CATORCE
Hasta que se acabe
Charmoisan
Traición
—Ya he perdido la cuenta de los días que han pasado —comentó Loken mientras se ponía en cuclillas al lado de las fortificaciones improvisadas que daban a las ruinas humeantes de la Ciudad Coral.
—No creo que Isstvan III tenga ya días o noches —le respondió Saúl Tarvitz.
Loken alzó la mirada hacia el cielo de color gris plomizo. En realidad, era un manto de nubes provocado por el catastrófico cambio climático que se había iniciado en Isstvan III por la súbita extinción de prácticamente toda la vida que existía en su superficie. Caía una suave llovizna cargada de ceniza, los restos de la tormenta de fuego que llegaban arrastrados desde un continente de distancia por unos vientos secos y muertos.
—Se están agrupando para lanzar otro ataque —le dijo Tarvitz señalando hacia unos montones de cascotes retorcidos y cubiertos de ceniza que antes habían sido una enorme serie de bloques de habitáculos situados al este del palacio.
Loken siguió su mirada. Distinguió con algo de esfuerzo el leve destello de una armadura blanca manchada.
—Devoradores de Mundos.
—¿Y quién si no?
—Me pregunto si Angron conocerá otro modo de combatir.
Tarvitz se encogió de hombros.
—Probablemente sí, lo que ocurre es que éste es el modo que más le gusta.
Tarvitz y Loken se habían encontrado por primera vez en Muerte, cuando los Hijos de Horus habían combatido al lado de los Hijos del Emperador contra los repugnantes alienígenas llamados megarácnidos. Tarvitz era un excelente guerrero, desprovisto de la arrogancia propia de su legión que tanto disgustaba a Torgaddon.
Loken apenas recordaba el trayecto de regreso desde el Sagrario de la Sirena, cuando habían tenido que atravesar tumbas destrozadas y ruinas en llamas. Recordaba haber luchado contra guerreros a los que poco tiempo antes llamaba hermanos en su camino hacia las grandes puertas del Sagrario de la Sirena. No había dejado de caminar hasta que había visto de cerca el palacio del Señor del Coro y sus magníficos pétalos de granito rosado.
—Atacarán en menos de una hora —calculó Tarvitz—. Mandaré unos cuantos hombres más a las defensas.
—Podría ser un engaño —le advirtió Loken, quien sí recordaba de forma vívida los primeros días de la batalla por el palacio—. Angron ataca por un lado y Eidolon carga por el otro.
La primera vez que había visto a los guerreros de Tarvitz en acción le había parecido una gran partida de estrategia, donde los Hijos del Emperador se movían como piezas dispuestas de un modo magistral en maniobras de distracción y contracargas. Un individuo de menor valía que Saúl Tarvitz ya habría fallado y dejado que su fuerza quedara destrozada por esas tácticas, pero el capitán de los Hijos del Emperador había conseguido de algún modo que sus guerreros resistieran tres días de ataques continuos.
—Estaremos preparados —dijo Tarvitz mirando hacia las profundidades del palacio.
Loken y Tarvitz habían subido por la estructura de una cúpula parcialmente derrumbada, una de las numerosas alas del palacio del Señor del Coro que había quedado en ruinas durante la tormenta de fuego y los combates posteriores.
Loken y Tarvitz se habían puesto a cubierto detrás de una sección arrancada de los pétalos de granito. En la cúpula repleta de escombros que se abría bajo ellos se refugiaban los centenares de supervivientes encargados de defender ese lugar. Los Lobos Lunares y los Hijos del Emperador habían montado una serie de barricadas levantadas con esculturas de un valor incalculable y otras piezas de arte que llenaban las cámaras que había bajo la cúpula.
Aquellas esculturas monumentales de gobernantes de épocas pasadas estaban tiradas de lado en el suelo, con los Adeptus Astartes agazapados detrás de ellas.
—¿Cuánto tiempo más crees que podremos resistir? —preguntó Loken.
—Nos quedaremos hasta que se acabe —le contestó Tarvitz—. Tú mismo fuiste quien lo dijo. Cada segundo que logremos sobrevivir aumentan las posibilidades de que el Emperador se entere de lo que está ocurriendo aquí y envíe a otras legiones para llevar ante la justicia a Horus.
—Si Garro lo logra —le indicó Loken—. Puede que ya haya muerto, o que se haya perdido en el espacio disforme.
—Quizá, pero yo prefiero mantener la esperanza de que Nathaniel ha logrado escapar —le contestó Tarvitz—. Nuestra misión es mantenerlos a raya todo el tiempo que podamos.
—Eso es lo que me preocupa. Todo esto probablemente comenzó cuando Angron se pasó de la raya, pero al Señor de la Guerra le habría bastado simplemente retirar a sus legiones y bombardear la ciudad hasta convertirla en polvo. Quizá habría perdido a unos cuantos guerreros, pero aun así… Este planeta debería estar muerto hace ya mucho tiempo.
Tarvitz sonrió.
—Cuatro primarcas, Garviel. Ésa es la respuesta. Cuatro guerreros que no están acostumbrados a retroceder. ¿Quién de ellos sería el primero que se atrevería a hacerlo? ¿Angron? ¿Mortarion? Si es Eidolon quien está al mando ahora mismo de los Hijos del Emperador, tiene que demostrar mucho ante los otros primarcas, y jamás he sabido que Horus mostrara debilidad alguna, y menos cuando sus hermanos primarcas pueden verla.
—No —contestó Loken mostrándose de acuerdo—. El Señor de la Guerra nunca abandona una batalla una vez la ha comenzado.
—Entonces, tendrán que matarnos a todos —dijo Tarvitz.
—Sí, es lo que tendrán que hacer —confirmó Loken con gesto adusto.
Los comunicadores que llevaban incorporados en los cascos pitaron un momento antes de que sonara la voz de Torgaddon.
—¡Garvi! ¡Saúl! —los llamó Torgaddon—. He recibido informes de que los Devoradores de Mundos se están reagrupando. Los oímos cantar, así que se lanzarán al ataque dentro de poco. He reforzado las barricadas orientales, pero necesitaremos más hombres aquí abajo.
—Haré que mis guerreros retrocedan desde la cúpula de la galería —le respondió Tarvitz—. Enviaré a Garviel para que se reúna contigo.
—¿Adónde vas? —le preguntó Loken.
—Voy a asegurarme de que el norte y el oeste sigan cubiertos y también a trasladar unas cuantas armas pesadas a la capilla —le informó Tarvitz al mismo tiempo que señalaba a través de las ruinas de la cúpula hacia la extraña forma orgánica de la capilla de los cantores de guerra, que se alzaba adyacente al complejo del palacio.
Los supervivientes habían evitado de un modo instintivo la capilla, y pocos habían llegado a ver el interior. Sus propias paredes apestaban a la corrupción que había consumido el alma de la Ciudad Coral.
—Yo me encargaré de la capilla y Lucius se ocupará del terreno a nivel del suelo —continuó diciendo Tarvitz mientras se daba la vuelta de nuevo hacia Loken—. Te juro que a veces pienso que Lucius en realidad está disfrutando con todo esto.
—Si quieres saber mi opinión, creo que demasiado. Será mejor que no lo pierdas de vista —le sugirió Loken.
Resonó una explosión apagada y familiar. Una torre de humo y de escombros ascendió procedente de algún punto del torturado paisaje de la Ciudad Coral, al norte del palacio.
—Increíble —comentó Tarvitz—. Todavía quedan guerreros de la Guardia de la Muerte vivos en algún lugar.
—Los de la Guardia de la Muerte son difíciles de matar —replicó Loken mientras regresaba hacia la escalera improvisada que bajaba hasta los restos de la cúpula de la galería.
A pesar de sus palabras, sabía que se trataba de algo increíble. Mortarion, que jamás hacía las cosas de un modo refinado, se había limitado a aterrizar con el transporte orbital de tropas de mayor tamaño que existía en su flota. Lo había hecho en el extremo occidental de las trincheras, y las había acribillado hasta saturarlas de proyectiles disparados por las torretas de la nave mientras sus guerreros se desplegaban.
Aquélla había sido la última ocasión en la que alguien había oído hablar de la Guardia de la Muerte en la Ciudad Coral.
Sin embargo, por los proyectiles de artillería que se disparaban de forma esporádica y casi sin apuntar, pero que casi siempre caían en los campamentos de los traidores, era evidente que algunos guerreros leales de la Guardia de la Muerte habían conseguido resistir todos los esfuerzos de Mortarion por acabar con ellos.
—Sólo espero vivir el tiempo suficiente —dijo Tarvitz—. Nos estamos quedando sin suministros y sin munición. Pronto andaremos escasos de Adeptus Astartes.
—Mientras uno siga con vida, capitán, lucharemos —le prometió Loken—. Horus escogió mal a sus enemigos. Haremos que se arrepienta de haberse enfrentado a nosotros.
—Pues entonces, hablaremos después de que Angron salga otra vez con el rabo entre las patas —le contestó Tarvitz.
—Hasta entonces.
Loken bajó hasta la cúpula y dejó a Tarvitz a solas unos momentos para que contemplara la ciudad destruida. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lo había rodeado algo que no fuera el lugar de pesadilla en que se había convertido la Ciudad Coral? ¿Dos meses? ¿Tres?
El palacio estaba rodeado en todas direcciones de cielos cenicientos y ruinas humeantes hasta donde llegaba la vista. La ciudad parecía el tipo de infierno en el que los isstvanianos probablemente habrían creído un tiempo atrás.
Tarvitz se sacó aquella idea de la cabeza.
—No existen infiernos, ni dioses, ni recompensas ni castigos eternos —se dijo a sí mismo.
* * *
Lucius era capaz de oír el ruido de la muerte. Podía leer el sonido como si estuviera escrito en una partitura. Conocía la diferencia entre los aullidos de combate de un Devorador de Mundos y los de un Hijo de Horus, la variación entre las cualidades tonales de una andanada de proyectiles bólter que se disparaba para apoyar un ataque o para defender una posición.
La capilla que Saúl le había ordenado defender era un lugar muy extraño para formar parte de la última batalla de los verdaderos miembros de la Gran Cruzada. No mucho tiempo atrás había sido el centro neurálgico de un ejército enemigo, pero en esos momentos, las defensas improvisadas que allí se habían levantado eran lo único que contenía a las fuerzas traidoras, muy superiores en número.
—Suena que va a ser complicado —dijo el hermano Solathen, de la escuadra Nasicae, que estaba agazapado al lado del alféizar de una ventana de la capilla—. Puede que esta vez logren atravesar las defensas.
—Nuestro amigo Loken puede encargarse de ellos —le contestó Lucius con cierta soma—. Angron quiere matar a unos cuantos más. ¿Oyes eso? ¿Puedes oírlo?
Solathen inclinó la cabeza hacia un lado. El sentido del oído de los Adeptus Astartes, como la mayoría de sus otros sentidos, era extremadamente agudo, pero Solathen no parecía capaz de captar lo que Lucius le indicaba.
—¿Si oigo qué, capitán?
—Las hachas sierra. Pero no están cortando ceramita u otras armas de sierra. Están cortando piedra y acero. Los Devoradores de Mundos no tienen sitio para enfrentarse a los Hijos de Horus ahí, así que están intentando abrirse paso a través de las barricadas.
Solathen asintió antes de contestar.
—El capitán Tarvitz sabe lo que se hace. Los Devoradores de Mundos sólo conocen un modo de combatir. Podernos utilizar eso y sacarle ventaja.
Lucius frunció el entrecejo al oír cómo Solathen alababa a Saúl Tarvitz, y se sintió agraviado de que su contribución a la defensa del lugar pareciera pasar desapercibida. ¿No había sido él quien había matado a Vardus Praal? ¿No había logrado poner a salvo a sus hombres cuando se había producido el bombardeo vírico y la posterior tormenta de fuego?
Apartó la cara con un gesto de amargura y se quedó mirando a través de la ventana de la capilla la plaza que se abría delante de ellos, todavía manchada de negro y llena de ruinas chamuscadas. Sorprendentemente, la ventana de la capilla continuaba intacta, aunque los paneles de vidrio se habían deformado debido al intenso calor de la tormenta de fuego. Se habían abombado y perdido los colores, que se habían derretido para formar largos regueros que le daban a la ventana un aspecto muy similar al del enorme ojo de un insecto, o eso le parecía a Lucius.
La capilla en sí tenía una apariencia más extraña por dentro que por fuera. La habían construido a base de grandes bloques curvados de una piedra de color verde a los que habían dado unas formas biológicas amenazantes. Daba la impresión de que una serie de nubes de gas venenoso de repente se hubieran petrificado mientras ascendían en el aire. El altar era una gran membrana de piedra de un color púrpura pálido que se extendía hacia los lados. Recordaba a un complejo órgano interno al que hubieran abierto en canal y hubiesen pegado a la pared para su estudio posterior.
—Los Devoradores de Mundos son los que menos deberían preocuparte, hermano —comentó Lucius con cierta desgana—. Deberíamos ser nosotros.
—¿Nosotros, capitán?
—Los Hijos del Emperador —le respondió Lucius—. Ya sabes cómo combate nuestra legión. Ellos son verdaderamente el peligro que acecha ahí fuera.
La mayoría de los Hijos del Emperador leales que habían sobrevivido estaban defendiendo la capilla. Tarvitz se había llevado consigo una pequeña fuerza para cubrir la puerta más cercana, pero varias escuadras se habían quedado para desplegarse entre las extrañas protuberancias semejantes a órganos que surgían del suelo de la capilla. A la escuadra Nasicae tan sólo le quedaban cuatro guerreros, incluido el propio Lucius, y dirigían el destacamento de asalto de la fuerza de supervivientes junto a las escuadras Quemondil y Raetherin.
Tarvitz había desplegado al sargento Kaitheron en el tejado de la capilla junto a su escuadra de apoyo, además de la mayoría de las armas pesadas que les quedaban a los Hijos del Emperador. Los Adeptus Astartes de las escuadras tácticas se encontraban apostados al lado de las ventanas de la capilla o se protegían en el interior. El resto de las tropas de Lucius estaban desplegadas a cubierto en el exterior de la capilla, entre las barricadas que formaban los bloques de piedra derribados y que habían amontonado durante los primeros días del asedio.
Dos mil marines espaciales, más que suficientes para toda una zona de combate de la Gran Cruzada, defendían una simple ruta de aproximación al palacio, con la capilla de los Cantores de Guerra actuando como cierre central de la línea.
Lucius captó un movimiento con el rabillo del ojo y escrutó a través de la ventana deformada los edificios ennegrecidos que se encontraban al otro lado.
¡Allí estaba! Un nuevo destello dorado.
Sonrió, ya que sabía muy bien cómo combatían los Hijos del Emperador.
—¡Contacto! —gritó avisando al resto de su destacamento—. Tercer bloque al oeste, segunda planta.
—Estoy en ello —contestó el sargento Kaitheron, un oficial de armas preciso que consideraba la guerra un problema matemático que debía resolverse con ángulos de disparo y saturación de proyectiles. Lucius oyó a las escuadras moverse por el tejado para apuntar con las armas pesadas hacia la zona que les había indicado.
—¡Frente occidental, preparaos! —ordenó Lucius.
Varias de las escuadras tácticas se apresuraron a tomar posiciones de tiro junto a Lucius a lo largo de ese lado de la capilla.
La tensión que sentía era deliciosa, y Lucius notó que por las venas le corría un estremecimiento de éxtasis a medida que la canción de la muerte aumentaba de potencia en su sangre. Un enfrentamiento cara a cara implicaba nuevas oportunidades de perfeccionarse en el arte de la guerra, pero para que la ocasión fuese realmente memorable hacían falta esos momentos de impaciencia febril, cuando todo el peso de la muerte y de la gloria en potencia le recorría el cuerpo.
—Los tengo —le comunicó Kaitheron desde el tejado de la capilla—. Son Hijos del Emperador. Una fuerza considerable desplegada a lo largo de varios pisos. También veo varios vehículos blindados. Land Raiders y Predators. ¡Cañones láser a vanguardia! ¡Que los bólters pesados cubran el terreno descubierto a media distancia y se solapen entre sí!
—Eidolon —dijo Lucius de repente.
El capitán de los Hijos del Emperador los vio por fin con claridad. Eran cientos de Adeptus Astartes con los colores púrpura y dorado de la legión que idolatraba. Se estaban agrupando bajo los arcos ciegos de los edificios derruidos.
—Lo primero que harán será colocar las armas de apoyo en posición —informó Lucius—. Después, harán avanzar a los Land Raiders para adelantar las tropas. La infantería avanzará a continuación a media y a corta distancia. No disparéis hasta entonces.
Se oyó el retumbar de las cadenas cuando los Land Raiders, que mostraban un aspecto resplandeciente por las alas doradas de águila y los murales de escenas de guerra de los laterales blindados, avanzaron por encima de las ruinas de la Ciudad Coral. Cada uno de ellos estaba repleto de Hijos del Emperador, los guerreros de élite de la galaxia, adoctrinados por Eidolon y por Fulgrim para que consideraran a los hombres que poco antes habían llamado hermanos como unos enemigos que lo único que merecían era la exterminación.
Para Eidolon, los supervivientes de la primera oleada no eran más que unos ignorantes y unos descerebrados que sólo se merecían la muerte, pero no habían contado con Lucius. Se pasó la lengua por los labios ante la perspectiva de enfrentarse de nuevo a los guerreros de su antigua legión. Eran guerreros merecedores de ese apelativo. Enemigos a los que podía respetar.
O de quienes se podía ganar el respeto.
Lucius casi era capaz de ver cómo las escuadras enemigas se desplegaban con una confianza y una rapidez tales que más bien parecían actores que representaban un complicado desfile que guerreros en mitad de un combate.
Casi podía saborear el momento en que la batalla comenzaría de verdad.
Quería que empezara ya, en ese mismo instante y lugar, pero sabía que el combate tenía un sabor mucho más delicioso cuando ocurría en el momento preciso.
Las ventanas se hicieron añicos cuando los disparos de los tanques atravesaron la capilla y provocaron una lluvia de fragmentos de mármol y de cristal.
—¡Esperad! —ordenó Lucius.
A pesar de todo lo que estaba ocurriendo, sus Adeptus Astartes seguían siendo Hijos del Emperador, por lo que no romperían sus filas como los indisciplinados Devoradores de Mundos.
Se arriesgó a echar una mirada a través de los cristales rotos y vio a los Land Raiders machacando el suelo de mármol de la plaza. Los tanques de combate de la clase Predator los seguían. Actuaban como plataformas de artillería móviles, y se dedicaron a arrancar con sus disparos grandes trozos de piedra de los muros de la capilla. Ambos bandos intercambiaron disparos de cañón láser: los hombres de Kaitheron intentaban destruir los vehículos que avanzaban y las armas montadas en las barquillas de los Land Raiders se esforzaban por acabar con los Adeptus Astartes desplegados en el tejado del edificio.
Un tanque Predator se detuvo en seco cuando un disparo le destrozó una de las cadenas al mismo tiempo que otro estallaba en una explosión de llamas multicolores. Varios cuerpos cubiertos por armaduras de color púrpura aparecieron por delante de la ventana antes de desplomarse contra el suelo. Los cadáveres no eran más que un aperitivo previo al gran festín de la muerte.
Lucius desenvainó la espada y sintió cómo la música crecía en su interior hasta que le dio la sensación de que ya no sería capaz de contenerla más. El zumbido familiar del campo de energía de su espada se convirtió en parte de aquel ritmo y notó que él mismo se deslizaba hacia la danza del duelista, el sinuoso flujo de salvajismo que había logrado perfeccionar a lo largo de siglos de matar.
¿Cuántos guerreros intervendrían en aquel asalto? Sin duda, buena parte de los que se encontraban bajo el mando de Eidolon.
Lucius disponía de un número menor de efectivos, pero de lo que se trataba en aquel combate era de conseguir la gloria y de crear un buen espectáculo.
Un proyectil de tanque atravesó la ventana y explotó al chocar contra el techo, lo que provocó una lluvia de cascotes y una nube de humo.
Lucius distinguió las ráfagas de proyectiles de bólter disparados desde la entrada del palacio. Tarvitz estaba atrayendo a Eidolon, y a éste no le quedaba más remedio que bailar al son que le marcaba. Oyó un estampido metálico y musical y vio que los Land Raiders habían bajado las rampas de desembarco. Lucius distinguió en su interior los grupos de guerreros apretujados.
—¡Adelante! —gritó.
Las unidades de asalto que se encontraban a su espalda encendieron los retrorreactores y los guerreros salieron disparados hacia el combate. Lucius los siguió dando un salto a través de la ventana de la capilla. La escuadra Nasicae hizo lo mismo y el resto de sus guerreros los imitaron.
La batalla. La danza de la guerra. Lucius sabía que frente a un enemigo como Eidolon no habría para nada más que no fuera la aplicación más cuidadosa de su perfección marcial. Su conciencia cambió y todo quedó enfocado de un modo increíble. Todos y cada uno de los colores adquirieron una intensidad casi aturdidora, y todos y cada uno de los sonidos le resonaron discordantes y atronadores a lo largo de los nervios.
La danza del duelista lo llevó hasta el enemigo al mismo tiempo que la batalla entraba en erupción a su alrededor en un caos perfectamente organizado. Del tejado siguió cayendo una lluvia de disparos de armas pesadas y los Land Raiders giraron sobre sus orugas para poder apuntar con todas sus armas contra los Hijos del Emperador que habían salido lanzados a la carga de la capilla.
Los marines espaciales que ya estaban fuera de la capilla también cargaron en ese mismo momento, por lo que la fuerza de Eidolon se vio atacada por dos flancos a la vez.
Lucius esquivó espadas y disparos de bólter mientras su espada se movía de forma sinuosa y veloz, como la lengua de una serpiente. Los guerreros de Eidolon empezaron a retroceder. La escuadra Quemondil se enfrentó con ferocidad a los Adeptus Astartes que habían desembarcado del Land Raider más cercano. Pasó danzando entre ellos sintiendo cómo una alegría salvaje se apoderaba de su corazón. Se echó al suelo y rodó sobre sí mismo para esquivar una ráfaga de disparos de bólter y al levantarse le clavó la espada en el abdomen a un sargento enemigo.
La muerte era un fin en sí misma y expresaba la superioridad de Lucius a través de las vidas que arrebataba, pero éste tenía un propósito más importante. Sabía lo que tenía que hacer, y buscó con sus sentidos extrañamente distorsionados algún destello dorado o el ondear de un estandarte, cualquier detalle que indicara la presencia de uno de los Elegidos de Fulgrim.
Un momento después lo vio. Una armadura con rebordes negros en vez de dorados. Un casco con la forma de una calavera ceñuda. El capellán Charmoisan.
La mitad del cuerpo del guerrero de negra armadura sobresalía con gesto orgulloso a través de la escotilla del techo de un Land Raider y dirigía la batalla con gestos cortantes de su crozius rematado por un par de alas. Lucius sonrió enloquecido y comenzó a cruzar la zona de combate en dirección a Charmoisan para enfrentarse a él y matarlo en un duelo merecedor de aparecer en los relatos épicos de la legión.
—¡Charmoisan! —gritó, y su voz sonó como la música más vibrante imaginable—. ¡Guardián de la Voluntad! ¡Soy Lucius, antaño tu hermano, hoy, tu némesis!
El casco de Charmoisan dio la vuelta hacia Lucius para contestarle.
—¡Sé muy bien quién eres!
Charmoisan se apresuró a salir por la escotilla y a ponerse en píe encima del Land Raider en una postura que indicaba que desafiaba a Lucius para que se le acercara. El capellán era un líder en el campo de batalla, y para cumplir su misión debía ganarse el respeto de la legión, un respeto que tan sólo podía obtenerse combatiendo en primera línea.
Sería un enemigo digno, pero ése no era el motivo por el que Lucius buscaba luchar contra él.
Se subió de un salto a uno de los cubrecadenas y corrió por la placa de blindaje frontal, que tenía una suave pendiente, hasta que quedó cara a cara con Charmoisan. Los disparos de bólter acribillaban el aire a su alrededor, pero eso no tenía la más mínima importancia.
Aquélla era la única batalla que Lucius tenía en la mente.
—Te enseñamos a tener demasiado orgullo —le dijo Charmoisan un momento antes de blandir el mortífero crozius en un golpe lateral pensado para aplastarle el pecho a Lucius.
El capitán alzó la espada para desviar el arma y la danza entró en una nueva fase más urgente. Charmoisan era bueno, uno de los mejores guerreros de la legión, pero Lucius llevaba muchos años entrenándose para un combate como aquél.
El crozius del capellán era demasiado pesado para detener en seco sus golpes, por lo que el espadachín dejó que resbalara sobre la hoja de la espada en cada uno de los incesantes ataques de Charmoisan, frustrándolo una y otra vez e incitándolo a poner cada vez más fuerza en sus golpes.
Un poco más. En unos pocos momentos más, Lucius tendría su oportunidad.
Le encantaba el modo en que Charmoisan lo odiaba. Le daba la sensación de que era algo brillante y refrescante.
Lucius leía con toda claridad el ritmo de los ataques de Charmoisan, y se echó a reír al captar la torpe intención que llevaba cada uno de los golpes. El capellán quiso matar a Lucius con un único y demoledor impacto, pero el crozius se alzó demasiado cuando Charmoisan lo sostuvo demasiado tiempo mientras reunía fuerzas para asestarlo.
Lucius se lanzó a fondo y su espada trazó un amplío movimiento de corte que rebanó los brazos alzados del capellán. El crozius cayó al suelo y Charmoisan dejó escapar un rugido de dolor cuando las dos extremidades, cortadas a la altura del codo, lo siguieron a continuación.
La batalla siguió rugiente a su alrededor y Lucius dejó que el ruido y los destellos de aquel espectáculo saturaran sus ya sobreestimulados sentidos. La batalla lo rodeaba, pero su victoria era lo único que importaba.
—Sabes quién soy, y tú último pensamiento será el de la derrota —le dijo Lucius.
Charmoisan intentó hablar, pero antes de que las palabras le salieran de la boca, Lucius hizo girar su espada en un mandoble que le separó de cuajo la cabeza a Charmoisan de los hombros.
Un chorro carmesí manchó la pintura dorada del casco del Land Raider. Lucius atrapó la cabeza en el aire mientras todavía giraba y la sostuvo en alto para que todos los guerreros que había en el campo de batalla pudieran verla.
A su alrededor, miles de Hijos del Emperador luchaban a muerte. La fuerza de Eidolon, rodeada por ambos flancos, se estrelló contra las defensas de palacio y después retrocedió. Tarvitz encabezó el contraataque y la ofensiva de Eidolon se deshizo.
Lucius se echó a reír cuando vio que el tanque insignia del comandante general, un Land Raider cubierto de estandartes de victoria, se alzó por encima de un montón de escombros mientras se retiraba del combate.
Los lealistas habían ganado esa batalla, pero Lucius se dio cuenta de que no le importaba.
Era él quien en realidad había ganado esta batalla. Sacó la cabeza de Charmoisan del interior del casco en forma de cráneo, y supo lo que tenía que hacer para que la canción de muerte siguiera tocando en su interior.
La capilla de los Cantores de Guerra estaba en silencio. Centenares de cuerpos cubrían el suelo, con las armaduras de color púrpura y dorado quemadas y agrietadas. Entre las losas de mármol se formaban riachuelos de sangre. En algunas zonas, los cuerpos yacían al lado de las armaduras ennegrecidas de los Devoradores de Mundos que habían muerto en los ataques iniciales contra la Ciudad Coral.
En la entrada del palacio había numerosas barricadas de gran tamaño. En la cúpula más cercana, los pocos apotecarios que había en la fuerza leal estaban curando a los heridos.
Tarvitz miró a Lucius, que estaba limpiando la espada. Lo hacía frotando la hoja y después haciéndose un nuevo corte en la cara, y así sucesivamente. A su lado descansaba un casco en forma de cráneo.
—¿De verdad es necesario eso? —le preguntó Tarvitz señalándolo.
Lucius alzó la mirada.
—Quiero recordar cómo maté a Charmoisan.
Tarvitz sabía que debía castigar al espadachín, que debía soltarle una reprimenda por unas prácticas que podían considerarse bárbaras y tribales, pero en aquel momento, con tanta traición y muerte alrededor, le pareció que semejante preocupación era una ridiculez.
Se puso en cuclillas al lado de Lucius. Le dolían las extremidades y tenía la armadura mellada y quemada en algunos puntos por el último combate que acababan de librar a la entrada del palacio.
—Buen trabajo —le comentó al tiempo que señalaba al enemigo con el pulgar—. He visto tu combate. Fue un buen mandoble.
—¿Un buen mandoble? —exclamó Lucius—. Fue algo más que bueno. Fue una obra de arte. Nunca fuiste demasiado sutil, Saúl, así que no me sorprende que no hayas sido capaz de apreciarlo.
Lucius le sonreía mientras le decía aquello, pero Tarvitz vio un destello de auténtico enfado en la mirada del espadachín, un atisbo de orgullo herido que no le gustó nada.
—¿Ha habido más movimientos? —le preguntó cambiando de tema.
—No —contestó Lucius—. Eidolon no regresará antes de haberse reagrupado.
—Sigue vigilando —le ordenó Tarvitz—. Eidolon podría pillarnos por sorpresa mientras tenemos la guardia bajada.
—No pasarán —le prometió Lucius—. No mientras yo siga aquí.
—No tiene por qué hacerlo —le explicó Tarvitz, deseoso de hacerle entender a Lucius la realidad de la situación en la que se encontraban—. Cada vez que ataca, perdemos más guerreros. Si ataca con rapidez y se retira nos irá desgastando hasta que no podamos defender todo el perímetro al mismo tiempo. La emboscada en la capilla le ha costado más de lo que le hubiera gustado, pero aun así, mató a demasiados de los nuestros.
—Hemos repelido el ataque —le replicó Lucius.
—Sí, es cierto —contestó Tarvitz mostrándose de acuerdo—, pero fue demasiado apurado, así que voy a enviar una escuadra para ayudaros a mantener la posición.
—Así que ahora resulta que no te fías de mí para defender esta posición, ¿no es eso?
Tarvitz se quedó sorprendido por la amargura que impregnaba la voz de Lucius.
—No, no es eso en absoluto. Lo único que quiero es asegurarme de que dispones de guerreros suficientes para rechazar otro ataque. Bueno, tengo que irme a revisar las defensas occidentales.
—Sí, anda, márchate y libra la gran batalla. Tú eres el héroe —le interpeló Lucius.
—Ganaremos —le aseguró Tarvitz apoyando una mano en el hombro del espadachín.
—Sí —replicó Lucius—. De un modo u otro, lo haremos.
Lucius contempló cómo Tarvitz se alejaba y sintió de nuevo una tremenda rabia por el modo en que se había apropiado del mando. Era él, Lucius, quien había estado destinado desde siempre a los ascensos y a la grandeza, no Tarvitz. ¿Cómo era posible que sus memorables hazañas hubiesen quedado eclipsadas por el monótono y aburrido liderazgo de Tarvitz? Toda la gloria que había ganado en el campo de batalla había quedado olvidada, y sintió que la amargura le subía desde la boca del estómago hasta la garganta en una oleada imparable.
Se había sentido culpable por unos momentos mientras trazaba su plan, pero al recordar la condescendencia con que Tarvitz se comportaba, toda esa culpabilidad había desaparecido como nieve bajo el sol de verano.
El templo seguía en silencio. Lucius echó un vistazo a su alrededor para comprobar que estaba a solas y luego se sentó en uno de los salientes de piedra verde grisácea pulida con el casco de Charmoisan en la mano.
Estudió con atención el interior del casco hasta que distinguió un destello plateado. Metió la mano y sacó un pequeño objeto metálico: el aparato comunicador del casco de Charmoisan.
Comprobó de nuevo que estaba a solas antes de hablar por él.
—Eidolon, aquí Lucius —dijo—. Charmoisan está muerto.
Se oyó un breve restallido de la estática antes de que le llegara una voz.
—Lucius.
El capitán sonrió cuando reconoció la voz de Eidolon. Charmoisan era uno de los oficiales superiores dentro del escalafón de los Hijos del Emperador, por lo que estaba en contacto directo con Eidolon. Tal como Lucius esperaba, el canal de comunicación estaba abierto cuando el capellán murió, y aún seguía estándolo.
—¡Mi comandante! —exclamó Lucius con un tono de voz exultante—. Me alegro de oír su voz.
—Lucius, no siento ningún interés por escuchar tus pullas —le contestó Eidolon con un gruñido—. Sabes que al final os mataremos a todos.
—Seguro que lo harán —respondió Lucius mostrándose de acuerdo—. Sin embargo, tardarán mucho tiempo. Muchos, muchos Hijos del Emperador morirán antes de que este palacio caiga finalmente. También morirán Hijos de Horus y Devoradores de Mundos. Y Terra sabe cuántos guerreros de la Guardia de la Muerte habrán caído ya en las trincheras. Sufrirás por todo esto, Eidolon. Toda la fuerza de combate del Señor de la Guerra sufrirá. Para cuando lleguen las demás legiones puede que hayáis perdido ya demasiadas tropas como para vencerlas.
—Sigue diciéndote eso si te hace sentir mejor, Lucius.
—No, mi comandante —respondió el capitán—. Me malinterpreta. Lo que le quiero decir es que le ofrezco un trato.
—¿Un trato? —preguntó Eidolon extrañado—. ¿Qué clase de trato?
Las cicatrices de la cara de Lucius se tensaron cuando sonrió de nuevo.
—Le ofrezco a Tarvitz y el palacio del Señor del Coro.