ONCE
Advertencia
La muerte de un mundo
El último cthoniano
Lo primero que Saúl Tarvitz vio de la Ciudad Coral fue la magnífica orquídea de piedra que era el palacio del Señor del Coro. Se bajó de la vapuleada Thunderhawk en el techo de una de las alas de palacio, con la espectacular cúpula alzándose por delante de él. El humo procedente de los diversos combates que se estaban librando en el interior subía hacia el cielo enroscándose sobre sí mismo. Un terrible griterío le llegaba procedente de la plaza situada al norte de su posición junto al fuerte olor a sangre recién derramada.
Tarvitz captó todo aquello de una sola mirada, y lo sacudió la idea de que todo eso podía desaparecer de un golpe en cualquier momento. Vio a varios Adeptus Astartes avanzar por el techo en su dirección. Eran Hijos del Emperador, y se alegró enormemente al ver que se trataba de la escuadra Nasicae, con Lucius a la cabeza, con la espada todavía humeante por los combates.
—¡Tarvitz! —lo llamó Lucius, y a Tarvitz le pareció que caminaba con un porte más arrogante incluso de lo habitual en él—. ¡Creí que nunca llegarías! ¿Tienes celos de nuestras victorias?
—¡Lucius! ¿Cuál es la situación? —le preguntó mientras se acercaba.
—Hemos tomado el palacio y Praal está muerto. Lo he matado yo mismo, en persona. Seguro que hueles a los Devoradores de Mundos. No se sienten a gusto hasta que todo lo que los rodea apesta a sangre. Estamos aislados del resto de la ciudad. No logramos ponernos en contacto con nadie.
Lucius señaló el extremo más occidental de la ciudad, donde la gigantesca silueta del Dies Irae disparaba sin cesar contra los desafortunados isstvanianos que estaban debajo, y fuera de su vista.
—Aunque por lo que parece, la Guardia de la Muerte se va a quedar pronto sin enemigos a los que matar.
—Tenemos que ponernos en contacto ahora mismo con el resto de la fuerza de ataque —le dijo Tarvitz—, con los Hijos de Horus y con la Guardia de la Muerte. Que una escuadra se ponga a ello de inmediato. Que suba a un terreno más elevado si es necesario.
—¿Por qué? —quiso saber Lucius extrañado—. Saúl, ¿qué ocurre?
—Nos van a atacar. Con algo grande. Un bombardeo vírico.
—¿Los isstvanianos?
—No —le contestó Tarvitz con tristeza—. Nos han traicionado nuestros camaradas.
Lucius dudó durante un momento.
—¿El Señor de la Guerra? Saúl, ¿de qué estás…?
—Lucius, nos han enviado aquí para morir. Fulgrim escogió a aquellos que no formaban parte de su gran plan.
—¡Saúl, eso es una locura! —le gritó Lucius—. ¿Por qué iba a hacer nuestro primarca algo así?
—No lo sé, pero no habría hecho algo semejante sin una orden explícita del Señor de la Guerra —le contestó Tarvitz—. Todo esto no es más que el primer paso de un plan mucho más ambicioso. No conozco cuál es el objetivo exacto, pero debemos intentar detenerlo.
Lucius hizo un gesto negativo con la cabeza. Una expresión de amargura le surcaba el rostro.
—No. El primarca no me habría enviado a morir aquí, no después de todas las batallas que he librado por él. Mira en lo que me he convertido. ¡Yo soy uno de los Elegidos de Fulgrim! ¡Jamás he dudado, jamás he cuestionado nada! ¡Habría seguido a Fulgrim hasta el mismísimo infierno!
—Pero yo no lo hubiera hecho, Lucius, y eres amigo mío —le aclaró Tarvitz—. Lo siento, pero no tenemos tiempo. Debemos avisar a todo el mundo y después encontrar un buen lugar donde refugiarnos. Yo me encargo de avisar a los Devoradores de Mundos. Tú ocúpate de los Hijos de Horus y de la Guardia de la Muerte. No entres en muchos detalles, tan sólo diles que está a punto de producirse un ataque vírico y que deben refugiarse donde puedan.
Tarvitz contempló por un momento la tranquilizadora mole del palacio del Señor del Coro.
—En este palacio tiene que haber catacumbas o sótanos profundos —dijo—. Si logramos llegar a ellos, quizá podríamos sobrevivir. Lucius, esta ciudad va a desaparecer, pero no estoy dispuesto a desaparecer con ella.
—Haré que suba un oficial de comunicaciones —le contestó Lucius con un tono de voz furioso.
—Bien. No disponemos de mucho tiempo, Lucius. Las bombas empezarán a caer de un momento a otro.
—Esto es una rebelión —añadió Lucius.
—Sí, sí que lo es —le confirmó Tarvitz.
Lucius seguía siendo bajo sus cicatrices rituales el soldado perfecto que siempre había sido, un talismán cuya confianza en sí mismo se contagiaba a los guerreros que lo rodeaban. Tarvitz sabía que podía confiar en él.
—Vete y busca al capitán Ehrlen —le dijo Lucius—. Yo me encargaré de las otras legiones y haré que los nuestros se pongan a cubierto. Me pondré en contacto contigo.
—Hasta entonces —se despidió Tarvitz.
Lucius se volvió hacia la escuadra Nasicae y empezó a dar órdenes antes de echar a correr de regreso al interior de la cúpula. Tarvitz también echó a correr, pero en dirección a la plaza situada al norte. Divisó la feroz batalla que se estaba librando allí y oyó los gritos y el chirrido de las espadas sierra.
Levantó la mirada hacia el cielo matutino. Se estaba nublando.
Las bombas víricas comenzarían a atravesar esa capa de nubes en cualquier momento.
Caerían sobre toda la superficie de Isstvan III y morirían miles de millones de personas.
* * *
Los soldados convencionales y los Adeptus Astartes morían en mitad de las tormentas de barro y fuego a lo largo de las trincheras y de los búnkers que se extendían a lo largo de la franja occidental de la Ciudad Coral. El Dies Irae se estremecía por la cantidad de disparos que realizaba. El moderati Cassar los sentía todos y cada uno de ellos, como si el inmenso bólter Vulcano de múltiples cañones estuviera en su propia mano. El titán había sufrido muchos impactos y tenía las piernas cubiertas por las marcas de las explosiones de los cohetes. En el amplio pecho mostraba los surcos provocados por los proyectiles de los cañones montados en los búnkers.
Cassar también sentía todo aquello, pero una multitud de heridas no era suficiente para retrasar el avance del Dies Irae o hacerlo cambiar de rumbo. Su único propósito era la destrucción, y la muerte era el castigo que hacía sufrir a los enemigos del Emperador.
Cassar notaba el corazón henchido de orgullo. Jamás se había sentido tan cerca de su Emperador, tan unido con el Dios-Máquina, un fragmento de la propia fuerza del Emperador que éste había infundido al Dies Irae.
—¡Aruken, vira a estribor! —ordenó el princeps Turnet desde la silla de mando—. Evita esos búnkers o dañarán la pierna izquierda.
El Dies Irae giró hacia un lado y su inmenso pie arrasó los tejados de un grupo de búnkers antes de aplastar una serie de emplazamientos de artillería cuando se posó de nuevo en el suelo. Un puñado de soldados isstvanianos salió como pudo de entre las ruinas y desplegó un grupo de armas pesadas de apoyo para empezar a disparar contra el titán que se alzaba por encima de ellos.
Los isstvanianos estaban bien entrenados y bien armados, y aunque la mayoría de sus atinas no eran rivales para un rifle láser, las trincheras igualaban de forma tremenda la situación, y un soldado con un rifle era un soldado con un rifle cuando comenzaba el combate.
La Guardia de la Muerte mató a miles de soldados enemigos mientras se abrían paso por el sistema de trincheras, pero los isstvanianos eran mucho más numerosos y no huían. En vez de eso, se habían limitado a retroceder trinchera por trinchera, cediendo ante el imparable avance de la Guardia de la Muerte.
Los isstvanianos eran difíciles de distinguir a simple vista entre el barro y los escombros debido a sus cascos de color verde apagado y los uniformes manchados de fango, pero los aparatos sensores del Dies Irae proyectaban una imagen muy bien definida en la retina de Cassar, que los captaba hasta el más mínimo detalle.
Cassar disparó una andanada de proyectiles de gran calibre y contempló cómo las explosiones provocaban enormes columnas de barro y de cuerpos que volaban por el aire como salpicaduras de agua. Los isstvanianos desaparecieron por completo, destruidos por la mano del Emperador.
—Hay fuerzas enemigas concentrándose en el cuadrante delantero de babor —informó el moderad Aruken.
A Cassar la voz le sonó distante, como si se encontrara muy lejos en vez de al otro lado del puente de mando del titán.
—La Guardia de la Muerte puede ocuparse de ellas —respondió el princeps Turnet—. Concentraos en la artillería. Esa sí que puede hacernos daño.
Debajo de Cassar, unas cuantas figuras metalizadas de la Guardia de la Muerte relucieron alrededor de los búnkers cuando dos escuadras lanzaron varias granadas por las portillas de las armas y después abrieron las puertas a patadas para acribillar con los bólters a los isstvanianos que todavía seguían vivos dentro o achicharrados con los chorros de fuego de los lanzallamas. Los guerreros de la Guardia de la Muerte parecían un enjambre de escarabajos vistos desde la cabeza del Dies Irae. Los caparazones que eran sus servoarmaduras se deslizaban escurriéndose a través de las trincheras.
Unos cuantos de los miembros de la Guardia de la Muerte yacían allá donde habían caído, abatidos por las descargas de artillería o por el enorme número de rifles de las tropas isstvanianas, pero eran pocos comparados con la cantidad de cadáveres de isstvanianos que había tirados en cada una de las intersecciones de las trincheras. Los defensores estaban siendo obligados a retroceder metro a metro hacia el extremo más septentrional de la zona de trincheras. Cuando llegaran al mármol blanco de una gran basílica que incluía una torre en forma de espiral que había allí, quedarían atrapados y acabarían del todo con ellos.
Cassar cambió de posición el brazo del arma principal del Dies Irae para apuntar contra una retumbante posición de artillería que estaba situada a unos quinientos metros de donde ellos se encontraban y que disparaba sin cesar proyectiles de gran potencia contra las líneas de la Guardia de la Muerte.
—¡Princeps! —gritó Cassar—. Artillería enemiga en activo en el cuadrante oriental.
El princeps no le contestó. Estaba demasiado concentrado en escuchar con atención algo que le estaban comunicando por el canal personal de mando. El princeps asintió para mostrar su acuerdo con la orden que había recibido antes de dar nuevas instrucciones.
—¡Alto! Aruken, que cese el movimiento de avance. Cassar, corta la alimentación de la munición.
Cassar apagó de forma instintiva el ciclo giratorio del arma que retumbaba en el brazo del titán. El retroceso psíquico hizo que la consciencia le volviera al puente de mando. Ya no miraba a través de los ojos del Dies Irae, sino que estaba de regreso con sus oficiales camaradas.
—¿Princeps? —preguntó en voz alta mientras observaba las lecturas de los instrumentos—. ¿Se ha producido alguna avería? Si es así, no lo veo. Los sistemas primarios parecen encontrarse en perfectas condiciones.
—No es una avería —le contestó Turnet con cierta brusquedad.
Cassar apartó los ojos de la información que aparecía delante de él en columnas a las que en realidad no estaba mirando.
—Moderati Cassar, ¿cuál es la temperatura del arma? —le preguntó Turnet con sequedad.
—Aceptable —contestó el moderad—. Iba a subir tras el disparo contra esa artillería.
—Cierre los conductos de refrigeración y selle los depósitos de munición lo antes posible.
—¿Princeps? —se extrañó Cassar, confundido—. Eso nos dejará desarmados.
—Lo sé —replicó Turnet como si le estuviera hablando a un tonto—. Hágalo. Aruken, necesito que selle todo el titán.
—¿Sellado, señor? —le preguntó a su vez Aruken, que parecía tan confuso como Cassar.
—Sí, sellado. Tenemos que estar completamente sellados de la cabeza a los pies —le insistió Turnet al mismo tiempo que abría un canal de comunicación con el resto de la poderosa máquina de guerra—. Atención toda la tripulación. Ocupen los puestos de emergencia para ataque biológico ahora mismo. Se están cerrando las compuertas estancas. Sellen los conductos de refrigeración del reactor y prepárense para la pérdida de energía.
—Princeps —le llamó Aruken con voz agitada—. ¿Se trata de un arma biológica o atómica?
—Los isstvanianos poseen un arma cuya existencia desconocíamos —le contestó Turnet, pero Cassar se dio cuenta de que estaba mintiendo—. La lanzarán dentro de poco. Tenemos que aislarnos o nos veremos afectados.
Cassar miró a las trincheras a través de los ojos del titán. La Guardia de la Muerte seguía avanzando por los búnkers en ruinas y el entramado de trincheras.
—Pero princeps, los Adeptus Astartes…
—¡Le he dado una orden, moderati Cassar! —le gritó Turnet—, y la cumplirá. Quiero que quedemos sellados, cada conducto, cada compuerta, o moriremos.
Cassar ordenó mentalmente que el Dies Irae cerrara todas las escotillas y sellara todos los accesos, pero su reticencia provocó que estos procedimientos se realizaran con lentitud.
Contempló en el campo de batalla cómo la Guardia de la Muerte continuaba abriéndose paso a través de las defensas de la Ciudad Coral, sin preocuparse en apariencia de que los isstvanianos estuviesen a punto de lanzar contra ellos el Trono sabía qué clase de arma.
O como si no lo supieran.
La batalla continuó, pero el Dies Irae permaneció en silencio.
* * *
La cámara de audiencia principal del Espíritu Vengativo era una estancia de proporciones colosales llena de columnas, con paredes de mármol y pilastras de oro macizo. La gloriosa opulencia del lugar no se parecía a nada que Sindermann hubiera visto en su vida, y los miles de rememoradores que abarrotaban el lugar mostraban en los rostros una expresión muy parecida a la de unos niños pasmados a los que les habían enseñado una nueva y desconocida maravilla. El iterador vio muchos rostros conocidos, por lo que supuso que todo el complemento de rememoradores asignado a la flota se encontraba presente allí para asistir a lo anunciado por el Señor de la Guerra.
El propio Señor de la Guerra y Maloghurst estaban de pie en una plataforma elevada situada al otro extremo de la estancia, demasiado lejos como para que fueran capaces de reconocer a Sindermann, a Mersadie o a Euphrati.
O al menos, eso esperaba. ¿Quién sabía cuál era la agudeza visual de un Adeptus Astartes, por no hablar ya de la de un primarca?
Ambos iban vestidos con largas túnicas de color crema con rebordes en plata y oro. Un destacamento de guerreros los acompañaba. De las paredes colgaban varias pantallas pictográficas de gran tamaño.
—Me recuerda a una reunión de iteradores en un mundo sometido —comentó Mersadie, como si se hubiera dado cuenta de lo que Sindermann pensaba.
De hecho, era tan parecida, que el iterador empezó a preguntarse cuál sería el mensaje que les transmitirían y cómo lo resaltarían. Miró a su alrededor en busca de infiltrados entre la audiencia, que se dedicarían a aplaudir y a vitorear en los momentos precisos para dirigir al público del modo que querían que respondiese. Cada una de las pantallas mostraba una porción de Isstvan III que destacaba contra un fondo negro salpicado de puntos de luz: las naves de la flota del Señor de la Guerra.
—Euphrati —dijo Mersadie de pronto mientras se abrían paso entre la multitud de rememoradores—. ¿Recuerdas que te dije que esto era una mala idea?
—Sí —le contestó Euphrati con una amplia sonrisa inocente.
—Bueno, pues ahora creo que es una idea muy, muy mala. ¿Has visto la cantidad de Astartes que hay aquí?
Sindermann siguió la mirada de Mersadie y empezó a sudar en seguida al ver a tantos guerreros armados a su alrededor. Si uno solo de ellos los reconocía, se acabaría todo.
—Tenemos que verlo —le dijo Euphrati al mismo tiempo que se daba la vuelta y lo agarraba de la manga—. Vosotros tenéis que verlo.
Sindermann notó la calidez de su contacto y vio el fuego que le ardía detrás de los ojos, premonitorio como el trueno que precede a la tormenta, y de repente se dio cuenta con un sobresalto de que le tenía un poco de miedo a Euphrati. La multitud rebullía de impaciencia mientras Sindermann mantenía la cara apartada de los Astartes que miraban hacia el centro de la cámara de audiencia.
Euphrati le dio un apretón en la mano a Mersadie cuando las pantallas pictográficas se encendieron. Los rememoradores soltaron una exclamación al unísono cuando contemplaron las calles ensangrentadas de la Ciudad Coral. Era evidente que las imágenes que llenaban las enormes pantallas pictográficas se estaban tomando desde una aeronave. Sindermann notó que la bilis le subía por la garganta ante el espectáculo de semejante matanza.
Recordó la carnicería en las Cabezas Susurrantes y se recordó a sí mismo que para aquello era para lo que habían creado a los Adeptus Astartes, pero la visión en directo de la pura naturaleza visceral de esa realidad era algo a lo que jamás conseguiría acostumbrarse. Las calles estaban llenas de cuerpos y los restos sanguinolentos cubrían casi todas las superficies visibles, como si del cielo hubiera llovido sangre.
—Vosotros, los rememoradores, siempre estáis diciendo que queréis ver la guerra —les dijo Horus con una voz que llegó con facilidad a todos los rincones de la cámara—. Bueno, pues aquí la tenéis.
Sindermann se quedó contemplando cómo la imagen de la pantalla cambiaba y retrocedía girando en el aire para apuntar hacia el cielo oscuro y lleno de estrellas.
Unas ardientes lanzas de luz caían hacia el campo de batalla que se abría debajo.
—¿Qué es eso? —preguntó Mersadie.
—Son bombas —le contestó Sindermann con voz cargada de incredulidad—. Están bombardeando el planeta.
—Y así es como comienza —dijo Euphrati.
La plaza era una visión realmente horrenda. La sangre llegaba hasta los tobillos y estaba cubierta por miles y miles de cadáveres. La mayoría estaban reventados por los impactos de los proyectiles de bólter, pero muchos estaban abiertos en canal por las espadas sierra o simplemente les habían arrancado las extremidades.
* * *
Tarvitz se apresuró a acercarse al puesto fortificado que habían improvisado en el centro de la plaza. Las murallas las formaban cuerpos apilados que se habían colocado entre las cápsulas de desembarco que se habían posado allí y que estaban en mal estado a causa del brusco aterrizaje.
Un Devorador de Mundos con la armadura empapada de sangre y el rostro cubierto de cicatrices lo saludó con un gesto de asentimiento mientras trepaba por la espantosa rampa de cuerpos. Tenía la armadura tan cubierta de sangre que Tarvitz se preguntó por qué no la habría pintado de rojo desde el principio.
—El capitán Ehrlen —le preguntó—. ¿Dónde está?
El guerrero no gastó saliva en contestar y le señaló con un gesto del pulgar a otro guerrero, de cuya placa pectoral colgaban flotando docenas de papeles de juramento. Tarvitz asintió para darle las gracias y comenzó a cruzar el puesto fortificado. Pasó al lado de Astartes heridos a los que estaba atendiendo un apotecario que daba la impresión de haber luchado con la misma fiereza que cualquiera de sus pacientes. A su lado yacían dos Devoradores de Mundos que habían muerto. Habían quitado de en medio sus cadáveres sin ceremonia alguna.
Ehrlen alzó la mirada cuando vio que Tarvitz se aproximaba. El capitán tenía el rostro marcado por las quemaduras sufridas en alguna otra batalla, y el hacha que empuñaba estaba tan cubierta de sangre coagulada que parecía más bien una maza.
—¡Por lo que parece, los Hijos del Emperador nos envían refuerzos! —gritó Ehrlen, lo que provocó un coro de risas guturales en los demás Devoradores de Mundos—. ¡Todo un guerrero! Estamos de suerte. Seguro que el enemigo echa a correr en cuanto lo vea.
—Capitán —lo saludó Tarvitz cuando se reunió con él en la barricada de isstvanianos muertos—. Soy el capitán Saúl Tarvitz y he venido para avisarlo de que tenemos que poner a cubierto todas las escuadras.
—¿A cubierto? Eso es inaceptable —le contestó Ehrlen al mismo tiempo que señalaba con un gesto del mentón el otro extremo de la plaza. Varias sombras se movían detrás de las ventanas de los edificios y en los espacios que los separaban—. Se están reagrupando. Si ahora avanzamos en cualquier dirección, se nos echarán encima.
—Los isstvanianos disponen de un arma biológica —le replicó Tarvitz, a sabiendas de que una mentira sería lo único que convencería a los Devoradores de Mundos—. Van a utilizarla. Matará a todos los que se encuentren en la Ciudad Coral.
—¿Que van a destruir su propia capital? Creí que este lugar era una especie de santuario para ellos. Un lugar sagrado.
—Ya nos han demostrado lo mucho que aprecian a los suyos —contestó Tarvitz con rapidez mientras señalaba los montones de cadáveres que tenían delante—. Sacrificarán esta ciudad con tal de acabar con nosotros. Expulsarnos del planeta les interesa más que mantener a salvo su ciudad.
—¿Así que quiere que abandonemos nuestra posición? —le preguntó Ehrlen con un tono de voz indignado, como si Tarvitz hubiera insultado personalmente su honor—. ¿Cómo sabe todo eso?
—Acabo de bajar de la órbita. Ya han disparado el arma. Si estamos en la superficie cuando el virus llegue, todos moriremos. Tiene que creerme.
—¿Adónde sugiere que nos dirijamos?
—Al oeste de esta posición, capitán —le contestó Tarvitz al tiempo que echaba un vistazo al cielo—. El borde del sistema de trincheras está repleto de búnkers y de refugios a prueba de bombas. Si sus hombres logran llegar, probablemente estarán a salvo allí.
—¿Probablemente? —le soltó Ehrlen—. ¿Eso es lo mejor que puede ofrecerme? —El capitán de los Devoradores de Mundos se quedó mirando fijamente a Tarvitz durante unos momentos—. Si se equivoca, tendrá en sus manos la sangre de mis guerreros, y lo mataré por ello.
—Le entiendo, capitán —respondió Tarvitz con voz cargada de urgencia—, pero no nos queda mucho tiempo.
—Muy bien, capitán Tarvitz. ¡Sargento Fleiste, el flanco izquierdo! ¡Sargento Wronde, el flanco derecho! ¡Devoradores de Mundos, avance general hacia el este! ¡Armas en mano!
Los Devoradores de Mundos desenvainaron las espadas y las hachas sierra. Las unidades de asalto, cubiertas de sangre de los pies a la cabeza, se apresuraron a colocarse en vanguardia y pasaron por encima de las improvisadas barricadas de cadáveres.
—¿Viene con nosotros, Tarvitz? —le preguntó Ehrlen.
Tarvitz se limitó a asentir mientras desenvainaba su espada ancha antes de seguir a los Devoradores de Mundos que habían empezado a cruzar la plaza.
Aunque era un camarada de los Adeptus Astartes, mientras corría sabía que era un extraño para ellos. Los Devoradores de Mundos avanzaban lanzando maldiciones y pisoteando los muertos en su carrera hacia la posible seguridad que ofrecían los búnkers.
Tarvitz volvió a levantar la mirada hacia la creciente capa de nubes y sintió que el pecho se le encogía.
Las primeras estelas ardientes ya estaban cayendo hacia la ciudad.
* * *
—Ha empezado —dijo Loken.
Lachost levantó la vista del aparato de comunicaciones de campaña. Varios surcos de fuego atravesaban el cielo en dirección a la Ciudad Coral. Loken intentó calcular el ángulo de descenso y la velocidad de las llameantes columnas que caían hacia el lugar. Algunos de los proyectiles impactarían entre las torres del Sagrario de la Sirena, lo mismo que habían hecho las cápsulas de desembarco de los Hijos de Horus unas pocas horas antes, y llegarían en cuestión de minutos.
—¿Lucius ha dicho algo más?
—No —contestó Lachost—. Que es alguna especie de arma biológica. Eso fue todo. Sonaba como si se acabara de meter en otro combate.
—Tarik —gritó Loken—. Tenemos que ponernos a cubierto ahora mismo. Debajo del Sagrario de la Sirena.
—¿Será suficiente?
—Si excavaron sus catacumbas a la profundidad suficiente, puede que sí lo sea.
—¿Y si no?
—Pues por lo que ha dicho Lucius, moriremos.
—Pues entonces será mejor que nos pongamos en marcha.
Loken se dio la vuelta hacia los Hijos de Horus que avanzaban a su alrededor.
—¡Bombardeo! ¡Meteos en el Sagrario de la Sirena y bajad todo lo posible! ¡Ya!
La torre del Sagrario de la Sirena que estaba más cerca era una monstruosidad gigantesca cubierta de figuras serpenteantes y grotescas y de rostros de gárgolas burlonas, sin duda una visión tomada del infierno de los mitos isstvanianos. Los Hijos de Horus rompieron la formación de avance y se dirigieron corriendo hacia allí.
Loken oyó el característico sonido de una detonación aérea muy por encima de la ciudad. Aceleró más todavía en cuanto entró en la oscuridad de la torre-tumba. El interior era siniestro y desagradable. El suelo estaba cubierto de figuras semihumanas de expresión torturada que alargaban las manos suplicantes como si estuvieran detrás de los barrotes de una jaula.
—Hay una escalera que baja —exclamó Torgaddon.
Loken se dirigió hacia él mientras los demás Adeptus Astartes también corrían a la entrada de la catacumba, que era una gigantesca cabeza monstruosa cuya garganta bajaba a las profundidades.
Loken oyó, mientras la oscuridad lo rodeaba por completo, un sonido familiar procedente del otro lado de las murallas del Sagrario de la Sirena.
Eran gritos.
Era la canción de muerte de la Ciudad Coral.
Las primeras bombas víricas estallaron muy por encima de la Ciudad Coral. Las enormes explosiones extendieron el letal contenido de los proyectiles a lo largo y ancho de la atmósfera. La cepa vírica lanzada en Isstvan III era el asesino más eficaz de todo el arsenal del Señor de la Guerra. Las bombas disponían de una carga más que suficiente para matar cien veces a todo el planeta, y estaban programadas para estallar a diferentes altitudes y en localizaciones distintas por toda la superficie de aquel mundo.
El virus atravesó bosques y llanuras, cruzó bancos de algas y cabalgó sobre corrientes de aire que recorrían todo el planeta. Saltó montañas, vadeó ríos, recorrió glaciares. Era el arma más mortífera del Imperio, y hasta el propio Emperador se había resistido a utilizarla.
Las bombas cayeron por todo Isstvan III, pero sobre todo cayeron sobre la Ciudad Coral.
Los Devoradores de Mundos eran los que estaban más lejos de cualquier cobertura y fueron los que sufrieron los peores efectos del bombardeo inicial. Algunos habían conseguido llegar a la seguridad de los búnkers, pero había muchos otros que no. Se vio a guerreros caer de rodillas cuando los virus penetraron en sus cuerpos tras atravesar las armaduras gracias a los mortíferos agentes corrosivos que la estructura vírica de esa cepa llevaba incorporados. Esos agentes disolvieron los conductos expuestos al aire y las junturas de las piezas de las armaduras o entraron por las brechas abiertas por los disparos enemigos.
Se oyó gritar a los Adeptus Astartes. El sonido era más asombroso por su propia existencia que por el horror que transmitía su tono. Los virus rompieron uniones celulares a nivel molecular, y a los pocos minutos sus víctimas se disolvían de forma literal hasta quedar convertidas en una sopa de carne rancia. Lo único que quedó de ellas fueron unas cuantas piezas de armadura cubiertas de líquido. Incluso muchos de los que consiguieron llegar al interior de algún búnker murieron entre dolores atroces cuando cerraron las puertas y descubrieron que habían llevado al letal virus consigo.
El virus se extendió por toda la población civil de Isstvan III a la velocidad del pensamiento. Saltó de víctima en víctima en el tiempo que se tardaba en inhalar el mortal contagio. La gente se desplomaba allí donde se infectaba. La carne se desprendía de los huesos al mismo tiempo que el sistema nervioso se colapsaba y unos momentos antes de que los huesos adoptaran la consistencia de la gelatina.
Las fuertes explosiones alimentaron el festín vírico y dieron continuidad a las fatales reacciones de corrupción. La propia letalidad del virus era su peor enemigo, ya que sin un organismo huésped que lo llevara de víctima en víctima, el virus se consumía a sí mismo con rapidez.
Sin embargo, el bombardeo orbital siguió de forma incesante y machacó todo el planeta con una serie de acciones que se fueron solapando de un modo que aseguraba que nada pudiera escapar al virus.
Reinos enteros y estados vasallos de la superficie de aquel mundo fueron arrasados en cuestión de minutos. Culturas antiguas que habían sobrevivido a la Era Siniestra de la Tecnología y habían resistido el horror de una invasión en decenas de ocasiones cayeron sin ni siquiera conocer el motivo. Millones de sus habitantes murieron gritando por la agonía que sufrieron cuando sus cuerpos los traicionaron y se deshicieron quedando reducidos a materia podrida, descompuesta.
Sindermann contempló cómo la mancha de negrura invadía la franja de planeta visible en las gigantescas pantallas pictográficas. Se extendió como un amplio anillo negro que devoraba la superficie del planeta a su paso con una velocidad pasmosa, y que no dejaba atrás más que un desolado paisaje de color gris. Otra oleada de corrupción surgió arrastrándose de otra parte de la superficie del planeta, y las dos masas oscuras se encontraron para luego seguir extendiéndose como los efectos de una horrible enfermedad.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó Mersadie.
—Vosotros ya lo habíais visto —le contestó Euphrati—. El Emperador os lo mostró a través de mí. Es la muerte.
A Sindermann se le revolvió el estómago cuando recordó la horrible visión de podredumbre, con la carne descomponiéndose ante sus propios ojos y una corrupción negra consumiéndolo todo a su alrededor.
Eso era lo que estaba ocurriendo en Isstvan III.
Eso era la traición.
Sindermann sintió que la sangre se le helaba. Todo un planeta bañado por la inmensidad de la muerte. Notó un eco del miedo que sentía la gente de Isstvan III, y ese miedo, multiplicado por todos aquellos millones de personas, se encontraba más allá de su capacidad de comprensión.
—Sois rememoradores —les dijo Euphrati con voz triste—. Los dos. Recordad esto y transmitidlo. Alguien debe saberlo.
Él asintió con gesto ausente, demasiado paralizado por lo que estaba viendo como para contestar de ningún otro modo.
—Vamos —les urgió Euphrati—. Tenemos que irnos.
—¿Irnos? —le preguntó Mersadie entre sollozos sin apartar la vista del planeta moribundo—. ¿Irnos adónde?
—Lejos de aquí —le contestó Euphrati con una sonrisa al mismo tiempo que los tomaba de la mano para guiarlos hacia el borde de la cámara a través de la horrorizada y paralizada masa de rememoradores.
Sindermann dejó al principio que lo dirigiera, ya que sus piernas eran incapaces de hacer poco más que poner un pie delante de otro, pero cuando vio que los estaba llevando hacia los Adeptus Astartes que se alineaban en el extremo de la cámara, empezó a tirar de ella.
—¡Euphrati! —le dijo con un susurro—. ¿Qué estás haciendo? Si uno de esos Astartes nos reconoce…
—Confía en mí, Kyril. Espero que lo haga —le respondió ella.
Euphrati los llevó hacia un enorme guerrero que se mantenía apartado de los demás, y Sindermann conocía lo suficiente el lenguaje corporal como para darse cuenta de que aquel individuo estaba tan horrorizado como ellos por lo que estaba sucediendo.
El Adeptus Astartes se volvió en su dirección. Su rostro estaba arrugado y parecía viejo, como el cuero desgastado por el uso.
Euphrati se detuvo delante de él.
—Iacton. Necesito que me ayudes.
Iacton Qruze. Sindermann había oído a Loken hablar de él: El Que se Oye a Medias.
Era un guerrero a la antigua, cuyas opiniones no eran tenidas en cuenta por los escalafones superiores del mando.
Un guerrero a la antigua…
—¿Necesitas mi ayuda? —le preguntó Qruze—. ¿Quiénes sois?
—Me llamo Euphrati Keeler, y ésta es Mersadie Oliton —le contestó Euphrati, como si efectuar las presentaciones adecuadas en mitad de semejante matanza fuese la cosa más normal en el mundo—. Y éste es Kyril Sindermann.
Sindermann se dio cuenta de la expresión de reconocimiento que apareció en el rostro de Qruze y cerró los ojos, a la espera del inevitable grito que indicaría que los habían descubierto.
—Loken me pidió que cuidara de vosotros —fue lo que dijo Qruze.
—¿Loken? —inquirió Mersadie—. ¿Has sabido algo de él?
Qruze hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, pero me pidió que os protegiera mientras estuviera fuera. Creo que ahora sé a lo que se refería.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó Sindermann, a quien no le gustó nada en absoluto el modo en que Qruze no dejaba de lanzar miradas cautelosas a los guerreros armados que se alineaban a lo largo de las paredes de la cámara de audiencia.
—No importa —respondió Qruze.
—Iacton —le dijo Euphrati con un tono de voz cargado de autoridad—. Mírame —le ordenó.
El Astartes de rostro curtido bajó la mirada a la delgada forma de Euphrati, y Sindermann sintió el poder y la determinación que recorrían el cuerpo de su amiga.
—Ya no serás más El Que se Oye a Medias —le dijo al Astartes—. Ahora tu voz se oirá con mayor fuerza que ninguna otra en toda la legión. Te aferras a las viejas usanzas y deseas que vuelvan con la amable nostalgia de los venerables. Iacton, esos días se han acabado aquí, pero con tu ayuda podremos hacer que regresen.
—¿De qué estás hablando, mujer? —le preguntó Qruze con un gruñido.
—Quiero que recuerdes Cthonia —respondió Euphrati, y Sindermann retrocedió al notar la sensación electrizante que le provocó la descarga de energía que surgió de ella, como si la propia piel de su amiga estuviera llena de poder.
—¿Qué es lo que sabes de mi planeta natal?
—Tan sólo lo que veo en tu interior, Iacton —le respondió Euphrati mientras un suave brillo empezaba a iluminarle los ojos y la llenaba de promesas y seducción—. El honor y la valentía a partir de las cuales se forjaron los Lobos Lunares. Tú eres el único que recuerda eso. Tú eres el único que queda que todavía representa lo que es ser un Adeptus Astartes.
—No me conoces en absoluto —le replicó él, pero Sindermann se dio cuenta de que las palabras de Euphrati le estaban llegando al corazón, que estaban rompiendo la barrera que los Astartes erigían entre ellos y los mortales.
—Tus hermanos te llaman El Que se Oye a Medias, pero tú no se lo tienes en cuenta. Sé que es así porque un guerrero cthoniano es honorable y no le importan los insultos mezquinos. También sé que ya no se tienen en cuenta tus opiniones porque tu voz es la voz de una época pasada, cuando la Gran Cruzada era una empresa noble, realizada no para conseguir beneficios, sino por el bien de toda la humanidad.
Sindermann contempló cómo el rostro de Qruze mostraba muy a las claras el conflicto que se estaba librando en el interior de su alma.
La lealtad hacia su legión se enfrentaba a la lealtad hacia los ideales que la habían forjado en sus inicios.
Finalmente, sonrió con cierto pesar.
—«Nada demasiado difícil», me dijo. —Luego miró hacia el Señor de la Guerra y Maloghurst—. Vamos, seguidme —les ordenó.
—¿Adónde? —quiso saber Sindermann.
—A un sitio seguro —contestó Qruze—. Loken me pidió que os protegiera, y eso es lo que pienso hacer. Ahora, callaos y seguidme.
Qruze dio media vuelta y se dirigió hacia una de las múltiples puertas de la cámara de audiencias. Euphrati siguió al guerrero, y tanto Sindermann como Mersadie se limitaron a trotar tras ella, sin tener muy claro hacia dónde se dirigían y por qué. Qruze llegó a la entrada, un amplio portal de bronce pulido que custodiaban dos guerreros, a los que indicó que se apartaran con un gesto cortante de la mano.
—Me llevo a éstos abajo —les informó.
—Tenemos órdenes de que nadie salga de la cámara —le dijo uno de los guardias.
—Y yo te doy nuevas órdenes —le replicó Qruze con la voz cargada de una decisión que Sindermann no había notado hasta ese momento ni en sus palabras anteriores—. Echaos a un lado. ¿O vais a desobedecer la orden que os da un oficial superior?
—No, señor —contestaron los guerreros al mismo tiempo que hacían una reverencia. Luego abrieron la puerta de bronce.
Qruze saludó a los guardias con un gesto de asentimiento e indicó a sus acompañantes que lo siguieran.
Sindermann, Euphrati y Mersadie abandonaron la cámara de audiencias. La puerta se cerró a sus espaldas con un retumbar sordo que resonó como el ruido de algo desagradable y definitivo. Los sonidos procedentes del planeta moribundo y de las exclamaciones de asombro se apagaron por completo de repente, por lo que el silencio que los rodeó se hizo tremendamente ominoso.
—¿Y ahora qué hacemos? —quiso saber Mersadie.
—Os llevo lo más lejos posible del Espíritu Vengativo —contestó Qruze.
—¿Abandonamos la nave? —preguntó Sindermann.
—Sí. Ya no es segura para gente como vosotros. Nada segura en absoluto —le respondió Qruze.