3. LA VOZ HALLADA EN EL ESPACIO

Regresé, pues, al 15 de la Via dei Greci a la misma hora en punto del día después, tal como habíamos quedado. Esta vez me abrió la propia Sarah. Sin más preámbulos me pidió que la siguiera a su estudio por el desconcertante trazado de pasillos de la casa. Había una corriente de familiaridad entre ella y yo, como si Sarah hubiese optado por evitar las miradas escrutadoras.

El estudio se abría con una puerta hermética y se componía de una enorme habitación insonorizada a la que se habían añadido dos grandes piezas laterales comunicadas y repletas de muebles y estanterías con todo tipo de cintas magnéticas, aparatos electrónicos, monitores encendidos, altavoces de diversos tamaños, cascos con audífonos y cables por todas partes. Parecía más bien uno de esos centros de mandos espaciales de la NASA o un estudio de grabación de la Paramount. Me rogó que me sentara y luego me dijo:

—Disculpe el desorden. Pero vayamos al grano. La clave, como en todo en la vida, Thea, es creer en vampiros o no creer. Para creer en los vampiros hay que olvidar el sentido común. Y olvidar algo más todavía: los prejuicios. Pero la vida me ha enseñado que no es solo cuestión de fe. Hay que verlos. Los vampiros existen y son comprobables, tangibles. Le mostraré algo… si está preparada.

No contesté enseguida porque en realidad no sabía si lo estaba o no.

La «doctora» Sarah Rubin, como figuraba en todas sus tarjetas de visita, se llamaba de soltera Sarah Kubica y era de origen checo, pero adoptó el apellido de su esposo, Edward Rubin, un dentista de Nueva Inglaterra.

—Me casé por conveniencia con el bueno de Edward —me dijo—. A él no le importó, en realidad también le venía bien el apaño. Los dos teníamos camas distintas, ya me entiende, distintas en todos los sentidos. Ahora estamos divorciados. No sé si vive en Los Angeles o en Nueva Jersey. A veces lo busco en Internet, pero no sale nada sobre él.

Sarah trabajaba desde mediados de los años setenta con los sonidos psicofónicos extrasensoriales. Era su especialidad en el campo de lo paranormal. Iba a la caza de ultrafonías y demás sonidos inmateriales, buscaba concretamente epifonías y psicofonías perimetrales.

—¿Cuáles son?

—Son esas voces —se sintió obligada a aclararme— que rodean los lugares y los seres que han pasado por una gran intensidad vital, ya sea un hecho histórico, ya sea un pensamiento luminoso, lo que los cursis llaman «un milagro»; pero en ambos casos se produce un flujo de materia sónica que permanece. Yo buscaba ese rastro de permanencia. ¿Lo entiende, Thea?

Se adentraba así en el pasado y en la historia. Buscaba, captaba y registraba voces que ya se habían desligado de la materia, ondas residuales, o esqueletos de ondas muertas, por así decir, que vagaban por el espacio en espera de ser grabadas e interpretadas.

—Quimérico, pero posible —matizó.

Hablaba de voces de ultratumba, voces de muertos, fantasmales, frecuencias del más allá que habían quedado atrapadas en algún punto infinito a la enésima potencia del no-tiempo y del no-espacio, un punto descubierto por Planck y conocido entre los astrofísicos como «cámara neutra».

—Entonces —me dijo—, un día de los muchos de mi búsqueda de sonidos, sucedió lo más extraordinario de mi vida. Ese día oí algo que tardé semanas en descifrar y en hacer medianamente inteligible.

Encendió un largo cigarrillo muy fino, dio dos bocanadas y lo aplastó contra un cenicero de porcelana. Estaba creando el clímax.

—Oí la palabra vampyr.

No reaccioné. La escuchaba atentamente y, en aquel contexto, me pareció de lo más normal lo que me estaba contando.

—O más bien oí un sonido que se componía de esas modulaciones, vampyr. Oí el reflejo de su sonido, como si dijéramos. Era un ruido raro, que no era como los que estaba acostumbrada a escuchar. Y desde ese momento, Thea, mi vida cambió para siempre.

Aquel hallazgo, y sobre todo cuanto se derivó de él, despertaron en Sarah la curiosidad por algo que ella creía ajeno a sus intereses: los vampiros verdaderos. Por aquel entonces Sarah vivía en Estados Unidos, en Pittsburgh, Pensilvania, donde había abierto consulta «el bueno» de Edward Rubin, quien toleraba las investigaciones de su esposa sin demasiado convencimiento, pero con absoluta complacencia. En el estudio de su casa de Pittsburgh, Sarah decidió trabajar a fondo en esa voz y ver hasta dónde podía llegar con ella.

Al principio lo hizo por un simple afán de exploradora de lo desconocido, al ser un sonido tan nítidamente asociado a una palabra. Pero enseguida aquello se convirtió en una investigación desesperada y romántica. Se aisló de todo. Adelgazó alarmantemente, se obsesionó, empezó a dormir tan solo cuatro horas y a pasar las otras veinte pegada a su sincretizador de ondas hertzianas, moviendo entre sus dedos el dial con extrema suavidad milimétrica. Se la veía a todas horas con unos cascos que la separaban del mundo y enviaban su mente a un espacio de ruidos hipnóticos e inquietantes, esa especie de rrrrrrr ininterrumpido de los televisores sin emisión, un ruido de fondo conocido como «gruñido de Dios».

—Concluí que el sonido correspondía a una palabra —dijo Sarah—. Y si era una palabra, tenía que pertenecer a un idioma. El idioma de aquella palabra resultó ser el italiano: vampiro. Eso es lo que logré aislar al cabo del tiempo. Pero la primera vez no era la palabra con toda su claridad, como se la estoy diciendo ahora a usted, sino más bien algo así, muy espectral y alto, como un golpe: ¡¡vaomp!! Seco y abrupto. Después un pequeño silencio. Y luego nada.

Sarah Rubin me explicó que tardaría aún mucho tiempo en volver a oír ese sonido, sobre todo en volver a encontrar su ubicación. Los sonidos inmateriales se mueven, a veces no se oyen más que una sola vez y luego se pierden para siempre. Aunque, como buena precavida que era, Sarah lo había grabado, al igual que hacía con todo lo que escuchaba a diario. Sin embargo, al reproducirla, la grabación de la voz era de muy baja calidad. Necesitaba limpiarla repetidas veces, pero necesitaba sobremanera volver a escucharla y tal vez iniciar después algún acercamiento a ella. Se podría considerar un imposible, literalmente como buscar una aguja en un pajar.

Aumentando la intensidad del audímetro estereoscópico, Sarah llegó a oír en Pittsburgh una secuela en aquel breve silencio que seguía a vaomp, una estela que un día por casualidad afloró en la cinta grabada.

—Sonaba un ÿÿÿr, como un susurro agudo, terminado incluso en la oscuridad de una vocal que no lograba descifrar. Pasaron luego otras semanas más hasta que mi oído captó la «o» final con la que advertí que aquello era una palabra y que era italiana. Luego supe que también podía ser española, o portuguesa, o incluso de otras lenguas. La secuencia es esta. Atenta, Thea. Acomódese y escuche.

En ese momento Sarah pulsó uno de los botones de su mesa de mezclas y me puso la grabación. Procuré no respirar ni tragar saliva, me concentré cuanto pude en aquella cinta. Al principio sonaba espantoso, inhumano casi, como una voz deformada que asciende y desciende, pero, al término de varias veces oyendo aquella grabación, acabé acostumbrándome a ese sonido extraño, puro ruido de fondo, desde el que empecé a distinguir una palabra inequívoca: vaomp-yyyr-y.

Sarah me dejó escuchar la cinta docenas de veces. No había duda alguna, sonaba una voz. En realidad, después de unos minutos oyéndolo, llegué a la conclusión de que solo podía ser un decreciente sonido tenebroso provocado por un susto o un espanto: ¡vaompyro! Vampiro. Pero era tal el desfase entre la primera sílaba (con esa «ao» casi aullada) y la última, dicha como entre dientes, dejada escapar, liberada, que parecían dos voces pronunciando dos secuencias de la misma palabra. Podría ser ridículo lo que pensé, pero me figuré que alguien la pronunciaba en medio de un orgasmo o de una situación similar de máxima entrega, por placer o por dolor, pero también como si masticase algo. La sílaba central era más bien una expiración, como cuando se produce el instante mismo de la muerte. O sea, que tal vez la «o» la dijera un cuerpo ya muerto, ya exánime. La última silaba de la última voz del último aliento. Puro aire, pensé.

—Perseguí esa voz —dijo Sarah—, ese sonido líquido. Una voz líquida que buscaba acoplarse en mí. ¡Dios mío, ya lo creo que lo hice! Traté de dar con ella como una hechizada, como cautivada por aquello que acababa de encontrar. Dos años tardé en volver a captar la voz, Thea. ¡Dos años en que creí morir! Los psiquiatras me dijeron que tenía los síntomas de quien está extremadamente enamorado. Era absurdo, de verdad que lo era, ¡pero no cabía duda de que yo estaba sufriendo de amor!

La entendí muy bien. Eso no era nada nuevo para mí.

Hasta entonces ella había tenido muy claro lo que deseaba conseguir en la vida. Sin embargo, a partir de ese momento, la vida de Sarah dio un giro y se precipitó en el vacío de perseguir un imposible. Aunque no para ella:

—Si algo sé a mi edad, Thea, es que la noción de imposible es la idea más necia que ha concebido el ser humano —me dijo.

Desde entonces, solo viviría para encontrar a la persona no-muerta a la que pertenecía la voz que había pronunciado esa palabra.

—¿Qué hizo entonces?

—Buscarla con denuedo. Y créame, Thea, que no me di ni un respiro. La busqué en este mundo y en el otro.

Tardó un tiempo y aquello se convirtió en una dedicación absoluta, pero al final la halló. Y lo realmente sorprendente para Sarah fue que, cuando lo hizo y pudo comunicarse en su mismo vector de frecuencia, lo que es algo muy extraño e inusual, parecía que aquel ser la estuviera esperando.

—Era obvio que quería conocerme —dijo Sarah—. No desapareció, como hacen los demás sonidos, sino que se quedó en algún punto fijo, como si se solidificase en el espacio. Inaudito, ciertamente, pero fue así: la voz se quedó quieta para que Sarah pudiera encontrar a su dueño. La voz fue tan solo una pista.

—¿Y qué hizo cuando lo descubrió?

—Le dije que quería hablar con él. Quería conocerlo, ayudarlo. Era evidente que aquella era una voz-llamada, no era algo casual; la voz tenía una intención.

—Pero ¿cómo fue posible hallarlo, decírselo, hablar con él?

—Mediante lo que llamamos una puerta hipofónica.

Ante mi ignorancia, Sarah me explicó de qué se trataba.

—Son escasísimas las ocasiones en que se abren. Cuando se localiza un sonido, lo más común y general es identificarlo o clasificarlo, pero nunca, o casi nunca, sucede que podamos dialogar con quien lo ha emitido. Es la máxima aspiración, poder acceder al más allá y traer al presente a seres que formaron parte de otra época. Pero, a decir verdad, solo sucede con los no-muertos.

—¿Los no-muertos?

—En realidad, los vampiros y seres de una naturaleza «reviniente», es decir, ciertos «seres que regresan». Pero también pueden habitar en ese estado intermedio entre la vida y la muerte misteriosas manifestaciones ectoplasmáticas, los comúnmente llamados fantasmas. Cuando por alguna razón el no-muerto quiere comunicarse con palabras, se abre una puerta hipofónica. La llave es un sonido captado, una palabra perdida en el espacio, lanzada como un mensaje en una botella, ¿me sigue, Thea?

Asentí.

—Muy pocas personas han logrado contactar con ellos. Cuando se abre una de esas puertas, se inicia un diálogo a voluntad del ser, no a voluntad nuestra. A veces solo dura una sesión y luego se pierde para siempre. Supe que se había abierto una puerta con mi vampiro cuando empecé a captar monosílabos afirmativos y negativos a preguntas mías del tipo «¿Quieres hablar?», «¿Buscas explicarte?», «¿Me dirás tu nombre?» o la fundamental «¿Estoy segura contigo?».

—¿Qué le respondió a eso?

—A esta última no hubo contestación al principio. Aun así, seguí dejando la puerta hipofónica abierta. Algo me decía que no debía cerrarla bajo ningún concepto o lo perdería sin remisión.

—¿Y cuál fue la pregunta que la puso claramente sobre la certeza de quién era él o qué era él?

—Thea, solo podía ser una. Obviamente le pregunté: «¿Eres un vampiro?». A eso me contestó afirmativamente. Pero escúchelo usted misma.

Sarah volvió a pulsar el botón del reproductor de su mesa de mezclas. La grabación volvió a ponerse en marcha. Mi corazón dio un bote y aceleró sus palpitaciones mientras se preparaba a oír ese diálogo. Sin embargo, me di cuenta de que su respuesta llegó después de que Sarah se lo preguntase varias veces, en las que ella temió que la puerta se cerrase por el lado de él. La voz era gutural, apagada, expulsada de los pulmones con desgana más que dicha:

.

Oí cómo Sarah avanzó en su diálogo, sobreponiéndose al efecto que le causó esa respuesta.

—¿Puedo conocerte?

No hubo contestación esa vez.

—¿Puedo verte?

El mismo silencio de nuevo.

—¿Puedo tocarte?

Entonces él se rió. Inesperadamente hizo eso, reírse. O algo parecido a una risa. Era una risa cavernosa. Y oí en la grabación que Sarah también se rió, no pudo evitarlo, necesitaba descargar la tensión acumulada. La risa de Sarah provocó un súbito silencio, abrupto como una amenaza, por parte del dueño de la voz. Sarah contuvo el aliento. Incluso yo, al oírlo, me asusté. Algo había hecho mal, debió de pensar Sarah aquella vez, en algo se había equivocado hasta ocasionar, quizá, su ira. Recordó que el joven, pues de un joven parecía ser esa voz, no había contestado a su pregunta-talismán: «¿Estoy segura contigo?». Tuvo miedo. Pero al cabo de esos tensos minutos en que solo se oía otra vez «el gruñido de Dios», la voz átona de aquel ser pronunció algo que Sarah interpretó como que el joven había aceptado finalmente que ella lo conociera, pero con una desconcertante ambigüedad.

—¿Te manifestarás?

No y sí.

—¿Cómo puedo comprenderte?

Seré y no seré.

—Entonces, ¿cómo te veré?

Te arrepentirás.

—Sé que no me arrepentiré. Quiero hacerlo, por favor.

Conocerás la vida y la muerte a la vez. Quieres, pero ¿lo deseas de verdad?

—Lo deseo.

Sarah volvió a pulsar el botón para interrumpir la grabación y me miró buscando mis reacciones.

Yo estaba helada, inmóvil, con los cascos puestos y los ojos clavados en un punto fijo del suelo; mi cerebro se hallaba inmerso en una ansiedad violenta y paralizante. Sarah me tocó el brazo y salí de mi abstracción de golpe. Estaba asustada de veras. Me preguntó si quería volver a oírlo. Le dije que prefería esperar un rato. Había sido demasiado intenso para mí. Aquel breve diálogo con el vampiro resonaba en mi cabeza como si acabara de haberse producido ayer mismo, hoy mismo incluso, pero sin embargo había tenido lugar treinta y cinco años antes.

—La perspectiva del encuentro físico me espeluznaba —me dijo Sarah—, pero no podía dejar de hacerlo: había sacrificado mi vida a estos fenómenos, y, por muy peligrosos que fueran, me juré que siempre tendría que registrar su existencia. Me supe atrapada en la red viscosa de algo que me superaba. Además, ¿no era esa la gran oportunidad, la cima a la que aspiraba desde que sentí la llamada de lo diferente y lo oculto? Llevada por una pasión irracional, inconsciente de lo que podía sucederme en ese encuentro, llegué a pensar que me importaba muy poco continuar mi existencia mortal como viva o como espíritu, o quizá como no-muerta, como vampira. Es decir, me trajo sin cuidado la muerte o pasar al otro lado, quise ir más allá de esa limitación, ¿comprende, Thea? Quise abocarme a la posibilidad de vivir un hecho sin retorno.

Sarah Rubin asumió el riesgo. Pero aun así, hubieron de transcurrir otros dos años antes de llegar a verlo. No era tan sencillo como ella creía, no bastaba con despreocuparse de las consecuencias. Ambos necesitaban estar seguros de que su encuentro no sería una catástrofe compartida ni supondría la mutua destrucción. Así, mientras se fortalecían sus respectivas garantías de seguridad, Sarah y su vampiro se hablaban a través de la puerta hipofónica. No podían escapar a su destino.