, pero son percibidos como sombras unidimensionales. Es decir, como si fueran proyecciones en una pantalla de cine. Aunque no se fíe, te chupan la sangre como en una auténtica transfusión, y la mordedura la sientes, ¡vaya si la sientes! Te dejan seco en un minuto.

Luego Sarah añadió:

—Observe, Thea, que, ante el Cíclope, Ulises utilizó una variante del mismo nombre que mi vampiro, Nemo. Quiere decir «ninguno». Y, por extensión, «cualquiera». Mi vampiro, que me habría de enseñar todo lo relativo a los no-muertos, era uno y todos los vampiros a la vez. Uno y ninguno. O sea, una sombra cualquiera.

¡Qué importaba lo que fuera! Aun así, Sarah Rubin quería seguir adelante con su plan de aproximarse a un vampiro. Quedó en encontrarse con él, como se encuentran un hombre y una mujer en una primera cita. Así lo vivió ella todo ese tiempo, con una hormigueante excitación, hasta que se produjo el hecho.

Pero previamente se protegió con cuanto sabía al respecto, aunque se vino abajo la mitología popular sobre vampiros.

—Nada es como parece, y por tanto, nada de lo que se cree saber sirve para nada. Los vampiros no son como los imaginamos, ni los podemos combatir como la mayoría cree que se debe hacer. Usted, que es periodista, escritora, experta en parapsicología, lo entenderá.

Para empezar, Sarah supo por el propio Nemus, pero también por colegas, avezados vampirólogos, que nada de lo conocido como protección antivampírica —generalmente dictada por las ordenanzas doctrinales de la Iglesia— sirve para detener a un vampiro. Es todo literatura, pura retórica de una liturgia mágica y arbitraria, aplicación errónea de las técnicas y tácticas inquisitoriales de los exorcismos. La Iglesia, en general, cree en la posesión diabólica del vampiro, pero está en un craso error. Los vampiros no proceden de lo satánico ni son demonios, o en todo caso no lo son del todo… lo son solo en parte. Sea como sea, utilizar los métodos del exorcista ante un vampiro no sirve para nada.

Me confesó que no se detiene ni se destruye por ese medio a un vampiro verdadero. Sarah Rubin llegó a esta conclusión tras consultar con su amigo el pastor Roger Hamilton, de la iglesia de Carolina del Sur, gran experto entre colegas, algo así como un exorcista por libre, quien la previno muy seria y severamente sobre lo que iba a hacer. Pero en realidad el reverendo Hamilton demostró no saber más que los tópicos habituales: aspersores de agua bendita, ajos, estacas, monedas de plata en los ojos, crucifijos en alto o cosidos en la ropa y la recitación de los Evangelios en latín. Sarah, por supuesto, no hizo nada de eso.

—Aún me admira lo virginal, inocente y vulnerable que fui al encuentro con el vampiro aquella primera vez —contó Sarah—. Había releído el Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o revinientes de Hungría, del abate Calmet, un clásico del siglo XVIII, que ya conocía desde mi más temprana juventud. No me sirvió de mucho: ahora sé que es pura antropología literaria, una fábula. Si usted lo lee, como mucho le divertirá y punto.

Pero Nemus aceptó ver a Sarah Rubin sin atacarla. Y la única garantía estaba en la confianza mutua que ambos pudieran acumular hasta llegar a esa cita. Quizá por ese motivo el vampiro dejó pasar tanto tiempo. El encuentro iba a suceder exactamente dos años y tres meses después de su primer contacto como epifonía en las ondas.

—¿Dónde fue?

—Obviamente, en Roma —dijo Sarah.

—Pero ¿por qué en Roma?

—No podía haber sido en otro sitio, había razones materiales que lo impedían. Como bien supe después, los vampiros tienen auténticas limitaciones territoriales, en cuanto a su movilidad, sobre todo debido a su letargo diurno, su letal fotofobia, y eso les hace vulnerables. De ahí que tomen tantas precauciones cuando van a mostrarse.