DIECISÉIS

DIECISÉIS

El enemigo interior

El Sendero Óctuplo

El honor debe quedar satisfecho

El apotecario Vaddon siguió esforzándose por salvarle la vida a Casto. Habían retirado la mitad superior de la armadura del guerrero y el torso al desnudo estaba desfigurado por una herida profunda. Varios pliegues de piel y trozos de músculo arrancados se extendían en todas direcciones como los pétalos de una flor sanguinolenta creada por la explosión de un proyectil de bólter.

—¡Más presión! —pidió Vaddon mientras pulsaba varios mandos del guantelete de narthecium.

Los escalpelos y las jeringas fueron rotando mientras el hermano Mathridon mantenía apretada una mano contra la herida. Mathridon, que estaba actuando como ayudante de Vaddon, era un Adeptus Astartes de los Hijos del Emperador que había perdido la otra mano en el combate anterior. Casto, cuyo cuerpo no dejaba de agitarse con fuerza, mantenía apretados los dientes para resistir un dolor que habría matado a cualquier otro que no fuera un Adeptus Astartes.

Vaddon escogió una de las jeringas y la clavó en el cuello de Casto. El vial montado en el guantelete se vació e inyectó una dosis de estimulantes en el sistema sanguíneo de Casto para mantener al corazón bombeando sangre alrededor de los órganos afectados. Casto se estremeció de nuevo y casi rompió la jeringa.

—Mantenlo quieto —le ordenó Vaddon.

—Sí, eso —dijo una voz a su espalda—. Mantenlo quieto. Así será más fácil matarlo.

Vaddon alzó la cabeza con rapidez y vio a un guerrero con la armadura de un comandante general de los Hijos del Emperador. Llevaba en la mano un enorme martillo, y alrededor de la tremenda cabeza del arma centelleaban arcos de energía púrpura. El apotecario vio detrás de este primer guerrero una veintena de Hijos del Emperador con los detalles púrpuras y dorados típicos de sus armaduras, cuyas superficies brillaban por el polvo de pulido y el aceite protector.

Supo de forma instantánea que no eran leales al Emperador, y sintió cómo una mano fría le estrujaba el pecho al darse cuenta de que estaban acabados.

—¿Quién eres? —le preguntó Vaddon, aunque él ya conocía la respuesta.

—¡Soy tu muerte, traidor! —gritó Eidolon un momento antes de blandir el martillo en un poderoso arco para aplastar el cráneo de Vaddon de un solo golpe.

Cientos de Hijos del Emperador entraron en tromba en el palacio por la parte oriental convertidos en una marea de fuego y sangre. Cayeron primero sobre los heridos. Eidolon en persona acabó con aquellos que estaban esperando que Vaddon los atendiera, y disfrutó de un modo especial al matar a los Hijos del Emperador leales que encontró allí. Los guerreros de su legión inundaron el palacio, y los defensores descubrieron horrorizados que uno de sus flancos había caído y que cada vez más y más traidores entraban en el palacio.

La última batalla empezó a los pocos momentos. Los leales dieron la espalda a las defensas y se enfrentaron a los Hijos del Emperador. Los retrorreactores de los marines de asalto les hicieron atravesar las cúpulas derruidas para luego aterrizar sobre las unidades de asalto de Eidolon. Los guerreros con las armas pesadas y los francotiradores de los exploradores, desplegados entre los muros a medio caer, abrieron fuego contra el enemigo lanzando una lluvia de proyectiles desde arriba.

Se convirtió en una batalla sin direcciones ni frentes, ya que el combate se extendió hasta el mismo corazón del palacio del Señor del Coro. Cada Adeptus Astartes se convirtió en un ejército propio cuando se perdió toda coherencia de unidad y cada guerrero luchó solo contra los enemigos que lo rodeaban. Las motocicletas de los Hijos del Emperador rugieron enloquecidas a través de los diferentes edificios del palacio y realizaron alocados circuitos por las cúpulas disparando contra los Adeptus Astartes enemigos.

Los dreadnoughts agarraron los grandes trozos de piedras caídas con sus poderosos puños y los lanzaron contra los guerreros leales que defendían las barricadas contra las que tantos de sus compañeros habían muerto poco tiempo antes.

Todo era una locura de horror y destrucción, con Eidolon en el mismo centro. El comandante general blandía su martillo y mataba a todos los que se acercaban al mismo tiempo que dirigía a sus guerreros hacia el corazón de las defensas.

* * *

Luc Sedirae, con su cabello rubio y su sonrisa burlona, parecía estar completamente fuera de lugar entre las torres industriales oxidadas de la Ciudad Coral. A su lado, Serghar Targhost, capitán de la Séptima Compañía, parecía encajar más en aquel sitio, ya que su piel, más curtida y oscura, y la pesada capa de piel estaban más acordes con un mundo masacrado.

Sedirae se encontraba de pie sobre una gran pieza de maquinaria oxidada, delante de miles de Hijos de Horus preparados para el combate. La pintura de guerra que mostraban en las placas pectorales estaba fresca todavía, y los nuevos estandartes, dedicados a las logias de guerreros, ondeaban al viento.

—¡Hijos de Horus! —gritó Sedirae con la voz llena de aquella confianza que lo embargaba con tanta facilidad—. ¡Hemos estado esperando durante mucho tiempo que nuestras legiones hermanas nos abrieran la puerta para que podamos pasar por la espada a los que dudan y a los débiles de voluntad! ¡Nuestra hora ha llegado por fin! ¡El comandante general Eidolon ha conseguido romper la resistencia del asedio y ha llegado el momento de que demostremos a las demás legiones cómo luchan los Hijos de Horus!

Los guerreros lo vitorearon y alzaron bien en alto los estandartes de las logias para mostrar las distintas facetas de las creencias que formaban el substrato de la filosofía de cada logia: una garra de bronce descendía del cielo para aplastar un mundo en su puño; una estrella negra iluminaba con ocho rayos negros mortíferos una horda de enemigos, y una gran bestia alada con dos cabezas se alzaba orgullosa sobre una montaña de cadáveres.

Eran imágenes procedentes del más allá, sacadas de las palabras de los sacerdotes davinitas que podían mirar al interior del espacio disforme. Al mostrarlas en alto, los Hijos de Horus también mostraban su lealtad a los poderes que el Señor de la Guerra había abrazado.

—El enemigo está desorganizado —volvió a gritar Sedirae para hacerse oír por encima de los vítores—. Caeremos sobre ellos y los barreremos. Ya conocéis vuestro deber, Hijos de Horus, y todos sabéis que los senderos que habéis seguido hoy os han conducido hasta aquí. ¡Estamos aquí para destruir los últimos vestigios de la vieja cruzada y marchar hacia el futuro!

La confianza de Sedirae era contagiosa, y se dio cuenta de que ya estaban preparados.

Targhost dio un paso adelante y alzó los brazos. Tenía el rango de capitán de logia y conocía los secretos de los ritos davinitas, y por tanto era un guerrero tan respetado como un comandante. Abrió la boca y soltó un chorro de sílabas brutales, guturales y siniestras. Era la lengua de Davin convertida en una plegaria que rogaba por la victoria y el derramamiento de sangre.

Los Hijos de Horus contestaron a la plegaría y sus voces se alzaron en un incesante cántico cuyo eco resonó por todas las torres muertas de la Ciudad Coral.

Y cuando se acabaron las plegarias, los Hijos de Horus marcharon al combate.

* * *

Las ráfagas de bólter cruzaron el aire alrededor de Tarvitz. Las escuadras de exterminadores de los Hijos del Emperador acribillaron la cúpula central, mientras que de la destrozada galería le llegaba el sonido de los brutales combates cuerpo a cuerpo. Tarvitz se agachó y echó a correr en esa postura. Los disparos de bólter agujerearon el suelo e hicieron saltar trozos de piedra a su paso hasta que logró llegar a la posición donde el hermano Solathen y la escuadra Nasicae se habían puesto a cubierto.

Solathen y aproximadamente unos treinta Hijos del Emperador leales estaban inmovilizados por el fuego enemigo detrás de una enorme columna derribada. Entre ellos había unos cuantos Lobos Lunares.

—¿Qué es lo que ha pasado, en nombre del Emperador? —preguntó Tarvitz a gritos—. ¿Cómo han logrado entrar?

—No lo sé, señor —contestó Solathen—. Han llegado desde el este.

—Tendríamos que haber recibido alguna clase de advertencia —dijo Tarvitz—. Ése es el sector de Lucius. ¿Lo has llegado a ver?

—¿A Lucios? No, debe de haber caído.

Tarvitz negó con la cabeza.

—No es probable. Tengo que encontrarlo.

—No podemos quedarnos aquí —le indicó Solathen—. Tenemos que retirarnos, y no podremos esperarlo.

Tarvitz se limitó a asentir. Sabía que tenía que intentar encontrar a Lucius, aunque tan sólo fuera para recuperar su cuerpo. Dudaba mucho que su amigo hubiera muerto, pero en mitad de aquella matanza, todo era posible.

—Muy bien —dijo Tarvitz por fin—. Adelante. Replegaos de forma ordenada hacia las cúpulas interiores y el templo. Allí hay más barricadas. ¡Vamos! ¡Y no me esperéis!

Asomó un momento la cabeza por encima de la columna y disparó una ráfaga contra los Hijos del Emperador de Eidolon, que se estaban desplegando como un enjambre al otro lado de la cúpula. Los guerreros leales comenzaron también a efectuar fuego de cobertura cuando las diferentes escuadras iniciaron las maniobras de repliegue de forma ordenada.

La cúpula que se extendía entre él y su objetivo estaba sembrada de cadáveres. Algunos de ellos habían quedado convertidos en masas irreconocibles de carne desgarrada. Esperó a que sus guerreros hubieran logrado separarse una buena distancia de sus enemigos antes de salir corriendo para ponerse a cubierto en otro lugar.

Varios disparos de bólter abrieron agujeros en el suelo a su lado, pero logró ponerse a salvo detrás de otra columna, a la que tuvo que llegar rodando. Luego reptó lo más velozmente que pudo para alcanzar el pasillo que salía de la cúpula y rodeaba la circunferencia repleta de columnas en dirección al ala este del palacio del Señor del Coro.

Lucius estaba en algún lugar entre esas ruinas, y Tarvitz tenía que encontrarlo.

* * *

Loken se agachó y se tiró de cabeza al suelo, donde resbaló unos metros sobre las losas ennegrecidas de la plaza. El palacio se alzó sobre su cabeza sin dejar de girar mientras él rodaba hasta quedar boca abajo para luego disparar contra el Devorador de Mundos más cercano. Uno de los disparos acertó de lleno en la pierna al guerrero enemigo, quien se desplomó lanzando un rugido bestial. Torgaddon se lanzó de un salto sobre él y le clavó la espada en el centro de la espalda al traidor.

Loken se puso en pie mientras se oían más disparos en la plaza. Intentó localizar al enemigo entre los montones de muertos y las pilas de mármol roto que surgían de los bordes de los cráteres provocados por las explosiones, pero fue una tarea infructuosa.

La plaza que se abría entre el caos del palacio y la masa oscura de la ciudad estaba infestada de Devoradores de Mundos, que se habían lanzado a la carga para sacar partido de la brecha que habían abierto los Hijos del Emperador.

—Hay toda una escuadra ahí —le advirtió Torgaddon mientras sacaba la espada del cuerpo del Devorador de Mundos—. Estamos en mitad de todos ellos.

—Pues entonces, habrá que seguir avanzando —respondió Loken.

Recargó el bólter mientras cruzaban la plaza a la carrera, esquivando los cúmulos de cadáveres y de escombros mientras estudiaban con detenimiento la oscuridad en busca de alguna señal de movimiento. Torgaddon se mantenía cerca de él, a su espalda, moviendo el bólter de un lado a otro entre los trozos de techo derribados y los montones de cascotes. Las ráfagas de disparos cruzaban el aire a su alrededor. Los sonidos de los combates que se estaban librando en el palacio eran cada vez más terribles. Los gritos de guerra y las explosiones atravesaron la negrura de aquella violenta noche.

—¡Al suelo! —le gritó Torgaddon cuando un disparo de plasma atravesó la oscuridad.

Loken se echó al suelo. El rayo ardiente pasó de largo a su lado y abrió un agujero en un bloque de piedra situado a su espalda. Una sombra oscura se abalanzó sobre él y Loken distinguió el brillo de un arma de filo, por lo que alzó el bólter en una parada instintiva. Sintió la mordedura de los dientes de un hacha sierra en el metal de su arma e intentó dar una patada en la cadera a su atacante.

El Devorador de Mundos giró un poco sobre sí mismo y esquivó con facilidad el ataque para a continuación derribar a Torgaddon con un fuerte golpe del mango del hacha sierra. El ataque contra Torgaddon proporcionó a Loken la oportunidad de ponerse en pie. Tiró a un lado el bólter destrozado y desenvainó la espada.

Torgaddon tuvo que defenderse desde el suelo del ataque de otro Devorador de Mundos, pero su amigo tendría que hacerlo sin su ayuda, ya que Loken vio que su oponente era un capitán, pero no un capitán cualquiera, sino uno de los mejores entre los Devoradores de Mundos.

—¡Khârn! —exclamó Loken al mismo tiempo que su enemigo lo atacaba de nuevo.

Khârn se detuvo un momento, y por un breve instante Loken vio de nuevo al noble guerrero con el que había charlado en el Museo de la Conquista, un momento antes de que algo completamente distinto lo invadiera de nuevo, algo que llenó de odio el rostro de Khârn.

Ese instante fue más que suficiente para Loken, ya que le permitió ponerse a cubierto detrás de un saliente de piedra que surgía del borde de un cráter. Los proyectiles de bólter siguieron cruzando el aire oscuro. Torgaddon seguía luchando en algún punto fuera de su vista, pero Loken no podía preocuparse por él en esos momentos.

—¿Qué te ha pasado, Khârn? —le preguntó Loken a gritos—. ¿En qué te han convertido?

Khârn lanzó un incoherente aullido de rabia y se lanzó contra él con el hacha sierra en alto. Loken afianzó los pies y alzó la hoja de la espada para detener el hacha de Khârn a mitad del golpe. Los dos guerreros quedaron enfrentados en una desesperada batalla de fuerzas.

—Khârn… —dijo Loken entre dientes, que mantenía apretados mientras el devorador de mundos empujaba el filo del hacha sierra hacia su cara—. ¡No eres la persona que yo conocí! ¿En qué te has convertido?

Cuando sus miradas se encontraron, Loken vio el alma de Khârn y sintió que lo invadía la desesperación. Vio al guerrero con quien había intercambiado juramentos de hermandad, que había jurado lealtad a la Gran Cruzada lo mismo que él, al guerrero que había sido testigo de los terrores y las tragedias de la cruzada lo mismo que de sus victorias. Y también vio la siniestra locura que había anegado todo aquello con derramamientos de sangre y con traiciones todavía por llevarse a cabo.

—Soy el Sendero Óctuplo —le respondió Khârn, cada palabra subrayada por un burbujear de saliva sanguinolenta.

—¡No! —gritó Loken al tiempo que empujaba a Khârn para hacerlo retroceder—. No tiene por qué acabar así.

—Sí que tiene —replicó Khârn—. No hay modo alguno de salir del Sendero. Siempre debemos seguir hacia adelante.

Del rostro de Khârn desapareció cualquier traza de humanidad, y Loken se dio cuenta con toda seguridad que el Devorador de Mundos estaba sin duda más allá de toda posible recuperación, y que aquel combate sólo acabaría con la muerte de uno de los dos.

Loken retrocedió mientras paraba o desviaba la oleada de golpes de hacha que Khârn le lanzó, hasta que acabó con la espalda pegada a una enorme losa de piedra. La cabeza del hacha de Khârn se enterró en la losa al lado de la cabeza de Loken, y éste aprovechó para golpearle en la frente con el pomo de la espada. Khârn giró la cabeza y evitó la mayor parte de la fuerza del golpe, y a su vez le dio un cabezazo en plena cara para luego agarrarlo de la mano de la espada y arrojarlo al suelo.

Ambos forcejearon en el barro como animales. Khârn intentó aplastarle la cara contra los escombros del suelo y Loken se esforzó por quitárselo de encima. Éste acabó por rodar sobre sí mismo cuando oyó el sordo retumbar de un motor que resonaba como un terremoto y el brillo de unos focos delimitó con nitidez la silueta de Khârn.

Loken sabía lo que vendría a continuación, por lo que golpeó la cara de Khârn una y otra vez con el puño y lo obligó a levantar el torso con la otra mano agarrándolo por la garganta. El Devorador de Mundos forcejeó para librarse de la presa de Loken mientras la luz se hacía cada vez más y más intensa, hasta que la rugiente forma de un Land Raider apareció coronando la cresta del montículo de escombros que se alzaba detrás de ellos, con el mismo aspecto que un monstruo que surgiera de las profundidades.

Loken sintió el tremendo impacto de la pala excavadora al clavarse en el cuerpo de Khârn. Una de las afiladas púas de la base atravesó por completo el pecho del Devorador de Mundos. Loken soltó el cuerpo de su enemigo y rodó sobre sí mismo hasta el borde del cráter mientras el Land Raider se alzaba de nuevo y se llevaba consigo a Khârn, que no dejaba de forcejear. El poderoso tanque retumbó al contactar de nuevo su parte delantera contra el suelo, y Loken se apretó contra el barro mientras pasaba a su lado, con el rugiente motor a pocos centímetros de él.

Un momento después el tanque siguió avanzando rugiente llevando delante de él al empalado Devorador de Mundos como si se tratase de un sanguinolento trofeo. Había más tanques rodeándolo por todos lados, con el Ojo de Horus mirando desde los cascos blindados. Loken reconoció el esquema de pintura que llevaban.

Eran los Hijos de Horus.

Por un momento Loken tan sólo se quedó mirando a la fuerza que avanzaba contra el palacio. Los vehículos no dejaban de disparar mientras se dirigían hacia su objetivo.

De repente apareció una mano que tiró de Loken, que estaba aturdido y ensangrentado, y lo puso a cubierto de las armas de los tanques. Miró a su alrededor y vio que se trataba de Torgaddon, que también estaba magullado por su encuentro con uno de los guerreros de los Devoradores de Mundos.

Torgaddon señaló con un gesto de la cabeza el Land Raider.

—¿Ése era…?

—Sí, Khârn —le confirmó Loken—. Está perdido.

—¿Muerto?

—Quizá. No lo sé.

Torgaddon miró con atención la punta de lanza que se dirigía hacia el palacio.

—Creo que hasta Tarvitz tendrá problemas para defender con éxito el palacio.

—Entonces tendremos que darnos prisa.

—Sí. Mantente agachado y larguémonos de aquí antes de meternos en más problemas —le dijo Torgaddon—. A menos que Abaddon y el Pequeño Horus no sean suficiente desafío para nosotros.

—Saúl les hará pagar cada trozo de escombro que conquisten —respondió Loken mientras se ponía en pie con un gesto de dolor. Khârn le había hecho daño, pero no tanto como para que no pudiera combatir—. Hagamos por él que esto merezca la pena.

Los dos amigos se dispusieron de nuevo a cruzar la plaza llena de escombros en dirección a la Basílica Mackariana.

Allí se encontraba la última oportunidad de lograr una victoria en Isstvan III.

* * *

El sonido de los combates resonaba por doquier, de modo que Tarvitz se mantuvo pegado a las sombras mientras se abría paso con cuidado entre las ruinas hacia el ala oriental del palacio. Las escuadras de los Hijos del Emperador hormigueaban por todo el lugar barriendo las zonas de las destruidas cúpulas y acribillando las demás estancias a medida que clavaban más el filo de su ataque en el corazón de las defensas.

Vio aquí y allá escuadras con insignias que reconoció, y tuvo que reprimir el arraigado impulso de llamarlas. Sin embargo, aquellos guerreros se habían convertido en enemigos, y no se produciría una bienvenida fraternal o un saludo entre camaradas si lo descubrían.

La propia obsesión que mostraba aquel ataque estaba favoreciendo a Tarvitz, ya que aquellos guerreros tenían la misma estrechez de miras que Eidolon y estaban concentrados únicamente en conseguir el trofeo que representaba el palacio más que estar atentos a lo que era el campo de batalla. Loken pensó mientras se deslizaba en silencio a través del destrozado edificio iluminado por los destellos estroboscópicos que, por una vez, los defectos de Eidolon trabajaban a su favor.

—Vas a tener que estar más atento a la disciplina de combate, Eidolon —susurró—. Si no, alguien te va a hacer pagar por ello.

Los sectores orientales que había asignado a Lucius y a sus guerreros para que los vigilaran y defendieran eran ruinas ya bombardeadas, donde los frescos que antes mostraban las paredes habían quedado borrados por la tormenta de fuego y las grandes estatuas de los jardines habían quedado pulverizadas por las continuas explosiones y los combates que se habían librado de forma incesante a lo largo de los meses anteriores. Haber logrado resistir tanto tiempo ya era un milagro en sí mismo, y Tarvitz no estaba tan ciego como para no saber que aquello no podría durar mucho más.

Vio decenas de cuerpos y los comprobó uno por uno para saber si el espadachín había caído. Los cuerpos eran de guerreros que conocía, guerreros que lo habían obedecido en los combates del palacio y que confiaban en que podría conducirlos a la victoria. Cada par de ojos lo acusaba de sus muertes, pero sabía que no podía haber hecho nada más.

Cuanto más hacia el este se dirigía, menos invasores de los Hijos del Emperador se encontraba, ya que su ataque se concentraba en el centro del palacio del Señor del Coro más que en capturar todo el complejo de edificios.

Estaba claro que Eidolon iba más en busca de la gloria que en llevar a cabo las maniobras lógicas en un campo de batalla.

«Si dispusiera de un centenar de marines espaciales, castigaría tu arrogancia», pensó Tarvitz.

En cuanto se le ocurrió aquello, una sonrisa se le empezó a extender con lentitud por el rostro. Disponía de un centenar de marines espaciales. Cierto, estaban trabados en combate, pero si existía una fuerza de guerreros en toda la galaxia que fuera capaz de retirarse de un combate de un modo ordenado y pasarle el testigo a una fuerza aliada en mitad de una lucha desesperada, ésa era la legión de los Hijos del Emperador.

Se agazapó a la sombra de una estatua caída y abrió un canal de comunicación.

—Solathen —dijo con un susurro—. ¿Me recibes?

La estática sobrecargó el microrreceptor que llevaba en el oído, y soltó una maldición ante la posibilidad de que su plan se viniera abajo por algo tan simple como un fallo en las comunicaciones.

—¡Le recibo, capitán, pero ahora mismo estamos un poco ocupados! —le respondió la voz de Solathen.

—Entendido —contestó Tarvitz—, pero debo darte nuevas órdenes. Retírate del combate y que se encarguen los Lobos Lunares. Deja que lleven el grueso del combate. Reúne a todos los guerreros que puedan llegar hasta ti y después dirígete hacia mi posición.

—¿Señor?

—Toma los pasillos orientales de la zona de los sirvientes. Eso debería permitiros llegar sin muchos problemas hasta aquí. Solathen, tenemos una oportunidad de hacerles daño a esos cabrones, así que necesito que llegues aquí cuanto antes.

—Entendido, señor —respondió Solathen antes de cortar la comunicación.

—No te servirá de nada, Saúl. —Tarvitz se quedó helado al escuchar la voz—. Ya puedes dar por perdido el palacio del Señor del Coro. Incluso tú deberías ser capaz de darte cuenta de eso.

Alzó la mirada y vio a Lucius de pie, en el centro de la cúpula y justo frente a él. Empuñaba en una mano su centelleante espada y en la otra un trozo de vidrio roto. Se llevó el vidrio a la cara y pasó uno de los bordes afilados por la mejilla. De la piel saltó una línea de gotas de sangre que empezaron a caer sobre el suelo de la cúpula.

—Lucius —dijo Tarvitz sorprendido mientras se ponía en pie para acercarse al espadachín—. Creí que habías muerto.

De repente, la brillante luz de las estrellas llenó la cúpula y Tarvitz vio que estaba repleta de cadáveres de los Hijos del Emperador, pero no eran traidores, sino guerreros leales al Emperador. Se dio cuenta de que ni uno solo de ellos había caído víctima de un disparo, sino que los habían matado de un tajo con un arma de terrible filo. Casi habían despedazado a aquellos guerreros, y una horrible sospecha se apoderó de su mente.

—¿Muerto? ¿Yo? ¿Recuerdas lo que Loken me dijo cuando lo humillé en una de las jaulas de entrenamiento?

Tarvitz asintió con gesto precavido.

—Dijo que siempre habría alguien que te podría vencer.

—¿Y recuerdas lo que le contesté?

—Sí —le respondió Tarvitz mientras se llevaba la mano a la empuñadura de la espada ancha—. Le dijiste: «No en esta vida».

—Tienes buena memoria —le comentó Lucius, y dejó caer el ensangrentado fragmento de vidrio al suelo.

—¿Para qué es esa última cicatriz? —le preguntó Tarvitz.

Lucius le sonrió, aunque no había amabilidad alguna en el gesto.

—Es para ti, Saúl.

* * *

El gran foro de la Basílica Mackariana era un desierto de huesos convertidos en ceniza, ya que cuando las primeras bombas víricas comenzaron a caer, miles de isstvanianos se habían congregado allí con la esperanza de que la sede del parlamento situada en uno de los extremos del foro los acogería. Habían abarrotado el lugar y habían muerto allí, y sus cuerpos achicharrados recordaban un pantano antiguo del que se alzaban las columnas que delimitaban el foro por tres lados. En el cuarto se encontraba la sede del parlamento propiamente dicha, manchada por los negros zarcillos de ceniza que se alzaban desde el foro.

El edificio había sido la sede del parlamento civil de la Ciudad Coral, una contrapartida a los nobles que gobernaban desde el palacio del Señor del Coro, pero los ciudadanos importantes que se habían refugiado en el interior habían muerto con la misma infalibilidad que lo había hecho la plebe que se había quedado fuera.

Loken atravesó el mar de huesos ennegrecidos con la espada en la mano mientras cruzaba la capa de ceniza y restos óseos. Una calavera le sonrió y lo miró de forma acusadora con las cuencas quemadas y vacías de los ojos. A su espalda, Torgaddon cubría el foro que se encontraba más allá de ellos.

—Espera —le dijo Loken en voz baja.

Torgaddon se detuvo y miró a su alrededor.

—¿Son ellos?

—No lo sé. Quizá. —Loken alzó la vista hacia la sede del parlamento. Al otro lado se distinguía la silueta de una aeronave, un Stormbird con el esquema de color de los Hijos de Horus—. Lo que es seguro es que alguien ha aterrizado aquí.

Continuaron avanzando hasta llegar al borde del edificio del parlamento. Luego subieron por los pulidos peldaños de mármol. Las grandes puertas estaban fabricadas originariamente con gruesas planchas de roble tachonado de metal, pero el virus las había devorado y la tormenta de fuego las había convertido en cenizas.

—¿Entramos? —preguntó Torgaddon.

Loken asintió. De repente deseó no haber ido hasta allí, ya que lo había asaltado una horrible sensación ominosa. Miró a Torgaddon, y también deseó que se le ocurrieran unas palabras adecuadas que decirle antes de que dieran aquellos últimos y fatídicos pasos.

Torgaddon pareció entender lo que estaba pensando.

—Sí, lo sé, pero ¿qué otra elección teníamos? —le dijo a Loken.

—Ninguna —contestó éste antes de atravesar la arcada que daba acceso al interior del edificio del parlamento.

El interior del edificio había quedado un poco más protegido de los peores efectos del bombardeo vírico y de la tormenta de fuego. Tan sólo unos cuantos cadáveres retorcidos y ennegrecidos que yacían tirados entre los paneles de madera oscura y el mobiliario del mismo material. Las paredes del edificio circular estaban adornadas con frescos, algo borrados, del magnífico pasado de la Ciudad Coral, donde se contaban su crecimiento y sus conquistas.

Los bancos y las mesas para votar del parlamento estaban dispuestos alrededor de una plataforma central, donde había un atril, que era desde donde se pronunciaban los discursos y los debates.

En aquella plataforma, de pie delante del atril, estaban Ezekyle Abaddon y Horus Aximand.

* * *

—¡Nos has traicionado! —exclamó Tarvitz. El dolor y el desengaño eran demasiado fuertes para poder soportarlos—. Has matado a tus propios hombres y has dejado que Eidolon y los suyos entren en el palacio, ¿no es así?

—Así es —respondió Lucius blandiendo la espada en grandes arcos alrededor del cuerpo para soltar los músculos y prepararse para el combate que Tarvitz sabía que era inevitable—. Y lo haría de nuevo sin dudarlo un momento.

Tarvitz comenzó a recorrer la circunferencia de la cúpula, contrarrestando cada uno de los pasos que Lucius daba. No se hacía ilusiones respecto al desenlace de un duelo contra el espadachín. Lucius era el mayor experto en esgrima de toda la legión, quizá incluso de todas las legiones. Sabía que no podía derrotar a Lucius, pero su traición reclamaba un castigo.

El honor lo exigía.

—¿Por qué, Lucius? —quiso saber Tarvitz.

—¿Cómo puedes preguntarme eso, Saúl? —le preguntó Lucius a su vez, mientras se acercaba más, paso a paso, cerrando la distancia que separaba a los dos guerreros—. Yo estoy aquí tan sólo por mi errónea amistad contigo. Sé lo que el comandante general y Fabius te ofrecieron. ¿Cómo fuiste capaz de rechazar una oferta semejante?

—Era una abominación, Lucius —le contestó Tarvitz, a sabiendas de que debía mantener hablando a Lucius todo el tiempo que pudiera—. ¿Manipular la semilla genética? ¿Cómo te atreves a creer que el Emperador permitiría algo semejante?

—¿El Emperador? —replicó Lucius echándose a reír—. ¿Estás seguro de que desaprobaría algo así? Sólo tienes que fijarte en lo que hizo para crear a los primarcas. ¿Es que acaso nosotros no somos productos de la manipulación genética? Los experimentos que Fabius está realizando son el siguiente paso lógico en esa cadena de evolución. Somos una raza superior y debemos establecer con claridad esa superioridad sobre cualquier ser de clase inferior que se interponga en nuestro camino.

—¿Incluso aunque esos seres sean tus camaradas? —le soltó Tarvitz señalando con un gesto circular de la espada los cadáveres que se extendían por la toda la superficie de la cúpula.

Lucius se encogió de hombros.

—Incluso sobre ellos. Iba a unirme de nuevo a mi legión, y ellos intentaron impedírmelo. ¿Qué otra opción me quedaba? Intentaron lo mismo que tú quieres hacer ahora.

—¿Me matarías a mí también? —le preguntó Tarvitz—. ¿Después de todos los años que hemos luchado hombro con hombro?

—No intentes apelar a mis sentimientos —le advirtió Lucius—. Soy mejor que tú y voy a lograr grandes hazañas al servicio de mi legión. Ni tú ni ningún sentimiento de lealtad equivocado vais a detenerme.

Lucius alzó la hoja de la espada y se colocó en posición de combate. Tarvitz se acercó a él. De repente pareció que la cúpula se quedó conteniendo la respiración mientras los dos guerreros daban vueltas uno alrededor del otro en busca de algún punto débil en la guardia de su oponente. Tarvitz desenvainó el cuchillo de combate y lo empuñó en la mano izquierda con la punta hacia abajo. Era consciente de que frente a Lucius le haría falta interponer tantas armas como humanamente le fuera posible.

Tarvitz sabía que ya no quedaban más palabras que decir. Aquello únicamente podía acabar de un modo sangriento.

Saltó sin advertencia previa sobre Lucius y lo atacó con el cuchillo, pero se dio cuenta de inmediato de que Lucius había estado esperando aquella maniobra.

Su oponente se echó a un lado y bajó con rapidez la empuñadura de la espada para golpearlo en la mano y hacerle soltar el cuchillo. Lucius se agachó cuando Tarvitz giró sobre sí mismo y lanzó un mandoble alto con la espada.

La afilada hoja de Tarvitz no cortó más que el aire y Lucius le dio un codazo en plena cara.

Tarvitz se apartó trastabillando y esperando recibir en cualquier momento un tajo de la espada de Lucius, pero éste se limitó a alejarse con una sonrisa en los labios y a dar vueltas alrededor de él sobre la punta de los pies. El espadachín estaba jugando con él, y Tarvitz sintió que la rabia lo invadía ante semejante burla.

Lucius avanzó hacia Tarvitz y lo atacó con la rapidez de una serpiente con una estocada al estómago. Tarvitz detuvo el golpe y giró la espada sobre la muñeca por encima del arma de Lucius para lanzarle un tajo contra el cuello, pero el espadachín también había previsto aquella maniobra y esquivó ágilmente y con facilidad el golpe.

Tarvitz volvió a atacar de manera fulminante y su espada se convirtió en un borrón resplandeciente que obligó a Lucius a retroceder paso a paso. El espadachín detuvo un feroz golpe dirigido a su entrepierna y giró sobre sí mismo mientras se reía y lanzaba una relampagueante estocada de respuesta.

Tarvitz vio la afilada hoja surcar el aire y supo en esa fracción de segundo que no sería capaz de impedir que lo alcanzara. Se echó hacia atrás, pero sintió una descarga de dolor agónico cuando el filo de la hoja cargada de energía se le clavó profundamente en un costado. Se llevó la mano a la herida mientras la sangre le bajaba chorreando por la armadura y jadeó por el dolor antes de que los dispensadores de la propia armadura le inyectaran estimulantes que lo bloquearan.

Tarvitz retrocedió ante Lucius y éste lo siguió con una sonrisa de anticipación en los labios.

—Saúl, si eso es lo mejor que lo puedes hacer, será mejor que te rindas ahora mismo —se burló Lucius—. Te prometo que no sufrirás.

—Estaba a punto de decirte lo mismo, Lucius —le contestó Tarvitz entre jadeos y alzando de nuevo la espada.

Los dos guerreros empezaron otra vez a intercambiar golpes y las espadas se convirtieron en unas manchas alargadas de color plateado y azul cuando una lluvia de chispas surgió de las afiladas hojas. Tarvitz luchó con cada milésima de valor, de fuerza y de habilidad, pero sabía que era algo completamente inútil. Lucius detuvo todos y cada uno de sus ataques con facilidad y le propinó un golpe tras golpe sin demasiado esfuerzo, abriéndole una serie de cortes en la piel lo suficientemente profundos como para hacerlo sangrar y que le dolieran, pero no lo bastante como para matarlo.

Tarvitz sintió el sabor de la sangre en la comisura de la boca cuando lo alcanzó otro golpe.

—Una herida —se burló Lucius—. Una herida palpable.

Tarvitz sabía que estaba luchando ya con sus últimas fuerzas y que el combate no iba a durar mucho más. Lucius no tardaría en aburrirse de aquel pobre enfrentamiento y acabaría con él, pero quizá lo había retenido allí el tiempo suficiente.

—¿Ya has tenido bastante? —le preguntó Tarvitz entre toses—. No tienes por qué morir aquí.

Lucius inclinó la cabeza hacia un lado mientras avanzaba de nuevo hacia él.

—Lo dices en serio, ¿verdad? Crees de verdad que puedes vencerme.

Tarvitz asintió y después escupió un chorro de sangre.

—Vamos, inténtalo de nuevo si de verdad crees que puedes matarme.

Lucius se lanzó a un nuevo ataque y Tarvitz dejó caer la espada para saltar a por él. Lucius se quedó sorprendido ante aquella maniobra tan obviamente suicida y tardó una fracción de segundo más de la cuenta en esquivar el ataque de Tarvitz.

Los dos guerreros chocaron en el aire y Tarvitz le dio un tremendo puñetazo en la cara a Lucios. El espadachín giró el rostro para intentar amortiguar la fuerza del golpe, pero Tarvitz no le dio la oportunidad de recuperar el equilibrio y ambos cayeron al suelo, donde propinó otro terrible golpe en la cara a su antiguo camarada. A Lucius se le escapó la espada, que cayó repiqueteando al suelo. Entonces también él se puso a luchar a puñetazos y codazos, con pies y rodillas.

En un combate tan cuerpo a cuerpo la habilidad con la espada era algo totalmente irrelevante, y Tarvitz dejó que todo su odio y toda su furia se descargaran en cada uno de los fortísimos golpes que le propinó a Lucios. Ambos rodaron y forcejearon como matones callejeros. Tarvitz no cesó de propinar tremendos puñetazos a Lucius, unos golpes que hubieran bastado para matar diez veces a un humano normal. El espadachín intentó por todos los medios quitarse de encima a Tarvitz.

—También recuerdo lo que Loken te enseñó la primera vez que te venció —le dijo Tarvitz cuando detectó con el rabillo del ojo un movimiento en la cúpula—. Comprende a tu oponente y haz lo que sea necesario para derribarlo.

Soltó a Lucius y rodó para alejarse de él todo lo que pudo. El espadachín se incorporó de un salto y corrió gateando hacia su espada.

—¡Ahora, Solathen! —gritó Tarvitz—. ¡Mátalo! ¡Nos ha traicionado a todos!

Vio cómo Lucios se daba la vuelta hacia la entrada de la cúpula y veía a Solathen y a los guerreros que éste había conseguido reunir para unirse a él. Solathen obedeció la orden de Tarvitz de un modo instantáneo, como debía hacerlo un buen Hijo del Emperador, y en la cúpula resonó el estruendo de las ráfagas de proyectiles de bólter. Lucius saltó a un lado para apartarse, pero ni siquiera él fue lo bastante veloz para evitar la andanada de disparos explosivos.

El cuerpo de Lucios se estremeció bajo la lluvia de impactos, y de su armadura salieron chorros de chispas y de sangre. Rodó por el suelo y se arrastró hacia un agujero abierto en la pared por los anteriores combates mientras los disparos de los Hijos del Emperador leales seguían impactándole en la armadura.

—¡Matadlo! —gritó Tarvitz, pero Lucius fue mucho más veloz de lo que ninguno de ellos creyó que fuera posible y se lanzó de cabeza hacia el agujero mientras los proyectiles acribillaban los frescos chamuscados que lo rodeaban.

Tarvitz se puso en pie y se acercó trastabillando hasta el lugar donde Lucius había desaparecido.

Más allá de la cúpula, el resto del recinto exterior del palacio era un paisaje de pesadilla cubierto de cráteres y de ruinas ennegrecidas. Una capa de humo flotaba sobre el campo de batalla en que se había convertido el palacio. Tarvitz dio un fuerte puñetazo a la pared al comprobar que el espadachín se había desvanecido.

—¿Capitán Tarvitz? —lo llamó Solathen—. Hemos venido, como nos ordenó.

Tarvitz cesó en la búsqueda de Lucius y dejó su frustración a un lado para concentrarse en el asunto más urgente: el contraataque contra los guerreros de Eidolon.

—Gracias, Solathen. Te debo la vida.

El otro guerrero se limitó a asentir mientras Tarvitz recogía un bólter caído en el suelo. Comprobó el cargador para asegurarse de que estaba lleno.

—Y ahora, vamos —dijo con gesto ceñudo—. ¡Vamos a enseñar a esos cabrones cómo luchan de verdad los Hijos del Emperador!