DIECISIETE
Ganar es sobrevivir
«Dies Irae»
El fin
—Traidor —dijo Loken al entrar en el edificio del parlamento.
—No quedaba nada a lo que traicionar —le replicó Abaddon.
A pesar de todo lo que había ocurrido en Isstvan III, la palabra «traidor» todavía mantenía la capacidad de hacer emerger la rabia que siempre albergaba en su interior.
—Eso es algo que te envidio, Loken —continuó diciendo Abaddon—. Para ti la galaxia debe de ser un lugar muy sencillo. Siempre que haya alguien al que llamar enemigo, lucharás hasta la muerte y creerás que estás haciendo lo correcto.
—¡Sé que estoy haciendo lo correcto, Ezekyle! —le gritó Loken—. ¿Cómo puede no estar mal lo que estáis haciendo? ¿El exterminio de esta ciudad y el asesinato de tus hermanos? ¿Qué es lo que te ha ocurrido, Abaddon, para haberte convertido en lo que eres?
Abaddon se bajó de la plataforma y dejó a solas a Aximand delante del atril. Gracias a la armadura de exterminador que llevaba puesta, Abaddon le sacaba más de una cabeza a Loken, pero éste sabía que era capaz de combatir con la misma habilidad que cualquier otro Astartes en una servoarmadura.
—Nos vimos obligados a hacer lo que hicimos en Isstvan III por la incapacidad de algunas mentes pequeñas de entender la realidad —le explicó Abaddon—. ¿Crees que he tomado parte en todo esto y que estoy aquí porque disfruto matando a mis hermanos? Yo creo, Loken, con tanta confianza como tú lo haces. Existen poderes en esta galaxia que ni siquiera el Emperador es capaz de comprender. Si deja que la humanidad se agoste en la rama porque se embarca en la búsqueda de su deificación, esos poderes nos devorarán, y hasta el último ser humano de esta galaxia morirá. ¿Puedes comprender la enormidad de ese concepto? ¡Toda la raza humana! El Señor de la Guerra sí que lo comprende, y ése es el motivo por el que debemos tomar el puesto del Emperador para enfrentarnos a esas amenazas.
—¿Enfrentaros a esas amenazas? —le increpó Torgaddon haciendo un gesto de negación con la cabeza—. Eres un tonto, Ezekyle. Nosotros vimos lo que Erebus ha hecho. Os ha mentido a todos. Habéis hecho un pacto con las fuerzas del mal.
—¿Del mal? —intervino Aximand—. Le salvaron la vida al Señor de la Guerra. He visto su poder y el Señor de la Guerra tiene la capacidad necesaria para controlarlos. ¿Crees que somos estúpidos, que estamos ciegos? Las fuerzas del espacio disforme son la clave de esta galaxia. Eso es lo que el Emperador es incapaz de comprender. El Señor de la Guerra será el dueño del espacio disforme además del amo del Imperio, y entonces dominará las estrellas.
—No —lo contradijo Loken—. El Señor de la Guerra se ha corrompido. Si se apodera del trono, no será la humanidad la que domine la galaxia, será un poder completamente distinto. Tú lo sabes, Pequeño Horus, aunque Ezekyle no sea capaz de verlo. A él no le importa nada en absoluto el destino de la galaxia. Él lo que quiere es estar en el bando ganador.
Abaddon sonrió mientras se acercaba con lentitud hacia Loken. Torgaddon se dirigió hacia Horus Aximand.
—Ganar es sobrevivir, Loken. Mueres, y pierdes, y nada de lo que hayas creído habrá tenido significado. Yo vivo, y gano, y tú es como si no hubieras existido nunca. La victoria, Loken, es lo único en la galaxia que tiene sentido. Deberías haber pasado más tiempo siendo un soldado. Lo mismo habrías acabado en el bando ganador.
Loken alzó la espada e intentó calcular los siguientes movimientos de Abaddon.
—Siempre llega el momento de ver quién gana.
Se dio cuenta de que Abaddon estaba tenso, preparado para saltar, y se dio cuenta de que la palabrería del primer capitán no tenía más intención que distraerlo.
—Loken, has llegado muy lejos —siguió diciendo Abaddon—, y a pesar de ello continúas sin entender qué es lo que estamos haciendo aquí. No nos diferenciamos tanto de los humanos como para no cometer errores, pero que te enfrentes a nosotros en vez de darte cuenta de lo que el Señor de la Guerra está intentando conseguir, eso es… imperdonable.
—¿Y cuál es tu error, Ezekyle?
—Que hablo demasiado —le contestó Abaddon abalanzándose contra él con el puño de combate cubierto de energías letales.
Torgaddon contempló cómo Abaddon se lanzaba a la carga contra Loken y lo tomó como señal de que debía cargar contra Pequeño Horus. Su antiguo camarada le leyó la intención en los ojos y saltó para enfrentarse a él mientras Loken y Abaddon destrozaban los bancos que había a lo largo del lugar.
Chocaron con un estrépito de placas de armadura y lucharon con todas las fuerzas y el odio que sólo aquellos que una vez fueron hermanos pero que se habían convertido en enemigos acérrimos podían conocer. Se trabaron en combate cuerpo a cuerpo como si fuera un asalto de lucha libre hasta que Aximand se libró de los brazos de Torgaddon y le propinó un codazo en la mandíbula.
Éste retrocedió, bloqueó un puñetazo dirigido a la cara y se echó encima de Aximand para lanzar un rodillazo con la rótula de la armadura que dio de lleno en el estómago de su oponente.
Pequeño Horus se tambaleó, pero Torgaddon sabía que haría falta algo más que un rodillazo en las tripas para detener a un guerrero como Aximand. Su antiguo hermano era un individuo fornido, con una fuerza, una habilidad y una capacidad iguales como mínimo a las de Torgaddon.
Los dos guerreros se quedaron mirando frente a frente y Torgaddon captó una expresión de arrepentimiento en los ojos de Pequeño Horus.
—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó Torgaddon.
—Dijiste que estabais contra nosotros —replicó Aximand.
—Y lo estamos.
Ambos bajaron la guardia. Eran hermanos, miembros del Mournival, que habían luchado juntos en tantas batallas que no era necesario fingir nada. Ambos sabían cómo luchaba el otro.
—Tarik —le dijo Aximand—. Si esto hubiera podido acabar de otro modo lo habríamos hecho así. Nadie quería que esto terminara así.
—Pequeño Horus, ¿cuándo te diste cuenta de que habías ido demasiado lejos? ¿Fue cuando el Señor de la Guerra te dijo que iba a bombardearnos, o fue antes?
Aximand miró de reojo hacia donde Loken y Abaddon estaban luchando.
—Tarik, todavía puedes salir de ésta. El Señor de la Guerra quiere ver muerto a Loken, pero no nos ha dado ninguna orden respecto a ti.
Torgaddon se echó a reír.
—Te llamábamos Pequeño Horus porque tienes un aspecto físico muy parecido al suyo, pero nos equivocamos. Horus jamás ha mostrado la menor duda en su mirada. Tú no lo tienes todo tan claro, Aximand. Quizá has escogido el bando equivocado. Quizá ésta sea la última oportunidad que tienes de morir como un marine espacial y no como un esclavo.
Aximand sonrió con tristeza.
—Tarik, lo he visto. He visto el espacio disforme, y no se puede luchar contra eso.
—Pues yo estoy aquí.
—Si hubieras aprovechado la oportunidad que te ofreció la logia tú también lo habrías visto. Pueden entregarte tanto poder… Si sólo pudieras imaginártelo te unirías a nosotros de inmediato. Podrías ver todo el futuro ante tus ojos.
—Sabes que no puedo echarme atrás. No más de lo que tú puedes hacerlo.
—Entonces, ¿esto es el final?
—Sí, lo es. Como tú mismo has dicho, ninguno de los dos habría escogido esto.
Aximand se preparó.
—Como en las jaulas de entrenamiento, Tarik.
—No —respondió Torgaddon—. No se le parece en absoluto.
La garra de combate cargada de energía se dirigió a la cabeza de Loken, pero éste se agachó, para darse cuenta demasiado tarde de que se trataba de una finta. Abaddon lo agarró por el borde de la hombrera y le dio un rodillazo en el estómago. La ceramita se partió y Loken sintió un fuerte dolor cuando unos cuantos huesos se rompieron.
Abaddon lo soltó, pero sólo para propinarle un puñetazo en la cara. Loken salió despedido de espaldas y se estrelló contra la pared del parlamento. Una lluvia de trozos de yeso chamuscado y de ladrillos cayó a su alrededor.
—El Señor de la Guerra quería que trajera conmigo a la escuadra Justaerin, pero le dije que eso era un insulto.
Loken vio su espada en el suelo, a su lado, y se agachó deslizando la espalda pegada a la pared para empuñarla de nuevo. Luego se apartó de un salto, esquivó el enorme puño de Abaddon y le lanzó un mandoble a la cara.
El primer capitán bloqueó el golpe con el antebrazo y alargó una mano para agarrarlo y lanzarlo por los aires contra otra de las paredes del parlamento. El mundo giró alrededor de Loken y de repente sintió una tremenda oleada de dolor.
La vista se le volvió borrosa cuando se desplomó otra vez contra el suelo y una nueva lluvia de fragmentos de piedra cayó a su alrededor. El dolor que sentía en su interior le parecía extraño, como si perteneciera a otra persona. Le dio la impresión de que se había roto la espalda, y una voz traicionera le susurró en la mente que el dolor desaparecería si se rendía y dejaba que todo se disolviera en una bruma de olvido. Apretó con fuerza la empuñadura de la espada y dejó que la furia robusteciera su determinación frente a la voz que le sugería que abandonara la lucha.
Mucho tiempo atrás, Loken le había hecho un juramento al Emperador, y en ese juramento decía que jamás se rendiría, ni siquiera cuando se acercase el momento de la muerte. Logró enfocar de nuevo la vista y alzó la mirada. Lo que vio fue un agujero en la pared del edificio del parlamento, la que había atravesado con su cuerpo.
Loken se incorporó a medias al mismo tiempo que el enorme cuerpo blindado de Abaddon se lanzaba a la carga contra él destrozando a su paso los restos ennegrecidos de la brecha en la pared.
Se puso en pie de inmediato y retrocedió. Luego se inclinó y dejó que el puño de combate de Abaddon le pasara por encima para a continuación aprovechar el hueco en la guardia y lanzarle una estocada. Sin embargo, las gruesas placas de la armadura de su oponente desviaron la espada. Loken se apresuró a subir a la carrera los peldaños del exterior del edificio del parlamento. Oyó el ruido de la lucha entre Torgaddon y Pequeño Horus en el interior, y comprendió que necesitaba la fuerza de su hermano para triunfar.
—¡No podrás huir para siempre! —le rugió Abaddon mientras se lanzaba en su persecución. Sus pasos sonaban de una forma estruendosa y pesada.
* * *
Saúl sonrió igual que un cazador que por fin había conseguido derribar a su presa. Los Adeptus Astartes que Solathen y él dirigían habían abierto una sangrienta brecha en la fuerza de guerreros de Eidolon. Los mataron sin mostrar ninguna clase de misericordia, lo mismo que les había ocurrido a sus camaradas poco tiempo antes. Lo que al principio parecía un ataque que amenazaba con derrotarlos por completo corría el peligro de convertirse en una desbandada para los propios atacantes.
El estruendo de los disparos resonó con fuerza por todo el palacio cuando los leales descargaron una andanada de disparos tras otra contra todo lo que se movía. Los Adeptus Astartes de Tarvitz tenían rodeada a la fuerza de asalto de Eidolon, y al verse atacado por dos frentes, el destacamento del comandante general se estaba desmoronando.
Tarvitz vio a guerreros a los que les faltaban extremidades o que mostraban unas horrendas heridas abiertas esforzarse por participar en el combate, luchando por colocarse en una posición que les permitiera matar a los traidores que casi los habían arrollado. Él mismo cosechó con la espada numerosas vidas enemigas, vidas que pertenecían a guerreros junto a los que había combatido y sangrado. Cada mandoble de la espada era un giro cruel del destino que le provocaba tanta tristeza como satisfacción catártica.
Vio a Eidolon en el centro de la batalla, aplastando los cuerpos de los guerreros que se le acercaban con cada barrido del gran martillo que empuñaba. Tarvitz se abrió paso a través del combate para intentar llegar hasta el comandante general. El cuerpo le dolía de un modo horrible debido al duelo con Lucius, pero sabía que no tenía sentido llamar a un apotecario para que lo atendiese. Fuesen las que fuesen las heridas que sufría, no tendría tiempo de recuperarse. Tarvitz sabía que todo acabaría allí, pero sería una batalla fabulosa, y jamás se había sentido tan orgulloso de dirigir a unos guerreros tan valientes en combate.
Que unos combatientes tan nobles murieran debido a la traición de unos camaradas supuestamente leales era deshonroso, pero en cierto modo era el final adecuado para aquella lucha. La perfidia de Lucius casi les había costado la batalla, y Tarvitz se juró que, si conseguía sobrevivir a aquel infierno, mataría de una vez por todas a aquel cabrón.
Tenía al comandante general casi al alcance de la mano, pero en cuanto Eidolon lo vio, sus guerreros traidores comenzaron a retirarse de forma disciplinada. A Tarvitz le dieron ganas de gritar por la frustración, pero sabía muy bien a lo que se arriesgaba si se lanzaba a perseguir a su enemigo.
—¡Línea de tiro por todo el recinto! —ordenó Tarvitz con toda la fuerza de los pulmones, y un contingente de Adeptus Astartes formó una fila y empezó a disparar disciplinadas ráfagas de bólter contra el enemigo que se retiraba.
Bajó la espada y se dejó caer contra una pared cuando se dio cuenta de que, a pesar de todo lo que habían tenido en contra, habían conseguido resistir una vez más. Sin embargo, antes de que hubiera tenido tiempo de saborear la improbabilidad de su última victoria, el microcomunicador de la oreja lanzó un pitido.
—Capitán Tarvitz —dijo una voz que reconoció como la de uno de los Lobos Lunares.
—Aquí Tarvitz —respondió.
—Soy Vipus, capitán. La posición del tejado está asegurada, pero tenemos compañía.
—Lo sé —respondió Tarvitz—. Los Hijos de Horus.
—Es peor que eso —le informó Vipus—. Mire hacia el oeste.
Tarvitz se abrió camino entre los restos de la batalla y estudió con atención el espacio que se abría por encima de las ruinas envueltas en humo. Algo se dirigía hacia el palacio, algo lejano y enorme.
—Dulce Terra —murmuró—. El Dies Irae.
—Haré que el titán sea nuestro objetivo primario —le prometió Vipus.
—No, déjelo. No podría causarle ningún daño. Limítese a matar a los marines espaciales enemigos.
—Sí, capitán.
—¡Unidades enemigas! —gritó una voz cerca de la entrada al templo—. ¡Blindados y apoyo!
Tarvitz se separó de la pared y sacó fuerzas de flaqueza para reunir de nuevo a los guerreros y organizar la defensa del palacio.
—¡Las unidades de asalto a las puertas! ¡Todos los demás Astartes, fuego a discreción!
El capitán vio un enorme destacamento de fuerzas de asalto, incluidos varios Rhinos de transporte y los grandes Land Raiders, que se estaba concentrando en las afueras del palacio del Señor del Coro. Detrás de los vehículos, la infantería de los Hijos de Horus, de los Devoradores de Mundos y de los Hijos del Emperador estaba estableciendo zonas de disparo para rodear el templo.
El Dies Irae no tardaría mucho en acercarse, y entonces sus armas los tendrían a su alcance para destrozarlos con su tremenda potencia de fuego.
—¡No tardarán en atacarnos de nuevo! —gritó Tarvitz—. ¡Pero los repeleremos otra vez, hermanos! ¡No importa lo que ocurra, no olvidarán jamás cómo les hemos plantado cara aquí!
Tarvitz contempló el tamaño del ejército que se había congregado para el ataque final y comprendió que no habría modo alguno de hacerle frente a aquello.
Era el final de la partida.
* * *
La armadura de un exterminador es enorme. Casi convertía a un marine espacial en un tanque en miniatura. Sin embargo, lo que se conseguía en protección se perdía en velocidad. Pero Abaddon era casi igual de hábil y de rápido que cualquier otro Adeptus Astartes a pesar de las gruesas placas de la armadura.
Pero «casi» no es suficiente cuando se trata de una lucha a vida o muerte.
Varios cascotes cayeron dentro del edificio del parlamento cuando Abaddon se abrió paso derribando parte de una de las paredes. La enorme armadura de exterminador, de brutal silueta, estaba cubierta de un fino polvillo blanco. Cuando el primer capitán entró, lo hizo pasando bajo un pórtico ya debilitado que soportaba el peso de un conjunto de estatuas esculpidas en mármol. Loken golpeó con fuerza una de las columnas agrietadas que formaban parte del pórtico, y aquella pieza de apoyo se deshizo bajo la violencia del golpe.
El parlamento se llenó de polvo cuando las enormes esculturas de mármol se desplomaron sobre Abaddon. Todo el peso conjunto de las estatuas se derrumbó sobre el primer capitán. Loken lo oyó rugir enfurecido mientras las piedras llovían sobre él en una avalancha de destrucción.
Le dio la espalda a aquel derrumbamiento provocado y se esforzó por abrirse paso entre las nubes de polvo para dirigirse hacia el centro del parlamento.
Vio a Torgaddon y a Aximand en la plataforma central.
Torgaddon estaba de rodillas, con el cuerpo cubierto de sangre y los brazos destrozados. Aximand empuñaba en alto la espada, listo para descargar el golpe de gracia.
Vio lo que ocurriría a continuación incluso mientras le gritaba a su antiguo hermano que no lo hiciera. Oyó las palabras de Aximand con una terrible claridad a pesar del estruendo provocado por el desplazamiento de los cascotes cuando Abaddon consiguió salir de debajo de la montaña de estatuas destrozadas.
—Lo siento —dijo Aximand.
Y la espada cruzó el aire en dirección al cuello de Torgaddon.
* * *
El disparo de plasma fue como un dedo del propio sol. Surgió de una de las armas del Dies Irae y atravesó limpiamente la pared del templo de los Cantores de Guerra. El fuego líquido incluso agujereó el suelo que había más allá. Con un sonido semejante al de una ciudad al morir, una de las paredes del templo se derrumbó y el aire se llenó de polvo, de fuego y de mortíferos fragmentos de piedra verde afilados como cuchillos. Los guerreros se fundieron directamente por el terrible calor o murieron bajo la avalancha de piedra que les cayó encima.
Tarvitz cayó de rodillas en la escalera en espiral que llevaba hasta los niveles superiores del templo. Una masa asfixiante de cenizas ardientes lo rodeó mientras se esforzaba por seguir subiendo, a sabiendas de que cientos de Adeptus Astartes leales habían muerto. El ruido era ensordecedor. El rugido del templo al derrumbarse contrastaba vivamente con el silencio que guardaba el ejército de traidores que rodeaba el edificio por todos lados.
Un cuerpo pasó a su lado mientras subía por las escaleras. Era uno de los Lobos Lunares, al que le faltaba un brazo, arrancado por las armas que estaban acribillando los pisos superiores.
—¡Al tejado! —gritó, sin saber si alguien lo escucharía por encima del tronar de las armas del titán—. ¡Abandonad el templo!
Tarvitz llegó a la galería que recorría el templo todo a lo largo y descubrió que estaba abarrotada de marines espaciales. Los emblemas de color de las diferentes legiones ya eran irreconocibles bajo las capas de sangre y de suciedad. Tarvitz se dio cuenta de que semejantes distinciones no tenían importancia ya, porque se habían convertido en un grupo de hermanos que luchaban por la misma causa.
Por encima de aquel piso no quedaba más que el tejado, y Tarvitz vio al sargento Raetherin, un buen oficial de línea y un veterano de la campaña de Muerte.
—¡Sargento! —le gritó—. ¡Informe!
Raetherin apartó la mirada de la ventana por donde estaba apuntando con el bólter. Un proyectil le había rozado un lado de la cabeza y tenía la cara cubierta de sangre.
—¡No pinta bien, mi capitán! —le contestó—. Los hemos contenido hasta ahora, pero no resistiremos otro ataque. Son demasiados, y ese titán nos va a hacer saltar en pedazos en cualquier momento.
Tarvitz se limitó a asentir y se atrevió a sacar un momento la cabeza a través de una ventana destrozada para observar el terreno que se abría más abajo. Notó que el odio que sentía por aquellos traidores, guerreros para los que los conceptos de honor y lealtad no existían, le aumentaba todavía más cuando vio la multitud de cadáveres que sembraban el interior del palacio. Conocía a aquellos guerreros, ya que los había dirigido en combate a lo largo de los meses anteriores. Más que nada, sabía lo que representaban.
Eran los mejores guerreros de toda la galaxia, los salvadores de la raza humana y los elegidos del Emperador. Sus vidas de sacrificio y de servicio heroico habían acabado por culpa de una traición repugnante. Jamás en toda su vida se había sentido tan inútil.
—No —dijo cuando el corazón se le llenó de ánimo una vez más—. No nos rendiremos.
Tarvitz miró a Raetherin a los ojos.
—El titán va a volver a disparar contra la misma esquina del templo, un poco más arriba, y entonces los traidores entrarán al asalto. Que los hombres retrocedan y se preparen para el ataque.
Sabía que los traidores simplemente estaban esperando a que el templo se derrumbara para entrar en tromba y matar a placer a los leales al Emperador. Aquello no era simplemente una batalla. El Señor de la Guerra estaba demostrando su superioridad absoluta.
El Dies Irae seguía disparando sus armas de enorme calibre, provocando una impresionante tormenta de fuego y de muerte que devastó la plaza que se extendía delante del templo arrasando a los leales que allí se encontraban con grandes chorros de llamas.
Un calor infernal barrió el templo y por toda la galería corrió un vendaval ardiente.
—¿Eso es lo mejor que sabéis hacer? —les gritó enfurecido—. ¡Jamás nos mataréis a todos!
Sus guerreros lo miraron con un brillo salvaje en los ojos. A él, las palabras le habían sonado a algo hueco, pronunciadas más por furia que por valentía, pero vio el efecto que habían causado y sonrió, ya que recordó el deber que todavía tenía para con aquellos hombres.
Tenía el deber de lograr que sus últimos momentos tuvieran alguna clase de significado.
De repente, el aire pareció partirse cuando el titán disparó otra vez el cañón de plasma. Un calor al rojo blanco inundó la galería y derribó a Tarvitz. Sobre él cayeron fragmentos de piedra derretida y varios guerreros se desplomaron a su alrededor, destrozados y ardiendo. El capitán quedó cegado y ensordecido durante unos momentos y se apartó a rastras de aquella destrucción. Una bocanada de aire caliente llenó el vacío dejado por el plasma, y fue como si un viento ardiente de destrucción hubiera regresado para borrar de la superficie de Isstvan III a los leales al Emperador.
Rodó hasta quedar boca arriba y vio que el disparo había atravesado directamente el techo del templo y que había dejado un enorme agujero de bordes incandescentes, algo parecido a una mordedura de proporciones gigantescas, en una de las esquinas del templo. Toda una tercera parte del edificio se había desprendido convertida en un aluvión de piedra licuada que se extendió como una larga lengua de color jade.
Tarvitz sacudió la cabeza para apagar el campanilleo que le sonaba en los oídos y tuvo que esforzarse por enfocar de nuevo la vista.
Oyó a través de las oleadas de calor un grito de guerra que se elevaba de las filas de los guerreros enemigos.
Un clamor similar resonó al otro lado del templo, donde los Devoradores de Mundos y los Hijos de Horus estaban desplegados entre las ruinas del palacio.
El ataque estaba punto de empezar.
* * *
Loken se dejó caer de rodillas ante la horrorosa visión de la cabeza de Torgaddon saliendo despedida por los aires. La sangre salió a chorros pero con lentitud, y el brillo plateado de la espada quedó cubierto por una pátina de rojo.
Gritó el nombre de su amigo mientras contemplaba cómo su cuerpo se desplomaba contra el suelo de la plataforma y convertía el atril de madera en astillas al hacerlo. Miró a los ojos a Horus Aximand, y vio en ellos la misma mirada de desesperación que sabía que tenía en los suyos.
Le inundó una sensación de cólera absoluta, pero la ira que lo invadió no estaba dirigida contra Horus Aximand, sino contra el guerrero que estaba saliendo a su espalda de entre los escombros. Se dio la vuelta y se puso en pie para ver cómo Abaddon surgía de debajo de la masa creada por el pórtico derrumbado. El primer capitán había logrado salir en parte de debajo de una masa de mármol que hubiera aplastado incluso a un Adeptus Astartes con servoarmadura, pero seguía atrapado e inmovilizado de cintura para abajo.
Loken dejó escapar un grito animal de pérdida y rabia y se lanzó corriendo contra Abaddon. Saltó sobre uno de los brazos del primer capitán y lo inmovilizó contra los escombros con todo su peso y toda su fuerza. La mano libre de Abaddon se apresuró a agarrar la muñeca de Loken cuando éste le lanzó la espada sierra contra la cara.
Los dos guerreros se quedaron inmóviles, enfrentados cara a cara en un combate que determinaría quién viviría y quién moriría. Loken apretó los dientes y empujó más con el brazo para vencer la resistencia de Abaddon.
El primer capitán fijó la mirada en el rostro de Loken y lo que vio allí fue odio y pérdida.
—Todavía tienes la posibilidad de cambiar, por lo que veo —le comentó con un gruñido.
Loken bajó la rugiente punta de la espada todavía más, con una reserva de fuerza que jamás creyó poseer en el cuerpo. Aquella traición a los Adeptus Astartes, la esencia de lo que eran, le asaltó de nuevo la mente y encontró el objetivo de todo su odio en el gesto violento del rostro de Abaddon.
Los dientes de la espada sierra chirriaron. Abaddon le obligó a bajar la punta, y ésta se clavó en la placa pectoral de la armadura. Saltó una lluvia de chispas cuando Loken siguió empujando la punta hacia abajo, a través de las gruesas capas de ceramita. La espada se estremeció por el esfuerzo, pero Loken no cejó en el intento.
Sabía que el punto por donde el arma atravesaría la armadura estaba justo encima del escudo óseo que protegía la cavidad torácica de Abaddon, y que luego estaba su corazón.
Pero mientras disfrutaba de la idea de matar a Abaddon, el primer capitán sonrió y comenzó a apartarle la mano. La armadura de placas de un Adeptus Astartes aumentaba la fuerza del guerrero que la llevaba puesta, pero la armadura de exterminador la aumentaba a niveles increíbles, y Abaddon utilizó esa tremenda potencia para vencer a Loken.
El primer capitán salió de entre los escombros con un rugido de furia y le dio a Loken un tremendo golpe con el puño de combate en mitad de la placa pectoral. La armadura se agrietó dejando varios huecos, y el escudo óseo que le protegía la cavidad pectoral quedó deshecho en varios fragmentos. Se alejó de Abaddon trastabillando, y logró mantenerse en pie unos cuantos segundos antes de que le fallaran las piernas y cayera de rodillas, con la sangre resbalándole entre los labios en gruesos hilos carmesíes.
Abaddon se acercó y se cernió sobre él. Loken observó aturdido cómo Horus Aximand se reunía con él. La mirada de Abaddon estaba llena de una expresión de triunfo, mientras que la de Aximand mostraba remordimiento. El primer capitán tomó con una sonrisa la ensangrentada espada que empuñaba Aximand.
—Esta hoja mató a Torgaddon, y me parece apropiado utilizarla para matarte a ti. —El primer capitán alzó la espada—. Tuviste tu oportunidad, Loken. Piensa en ello mientras mueres.
Loken fijó la mirada en los ojos de Abaddon, que no mostraban piedad alguna, y detrás de ellos vio la locura que anidaba, igual que un puñado de demonios enfurecidos, y se limitó a esperar la muerte.
Sin embargo, antes de que el golpe cayera sobre él, el edificio del parlamento estalló cuando algo enorme, colosal, parecido a un dios de la guerra primitivo que caminase por el mundo, atravesó la pared trasera. Loken distinguió durante un momento un monstruoso pie metálico, casi de la misma anchura que el propio edificio, que aplastó las paredes y demolió el edificio a su paso.
Alzó la vista a tiempo de ver un poderoso dios de color rojo que se alzaba inmenso por encima de la Ciudad Coral mientras la atravesaba con unas zancadas enormes, con las posiciones artilleras repletas de armas y en la cara una expresión de furia inmisericorde.
Del techo cayó una lluvia de escombros cuando el Dies Irae convirtió el edificio del parlamento en una ruina de piedras aplastadas. Loken sonrió mientras el edificio se derrumbaba a su alrededor.
Unos tremendos impactos agujerearon el suelo de mármol, y mientras todo se ennegrecía a su alrededor, el rugido de la destrucción del edificio le pareció la música más dulce que jamás hubiera oído.
* * *
Saúl Tarvitz miró a su alrededor, a los treinta marines espaciales que abarrotaban aquel pequeño espacio protegido, que era lo único que quedaba ya del templo de los Cantores de Guerra. Llevaban sentados y a la espera de que se produjera el ataque lo que ya les parecía una eternidad, pero que en realidad no habían sido más de treinta minutos.
—¿Por qué no atacan ya de una vez? —se preguntó Nero Vipus, uno de los pocos Lobos Lunares que seguía con vida.
—No lo sé —admitió Tarvitz—, pero sea cual sea la razón, me siento agradecido hacia ella.
Vipus asintió. Tenía en el rostro una expresión de profunda tristeza que no tenía nada que ver con los últimos combates que se habían librado en el palacio del Señor del Coro.
—¿Seguimos sin noticias de Garviel o de Tarik? —le preguntó Tarvitz, aunque ya conocía la respuesta.
—No. Nada —respondió Vipus.
—Lo siento, amigo mío.
Vipus negó con la cabeza.
—No, no pienso lamentar su muerte. Todavía no. Quizá lo hayan conseguido.
Tarvitz no dijo nada y permitió que el guerrero siguiera con aquella ilusión. Se concentró de nuevo en el terrorífico tamaño del ejército del Señor de la Guerra. Diez mil traidores permanecían inmóviles entre las ruinas de la Ciudad Coral. Los Devoradores de Mundos entonaban cánticos al lado de los Hijos del Emperador, mientras la Guardia de la Muerte y los Hijos de Horus esperaban formados en largas columnas de tiro.
Por suerte, la colosal silueta del Dies Irae había dejado de disparar. El monstruoso titán se había dirigido hacia el Sagrario de la Sirena para permanecer allí inmóvil, como una fortaleza de hierro.
—Quieren asegurarse de que estamos derrotados —comentó Tarvitz—. Para colocar una bandera sobre nuestros cadáveres.
—Sí —dijo Vipus mostrándose de acuerdo—. Pero les hemos hecho luchar como nunca en la vida. ¿No es verdad?
—Así es —admitió Tarvitz—. Así es, y aunque nos maten, Garro les dirá a las demás legiones lo que han hecho aquí. El Emperador enviará el ejército más grande que jamás haya visto la Gran Cruzada.
Vipus se dio la vuelta para mirar el ejército del Señor de la Guerra.
—Tendrá que hacerlo.
* * *
Abaddon contempló las ruinas del edificio del parlamento. Su antaño magnífica estructura había quedado convertida en una serie de montones de escombros de piedra destrozada. La cara le sangraba por una docena de cortes y tenía la piel de un feo color amoratado, pero estaba vivo.
A su lado, Horus Aximand se dejó caer de espaldas contra una estatua rota. Estaba jadeante y tenía un brazo doblado en un ángulo poco natural. Abaddon lo había sacado de entre los restos del edificio, pero al mirar la expresión cabizbaja de Aximand, Abaddon se dio cuenta de que ninguno de los dos había escapado sin cicatrices, aunque de distinto tipo.
Pero estaba hecho. Tanto Loken como Torgaddon estaban muertos.
Había creído que sentiría una alegría salvaje cuando ocurriera, pero en vez de eso, lo único que sentía era un vacío, un extraño vacío que se abría en su alma como un hueco que jamás conseguiría llenar.
Abaddon dejó a un lado aquella idea y abrió un canal de comunicación con el Señor de la Guerra.
—Mi Señor de la Guerra, ya está hecho —informó.
—¿Qué es lo que hemos hecho? —murmuró Aximand.
—Lo que debía hacerse —le replicó Abaddon—. El Señor de la Guerra lo ordenó y nosotros obedecimos.
—Eran nuestros hermanos —dijo Aximand, y Abaddon se quedó asombrado al ver que por sus mejillas corrían surcos de lágrimas.
—Eran traidores. Habían traicionado al Señor de la Guerra. Que eso lo deje todo zanjado, Aximand.
Aximand asintió, pero Abaddon se percató de que en su gesto había aparecido la semilla de la duda.
Lo ayudó a levantarse y a caminar hacia el Stormbird que los sacaría de aquel maldito lugar y los llevaría de regreso al Espíritu Vengativo.
Los traidores pertenecientes al Mournival habían muerto, pero Abaddon no olvidó la expresión de remordimiento que había visto en Aximand.
«Habrá que vigilar a Horus Aximand», pensó Abaddon.
* * *
La pantalla del strategium mostraba una imagen de la roca ennegrecida y desolada que era Isstvan V.
Mientras que Isstvan III había sido un planeta verde y lleno de vida, Isstvan V siempre había sido una masa rocosa de piedra ígnea donde no florecía vida alguna. Antaño había existido vida, pero eso había sido muchos eones atrás, y los únicos restos que quedaban de aquella época eran unas fortalezas y las ciudades de basalto que estaban repartidas por toda la superficie del planeta. La gente de la Ciudad Coral estaba convencida de que aquellas ruinas eran el hogar de los dioses malignos de su religión, y que esperaban allí mientras planeaban su venganza.
Quizá estaban en lo cierto, pensó Horus al recordar a Fulgrim y a su destacamento de Hijos del Emperador, quienes estaban preparándolo todo para la siguiente fase de sus planes.
Isstvan III no había sido más que el prólogo. Isstvan V sería la batalla más decisiva que jamás viera la galaxia. La idea hizo sonreír a Horus mientras alzaba la mirada para ver a Maloghurst cojear con gesto de dolor hacia su trono.
—¿Qué noticias hay, Mal? —le preguntó Horus—. ¿Han regresado a sus puestos todas las unidades que estaban en la superficie?
—Acabo de recibir un comunicado del Conquistador —contestó Maloghurst asintiendo—. Angron ha regresado. Era el último.
Horus se volvió hacia el globo de superficie retorcida que representaba Isstvan V.
—Bien. No me sorprende que haya sido el último en abandonar el campo de batalla. ¿Cuáles han sido las bajas?
—Perdimos bastantes en los aterrizajes, y muchos más en el palacio —contestó Maloghurst—. Los Hijos del Emperador y la Guardia de la Muerte han sufrido bajas bastante parecidas. La legión de los Devoradores de Mundos es la que ha tenido más muertos. Ahora mismo disponen de poco más de la mitad de sus efectivos habituales.
—No crees que haya sido buena idea librar esta batalla —le dijo Horus—. Mal, no puedes ocultarme lo que piensas.
—La batalla ha sido bastante costosa —respondió Maloghurst evitando el tema—. Además, se podría haber abreviado. Si hubiéramos hecho algún esfuerzo por retirar las legiones antes de que se desarrollara el asedio podríamos habernos ahorrado muchas vidas y tiempo. No disponemos de un número indefinido de Adeptus Astartes, y, desde luego, tampoco tenemos tiempo indefinido. No creo que aquí tuviéramos ninguna gran victoria que lograr.
—Mal, tan sólo ves los costes materiales —le contestó Horus—. No ves los beneficios psicológicos que hemos conseguido. Abaddon ha tenido su bautismo de fuego a nuestro lado, las verdaderas amenazas entre los rebeldes se han eliminado y los Devoradores de Mundos se encuentran en un punto del que ya no podrán retroceder. Si existía alguna duda sobre el posible éxito de esta cruzada, se ha desvanecido por lo que hemos conseguido en Isstvan III.
—Entonces, ¿qué órdenes tenemos? —le preguntó Maloghurst.
Horus le dio la espalda a la pantalla.
—Nos hemos demorado demasiado en este lugar. Es hora de que sigamos avanzando. Tenías razón en lo de que me he dejado arrastrar a una guerra para la que no disponía de tiempo, pero rectificaré ese error.
—¿Mi Señor de la Guerra?
—Bombardea la ciudad —le ordenó Horus—. Bórralo todo de la superficie del planeta.
* * *
Loken no podía mover las piernas. Cada latido del corazón le provocaba un dolor agónico en los pulmones debido a que los músculos del pecho presionaban contra las esquirlas de hueso. Tosía y expulsaba coágulos de sangre después de cada inhalación, y estaba seguro con cada una de ellas que sería la última, ya que la voluntad de vivir se le escapaba poco a poco del cuerpo.
Loken era capaz de ver el cielo de color gris oscuro a través de una brecha que se abría entre los escombros que lo mantenían casi enterrado. Distinguió unas cuantas estelas llameantes que atravesaban las nubes y cerró los ojos cuando se dio cuenta de que se trataba de la primera andanada de otro bombardeo orbital.
La muerte caía desde el cielo sobre la Ciudad Coral por segunda vez, pero en esta ocasión no sería nada tan exótico como un virus. Las cargas de alto poder explosivo destruirían por completo lo que quedaba de la ciudad y pondrían un punto final terrible a la batalla de Isstvan III.
Aquella demostración ostentosa era típica del Señor de la Guerra.
Se trataba de un epitafio que no dejaría dudas a nadie sobre quién era el vencedor.
Sobre el cielo de la ciudad aparecieron las primeras explosiones anaranjadas. El suelo se estremeció. Los edificios se derrumbaron bajo las oleadas de fuego y las calles se llenaron de llamas una vez más.
El terreno sufrió convulsiones como si se estuviera produciendo un terremoto, y Loken sintió que su prisión de escombros se movía. Una nueva oleada de tremendo dolor lo azotó cuando las llamas arrasaron los restos del edificio del parlamento.
Luego, llegó por fin la oscuridad, y Loken ya no sintió nada más.
* * *
A Tarvitz le quedaban un centenar de Adeptus Astartes bajo su mando. Eran los únicos supervivientes de aquella gloriosa batalla final y se habían reunido entre los restos del templo de los Cantores de Guerra. Allí había Hijos de Horus, Hijos del Emperador, e incluso unos cuantos Devoradores de Mundos con aspecto de encontrarse un poco perdidos. Tarvitz se dio cuenta de que no había entre sus filas ningún miembro de la Guardia de la Muerte. Creía que unos cuantos habían sobrevivido al asalto de Mortarion contra las trincheras, pero también sabía que si había sucedido, sería como si hubiera ocurrido en el otro extremo del planeta.
Aquello era el final. Todos lo sabían, pero ninguno de ellos lo expresó en voz alta.
Ya conocía los nombres de todos y cada uno de ellos. Antes no habían sido más que rostros cubiertos de suciedad que se sucedían a lo largo de los interminables días y noches de combate, pero en esos momentos ya eran hermanos, hombres con los que moriría con honor.
En el norte de la ciudad relucieron los destellos de una serie de explosiones. Varias estrellas fugaces atravesaron las oscuras nubes que se cernían sobre ellos y abrieron en ellas agujeros resplandecientes por donde se podían ver las verdaderas estrellas en el firmamento, testigos de la muerte de la Ciudad Coral.
—Se lo hicimos pagar caro, ¿verdad, capitán? —le preguntó Solathen—. ¿Todo esto ha servido para algo?
Tarvitz se quedó pensando unos momentos antes de contestar.
—Sí, se lo hicimos pagar caro. Recordarán este lugar.
Una bomba se estrelló contra el palacio del Señor del Coro y acabó con lo poco que quedaba de la gran flor de piedra, convirtiéndolo todo en llamas y en fragmentos de granito. Los leales no se pusieron a cubierto ni echaron a correr para buscar refugio. Ya no tenía mucho sentido.
El Señor de la Guerra estaba bombardeando la ciudad, y lo estaba haciendo de un modo concienzudo.
No permitiría que se escapasen una segunda vez.
Varias columnas de fuego surgieron por todo el palacio y los cercaron de un modo inevitable.
La batalla por la Ciudad Coral había terminado.
* * *
El templo estaba casi acabado. El elevado techo de arcadas de piedra se asemejaba al interior de una cavidad torácica bajo la que se habían reunido los oficiales de la Nueva Cruzada. Angron todavía estaba furioso por la decisión de abandonar Isstvan III antes de que la destrucción de los Adeptus Astartes leales fuera completa, mientras que Mortarion permanecía callado y con gesto hosco. Los guerreros de la Guardia de la Muerte parecían formar una barrera de acero entre él y el resto de los allí reunidos.
El comandante general Eidolon, todavía resentido por los errores que su legión había cometido a ojos del Señor de la Guerra, iba acompañado por numerosas escuadras de los Hijos del Emperador, pero su presencia no era bien recibida, simplemente era tolerada.
Maloghurst, Abaddon y Aximand representaban a los Hijos de Horus, y su lado se encontraba Erebus. El propio Señor de la Guerra estaba de pie delante del altar del templo, que mostraba las cuatro caras de lo que Erebus llamaba los cuatro rostros de los dioses. Por encima de él había una gigantesca imagen holográfica de Isstvan V que dominaba todo el templo.
Una zona, llamada la Depresión Urgall, aparecía destacada. Era un cráter gigantesco al borde del cual estaba situada la fortaleza que el Señor de la Guerra le había ordenado a Fulgrim que preparara. Unos puntos azules parpadeantes indicaban los lugares de aterrizaje y las rutas de ataque y de retirada más probables. Horus había pasado la hora anterior explicando los detalles de la operación a sus comandantes, y estaba a punto de terminar.
—En este preciso instante están en camino siete legiones enteras que vienen para destruirnos. Nos encontrarán en Isstvan V, y la batalla será grandiosa. Sin embargo, lo cierto es que en realidad no será una batalla, porque ya hemos conseguido mucho desde la última vez que nos reunimos. El capellán Erebus nos iluminará respecto a otros asuntos aparte de Isstvan.
—En Signum todo va según lo planeado, mi señor —informó Erebus adelantándose unos pasos. Llevaba nuevos tatuajes en el cuero cabelludo que se asemejaban a las runas talladas en las piedras del templo.
—Sanguinius y los Ángeles Sangrientos no nos causarán ningún problema, y Kor-Phaeron nos ha informado de que los Ultramarines se están agrupando en Calth. No sospechan nada en absoluto, así que no se encontrarán en condiciones de ayudar a las fuerzas leales. Nuestros aliados superan en número a nuestros enemigos.
—Entonces, ya está hecho —dijo Horus—. Destrozaremos a las legiones del Emperador en Isstvan V.
—Y después, ¿qué? —le preguntó Aximand.
Una extraña melancolía se había apoderado de Horus Aximand después de los combates que se habían librado en la Ciudad Coral, y vio que Abaddon miraba con recelo a su hermano.
—Cuando hayamos hecho saltar la trampa, me refiero —siguió diciendo Aximand—. El Emperador continuará gobernando la galaxia y el Imperio responderá a sus órdenes. ¿Qué haremos después de Isstvan V?
—¿Después, Pequeño Horus? —le respondió el Señor de la Guerra—. Después atacaremos Terra.