DOCE

DOCE

Limpieza

Que arda la galaxia

Dios-Máquina

Los sonidos de los últimos estertores de muerte de la Ciudad Coral llegaron en tremendas oleadas y se estrellaron como un tsunami contra el palacio del Señor del Coro. La gente caía podrida allá donde se encontrara, tanto en las calles que se extendían bajo el palacio como en el interior del propio edificio del palacio. Los cuerpos se deshacían en torrentes de carne que se desintegraba.

Los habitantes se agolpaban en las calles para morir, aullando su miedo y su ira al cielo al mismo tiempo que imploraban a sus dioses que los ayudaran. Millones de personas gritaron a la vez y el resultado fue una terrible galerna manchada de negro. Una cantora de guerra flotaba por encima de todo aquello en un intento por aliviar la agonía y el terror que sentían con sus muertes, pero el virus también acabó por afectarla, y en vez de cantar en alabanza a los dioses de Isstvan vomitó grandes bocanadas negras cuando el virus le destrozó las entrañas. Cayó como un pájaro herido, dando vueltas sobre sí misma mientras descendía hacia los moribundos que la esperaban abajo.

En el techo del palacio del Señor del Coro apareció una enorme silueta. El Anciano Rylanor caminó con pasos pesados hasta el borde del techo y se quedó contemplando las horrorosas escenas que estaban teniendo lugar debajo de él, la matanza vírica que se extendía entre los edificios. El cuerpo de dreadnought de Rylanor estaba sellado al mundo exterior, mucho mejor sellado y de un modo más efectivo que la armadura de un Adeptus Astartes normal, y aquel viento letal lo azotaba sin hacerle daño alguno mientras contemplaba cómo se desarrollaba la muerte de la ciudad.

Rylanor alzó un momento después la mirada hacia el cielo, donde arriba, muy arriba, la flota del Señor de la Guerra continuaba vaciando las últimas cargas mortíferas sobre la atmósfera de Isstvan III. El viejo dreadnought estaba solo, la única nota de paz en el horror aullante en que se había convertido la muerte de la Ciudad Coral.

* * *

—Me alegro de que estos búnkers sean sólidos —comentó el capitán Ehrlen.

La oscuridad del búnker sellado tan sólo se veía rota por los sonidos de la muerte que reinaba al otro lado de sus gruesos muros. Muy pocos de los Devoradores de Mundos habían conseguido llegar hasta el entramado de búnkers que había en el sistema de trincheras para refugiarse en su interior. Esperaron en la oscuridad, escuchando con atención cómo el virus mataba a toda la población de la ciudad de un modo más efectivo del que jamás podrían lograrlo ellos con las hachas sierra.

Tarvitz se mantuvo entre ellos, escuchando en un mudo estado de horror la muerte de millones de personas. A los Devoradores de Mundos aquello no parecía afectarlos en absoluto. La muerte de todos esos civiles no significaba nada para ellos.

Los gritos se fueron acallando, sustituidos por un gemido sordo. El dolor y el miedo se entremezclaban en un distante rugido de muerte lenta.

—¿Cuánto tiempo más debemos escondernos aquí, en la oscuridad, como ratas? —quiso saber Ehrlen.

—El virus se consumirá a sí mismo en muy poco tiempo —le contestó Tarvitz—. Para eso fue diseñado: para acabar con todo lo que estuviera vivo y dejar el campo de batalla despejado para que se tomara sin problemas.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Ehrlen.

Tarvitz se lo quedó mirando. Podría decirle la verdad a Ehrlen, y sabía que se lo merecía, pero ¿de qué serviría? Incluso era posible que los Devoradores de Mundos lo matasen allí mismo por decir algo semejante. Después de todo, su propio primarca formaba parte de la conspiración del Señor de la Guerra.

—Será mejor que tengas razón —gruñó Ehrlen, al parecer nada satisfecho por la respuesta de Tarvitz—. ¡No me quedaré aquí escondido durante mucho tiempo!

El capitán de los Devoradores de Mundos miró a sus guerreros. Los cuerpos cubiertos de armaduras ensangrentadas se agolpaban en la oscuridad del búnker. Alzó el hacha para llamar a uno de ellos.

—¡Wrathe! ¿Te has puesto en contacto con los Hijos de Horus?

—Todavía no —contestó el tal Wrathe. Tarvitz vio que se trataba de todo un veterano, con numerosos implantes corticales que le sobresalían a lo largo del cuero cabelludo—. Se oye el sonido de algunas comunicaciones, pero no capto nada directo.

—Entonces, ¿siguen vivos?

—Es posible.

Ehrlen hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Nos han pillado. Pensamos que ya teníamos tomada la ciudad y nos han pillado.

—Nadie podía saberlo —le dijo Tarvitz.

—No, no hay excusa posible —replicó Ehrlen con una expresión ceñuda en el rostro—. Los Devoradores de Mundos siempre deben ir más lejos que el enemigo. Si ellos se lanzan al ataque, nosotros cargamos contra ellos. Si se atrincheran, los sacamos de sus defensas. Cuando matan a nuestros guerreros, nosotros destruimos sus ciudades, pero esta vez el enemigo ha ido más allá que nosotros. Atacamos su ciudad, y ellos la han destruido para acabar de paso con nosotros.

—No, Tarvitz, esta pelea era nuestra. Los Hijos del Emperador y los Hijos de Horus debían encargarse de descabezar a la bestia, pero a nosotros nos tocaba arrancarle el corazón. A este enemigo no se le podía hacer retroceder lleno de miedo o pensar que se desorganizaría completamente confundido. Había que matar a los isstvanianos. Lo quieran reconocer o no las demás legiones, a los Devoradores de Mundos nos tocaba la tarea de tomar esta ciudad, y nosotros aceptamos la responsabilidad de nuestros fracasos.

—No es vuestra responsabilidad —insistió Tarvitz.

—Un guerrero de menor valía se excusa en que sus fracasos son culpa de sus comandantes —replicó Ehrlen—. Un Adeptus Astartes se da cuenta de que son sólo suyos.

—No, capitán, no entiendes lo que quiero decir…

—Capto algo —dijo Wrathe desde el otro extremo del búnker, interrumpiéndolo de repente.

—¿Son los Hijos de Horus? —le pregunto Ehrlen.

Wrathe negó con la cabeza.

—La Guardia de la Muerte. Se pusieron a cubierto en los búnkers que se extienden hacia el oeste.

—¿Qué dicen?

—Que el virus está desapareciendo.

—Entonces, dentro de poco podremos salir —comentó Ehrlen con evidente alegría—. Si los isstvanianos regresan para recuperar su ciudad, nos encontrarán esperándolos.

—No —dijo Tarvitz llevándole la contraria—. Todavía queda una etapa más del ataque vírico por llegar.

—¿Cuál es? —exigió saber Ehrlen.

—La tormenta de fuego.

* * *

—Por fin lo veis —se dirigió Horus a la asamblea de rememoradores allí reunida—. Esto es la guerra. Esto es crueldad y muerte. Esto es lo que hacemos por vosotros, y a pesar de eso, apartáis la cara.

Los hombres y mujeres del gentío se abrazaban entre ellos sollozando ante aquel monstruoso genocidio, incapaces de comprender la escala de aquella matanza que acababa de cometerse en nombre del Imperio.

—Habéis venido a mi nave a escribir la crónica de la Gran Cruzada, y hay mucho que contar de lo que hemos logrado, pero las cosas cambian, y los tiempos avanzan —continuó diciendo Horus mientras los guerreros del Adeptus Astartes que se encontraban a lo largo de las paredes de la cámara cerraban las puertas y se colocaban delante de ellos con los bólters preparados a la altura del pecho.

»La Gran Cruzada se ha acabado —exclamó Horus con una voz cargada de poder y de fuerza—. Los ideales sobre los que se basaba están muertos, y todo por lo que hemos luchado no es más que una mentira. Hasta ahora. Ahora yo haré que la cruzada vuelva a su cauce adecuado y rescataremos a la galaxia del abandono que sufre a manos del Emperador.

Se oyeron varias exclamaciones de sorpresa y unos cuantos gemidos por toda la cámara ante las palabras de Horus, y éste disfrutó de la libertad que sentía al poder decirlas en voz alta. La necesidad de secreto y de engaños había desaparecido. Ya podía desvelar la grandeza de sus planes para la galaxia y dejar a un lado su falsa apariencia para revelar sus verdaderas intenciones.

—Os echáis a llorar, pero los simples mortales no podéis comprender la envergadura de mis planes —dijo Horus a continuación, y también disfrutó de las miradas de pánico que empezaron a extenderse por toda la cámara de audiencias.

Jamás iterador alguno tuvo a una multitud tan pendiente de él y de sus palabras.

—Por desgracia, todo esto significa que no hay sitio para nadie como vosotros en esta nueva cruzada. Me dispongo a embarcarme en la mayor guerra jamás librada en toda la galaxia, y no puedo permitirme distracción alguna de aquellos que albergan cualquier clase de deslealtad.

Horus sonrió.

Era la sonrisa de un verdugo angelical.

—Matadlos —ordenó—. A todos.

Los disparos de bólter acribillaron a la multitud cumpliendo la orden del Señor de la Guerra. La carne se abrió en explosiones húmedas y un centenar de cuerpos cayó en la primera andanada. Los gritos comenzaron cuando el gentío intentó escapar de los Astartes que se dirigían hacia ellos.

Pero no había escapatoria alguna.

Las bocachas de los bólters centellearon y las espadas sierra rugieron mientras subían y bajaban.

La matanza tardó menos de un minuto en completarse, y Horus dio la espalda a los muertos para contemplar los últimos estertores agónicos de Isstvan III. Abaddon surgió de las sombras desde donde tanto él como Maloghurst habían observado la matanza de rememoradores.

—Mi señor —lo saludó Abaddon realizando una profunda reverencia.

—¿Qué ocurre, hijo mío?

—Los sensores de la nave confirman que el virus casi se ha consumido.

—¿Qué hay de los niveles de gases?

—Se salen de la escala, mi señor —le informó Abaddon con una sonrisa—. Los artilleros esperan vuestra orden.

Horus siguió contemplando las venenosas nubes que se arremolinaban envolviendo el planeta que se hallaba a sus pies.

Lo único que haría falta sería una simple chispa.

Se imaginó que el planeta era el extremo deshilachado de una mecha, una mecha que haría estallar la galaxia en un conflicto devastador y que llegaría a su final inexorable en Terra.

—Ordena que disparen los cañones —dijo Horus con voz fría—. ¡Que arda la galaxia!

* * *

—Que el Emperador nos proteja —murmuró el moderati Cassar, incapaz de ocultar el horror que sentía y sin importarle quién pudiera oírle.

El espeso miasma de gases pútridos y rancios todavía rodeaba al titán, y apenas se lograba distinguir el trazado de las trincheras, además de los guerreros de la Guardia de la Muerte que salían de los búnkers. Los Adeptus Astartes se habían puesto a cubierto poco después de que el titán recibiera la orden de proceder a su autosellado. Era evidente que habían recibido las mismas instrucciones que el Dies Irae.

Los isstvanianos no habían recibido nada parecido. La retirada de la Guardia de la Muerte había provocado que los soldados enemigos avanzaran para luego sufrir todo el grueso del impacto del arma biológica.

Las trincheras estaban casi taponadas por las masas de carne con la consistencia de la mucosidad. De los bordes colgaban los cadáveres de lo que una vez fueron seres humanos, con los rostros derretidos y los cuerpos podridos abiertos en canal. Miles y miles de isstvanianos yacían en montones putrefactos, y por el escaso suelo de trinchera que se veía corrían espesos arroyuelos de una viscosa materia negra descompuesta.

Más allá del campo de batalla, la muerte había consumido los bosques que se extendían alrededor de los límites de la Ciudad Coral. Se habían convertido en unos interminables cementerios de troncos ennegrecidos, semejantes a manos esqueléticas achicharradas. La tierra bajo ellos estaba saturada de muerte biológica, y el aire estaba cargado de gases nocivos producto de aquellos océanos de materia orgánica putrefacta.

—Informen —ordenó el princeps Turnet en cuanto entró de nuevo en la cabina de mando procedente de la cavidad dorsal principal del titán.

—Estamos sellados y aislados —contestó el moderati Aruken desde el otro extremo del puente de mando—. La tripulación se encuentra bien y las lecturas indican una contaminación cero.

—El virus se ha consumido a sí mismo —comentó Turnet—. Cassar, ¿qué queda ahí fuera?

Cassar tardó un momento en recuperarse, afectado como estaba todavía por la increíble magnitud de la matanza que había presenciado, tan impresionado que jamás la hubiese podido imaginar si no la hubiera visto a través de los ojos del Dies Irae.

—Los isstvanianos están… han desaparecido —contestó. Escudriñó los alrededores a través de las nubes de gas que se arremolinaban sobre la ciudad, a uno de los lados del titán—. Todos ellos.

—¿Y la Guardia de la Muerte?

Cassar miró en su dirección y vio fragmentos de armaduras de color metalizado hundidos parcialmente bajo diversos cuellos de botella de las trincheras que indicaban dónde habían caído unos cuantos Astartes.

—A algunos de ellos los ha pillado el efecto del arma. Muchos han muerto, pero la orden debe de haberles llegado a tiempo a la mayoría.

—¿La orden?

—Sí, princeps. La orden de ponerse a cubierto.

Turnet miró por el ojo del titán situado en el lado del puente de mando de Aruken y vio a los guerreros de la Guardia de la Muerte a través de una neblina verdosa. Los Adeptus Astartes se estaban dedicando a asegurar las posiciones en las trincheras que rodeaban los búnkers donde se habían refugiado. Tenían que hacerlo avanzando sobre los repugnantes restos de los isstvanianos.

—Maldita sea —dijo Turnet.

—Estamos bendecidos —comentó Cassar—. Podrían haber…

—¡Cuidado con lo que dice, moderati! Esa basura religiosa es un crimen según las ordenanzas de…

Turnet se calló al divisar un movimiento en el exterior.

Cassar siguió su mirada a tiempo de ver las nubes de gas iluminadas por un resplandeciente rayo de luz. Era una lanza de energía que atravesaba las nubes de gases tóxicos y extremadamente inflamables.

Lo único que hizo falta fue una chispa.

Toda la materia orgánica en descomposición que cubría Isstvan III había creado una espesa capa de gases combustibles que cubría el planeta como un grueso velo. La lanza de energía disparada por el Espíritu Vengativo atravesó ardiente la capa superior de la atmósfera hasta llegar al asfixiante miasma. La descarga incendió el gas con un sonido rugiente que pareció absorber todo el oxígeno del aire.

En un segundo, hasta el propio aire se iluminó y el estallido recorrió todo el paisaje en un aullante torbellino de fuego y sonido. Continentes enteros quedaron reducidos a una superficie rocosa y pelada, con su población podrida vaporizada en cuestión de segundos cuando los vientos llameantes los cruzaron convertidos en una galerna de ardiente destrucción.

Las ciudades estallaron cuando las conducciones de gas se incendiaron a su vez, y se alzaron torres de llamas que se movían enloquecidas en mitad de la mortífera tormenta de fuego. Nada podía sobrevivir a aquello, y la carne, la piedra y el metal se fundieron o vitrificaron ante las inimaginables temperaturas.

Distritos enteros de edificios se derrumbaron de un solo golpe después de que los cuerpos de sus anteriores ocupantes quedaran reducidos a cenizas. Los barrios de palacios de mármol y los complejos industriales quedaron incinerados bajo gigantescas nubes de hongo cuando la tormenta de fuego recorrió la superficie de Isstvan III en una oleada de destrucción imparable hasta que dio la impresión de que todo el planeta estaba en llamas.

Los Adeptus Astartes que habían sobrevivido al ataque vírico acabaron consumidos por las llamas mientras se esforzaban con desesperación por ponerse a cubierto de nuevo.

Sin embargo, contra aquella tormenta de fuego no había cobertura posible para los que se habían atrevido a desafiar a los elementos.

Para cuando el eco del retroceso del arma de energía se apagó en la nave insignia del Señor de la Guerra, en Isstvan III habían muerto miles de millones de personas.

El moderati Cassar se agarró con fuerza al asiento mientras la letal tormenta de fuego azotaba al Dies Irae. El colosal titán se tambaleó como un tallo al viento, y Cassar se aferró a la esperanza de que los nuevos giróscopos estabilizadores que los miembros del Adeptus Mechanicum habían instalado se mantuvieran firmes ante aquella extrema situación.

Aruken, que estaba al otro lado, también se aferraba a los pasamanos de su asiento con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Miraba con expresión de terror los torbellinos llameantes que giraban fuera del puente de mando.

—Que el Emperador nos proteja. Que el Emperador nos proteja. Que el Emperador nos proteja —murmuró Cassar una y otra vez mientras las llamas rugían y se lanzaban contra ellos durante lo que le pareció una eternidad.

El calor en el interior del puente de mando se hizo intolerable, ya que las unidades de refrigeración habían quedado apagadas cuando el titán se selló para aislarse por completo del mundo exterior.

La temperatura del interior del titán se elevó con rapidez, como si se tratara de un inmenso horno de presión, hasta que Cassar tuvo la sensación de que no podría volver a inhalar sin abrasarse los pulmones. Cerró los ojos y vio las fantasmales columnas verdes de datos deslizarse por el interior de las retinas. Sudaba a chorros por todo el cuerpo, y se dio cuenta de que era el fin, que así sería su muerte: no en mitad de un combate, no mientras predicaba el Lectio Divinitatus, sino asado hasta morir dentro de su amado Dies Irae.

Ya había perdido la noción de cuánto tiempo habían pasado envueltos en llamas cuando la parte profesional de su mente vio que los indicadores de temperatura, que se habían elevado con rapidez desde que la tormenta de fuego los atacó, empezaban a bajar. Cassar abrió los ojos y vio la enloquecida masa de llamas a través de las portillas de observación de la cabeza del titán, pero también logró ver retazos de cielo, de un color azul chamuscado mientras el fuego hacía arder los últimos restos de gases combustibles emitidos durante la muerte de Isstvan III.

—La temperatura está bajando —comunicó, asombrado de que todavía siguieran vivos.

Aruken se rió al darse cuenta él también de que iban a sobrevivir.

El princeps Turnet volvió a sentarse en su silla de mando y empezó a activar de nuevo todos los sistemas del titán. Cassar se echó atrás en su silla. El cuero estaba empapado allí donde el sudor se había acumulado. Vio las pantallas y los indicadores exteriores encenderse cuando el princeps abrió los sistemas al mundo que había al otro lado de las paredes del titán.

—Comprobación de sistemas —ordenó Turnet.

Aruken asintió mientras se enjugaba con una manga el sudor que le empapaba la frente.

—Las armas se encuentran en estado operativo, aunque tendremos que tener cuidado con la cadencia de fuego, ya que todavía se encuentran a una temperatura elevada.

—Confirmado —dijo Cassar—. No podremos disparar las armas de plasma durante cierto tiempo. Probablemente estallaría todo el brazo si lo intentáramos.

—Entendido —respondió Turnet—. Inicien procedimientos de enfriado de emergencia. Quiero que esas armas estén en condiciones de disparar lo antes posible.

Cassar asintió, aunque no tenía muy claro el motivo de la impaciencia del princeps. Sin duda, allá fuera no habría quedado con vida ningún enemigo después de la tormenta de fuego. Por supuesto, nada que pudiera suponer una amenaza para el titán.

—¡Atención! —gritó Aruken. Cassar alzó la mirada y vio un enjambre de puntos negros que descendía con rapidez por el aire transparente como el cristal para luego volar a baja altitud hacia las ruinas ennegrecidas de la ciudad quemada.

—Aruken, fíjalos como objetivo —ordenó con rapidez Turnet.

—Son cañoneras —le informó Aruken—. Se dirigen hacia el centro de la ciudad, a lo que queda del palacio.

—¿Amigas o enemigas?

—No puedo decirlo todavía.

Cassar se echó hacia atrás en su silla y dejó que los filamentos de los sistemas de control del titán se acoplaran de nuevo a su mente. Puso en marcha los sistemas de puntería de la máquina de guerra y su visión se convirtió en una retícula que se aproximó a gran velocidad hacia la formación de cañoneras que estaban a punto de desaparecer entre los edificios destrozados y quemados de la Ciudad Coral. Vio un esquema de pintura de color blanco hueso con rebordes azules, y el símbolo de unas fauces de grandes colmillos que se cerraban sobre un planeta.

—Devoradores de Mundos —dijo en voz alta—. Son Devoradores de Mundos. Debe de tratarse de la segunda oleada.

—No hay segunda oleada alguna —respondió en voz baja Turnet, como si hablase consigo mismo—. Aruken, eleva el mástil de comunicaciones y ponme en contacto con el Espíritu Vengativo.

—¿Con el mando de la flota? —preguntó Aruken.

—No, directamente con el Señor de la Guerra —replicó Turnet.

* * *

Iacton Qruze los condujo por los pasillos del Espíritu Vengativo. Dejaron atrás las salas de entrenamiento y la Corte de Lupercal. Recorrieron corredores serpenteantes por los que jamás antes habían pasado, ni siquiera mientras se habían estado ocultando de Maggard y de Maloghurst.

El corazón de Sindermann le golpeaba con fuerza las costillas. Sintió una curiosa combinación de alivio y de pena cuando por fin se dio cuenta del destino del que Qruze los había salvado. Cabían muy pocas dudas de lo que les había ocurrido a los rememoradores que habían acudido a la Cámara de Audiencias. La idea de que tantas personas con una capacidad creativa maravillosa hubieran sido sacrificadas para servir a los intereses de gente que no poseían entendimiento alguno sobre el arte o los procesos creativos lo enfurecía y lo entristecía a la vez, y en igual medida.

Miró de reojo a Euphrati Keeler, quien parecía haber adquirido más fuerza después de que comenzaran aquella huida de la muerte. Tenía el cabello dorado y los ojos brillantes, y aunque seguía mostrando una piel muy pálida, aquello sólo resaltaba el poder que residía en su interior.

Por el contrario, Mersadie Oliton se estaba debilitando a ojos vista.

—Dentro de poco se lanzarán en nuestra persecución —comentó Keeler—. Eso si no lo han hecho ya.

—¿Lograremos escapar? —preguntó Mersadie con voz ronca.

Qruze se limitó a encogerse de hombros al principio.

—Lo lograremos o no lo lograremos —contestó.

—Entonces, ¿esto es el final? —insistió Sindermann.

Keeler le lanzó una mirada divertida.

—No, tú deberías saberlo bien, Kyril. Nunca es el final, no para un creyente. Siempre existe algo más, algo a lo que aspirar cuando todo se acabe.

Pasaron por una serie de cúpulas de observación que daban al frío vacío del espacio. Aquella vista ayudó a Sindermann a recordar lo insignificantes que eran en el contexto de la galaxia. Incluso el resplandor más diminuto que contemplaba era en realidad una estrella, quizá rodeada de sus propios planetas, con sus propios habitantes y civilizaciones enteras.

—¿Cómo es posible que nos encontráramos en el centro de una serie de acontecimientos tan importantes y jamás nos diéramos cuenta de que estaban a punto de suceder? —murmuró.

Después de cierto tiempo, Sindermann comenzó a reconocer el entorno que los rodeaba. Vio signos familiares grabados en las puertas de los compartimentos, y luego un símbolo que también reconoció, y que indicaba que se estaban acercando a los muelles de embarque. Qruze los había conducido de un modo infalible, con un paso tranquilo y confiado, con un comportamiento muy distinto al del individuo enajenado y acabado que le habían descrito.

Las compuertas estancas que daban al muelle de embarque estaban cerradas. Los restos deshilachados de los papeles votivos y de las ofrendas que se habían colocado allí por el Señor de la Guerra cuando sus hijos se lo llevaron al Delfos seguían pegados a la superficie de la estructura que las rodeaba.

—Por aquí —les indicó Qruze—. Si tenemos suerte, habrá alguna cañonera que nos podamos llevar.

—¿Y adónde iremos? —quiso saber Mersadie—. ¿Adónde podremos ir que no nos encuentre el Señor de la Guerra?

Keeler alargó un brazo y le puso una mano en el hombro a Mersadie.

—No te preocupes. Tenemos más amigos que tú no conoces, Sadie. El Emperador me mostrará el camino.

Las compuertas retumbaron al abrirse y Qruze entró con paso confiado en el muelle de embarque. Sindermann sonrió al oírle decir las siguientes palabras.

—Allí está. Thunderhawk Nueve Delta.

Dejó de sonreír cuando vio la figura cubierta por una armadura dorada que se encontraba delante de la aeronave. Era Maggard.

* * *

Saúl Tarvitz contempló con atención la expresión de absoluta incredulidad que apareció en el rostro del capitán Ehrlen cuando se dio cuenta de la magnitud de la destrucción que había provocado la tormenta de fuego. No quedaba nada de la Ciudad Coral que pudieran reconocer. Ni un trozo de tejido vivo había sobrevivido, quemado hasta sus átomos esenciales por las llamas que habían rugido y aullado tras el ataque vírico.

Todos y cada uno de los edificios estaban ennegrecidos, quemados y derruidos. Isstvan III era lo más parecido a una visión del infierno. Algunos de los edificios derribados continuaban ardiendo mientras los últimos materiales combustibles se consumían. Unas altas columnas de fuego subían hacia el cielo desafiando la gravedad. Eran las tuberías de carburantes y las refinerías, que continuarían ardiendo hasta que se quedaran sin reservas. El hedor a metal achicharrado y a carne quemada era intenso y penetrante. Lo que se extendía ante ellos era irreconocible respecto al mismo lugar donde habían combatido tan sólo unos pocos minutos antes.

—¿Por qué? —se limitó a preguntar Ehrlen.

—No lo sé —contestó Tarvitz, aunque deseó poder contarle algo más al Devorador de Mundos.

—Esto no es obra de los isstvanianos, ¿verdad? —inquirió Ehrlen.

Tarvitz quiso mentirle, pero supo que su camarada capitán se daría cuenta al instante de que lo hacía.

—No, no han sido ellos.

—¿Nos han traicionado?

Tarvitz asintió.

—¿Por qué? —repitió Ehrlen.

—Hermano, no tengo las respuestas que buscas, pero si esperaban matarnos de un solo golpe, han fallado.

—Y los Devoradores de Mundos les harán pagar por ese error —le juró Ehrlen en el mismo momento que un nuevo sonido se alzaba por encima del chasquido de los edificios en llamas y de los cascotes que se derrumbaban.

Tarvitz también lo oyó y levantó la mirada justo a tiempo para ver a una escuadrilla de Thunderhawks que se dirigían hacia su posición procedentes de las afueras de la ciudad. Las ráfagas cayeron como lluvia ardiente y atravesaron las ruinas que los rodeaban abriendo agujeros en el mármol ennegrecido del suelo.

—¡Aguantad! —gritó Ehrlen.

Los proyectiles de gran calibre acribillaron el suelo entre los Devoradores de Mundos cuando las cañoneras pasaron rugiendo por encima de ellos. Tarvitz se agazapó al lado de la abertura que había dejado una ventana destrozada, al lado de Ehrlen. Oyó a uno de los Devoradores de Mundos lanzar un gruñido de dolor cuando uno de los proyectiles lo acertó de lleno.

Las cañoneras pasaron de largo y ascendieron por el cielo. Luego viraron sobre el arrasado palacio y se dispusieron en un ángulo de vuelo que les permitiera efectuar otra pasada.

—¡Armas pesadas! ¡Disparad de una vez contra ellas! —aulló Ehrlen.

De los huecos que se abrían bajo los tejados parcialmente desplomados surgieron ráfagas de los bólters pesados y la ocasional descarga de color rubí del rayo de un cañón láser. Tarvitz se agazapó de nuevo detrás de la ventana cuando llegó el fuego de respuesta de las cañoneras y provocó nuevas explosiones entre los Devoradores de Mundos. Cayeron unos cuantos más, que salieron despedidos por los aires o quedaron despedazados en el mismo lugar donde estaban.

Uno de los Devoradores de Mundos se desplomó al lado de Tarvitz, con la parte posterior de la cabeza convertida en una palpitante masa de carne roja.

Las cañoneras volvieron a virar y barrieron de nuevo su posición.

Tarvitz se dio cuenta de que los Devoradores de Mundos apostados en tierra habían centrado por fin las cañoneras en su punto de mira cuando atacaron por tercera vez, Los disparos de respuesta se hicieron más certeros, y una de las cañoneras se desplomó del cielo echando fuego por los motores hasta que se estrelló contra un edificio todavía en llamas, donde estalló en mil pedazos.

El capitán de los Hijos del Emperador vio decenas de Thunderhawks. Sin duda se trataba de todo el arsenal aéreo de los Devoradores de Mundos.

La cañonera que volaba en vanguardia descendió en mitad de las ruinas y se quedó sobrevolando el suelo a poca altura. Luego desplegó la rampa de asalto y los disparos de bólter acribillaron la abertura.

Ehrlen se volvió hacia Tarvitz.

—¡Ésta no es tu lucha! —le gritó por encima del estruendo de las armas—. ¡Lárgate de aquí!

—¡Los Hijos del Emperador jamás retroceden! —le replicó Tarvitz al mismo tiempo que desenvainaba la espada.

—¡Sí lo hacen ante algo semejante!

Ningún marine espacial podría haber sobrevivido a la granizada de disparos que había acribillado el interior de la cañonera, pero lo que transportaba aquella nave no era un marine espacial cualquiera.

Lanzando un rugido como el de un animal de presa, Angron salió de un salto de la cañonera y aterrizó con un tremendo crujido en mitad de la ciudad en ruinas.

Era un monstruo de leyenda, enorme y terrible. El horrible rostro del primarca estaba más deformado todavía por una expresión de odio. Las enormes hachas sierra que empuñaba estaban llenas de muescas y de manchas de sangre resecas tras décadas de matanzas. Los demás Devoradores de Mundos desembarcaron del resto de las cañoneras en cuanto el poderoso primarca salió de la suya.

Miles de Devoradores de Mundos fieles al Señor de la Guerra siguieron a su primarca en el nuevo ataque a la Ciudad Coral, lanzando gritos de combate que eran eco del aullido bestial que rugía Angron mientras cargaban contra sus antiguos hermanos.

* * *

Horus atravesó de un puñetazo la pantalla pictográfica que mostraba la transmisión enviada por el Dies Irae. La imagen de las cañoneras de los Devoradores de Mundos se desintegró bajo el golpe cuando descargó la rabia que sentía ante el desafío mostrado por Angron. Uno de sus aliados… No, uno de sus subordinados había desobedecido una orden directa.

Aximand, Abaddon, Erebus y Maloghurst lo miraron con gesto cauteloso. Horus se imaginó la emoción que sentían ante la noticia del impetuoso ataque de Angron contra los supervivientes del bombardeo vírico.

Que hubiese supervivientes ya era bastante irritante de por sí, pero los actos de Angron habían provocado un nuevo giro completamente distinto a la campaña de Isstvan.

—Y sin embargo, estoy sorprendido —comentó conteniendo la rabia.

—Mi Señor de la Guerra —le dijo Aximand—. ¿Qué queréis que…?

—¡Angron es un asesino nato! —lo cortó Horus al mismo tiempo que se daba la vuelta hacia su hijo del Mournival—. Soluciona los problemas de forma violenta. Primero ataca y después piensa, si es que piensa alguna vez. ¡Y jamás preví algo así! ¿Qué otra cosa podía hacer Angron cuando viera que había supervivientes de su legión en la Ciudad Coral? ¿Se iba a quedar sentado, contemplando cómo el resto de la flota los bombardeaba desde la órbita? ¡Nunca! ¡Y a pesar de todo, no hice nada! —Horus miró los destrozados restos de la pantalla pictográfica—. No permitiré nunca más que algo me sorprenda de este modo. No habrá giro del destino que no vea venir.

—Sigue estando la cuestión de qué hacemos con Angron —insistió Aximand.

—Destruidlo con el resto de la ciudad —sugirió Abaddon sin pensárselo siquiera—. Si no se puede confiar en que obedecerá al Señor de la Guerra, es un punto débil.

—Los Devoradores de Mundos son un arma de terror excepcionalmente eficaz —lo contradijo Aximand—. ¿Por qué destruirlos cuando pueden provocar el caos entre las filas de los leales al Emperador?

—Siempre habrá más soldados —insistió Abaddon—. Muchos suplicarán la oportunidad de unirse a las filas del Señor de la Guerra. No hay sitio para aquellos que no obedecen las órdenes.

—Angron es un asesino nato, sí, pero es predecible —comentó Erebus, y Horus se encrespó ante el insulto implícito en las palabras del primer capellán—. Se le puede mantener en la obediencia si de vez en cuando se le deja un poco suelto.

—Puede que los Portadores de la Palabra puedan soportar la traición y las mentiras —le soltó Abaddon con un gruñido—, ¡pero en los Hijos de Horus, o eres leal o estás muerto!

—¿Qué sabrás tú de mi legión? —le espetó Erebus, dispuesto a enfrentarse a la furia del primer capitán con la suya propia. Su máscara de tranquilidad burlona había desaparecido—. ¡Conozco secretos que te destrozarían la mente! ¿Cómo te atreves a hablarme de engaño? ¡Esto, esta realidad, todo lo que sabes, es la verdadera mentira!

—¡Erebus! —lo cortó Horus con un rugido, acabando así con el enfrentamiento al instante—. Éste no es el lugar para soltar un sermón a mi legión. Ya he tomado una decisión, y todo lo demás no es más que palabrería inútil.

—Entonces, ¿Angron quedará destruido en el bombardeo? —le preguntó Maloghurst.

—No —contestó Horus—. No será así.

—Pero mi Señor de la Guerra, si Angron consigue sobrevivir, es posible que se quede allí abajo durante semanas —le indicó Aximand.

—Y no luchará sólo. Hijos míos, ¿sabéis el motivo por el que el Emperador me nombró Señor de la Guerra?

—Porque sois su hijo favorito —le contestó Maloghurst—. Sois el mejor guerrero y el mejor estratega de la Gran Cruzada. Mundos enteros se han rendido ante la sola mención de vuestro nombre.

—No he pedido que se me halague —gruñó Horus.

—Porque jamás habéis perdido una batalla —respondió Abaddon con voz ecuánime.

—Jamás he perdido una batalla —asintió Horus al mismo tiempo que miraba a los cuatro Astartes que tenía ante él—, porque sólo concibo la victoria. Nunca me he enfrentado a una situación a la que no se pudiera transformar en un triunfo, ni a una desventaja que no se pudiera convertir en una ventaja. Por eso me nombraron Señor de la Guerra. Caí en Davin, pero me levanté de aquello más fuerte todavía. Cuando nos enfrentamos a la Tecnocracia Auretiana sufrimos disensiones dentro de nuestra propia flota, así que utilicé ese conflicto para librarnos de aquellos que fomentaban la rebelión. No hay punto débil alguno que no pueda convertir en un elemento más de mis victorias. Angron ha decidido convertir Isstvan III en un asalto terrestre. Puedo considerar esto un fracaso y limitar el efecto que pueda causar mediante un nuevo bombardeo del planeta que afecte a Angron y a los Devoradores de Mundos hasta convertirlos en polvo junto al resto del planeta, o puedo forjar un triunfo a partir de ello, una victoria que se recordará para siempre en el futuro.

Fue Maloghurst quien rompió el silencio que se produjo a continuación.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, mi Señor de la Guerra? —le preguntó.

—Informa a las demás legiones de que deben prepararse para un ataque a gran escala contra los lealistas en la Ciudad Coral. Ezekyle, prepara a la legión; que estén listos para atacar dentro de dos horas.

—Gracias por el honor de dirigir la legión —le respondió Abaddon.

—No la dirigirás. Ese honor recaerá en Sedirae y en Targhost.

El rostro de Abaddon se iluminó por el acceso de rabia que se apoderó de él.

—Pero soy el primer capitán. ¡Esta batalla, donde la determinación y la brutalidad son cualidades imprescindibles para la victoria, está hecha para mí!

—También eres un capitán del Mournival, Ezekyle —le recordó Horus—. Tengo otra misión pensada para ti y para Pequeño Horus en esta lucha. Estoy seguro de que la tarea que te encomendaré te encantará.

—Por supuesto, mi Señor de la Guerra —contestó Abaddon. El gesto de frustración le desapareció del rostro.

—En cuanto a ti, Erebus…

—¿Sí, mi Señor de la Guerra?

—Quítate de en medio. Hijos de Horus, a vuestras tareas.