QUINCE
No se acaban las sorpresas
Viejos amigos
Un fracaso perfecto
El strategium apenas estaba iluminado. La única luz la proporcionaban las parpadeantes pantallas pictográficas que rodeaban el trono del Señor de la Guerra como si fueran suplicantes y un puñado de antorchas que ardían con poca llama y exhalaban un aroma a sándalo. Habían retirado la pared posterior del strategium durante los combates en Isstvan III y habían dejado al descubierto un templo completamente adornado levantado al lado del puente de mando del Espíritu Vengativo.
El Señor de la Guerra estaba sentado a solas. Nadie se atrevía a interrumpir sus furibundos pensamientos mientras rumiaba sobre la batalla que se estaba librando allí abajo. Lo que debería haber sido una matanza se había convertido en una guerra, una guerra para la que disponía de muy poco tiempo.
A pesar de las valientes palabras que había dirigido a sus hermanos primarcas, la batalla en Isstvan III le preocupaba. No por miedo a los guerreros que podría llegar a perder, sino por el hecho de que todavía estaban trabados en ella. El bombardeo vírico debería haber matado a todos aquellos que el no creía que llegaran a apoyar su plan para derribar al Emperador de su Trono Dorado en Terra.
En vez de eso, habían aparecido las primeras fisuras en lo que debería haber sido un plan infalible.
Saúl Tarvitz, de los Hijos del Emperador, había conseguido avisar a las tropas desplegadas en la superficie.
Y el Eisenstein…
Recordó el tremendo miedo que Maloghurst exudaba cuando se le había acercado para informarlo sobre el desastre relacionado con los rememoradores, el miedo a que la ira del Señor de la Guerra acabara con él.
Maloghurst se había acercado cojeando hasta el trono con la cabeza agachada y cubierta por la capucha de su túnica.
—¿Qué ocurre, Maloghurst? —había querido saber el Señor de la Guerra.
—Ya no están, mi señor —le comunicó Maloghurst—. Sindermann, Oliton y Keeler.
—¿Qué quieres decir?
—No están entre los cadáveres de la Cámara de Audiencias —le explicó Maloghurst—. Comprobé todos y cada uno de los cuerpos en persona.
—¿Dices que ya no están? —le preguntó el Señor de la Guerra al cabo de un momento—. Eso implica que sabes adónde han ido, ¿no es así?
—Creo saberlo, mi señor —contestó Maloghurst asintiendo—. Al parecer, se subieron a una Thunderhawk y volaron hasta la Eisenstein.
—Robaron una Thunderhawk —repitió Horus—. Vamos a tener que revisar los procedimientos de seguridad con respecto a estas nuevas aeronaves. Primero fue Saúl Tarvitz, y ahora esos rememoradores. Por lo que parece, cualquiera puede robar una de nuestras naves con total impunidad.
—No la robaron ellos solos —le explicó Maloghurst—. Los ayudaron.
—¿Los ayudaron? ¿Quién?
—Me parece que fue Iacton Qruze. Se produjo una lucha y mató a Maggard.
—¿Iacton Qruze? —exclamó el Señor de la Guerra sin alegría alguna—. A lo que parece, no se acaban las sorpresas, pero, quizá ésta sea la mayor de todas. El Que se Oye a Medias tiene de repente una conciencia.
—Os he fallado en esto, mi Señor de la Guerra.
—¡No es cuestión de que me hayas fallado, Maloghurst! Errores como éstos no se deben producir nunca. Cada vez aparecen más y más asuntos que apartan mi atención de esta batalla. Dime, ¿dónde se encuentra ahora mismo la Eisenstein?
—Intentó romper el bloqueo de nuestra flota para llegar hasta el punto de salto del sistema.
—Has dicho que lo intentó —comentó Horus—. ¿Lo logró?
Maloghurst se quedó callado un momento antes de contestar.
—Varias de nuestras naves interceptaron a la Eisenstein y la dañaron seriamente.
—Pero ¿no la destruyeron por completo?
—No, mi señor. Antes de que tuvieran tiempo de hacerlo, el comandante de la Eisenstein efectuó un salto de emergencia al espacio disforme, pero la nave estaba tan dañada que no creemos que haya conseguido sobrevivir a semejante traslación.
—Si lo logra, todo el calendario de mis operaciones se verá afectado.
—El espacio disforme es peligroso, mi señor. Es muy improbable que…
—No estés tan seguro de ti mismo, Maloghurst —le advirtió Horus—. La fase Isstvan V es un momento crítico para nuestro éxito, y si la Eisenstein transmite nuestros planes a Terra, puede que lo tengamos todo perdido.
—Mi Señor de la Guerra, quizá si nos retiramos de la Ciudad Coral y organizamos un bloqueo alrededor del planeta podríamos asegurarnos de que la fase Isstvan V se lleva a cabo tal y como estaba planeada.
—¡Soy el Señor de la Guerra y no me echo atrás en ninguna batalla! —le contestó Horus a gritos—. Existen ciertos objetivos que se deben conseguir en la Ciudad Coral, objetivos de los que tú no tienes ni idea.
A Horus lo sacó de sus disquisiciones el tintineo del aparato de comunicación que tenía integrado en uno de los reposabrazos del trono.
—Aquí el Señor de la Guerra.
Un holoproyector situado en el suelo proyectó un gran rectángulo plano sobre el que apareció una imagen borrosa muy por encima del Señor de la Guerra. La imagen acabó por quedar definida. Era el rostro del comandante general Eidolon, que evidentemente se encontraba en el interior de su Land Raider de mando. El sonido de unas lejanas explosiones le llegó a través de la estática.
—Mi Señor de la Guerra —lo saludó Eidolon—. Le traigo una noticia que debería escuchar.
—Dime, pero será mejor que sea una buena noticia —le replicó Horus.
—Oh, lo es, mi señor —insistió Eidolon.
—Eidolon, no lo alargues demasiado —le avisó Horus—. ¡Dímelo de una vez!
—Tenemos un aliado en el interior del palacio.
—¿Un aliado? ¿Quién?
—Lucius.
* * *
El periodo posterior a un combate era lo peor de todo.
Los guerreros Astartes estaban acostumbrados a soportar la tensión de tener que esperar a que un ataque se produjera, incluso al estruendo y el dolor en la propia batalla, pero Loken jamás había deseado un lapso de tiempo sin combates tanto como cuando vio los resultados de los mismos cuando éstos acabaron. No sentía miedo o desesperación como un humano normal, pero sí sentía pena o culpabilidad como cualquiera.
El último ataque de Angron había sido uno de los más feroces. El propio primarca lo había encabezado lanzándose a la carga a través de las ruinas de la cúpula del palacio contra las defensas erigidas por Loken. Miles de Devoradores de Mundos con las armaduras cubiertas de sangre lo siguieron, y muchos de ellos todavía seguían tirados allá donde habían caído.
Antiguamente, aquel lugar había formado parte del palacio. Era un bello jardín repleto de casitas de reposo, de lagos artificiales e incluso un templete con un techo que se abría al sol. En esos momentos no era más que una ruina repleta de escombros, con el templete derruido, algún poste decorado de forma incongruente o los restos astillados de un puente ornamental.
Los cuerpos de los Devoradores de Mundos se concentraban principalmente en la barricada delantera, una línea de escombros amontonados y de barrotes metálicos rematados por puntas afiladas que habían erigido los Lobos Lunares. Angron había atacado con todas sus fuerzas y Torgaddon había entregado la posición, aunque provocando una auténtica matanza entre los Devoradores de Mundos antes de que sus Adeptus Astartes retrocedieran en orden hacia las defensas de la entrada a la cúpula central del palacio. La artimaña había funcionado, y las filas de los Devoradores de Mundos se habían desorganizado por completo cuando cargaron contra la posición de Loken. Muchos murieron por los disparos de las armas que Tarvitz había colocado sobre las barricadas. Para cuando Loken había desenvainado la espada, lo único que hacía seguir luchando a los Devoradores de Mundos era el impulso inicial. No tenían forma alguna de conseguir la victoria.
Los cadáveres de los Lobos Lunares estaban entremezclados con los de los Devoradores de Mundos. Eran guerreros a los que Loken conocía desde hacía años. Aunque el estruendo de la batalla ya había cesado, a Loken le pareció que todavía se oían los ecos de las hachas y espadas sierra atravesando las armaduras y el silbido de las ráfagas de proyectiles bólter al atravesar el aire.
—Esta vez ha estado muy cerca, Garviel —dijo una voz a la espalda de Loken—. Pero lo hemos vuelto a conseguir.
Loken se dio la vuelta y vio que se trataba de Saúl Tarvitz, que salía de la cúpula central. Sonrió al ver a su amigo y hermano de batalla, un individuo que había ascendido mucho desde que lo conoció como un simple oficial de línea en Muerte hasta convertirse en el comandante de los supervivientes a la traición de Horus.
—Angron volverá —le comentó Loken.
—Pero su estratagema falló —respondió Tarvitz.
—Saúl, no les hace falta abrir una brecha en nuestras defensas —le explicó Loken—. Horus tan sólo tiene que ir eliminándonos hasta que no quede casi nadie con vida. Entonces, Angron y Eidolon no tendrán más que darse un paseo.
—No te olvides de los Hijos de Horus del Señor de la Guerra —le recordó Tarvitz.
Loken se encogió de hombros.
—No hace falta que se impliquen todavía. Eidolon ansía la gloria de la victoria, y los Devoradores de Mundos están simplemente ansiosos de sangre. El Señor de la Guerra no tendrá problema alguno en dejar que otras legiones nos agoten antes de que los Hijos de Horus ataquen.
—Pues ha cambiado de táctica —le informó Tarvitz.
—¿Qué quieres decir?
—Acabo de hablar con Lucius —le explicó Tarvitz—. Me ha dicho que sus especialistas en comunicaciones han conseguido romper el código de los mensajes de los Hijos de Horus. Algunos de tus viejos amigos van a bajar desde el Espíritu Vengativo para dirigir la legión.
Loken apartó la mirada del campo de batalla, repentinamente interesado.
—¿Quiénes?
—Ezekyle Abaddon y Horus Aximand —respondió Tarvitz—. Al parecer, van a ser los encargados de hacer sentir a la ciudad la ira del Señor de la Guerra. Creo que los Hijos de Horus van a entrar en escena dentro de poco.
Abaddon y Aximand, los architraidores, hombres a los que Loken había admirado durante tanto tiempo y que formaban el corazón del Mournival. Ambos guerreros formaban la mano derecha de Horus, y Loken se imaginó las diferentes posibilidades que ofrecía aquella información. Si se quedaban sin los dos elementos que se mantenían del Mournival, una parte crucial de la legión moriría, y eso sería el comienzo de un desmoronamiento al carecer de unas figuras tan inspiradoras.
—Saúl, ¿estás seguro de eso? —le preguntó Loken con vehemencia.
—Todo lo seguro que puedo estar, pero lo cierto es que Lucius parecía bastante emocionado con la noticia.
—¿El mensaje indicaba dónde aterrizarían? —quiso saber Loken.
—Sí, así es —respondió Tarvitz con una sonrisa—. En la Basílica Mackariana, al otro lado del palacio. Es un templo de grandes dimensiones con una torre en forma de tridente.
—Tengo que encontrar a Tarik.
—Está con Nero Vipus, ayudando a Vaddon con los heridos.
—Gracias por traerme esta noticia, Saúl —le dijo Loken con una sonrisa cruel—. Esto lo cambia todo.
* * *
Lucius miró al otro lado de la columna acribillada a balazos y estudió en la oscuridad pero con atención una de las zonas de combate que se extendían entre las ruinas del palacio. Sobre las losas destrozadas yacían montones de cadáveres, de bólters y de hachas sierra, allí mismo donde habían caído. Muchos de los cuerpos estaban todavía trabados en su último y letal combate.
A Lucius no le había costado mucho escaparse del palacio. El peligro más importante habían sido los francotiradores de las escuadras de reconocimiento que las fuerzas del Señor de la Guerra habían desplegado entre las ruinas. Lucius había detectado movimiento varias veces entre las ruinas de unos cuantos edificios y se había puesto a cubierto en los cráteres de las explosiones o detrás de las pilas de cadáveres.
Se había tenido que arrastrar por la suciedad y bajo la oscuridad, como un simple animal, y eso había sido algo humillante, aunque la visión y el olor de aquellas zonas de combate todavía conseguían llenarle los sentidos de un modo revitalizador. Salió con prudencia a la plaza. Los cuerpos que yacían tirados en el suelo por doquier habían sido masacrados, abiertos en canal por hachas sierra o machacados a golpes.
—Nada artístico —se dijo a sí mismo un momento antes de que una figura de armadura púrpura y dorada surgiera de entre las sombras.
Una veintena de guerreros lo siguieron, y Lucius sonrió al reconocer al comandante general Eidolon.
—Mi comandante general —dijo Lucius—. Es un placer verle de nuevo.
—¡Maldita sea tu pleitesía! —le soltó Eidolon—. Eres doblemente traidor.
—Puede que sí —contestó Lucius al mismo tiempo que se ponía en cuclillas recostado contra una columna rota de mármol negro—. Sin embargo, he venido a darle lo que quiere.
—¡Ja! —se rió Eidolon con tono de burla—. ¿Qué es lo que tú puedes darnos, traidor?
—La victoria —contestó Lucius.
—¿La victoria? —repitió Eidolon riéndose de nuevo—. ¿Crees que necesitamos que nos ayudes para conseguirla? ¡Os tenernos atrapados! ¡Uno por uno, muerto a muerto, y la victoria será nuestra!
—¿Y cuántos guerreros se perderán para poder conseguirla? —le replicó Lucius—. ¿Cuántos de los Elegidos de Fulgrim está dispuesto a lanzar a una batalla que jamás debería haber empezado? Puede acabar con todo esto, aquí, ahora, ¡y mantener a sus Adeptus Astartes con vida para la verdadera batalla! Sabe que cuando el Emperador envíe la respuesta adecuada a la traición de Horus, le harán falta todos y cada uno de sus hermanos de batalla. Lo sabe muy bien.
—¿Y cuál sería el precio que tendríamos que pagar por tu valiosa ayuda? —quiso saber Eidolon.
—Muy fácil: quiero volver a la legión.
Eidolon se le rió en la cara, y Lucius sintió la canción de muerte recorrerle dolorosamente todo el cuerpo, pero obligó a la música de la matanza a permanecer en el interior de su cuerpo.
—¿Lo dices en serio, Lucius? —le preguntó Eidolon—. ¿Qué te hace pensar que te queremos de vuelta en nuestras filas?
—Necesita a alguien como yo, comandante. Quiero ser parte de una legión que respete mis habilidades y mi ambición. No me conformo con seguir siendo un capitán para el resto de mi vida, como hace ese infeliz de Tarvitz. Quiero estar al lado de Fulgrim, que es el lugar que me corresponde.
—¡Tarvitz! —exclamó Eidolon con furia—. ¿Todavía está vivo?
—Todavía está vivo —le confirmó Lucius—. Aunque estaré encantado de matarlo yo mismo como favor personal. La gloria de esta batalla debería ser mía, pero él se dedica a darnos órdenes como si fuera uno de los propios Elegidos de Fulgrim. —Lucius sintió que su amargura aumentaba y tuvo que esforzarse por mantener la compostura—. Antes se sentía feliz simplemente con luchar junto a sus guerreros y con dejar a otros mejores que él la gloria, pero ha escogido precisamente esta batalla para descubrir todas sus ambiciones. La culpa de que yo esté aquí en realidad la tiene él.
—Pides que depositemos mucha confianza en ti —le hizo ver Eidolon.
—Lo sé, pero piense en todo lo que puedo entregarle: el palacio, a Tarvitz.
—Tendremos todo eso más tarde o más temprano.
—Mi comandante general, somos una legión muy orgullosa, pero jamás enviamos a morir a nuestros hermanos para demostrar que tenemos razón.
—Cumplimos las órdenes del Señor de la Guerra al pie de la letra —le contestó Eidolon en un tono de voz prudente.
—Sin duda —replicó Lucius—, pero ¿qué pasaría si dijera que puedo ofrecerle una victoria tan rápida y repentina que será suya, y sólo suya? A los Devoradores de Mundos y a los Hijos de Horus no les quedará más remedio que limitarse a seguir el ritmo de su avance.
Lucius se dio cuenta de que había logrado captar la atención y contuvo la sonrisa que estuvo a punto de aparecerle en el rostro. Lo único que le quedaba por hacer era tirar del sedal.
—Habla —le ordenó Eidolon.
* * *
—Me voy contigo, Garvi —le dijo Nero Vipus en cuanto entró en la única cúpula del palacio que no se había visto afectada por el asedio. En el pasado albergaba un auditórium, con un escenario y filas de butacas con rebordes dorados, donde había sonado la música de la creación para la élite de la Ciudad Coral, pero que se había convertido en un lugar lleno de podredumbre y oscuridad.
Loken se puso en pie, abandonando así la meditación previa al combate, y vio que Vipus se había plantado delante de él.
—Sabía que querrías venir, pero esto es algo que Tarik y yo debemos hacer solos.
—¿Solos? —exclamó Vipus—. Eso es una locura. Ezekyle y Pequeño Horus son los mejores guerreros que jamás ha tenido la legión. No podéis enfrentaros solos contra ellos.
Loken puso una mano en el hombro de su amigo antes de contestarle.
—El palacio caerá dentro de poco, con o sin Tarik y yo. Saúl Tarvitz ha logrado proezas inimaginables al mantenernos con vida tanto tiempo como lo ha hecho, pero al final, el palacio caerá.
—Entonces, ¿qué sentido tiene que desperdiciéis vuestras vidas de ese modo, buscando a Ezekyle y a Pequeño Horus? —le exigió saber Vipus.
—Sólo tenemos un propósito en Isstvan III, Nero, y es dañar todo cuanto sea posible al Señor de la Guerra. Si conseguimos matar a los dos únicos miembros del Mournival que quedan, los planes del Señor de la Guerra se verán afectados. Eso es lo único que importa.
—Me dijiste que lo que debíamos hacer era contener a los traidores aquí mientras el Emperador enviaba a las demás legiones para salvarnos. ¿Es que eso ya no es cierto? ¿Estamos solos?
Loken hizo un gesto negativo con la cabeza y tomó la espada, que había dejado apoyada contra una de las paredes.
—No lo sé, Nero. Quizá el Emperador ya ha enviado a las legiones para rescatarnos, o quizá no, pero tenemos que asumir que estamos solos. No pienso luchar porque lo único que me queda a mano no es más que una esperanza ciega. Lo que voy a hacer es defender mis principios hasta el final.
—Y eso es lo mismo que yo quiero hacer, pero al lado de mi amigo —le replicó Vipus.
—No, debes quedarte aquí. Es aquí donde debes defender tus principios. Cada minuto que retengáis a los traidores aquí es un minuto que le proporcionáis al Emperador para que lleve al Señor de la Guerra ante la justicia. La lucha que Tarik y yo tenemos pendiente es un asunto del Mournival, Nero. ¿Lo entiendes?
—Sinceramente, no —respondió éste—, pero haré lo que me pides y me quedaré aquí.
Loken le sonrió.
—No llores todavía por mi muerte, Nero. Puede que Tarik y yo consigamos vencer.
—Más os vale. Los Lobos Lunares os necesitan.
Loken se sintió apabullado por lo que su más antiguo amigo acababa de decirle y lo abrazó con fuerza. Deseó poder decirle que todavía había esperanza y que esperaba regresar con vida de su misión.
—Garviel —lo llamó una voz familiar desde la entrada a la cúpula.
Loken y Neto se soltaron del abrazo y vieron a Saúl Tarvitz recortado contra la luz que entraba por la puerta del auditórium.
—Saúl —lo saludó Loken.
—Ha llegado el momento. Estamos preparados para empezar la maniobra de diversión que nos habías pedido —le informó.
Loken asintió y después sonrió a aquellos dos valientes guerreros, soldados con los que había luchado a través de un infierno y con los que volvería a hacerlo cien veces más si era necesario. Al pensar en el honor que le hacían al considerarlo amigo suyo notó que se le henchía el pecho de orgullo.
—Capitán Loken —dijo Tarvitz con un tono de voz lleno de formalidad—. Es posible que sea la última vez que nos veamos.
—No lo creo —contestó Loken—. Siempre existe la posibilidad de lo contrarío.
—Entonces, buena suerte, Garviel.
—Buena suerte, Saúl —le contestó Tarvitz ofreciéndole la mano—. Por el Emperador.
—Por el Emperador —repitió Tarvitz como un eco.
Una vez acabada la despedida, Loken se dirigió a la salida del auditórium y dejó que Tarvitz y Vipus organizaran las defensas para el siguiente ataque.
Los mapas tácticos que les quedaban mostraban que la Basílica Mackariana se encontraba al norte del palacio. Se encontró a Torgaddon, que ya lo estaba esperando, cuando llegó al punto desde donde mejor se podría abandonar el edificio.
—¿Has visto a Vipus? —le preguntó Torgaddon.
—Sí —le confirmó Loken—. Quería venir con nosotros.
Torgaddon negó con un gesto de la cabeza.
—Esto es un asunto del Mournival.
—Eso fue lo que le dije.
Ambos guerreros inspiraron profundamente cuando de nuevo se dieron cuenta de la enormidad de la tarea que estaban a punto de emprender.
—¿Estás preparado? —le preguntó Loken.
—No —respondió Torgaddon—. ¿Y tú?
—Tampoco.
Torgaddon soltó una risa mientras se daba la vuelta hacia el túnel que salía del palacio.
—Vaya pareja estamos hechos —dijo, y Loken lo siguió hacia la oscuridad.
Para bien o para mal, la última batalla por Isstvan III se les echaba encima.
* * *
—¿Te atreves a regresar y a presentarte ante mí con un fracaso? —aulló Horus, y el puente de mando del Espíritu Vengativo se estremeció con la furia de su voz. Tenía el rostro congestionado por la rabia que sentía hacia la espléndida figura que se encontraba ante él mientras se esforzaba por aceptar la magnitud de aquel último contratiempo—. ¿Es que no entiendes lo que estoy intentando hacer? —rugió Horus—. ¡Lo que he iniciado en Isstvan consumirá toda la galaxia, y si comienza con fallos, el Emperador nos destrozará!
Fulgrim no parecía sentirse acobardado por su furia. El rostro de su hermano mostraba una despreocupación poco propia del primarca de los Hijos del Emperador. Aunque acababa de llegar con su nave insignia, el Orgullo del Emperador, Fulgrim tenía el mismo aspecto impresionante que siempre.
Su armadura, de una confección exquisita, era una obra de arte en colores púrpura y oro. Lucía nuevos detalles decorativos recién incorporados, incluida una capa de rebordes de piel que le cubría la espalda hasta los pies. Horus pensó que Fulgrim parecía más un libertino o un timador que un guerrero. Su hermano llevaba el largo cabello blanco recogido en una serie de trenzas muy elaboradas, y en sus pálidas mejillas había una serie de leves marcas que parecían ser el comienzo de unos tatuajes.
—Ferrus Manus es un idiota que no ha querido atender a razones —le respondió Fulgrim—. Ni siquiera cuando mencioné la alianza con el Adeptus Mechanicum…
—¡Me prometiste que podrías ponerlo de nuestra parte! Los Manos de Hierro eran esenciales para mi plan. Lo preparé todo en Isstvan III con la seguridad que me diste de que Ferrus Manus estaría de nuestro lado. Ahora me entero de que tengo que enfrentarme a un nuevo adversario más. Muchos de nuestros Adeptus Astartes morirán por esto, Fulgrim.
—¿Qué querías que hiciera, mi Señor de la Guerra? —le respondió Fulgrim con una sonrisa, y Horus se preguntó de dónde procedería aquel tono burlón y astuto que mostraba de repente—. Su fuerza de voluntad es mayor de lo que yo había previsto.
—O quizá simplemente tenías una opinión demasiado elevada de tu capacidad de convicción.
—¿Acaso debería haberlo matado, mi Señor de la Guerra? —le preguntó Fulgrim.
—Quizá sí —le replicó Horus sin alterarse—. Habría sido mejor que dejarlo con vida para que vaya por ahí destrozando mis planes. Ahora mismo podría ponerse en contacto con el Emperador o con alguno de los otros primarcas y hacerlos caer encima de nosotros antes de que estemos preparados.
—Entonces, si no queda ningún asunto pendiente, volveré con mi legión —dijo Fulgrim antes de darse la vuelta.
Horus sintió que la furia se apoderaba de él ante el irritante comportamiento de Fulgrim.
—No, no lo harás. Tengo otra misión para ti. Quiero que vayas a Isstvan V. Con todo lo que ha ocurrido, es bastante probable que la respuesta del Emperador llegue antes de lo que yo había previsto, y debemos estar preparados para ello. Llévate un destacamento de Hijos del Emperador a las fortalezas alienígenas que se encuentran allí y prepáralas para la fase final de la operación Isstvan.
Fulgrim dio un paso atrás a causa del tremendo disgusto que sintió.
—¿Me envías a una tarea que es poco más que la de un simple castellano? ¿Como si no fuera más que un encargado que tuviera que preparar la casa para tu grandiosa entrada? ¿Por qué no envías a Perturabo? Este tipo de cosas son las que más le gustan a él.
—Perturabo tiene sus propias tareas que cumplir —le contestó Horus—. Ahora mismo se está preparando para arrasar su mundo natal en mi nombre. Pronto tendremos noticias de nuestro amargado hermano. No te preocupes por eso.
—Pues hazle ese encargo a Mortarion. ¡Sus torpes guerreros estarán más que encantados de mancharse las manos en tu nombre! —le replicó Fulgrim en un tono de voz desabrido—. Mi legión fue la preferida del Emperador en los tiempos que todavía se merecía que le sirviéramos. Soy el más glorioso de todos sus héroes y la mano derecha de la nueva cruzada. Esto… ¡esto es una traición a los propios principios por los que decidí unirme a ti, Horus!
—¿Una traición? —le espetó Horus en voz baja y con un tono peligroso—. Una palabra bastante fuerte, Fulgrim. Una traición es lo que el Emperador nos obligó a hacer cuando le dio la espalda a la galaxia en busca de su deificación y entregó nuestras conquistas en la cruzada a los escribanos y los burócratas. ¿Me vas a acusar de eso aquí y ahora, en mi propia cara, en el puente de mando de mi propia nave?
Fulgrim dio otro paso atrás y su furia se disipó, pero con los ojos brillantes por la posibilidad de un enfrentamiento.
—Puede que lo esté haciendo, Horus. Quizá alguien deba decirte unas cuantas verdades desagradables ahora que tu precioso Mournival ya no existe.
—Esa espada que llevas… —dijo Horus señalando con un gesto la mortífera arma que Fulgrim llevaba al costado—. Te di esta espada como un símbolo de confianza, Fulgrim. Sólo tú y yo sabemos el verdadero poder que posee. Esa arma casi me mata, y a pesar de ello te la entregué. ¿Crees que le habría dado un objeto semejante a alguien en quien no confío?
—No, mi Señor de la Guerra.
—Exactamente. La fase Isstvan V de mi plan tiene una importancia crítica. La mayor de todas —dijo Horus apagando las peligrosas ascuas del ego de Fulgrim—. Más todavía de lo que está pasando ahora mismo allá abajo. No puedo confiarle esa tarea a nadie más. Debes ir a Isstvan V, hermano mío. Todo depende del éxito de esta fase.
Durante un largo y terrible momento, la posibilidad de un enfrentamiento violento restalló entre Horus y el primarca de los Hijos del Emperador. Finalmente, Fulgrim se echó a reír.
—Y ahora me halagas con la esperanza de que mi ego me obligue a obedecer tus órdenes.
—¿Y está funcionando? —le preguntó Horus haciendo que la tensión desapareciera.
—Sí —admitió Fulgrim—. Muy bien, se cumplirá la voluntad del Señor de la Guerra. Iré a Isstvan V.
—Eidolon permanecerá al mando de los Hijos del Emperador hasta que se reúnan contigo en Isstvan V —le indicó Horus, y Fulgrim asintió.
—Disfrutará de la oportunidad de demostrar una vez más su valía.
—Y ahora vete, Fulgrim —le ordenó Horus—. Tienes una tarea que cumplir.