DIEZ
La verdad más valiosa
Praal
La tumba de la Muerte
El subnivel estaba repleto de gente que había acudido a escuchar la palabra del apóstol de la santa. «Apóstol. Así es como me llaman», pensó Sindermann. Le reconfortó saber que incluso en esos tiempos tan turbulentos seguía siendo una persona a la que otros seguían. También sabía que aquello no era más que simple vanidad, pero aun así… uno aprovecha lo que puede cuando las circunstancias cambian más allá del control de uno.
La noticia de que iba a dar un discurso se extendió con rapidez por todo el Espíritu Vengativo. Miró con nerviosismo hacia los límites del subnivel en busca de alguna señal que indicara que aquella noticia se había extendido más allá de los fieles al Emperador. Varios guardias armados vigilaban los diferentes accesos al subnivel, pero él sabía que si los Adeptus Astartes o Maggard y sus soldados atacaban, ninguno de ellos escaparía con vida.
Estaban corriendo un riesgo terrible, pero Euphrati había dejado muy claro que necesitaba hablarle a la gente, divulgar la palabra del Emperador y contar la inminente traición que había presenciado.
Miles de personas lo miraban expectantes. Sindermann carraspeó para aclararse la garganta, miró por encima del hombro hacia donde Mersadie y Euphrati lo contemplaban, de pie, delante del atril colocado sobre una improvisada plataforma hecha con cajas de embalaje. Habían colocado un altavoz de comunicación portátil para que sus palabras llegaran hasta el fondo de la estancia, aunque él sabía que era capaz de hacer que su entrenada voz de iterador se oyera por todas partes sin necesidad de ayuda mecánica alguna. En realidad, el comunicador lo habían instalado para que sus palabras pudieran llegar hasta aquellos que no habían conseguido acudir a la reunión. Algunos fieles pertenecientes al equipo técnico habían conectado la unidad de comunicación con la red principal de altavoces de la nave.
Las palabras de Sindermann se oirían por toda la flota de la expedición.
Sonrió a la multitud y tomó un sorbo de agua del vaso que tenía al lado.
Un mar de rostros expectantes le devolvió la mirada. Los asistentes estaban desesperados por oír sus palabras de sabiduría. Se preguntó qué les diría. Echó un vistazo a las notas que tenía garabateadas y que había escrito a lo largo del tiempo que llevaba encerrado en las entrañas de la nave. Miró de nuevo por encima del hombro hacia Euphrati, y la sonrisa que ella le envió le elevó los ánimos.
Observó otra vez las notas, y lo escrito le pareció algo trillado y artificial.
Hizo una bola con los papeles y la tiró a un lado. Sentía que la sonrisa de aprobación de Euphrati le hacía el mismo efecto que un tónico en las venas.
—Amigos míos —empezó diciendo—. Vivimos en unos tiempos extraños y se están produciendo acontecimientos que os conmocionarán a muchos de vosotros lo mismo que me conmocionaron a mí. Habéis venido a oír hablar a la santa, pero ella me ha pedido que sea yo quien os hable, que sea yo quien os cuente lo que ella ha visto y quien os diga lo que todos los hombres y mujeres de fe deben hacer.
La voz del iterador iba cargada con la cantidad precisa de gravedad mezclada con un tono que les indicaba lo mucho que lamentaba las terribles palabras condenatorias que estaba a punto de pronunciar.
—El Señor de la Guerra ha traicionado al Emperador —dijo, y se calló para permitir que los inevitables gritos de negación y furia llenaran la estancia.
Las voces se alzaron y apagaron como olas en el mar, y Sindermann dejó que siguieran sin hacerles caso, a sabiendas del momento exacto en que debía volver a hablar.
—Lo sé, lo sé —continuó—. Pensáis que lo que acabo de decir es impensable, y hace muy poco tiempo yo habría estado de acuerdo con vosotros, pero es la verdad. Lo he visto con mis propios ojos. La santa me lo mostró en una visión y lo que vi me heló el alma. Eran campos de batalla sembrados de muertos, azotados por unos vientos que transportaban el polvo de los huesos. Vi los ojos vueltos hacia el cielo de personas que habían visto maravillas y que sólo soñaban con sus hijos y con la amistad. Olí el aire, y estaba cargado con el olor a sangre. Amigos míos, ese hedor estaba pegado a los cuerpos de personas que nos han dicho que son nuestros enemigos. ¿Y todo por qué? ¿Porque habían decidido no formar parte de nuestro belicoso Imperio? ¿Quizá sabían más que nosotros? Es posible que hagan falta los ojos de un extraño para hacernos ver lo que antes no éramos capaces de discernir.
La multitud se calló, pero vio que la mayoría de la gente pensaba que se había vuelto loco. Muchos de los que habían acudido eran fieles del Emperador, pero otros muchos no lo eran. Aunque casi todos podrían aceptar la idea de un Emperador divino, pocos de ellos admitirían que el Señor de la Guerra fuese capaz de traicionar a un ser tan maravilloso.
—Cuando nos embarcamos en esta Gran Cruzada se suponía que era para llevar la iluminación y la razón por toda la galaxia, y durante un tiempo fue lo que hicimos. Pero amigos míos, miradnos ahora. ¿Cuándo fue la última vez que nos acercamos a un planeta sin albergar intenciones violentas? Llevamos tantas formas de hacer la guerra con nosotros, con la tensión de los asedios, el campo de batalla de las trincheras empapadas de barro y miseria y el cielo acribillado por las armas. ¡Y los que nos dirigen no son mucho mejores! ¿Qué esperamos de culturas que se encuentran con individuos llamados «Señor de la Guerra», «aniquilador» o «retorcido»? Ven a los Adeptus Astartes, protegidos por esas armaduras que parecen caparazones de insectos, que marchan al siniestro compás de los bólters y las rugientes espadas sierra. ¿Qué cultura no intentaría resistir a nuestro avance?
Sindermann sintió que la actitud del gentío estaba cambiando y que había conseguido despertar su interés. Lo que tenía que hacer a continuación era captar sus emociones.
—¡Mirad lo que dejamos atrás! ¡Tantos memoriales a nuestras matanzas! Mirad la Corte de Lupercal, donde guardamos las ensangrentadas armas de guerra en relucientes salas y contemplarnos maravillados su belleza cruel mientras esperan colgadas el momento de matar otra vez. Consideramos a esas armas unas simples curiosidades, pero nos olvidamos de las vidas que esos feroces instrumentos han segado. Los muertos no pueden hablarnos, no pueden rogarnos que busquemos la paz, ya que su recuerdo se borra hasta que son olvidados. A pesar de las filas de tumbas, de los arcos triunfales y de las llamas eternas, los olvidamos, porque tememos mirar lo que hicieron por miedo a verlo en nosotros mismos.
Sindermann notó que una increíble energía le llenaba el cuerpo mientras hablaba. Las palabras le surgieron de los labios en un torrente imparable, y cada una de ellas parecía salirle de la boca por voluntad propia, como si vinieran de otro lugar distinto, de alguien más elocuente de lo que jamás podría ser su pobre y mortal talento.
—Llevamos doscientos años haciendo la guerra entre las estrellas, pero hay muchas lecciones que todavía no hemos aprendido. Los muertos deberían ser nuestros maestros, ya que son los verdaderos testigos. Sólo ellos conocen realmente el horror y el error que es la guerra. La plaga a la que regresamos generación tras generación porque no escuchamos el testamento de aquellos sacrificados al orgullo marcial, a la codicia o a una ideología malvada.
Un aplauso estruendoso surgió de la gente que estaba directamente delante de Sindermann, y la salva se extendió con rapidez por toda la estancia. El iterador se preguntó si aquella escena se estaría repitiendo en alguna de las naves de la flota donde se podía oír su voz.
Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras hablaba, y se agarró con fuerza al atril mientras la voz le temblaba de emoción.
—¡Qué los muertos en el campo de batalla nos tomen de la mano y nos iluminen con la verdad más valiosa que jamás podremos aprender: que debe haber paz en vez de guerra!
* * *
Lucius entró resbalando por el suelo de lo que parecía ser una especie de salón del trono. El suelo que pisaba estaba cubierto por una serie de diseños de mosaicos tremendamente intrincados y de unas volutas tan pegadas entre sí que parecían moverse de forma ondulante. Los proyectiles de bólter cruzaban la estancia, y al impactar provocaron una lluvia de trozos de mosaico que le cayeron encima cuando rodó por el suelo para ponerse a cubierto detrás de un enorme clavicordio.
La música procedente del amanecer de la creación resonó a su alrededor y llenó la torre central del palacio del Señor del Coro. Las lámparas de araña que colgaban de los pétalos situados en el centro de la gran flor de granito relucieron y vibraron siguiendo la cacofonía provocada por la batalla que se estaba desarrollando bajo ellas. La estancia se encontraba abarrotada de instrumentos, y delante de cada uno de ellos había un servidor encargado de tocar la sagrada música de los cantores de guerra. Unos inmensos órganos con tubos que se alzaban a través de la lechosa luz del amanecer permanecían en formación al lado de hileras de campanas doradas y de filas y filas de jaulas de bronce en cuyo interior se encontraban individuos con la cabeza afeitada que cantaban en una incesante adulación.
Varias cuerdas de arpa soltaron un fuerte tañido al partirse bajo el tremendo intercambio de disparos. Unas notas discordantes resonaron por doquier cuando varios proyectiles de bólter se estrellaron contra un costado del órgano. La tremenda granizada de disparos que volaban por todos lados llenó el aire de metal caliente y de muerte. La batalla y la música rivalizaban por provocar el mayor estrépito.
Lucius sintió que el cuerpo se le llenaba de energía con tan sólo oír el tremendo ruido. Cada nota aullante y cada disparo resonante le llenaban los sentidos con el deseo de cometer actos violentos.
Asomó la cabeza por un lado del clavicordio para comprobar la situación. Estaba agotado pero al mismo tiempo emocionado de haber conseguido llegar tan lejos con tanta rapidez. Se habían abierto camino a través del palacio matando a su paso a miles de los guardias de armaduras negras o plateadas antes de conseguir llegar por fin a la sala del trono.
Lucius vio desde su posición que se encontraba en el segundo anillo de instrumentos, más allá del cual estaba el estrado del Señor del Coro. Encima del estrado había un enorme trono del que sólo veía su gran respaldo. A su alrededor había un anillo de atriles de colores dorados y verdes, y sobre cada uno de ellos un gigantesco libro de canto lleno de notas musicales.
Una ráfaga acribilló uno de los libros y lo destrozó provocando un torbellino de partituras que revolotearon alrededor del trono.
La guardia del palacio se concentró al otro lado de la sala del trono rodeando a una figura de estatura elevada cubierta por una armadura dorada, de cuya parte posterior sobresalían una serie de tubos y lo que parecían altavoces. Se produjo una nueva tormenta de proyectiles plateados, y Lucius vio otros contingentes de guardias llegar por diferentes entradas. Se produjo un recrudecimiento del combate cuando los recién llegados se lanzaron a la carga contra los Hijos del Emperador.
—Tengo que admitir que tienen valor —murmuró Lucius para sí.
Las espadas sierra y los disparos de las pistolas bólter resonaron al chocar contra las armaduras, y las ráfagas de los proyectiles plateados acribillaron el lugar pasando de una cobertura a otra de las ofrecidas por los instrumentos dorados. Cada ráfaga destrozaba las estructuras de madera y atravesaba por completo a los servidores, que seguían sentados delante de los ornamentados teclados que tocaban o de las cuerdas de las que tiraban con dedos metálicos.
Pero la música continuó sonando.
Lucius echó un vistazo a su espalda. Uno de los miembros de la escuadra Nasicae cayó de bruces mientras corría para reunirse con él. Tenía la cabeza acribillada de filamentos plateados. El soldado se estrelló contra el suelo a su lado con un fuerte repiqueteo sordo. Tan sólo quedaban tres guerreros de la escuadra Nasicae, y estaban separados de su comandante.
—¡Anciano Rylanor, avance! —gritó Lucius por el comunicador—. ¡Cúbrame! ¡Que las escuadras tácticas converjan sobre el trono y atraigan a la guardia del palacio! ¡Pureza y muerte!
—¡Pureza y muerte! —respondieron a coro los Hijos del Emperador, y con una coordinación ejemplar prosiguieron su avance.
Uno de los guardias de armadura plateada quedó acribillado por los disparos de bólter y cayó doblado al suelo. Los cuerpos de otros, protegidos por armaduras vítreas, quedaron desmadejados y ensangrentados sobre los diversos instrumentos, igualmente acribillados. Los servidores seguían moviéndose de forma inconexa, sin dejar de intentar tocar a pesar incluso de que las manos les hubieran quedado reducidas a muñones humeantes de hueso y metal.
Los Hijos del Emperador se movieron escuadra por escuadra, andanada tras andanada, y avanzaron a través del fuego enemigo como sólo podía hacerlo la legión más perfeccionada.
Lucius salió de su cobertura y se adentró en el torbellino de disparos. Varios proyectiles plateados se estrellaron contra su armadura.
A su espalda, el cuerpo del dreadnought Rylanor atravesó, destrozándolo por completo, un gigantesco conjunto de tambores y campanas. El estruendo de aquella destrucción quedó apagado cuando Rylanor abrió fuego contra el enemigo. Los guardias más ágiles, protegidos por armaduras ceñidas mediante largas tiras de ondulante seda, esquivaban las espadas sierra y se apartaban de las líneas de disparo de los bólters con la pericia de unos bailarines al mismo tiempo que amputaban extremidades con unas espadas de hoja de monofilamento.
Los guardias de armadura vítrea se lanzaron a la carga en una formación de apretadas filas y atacaron con las alabardas, pero ninguno de aquellos oponentes era un rival capaz de hacer frente al disciplinado contraataque de los Hijos del Emperador. La pulida perfección de su estilo de combare mantenía su efectividad incluso en mitad de aquella tormenta de fuego y muerte que llenaba la sala del trono.
Lucius se agachó y esquivó todos los disparos que pudo mientras se acercaba hacia la figura de armadura dorada. La metralla provocaba que la hoja de la espada emitiera chasquidos resplandecientes.
La armadura de su objetivo era antigua, pero decorada de un modo glorioso, la equivalente a la de un comandante general de los Hijos del Emperador. Iba armado con una larga vara, que en ambos extremos estaba rematada por unas ondas aullantes de armonías letales. Lucius se agachó de nuevo para esquivar un mandoble del arma y se echó con agilidad hacia un lado para después lanzar una estocada contra el vientre de su adversario.
A una velocidad mayor de la que hubiera creído posible, la lanza invirtió el golpe, y con una tremenda descarga de sonido desvió la espada antes de que alcanzara su objetivo. Lucius retrocedió con un movimiento fluido un momento antes de que una oleada sónica letal surgiera aullante de los tubos y los altavoces montados en la espalda del guerrero dorado. Toda una sección del suelo de mosaicos desapareció convertida en un surco abierto por el sonido.
Uno de los guardias del palacio cayó muerto a los pies de Lucius con el pecho abierto por los disparos de Rylanor, y otro se desplomó también cuando uno de los guerreros de la escuadra Nasicae le segó la pierna.
Los Hijos del Emperador se lanzaron a la carrera para ayudarlo, pero Lucius les indicó con un gesto de la mano que retrocedieran. Aquélla era su lucha. Se subió de un salto al pedestal del trono, donde el guerrero de armadura dorada se encontraba silueteado por el cono de luz procedente del lejano techo.
La lanza aullante cayó hacia él y Lucius se agachó de nuevo para esquivarla y lanzarse contra su oponente. Volvió a intentar ensartarlo de una estocada, pero una nota aguda perfecta envió la espada al suelo del pedestal alejándola de su blanco inicial. Lucius recuperó la espada al mismo tiempo que la lanza intentaba ensartarlo de nuevo. El filo musical le pasó rozando y provocó la aparición de una serie de ampollas en la pintura púrpura y dorada de su armadura. La batalla seguía librándose con ferocidad a su alrededor, pero aquello no tenía importancia alguna, ya que Lucius sabía con toda certeza que a quien se enfrentaba debía de ser sin duda el jefe de la rebelión.
Sólo Vardus Praal se rodearía de guardaespaldas tan temibles.
Lucius se apartó de la trayectoria de otro golpe pivotando sobre sí mismo y se colocó a la espalda de Praal, desde donde lanzó un mandoble contra los tubos y los altavoces que éste llevaba montados a la espalda. Sintió una enorme satisfacción cuando el filo reluciente de su espada cortó con facilidad el metal.
Un terrorífico sonido retumbante surgió atronador de los tubos cortados y Lucius salió despedido de la plataforma por la fuerza del impacto.
La armadura se le agrietó por la tremenda onda sónica. La música adquirió mayor claridad mientras sentía cómo el poder le recorría el cuerpo en una gloriosa oleada de una nueva sensación, pura y sin mezcla alguna. Aquella melodía le cantaba en la sangre prometiéndole más glorias todavía, y el desenfrenado exceso de más música, luces y satisfacción hedonística.
Lucius sintió esa melodía en el alma y supo que la quería, que la quería más de lo que nunca jamás había querido otra cosa en toda su vida.
Alzó la mirada cuando el guerrero dorado se bajó con un ágil salto del pedestal del trono, y vio que la música flotaba llena de poder y promesas en unas líneas ondulantes que fluían como agua en el aire.
—Vas a morir —le prometió Lucius cuando la canción de muerte se apoderó de él.
* * *
Más tarde la llamarían la Tumba de la Muerte. Loken jamás había sentido tanto asco como cuando vio lo que había en el interior de aquel lugar. Ni siquiera la luna de Davin, donde los pantanos habían vomitado a los muertos vivientes para atacar a los Hijos de Horus, había sido un sitio tan nefasto.
El estruendo de la batalla era una música infernal creada por aullidos que se alzaban en un terrible crescendo, y lo que se veía era horrendo. La Tumba de la Muerte estaba repleta de cadáveres que se descomponían en montones de carne y borboteaban por la propia putrefacción.
La torre-tumba en la que Loken y los Hijos de Horus habían entrado era más amplia en el interior que en el exterior, ya que el suelo en realidad se hundía hasta formar un foso donde se había arrojado a los muertos. La tumba era de la propia Muerte. Un mausoleo de hierro negro manchado de sangre con la superficie grabada con espirales dominaba toda la fosa, y la remataba una estatua del mismísimo Padre Isstvan, un gigantesco dios celestial barbudo que se llevaba las almas de los fieles y que arrojaba las del resto al firmamento para que languidecieran junto a los Hijos Perdidos.
Había una cantora de guerra sobre uno de los hombros negros del Padre Isstvan, y desde allí aullaba una canción de muerte que le destrozó los nervios a Loken y le provocó un intenso dolor en las extremidades. Cientos de soldados isstvanianos rodeaban la fosa, y empezaron a disparar desde la cadera mientras avanzaban corriendo hacia los Adeptus Astartes, impelidos por la aullante canción de muerte.
—¡A por ellos! —gritó Loken, pero antes siquiera de que pudiera respirar otra vez, el enemigo ya se le había echado encima.
Los guerreros de la punta de lanza entraron por las muchas arcadas que daban al interior de la torre-tumba y abrieron fuego en cuanto vieron al enemigo que se abalanzaba contra ellos. Loken consiguió disparar una ráfaga antes de que los dos bandos chocaran.
Más de dos mil Hijos de Horus se lanzaron al combate y la Tumba de la Muerte se convirtió en una inmensa gradería para una enorme y terrible matanza, como la de los circos de los antiguos romanii.
—¡No os separéis! ¡Espalda con espalda, y avanzad! —gritó Loken, aunque sólo le cabía tener la esperanza de que sus guerreros hubieran conseguido oírlo por el comunicador.
El griterío era ensordecedor. Todos y cada uno de los isstvanianos tenían la boca abierta de par en par y lanzaban un aullido que seguía las cadencias chillonas de la música de la cantora de guerra.
Loken se abrió camino a través de los cuerpos que lo rodeaban. Vipus estuvo a su altura dando un mandoble tras otro con su espada sierra larga. La estrategia y las armas no suponían ninguna diferencia en esos momentos. La batalla simplemente se había convertido en un brutal combate cuerpo a cuerpo donde se luchaba a muerte.
Un enfrentamiento como aquél tan sólo podía tener un resultado final.
Loken sintió que lo embargaba una sensación de asco. No por la sangre y la muerte que lo rodeaban, ya que había visto cosas mucho peores, sino por el tremendo desperdicio que suponía aquella guerra. La gente a la que estaba matando… Sus vidas podrían haber tenido algún significado. Podrían haber aceptado la Verdad Imperial y haber ayudado a forjar una galaxia donde la raza humana estuviese unida, donde la sabiduría del Emperador los hubiera llevado hacia un futuro lleno de maravillas. En vez de eso, habían sido traicionados y convertidos en unos asesinos fanáticos por un líder corrompido, destinado a morir por una causa que no era más que una mentira.
Unas buenas vidas desperdiciadas. Nada podía estar más lejos del verdadero propósito del Imperio.
—¡Torgaddon! Que avance la línea. Oblígalos a retroceder para conseguir algo de espacio y que podamos disparar.
—¡Es más fácil de decir que de hacer, Garvi! —contestó Torgaddon, con una voz que se oía de forma intermitente debido al chasquido de los huesos al partirse.
Loken miró a su alrededor y vio que uno de los miembros de la escuadra Lachost era derribado por una masa de guerreros enemigos. Intentó alzar el bólter para apuntar hacia allí, pero unas manos ensangrentadas le agarraron el cañón del arma y se la bajaron de nuevo. El hermano de batalla desapareció por completo, así que Loken bajó un hombro y se lanzó a la carga, rompiendo huesos y extremidades a su paso, pero otros más se abalanzaron sobre él y una nueva lluvia de balas y de golpes de espada repiqueteó contra su armadura.
Lanzó un rugido de rabia y atravesó con la espada sierra la armadura y el cuerpo de un guerrero que tenía por delante y obligó así a retroceder al enemigo la fracción de segundo que necesitaba para abrir fuego con el bólter. Una andanada rugiente envió todos los proyectiles de un cargador completo contra la masa de guerreros que lo rodeaban, convirtiéndolos en un amasijo de rostros destrozados y armaduras reventadas.
Metió con rapidez otro cargador en el bólter y disparó contra los guerreros que amenazaban con doblegar a los Hijos de Horus. Los Adeptus Astartes aprovecharon los huecos así abiertos para avanzar o para abrir nuevos espacios para poder disparar a su vez. Otros apoyaron con sus disparos a los hermanos de batalla que estaban luchando detrás de ellos.
El tono del aullido de la cantora de guerra cambió y a Loken le dio la impresión de que alguien lo estuviera arañando con unas garras mohosas toda la espina dorsal. Trastabilló por un momento y sus enemigos aprovecharon para echársele encima.
—¡Torgaddon! —gritó por encima del estruendo—. ¡Acaba con la cantora de guerra!
* * *
—Os pido disculpas, mi Señor de la Guerra —empezó diciendo Maloghurst, nervioso por interrumpir la contemplación de Horus del campo de batalla que se extendía bajo ellos—. Se ha producido un incidente.
—¿En la ciudad? —le preguntó Horus sin levantar la mirada.
—En la nave —le contestó Maloghurst.
El Señor de la Guerra alzó la vista con expresión malhumorada.
—Explícate.
—El iterador principal, Kyril Sindermann…
—¿El viejo Kyril? —comentó Horus—. ¿Qué pasa con él?
—Por lo que parece, hemos juzgado mal el carácter de ese individuo, mi señor.
—¿En qué sentido, Mal? —quiso saber Horus—. No es más que un anciano.
—Es eso, pero también puede ser la mayor amenaza a la que nos hayamos enfrentado, mi señor. Ahora se ha convertido en un líder, en un apóstol, como lo llaman. Ha…
—¿Un líder? —lo interrumpió Horus—. ¿Líder de quién?
—De la gente de la flota, de los civiles, de las tripulaciones, del Lectio Divinitatus. Acaba de pronunciar un discurso a toda la flota en el que llama a la resistencia frente a la legión diciendo que somos unos monstruos belicistas y que nos disponemos a traicionar al Emperador. Estamos intentando rastrear el origen de la señal, pero lo más probable es que se haya marchado mucho antes de que la localicemos.
—Ya veo —musitó Horus—. Este problema debería haberse solucionado mucho antes de Isstvan.
—Y os hemos fallado al respecto, mi señor —replicó Maloghurst—. El iterador combinó una serie de llamadas a la paz con una potente combinación de religión y de fe.
—No debería sorprendernos —le aclaró el Señor de la Guerra—. Sindermann fue escogido para que se uniera a mi flota precisamente porque era capaz de convencer incluso al gentío más fanático de hacer lo que él quisiera. Si combinas esa habilidad con el fervor religioso, sin duda alguna obtendrás algo tan peligroso como aquello en lo que se ha convertido.
—Creen que el Emperador es un ser divino y que estamos cometiendo una blasfemia —añadió Maloghurst.
—Debe de ser una fe realmente seductora —murmuró Horus pensativo—. Y la fe puede ser un arma muy poderosa. Maloghurst, por lo que parece, hemos subestimado el potencial que posee incluso un simple civil siempre que tenga verdadera fe en algo.
—¿Qué ordenáis que haga, mi señor?
—No nos enfrentamos a esta amenaza del modo adecuado —respondió Horus—. Debió dejar de existir cuando Varvaras y esos entrometidos rememoradores fueron «iluminados». Ahora debo prestarle atención cuando nuestro plan se encuentra en el momento más importante. El bombardeo está a punto de producirse.
Maloghurst inclinó la cabeza.
—Mi Señor de la Guerra, Sindermann y los de su ralea serán destruidos.
—Lo próximo que quiero oír al respecto es que todos están muertos —le ordenó Horus.
—Así será —le prometió Maloghurst.
* * *
—¡Idiota! —le gritó Praal con una voz rasposa cargada de desprecio—. ¿Es que no has visto este mundo? ¿Las maravillas que estáis destruyendo? ¡Ésta es la ciudad de los dioses!
Lucius se puso en pie, todavía aturdido por el impacto de la onda sonora que lo había hecho salir despedido de la plataforma del trono, pero a sabiendas de que la canción de muerte sonaba para él, y sólo para él. Se lanzó a por Praal, pero éste desvió con facilidad el golpe y colocó la lanza en una guardia perfecta.
—Ésta es la ciudad de mis enemigos —le contestó Lucius riéndose—. Eso es lo único que me importa.
—Estás sordo ante la música de la galaxia. Yo la he oído mucho más que tú —le replicó Praal—. Quizá deba compadecerte, puesto que yo he oído el sonido de los dioses. He oído su canción, ¡y en su sabiduría, maldicen esta galaxia!
Lucius volvió a echarse a reír delante de Praal.
—¿Crees que me importa lo más mínimo? Lo único que quiero es matarte.
—Los dioses han cantado lo que vuestra Verdad Imperial traerá a la galaxia —le chilló Praal. Su voz musical estaba cargada de desdén—. Es un futuro de miedo y de odio. Yo estaba sordo a la música antes de que abrieran ante mí la canción del olvido. ¡Mi deber es acabar con vuestra cruzada!
—Puedes intentarlo —lo animó Lucius—. Pero incluso si logras matarnos a todos, vendrán más. Cien mil más, un millón más, hasta que este planeta quede convertido en polvo. Vuestra pequeña rebelión se ha acabado, lo que ocurre es que todavía no lo sabéis.
—No, Astartes —le replicó Praal—. Yo ya he cumplido mi deber y os he traído aquí, a este crisol de destinos. ¡He acabado mi tarea! Lo único que me queda es sacrificarme en nombre del Padre Isstvan.
Lucius se apartó de un ágil salto cuando Praal lo atacó de nuevo con las peligrosas estocadas de un maestro guerrero, pero Lucius ya se había enfrentado con anterioridad a enemigos mejores que ése y había vencido. La canción de muerte le resonaba detrás de los ojos y era capaz de ver los movimientos de Praal antes incluso de que éste se moviera. La canción le hablaba a un nivel que no lograba comprender, pero sabía de forma instintiva que era un poder más allá de lo que jamás había conocido.
Lanzó una serie de golpes encadenados contra Praal. Éste se vio obligado a retroceder con cada ataque, y no importaba la habilidad con que detuviera cada uno de ellos, el siguiente estaba más cerca todavía de herirlo.
La expresión de miedo que captó en la mirada de Praal llenó a Lucius de una brutal sensación de triunfo. La aullante lanza musical dejó escapar un último chillido atonal antes de que quedara destrozada por fin bajo el filo de energía de la espada del Adeptus Astartes.
Lucius giró sobre sí mismo con un movimiento fluido y descargó un golpe empuñando la espada con las dos manos en el centro de la dorada placa pectoral de Praal. La ardiente arma atravesó la armadura, las costillas y los órganos internos.
Praal cayó de rodillas, todavía con vida. Abrió la boca con gesto agónico mientras la sangre salía a chorros de la tremenda herida. Lucius giró la hoja de la espada y disfrutó del chasquido que se oyó cuando unas cuantas costillas más se partieron.
Le puso un pie en el pecho a Praal y tiró de la espada para sacarla. Luego la alzó en un gesto triunfante por encima del cadáver de su enemigo.
Los Hijos del Emperador se dedicaron entonces a acabar con el resto de los guardias de palacio, pero con Praal muerto, la canción en la sangre se fue apagando y su interés por el combate se desvaneció. Lucius se dio la vuelta hacia el trono, ansioso ya de que aquella música le recorriera de nuevo todo el cuerpo.
Lo único que veía era el respaldo del trono, así que no distinguía quién estaba sentado en él. Delante había un panel de control que funcionaba con frenesí, con un gran parecido a un monstruoso y complicado teclado mecánico.
Lucius rodeó el trono y se encontró delante de un servidor de ojos vidriosos.
La cabeza estaba montada sobre un cuerpo delgado de armazón metálica. Le habían sacado las entrañas y las habían reemplazado por una serie de mecanismos de bronce. De la cavidad del pecho salían una serie de chasqueantes púas que leían la música impresa en los libros colocados alrededor del trono. Las manos del servidor, unos mecanismos muy elaborados de metal y alambre, con veinticinco dedos cada una, tecleaban a lo largo del panel de control.
Sin embargo, sin Praal, a la música le faltaba armonía y estaba desentonada, por lo que los ritmos sincopados se descoordinaban. Lucius se dio cuenta de que aquella música era un sustituto muy pobre de la que lo había impulsado durante su enfrentamiento contra Praal.
De repente, se encontró furioso más allá de lo expresable con palabras y blandió la espada en un tajo centelleante que acabó destrozando el panel de control y provocando una lluvia de chispas anaranjadas. La repulsiva música se convirtió en chirriante aullido de muerte que hizo que los pétalos de piedra del palacio se estremecieran ante aquel terrible chillido ensordecedor antes de desvanecerse como un sueño olvidado.
La música de la creación se apagó y las voces de los dioses quedaron en silencio por todo Isstvan.
* * *
Una tremenda andanada de disparos llamó la atención de Loken mientras luchaba desesperadamente contra las decenas de guardias que lo acosaban con las relucientes alabardas. A su espalda, Torgaddon había situado a parte de la punta de lanza en una línea de tiro, y los disparos de bólter repiquetearon contra el hierro negro del mausoleo de la Muerte. La cantora de guerra se estampó como un pájaro muerto contra la estatua del Padre Isstvan. Luego cayó, y su último grito quedó cortado cuando su cuerpo quedó destrozado al chocar con el suelo tallado del mausoleo de la Muerte.
—¡Está muerta! —dijo la voz de Torgaddon por el comunicador, con un tono que mostraba su sorpresa por lo fácil que había sido matarla.
—¿A quién hemos perdido? —preguntó Loken mientras los soldados enemigos retrocedían ante la muerte de la cantora de guerra. Sospechaba que había algo más en esa retirada que la simple desaparición de su líder. Algo fundamental había cambiado en Isstvan III, pero todavía no sabía qué había sido.
—La mayor parte de la escuadra Chaggrat —contestó Torgaddon—, y muchos de las demás. No lo sabremos hasta que salgamos de aquí, pero hay algo más…
—¿El qué? —le preguntó Loken.
—Lachost dice que hemos perdido contacto con la órbita del planeta —le informó Torgaddon—. No hay señal alguna. Es como si el Espíritu Vengativo ni siquiera estuviera allí arriba.
—Eso es imposible —exclamó Loken, y miró a su alrededor en busca de la silueta familiar del sargento Lachost.
Lo vio al borde de la fosa mortuoria y se acercó a él. Torgaddon y Vipus lo siguieron.
—Imposible o no, es lo que me ha dicho —le comentó Torgaddon mientras se acercaban.
—¿Qué hay acerca del resto de la fuerza de ataque? —le preguntó Loken a Lachost al mismo tiempo que se ponía en cuclillas a su lado—. ¿Qué hay de la gente en el palacio?
—Hemos tenido más suerte con ellos —le informó Lachost—. He logrado ponerme en contacto con el capitán Ehrlen, de los Devoradores de Mundos. Por lo que parece, todavía están a las afueras del palacio. Aquello ha sido una tremenda matanza. Miles de civiles muertos…
—¡En nombre de Terra! —exclamó Loken, y sabiendo la predilección que los Devoradores de Mundos sentían por las matanzas, se imaginó los ríos de sangre que debían de estar corriendo por las calles de la Ciudad Coral—. ¿Han logrado ponerse en contacto con alguien de órbita?
—Estaban más que ocupados, capitán —contestó Lachost—. Incluso si hubieran conseguido ponerse en contacto con el Conquistador, no están en condiciones de transmitir a órbita nada que les enviemos. Apenas logré entender lo que me decía el capitán Ehrlen aparte de que estaba matando a sus oponentes con las manos desnudas.
—¿Y el palacio?
—Nada, no he conseguido establecer contacto con el capitán Lucius de los Hijos del Emperador. El palacio ha estado interfiriendo nuestras comunicaciones desde que llegamos. Se oía algo parecido a música, pero nada más.
—Prueba entonces con la Guardia de la Muerte. Con ellos va el Dies Irae. Podemos utilizarlo como puesto de retransmisión.
—Lo intentaré, señor, pero no pinta bien.
—Se supone que esto ya debería estar acabado a estas horas —bufó Loken—. La Ciudad Coral no se va a entregar simplemente porque sus dirigentes estén muertos. Quizá los Devoradores de Mundos tenían razón después de todo. Vamos a tener que matarlos a todos. Necesitarnos que la segunda oleada baje ya, y si ni siquiera podemos ponernos en contacto con el Señor de la Guerra, ésta va a ser una campaña muy larga.
—Seguiré intentándolo —le contestó Lachost.
—Tenemos que establecer comunicaciones con el resto de la fuerza de ataque —dijo Loken—. Aquí estamos aislados. Hemos de llegar hasta el palacio y reunirnos con los Devoradores de Mundos o con los Hijos del Emperador. No vamos a servir de nada si nos quedamos aquí parados. Lo único que conseguiremos es proporcionar a los isstvanianos una oportunidad para rodearnos.
—Hay muchos soldados entre nosotros y el resto de la fuerza de ataque —le indicó Torgaddon.
—Pues avanzaremos con todas las tropas. No tomaremos esta ciudad si nos quedamos esperando que nos ataquen.
—Es cierto. Vi que la puertas principales estaban un poco más arriba, en la muralla occidental. Podremos entrar en la ciudad propiamente dicha desde allí, pero va a ser un paseo bastante duro.
—Bien —se limitó a decir Loken.
* * *
—Es una trampa —dijo Mersadie—. Tiene que serlo.
—Probablemente tienes razón —contestó Sindermann mostrándose de acuerdo.
—Por supuesto que tengo razón —le replicó Mersadie—. Maloghurst intentó que mataran a Euphrati. Su monstruo mascota, ese Maggard, casi te mata a ti, ¿te acuerdas?
—Lo recuerdo muy bien —replicó Sindermann a su vez—, pero piensa en la oportunidad que representa. Habrá miles de personas y no pueden intentar absolutamente nada con tanta gente por allí. Lo más probable es que ni siquiera se den cuenta de que estamos.
Mersadie miró con asombro a Sindermann, incapaz de creer que el viejo iterador fuera tan ingenuo. ¿Es que no había hablado frente a cientos de personas pocas horas antes sobre la perfidia del Señor de la Guerra? ¿Y quería reunirse con él después de aquello?
Uno de los miembros de la dotación de motores los había despertado y había depositado en una de las temblorosas manos de Sindermann un panfleto enrollado. El iterador había intercambiado una mirada de preocupación con Mersadie antes de abrirlo y leerlo. Se trataba de un decreto del Señor de la Guerra en el que autorizaba a todos los rememoradores para que se reunieran en la cámara de audiencia principal del Espíritu Vengativo para presenciar el triunfo final en Isstvan III. Hablaba sobre el abismo que se había abierto, con gran disgusto para él, entre los Adeptus Astartes y los rememoradores. Con aquel gesto magnánimo, el Señor de la Guerra esperaba disipar cualquier clase de miedo que pudiera existir sobre la posibilidad de que ese abismo se hubiera abierto de forma deliberada.
—Debe de creer que somos estúpidos —comentó Mersadie—. ¿De verdad piensa que vamos a caer en esta trampa?
—Maloghurst es un individuo muy astuto —dijo Sindermann mientras enrollaba de nuevo el panfleto y lo dejaba encima de la cama—. Ya apenas se le puede considerar un guerrero. Intenta hacer que los tres salgamos a la luz, ya que tiene la esperanza de que ningún rememorador que se precie podrá resistir una oferta semejante. Si yo fuera un individuo de menor catadura moral, incluso podría llegar a admirarlo.
—¡Razón de más para no caer en esta trampa! —exclamó Mersadie.
—Ah, pero ¿qué ocurre si esto es cierto, querida? —le preguntó Sindermann—. ¡Imagínate lo que podríamos llegar a ver en la superficie de Isstvan III!
—Kyril, esta nave es muy grande y podemos mantenernos escondidos durante mucho tiempo. Cuando Loken regrese, podrá protegernos.
—¿Como protegió a Ignace?
—Eso no es justo, Kyril —protestó Mersadie—. Loken puede ayudarnos a salir de la nave una vez nos marchemos del sistema Isstvan.
—No —dijo una voz a la espalda de Mersadie, y ambos se dieron la vuelta.
Era Euphrati Keeler. Estaba despierta de nuevo, y su voz sonaba con mayor fuerza de la que Mersadie recordaba desde hacía mucho tiempo. Mostraba un aspecto más sano incluso que el que tenía cuando se enfrentó al terror en la sala de archivos. Verla de pie, caminar o hablar después de tanto tiempo seguía siendo una sorpresa para Mersadie, y sonrió al tenerla delante una vez más.
—Vamos a ir —les dijo.
—¿Euphrati? ¿De verdad crees que…? —empezó a preguntarle Mersadie.
—Sí, Mersadie —la interrumpió Euphrati—. Lo digo muy en serio. Y sí, estoy segura de lo que hago.
—Es una trampa.
—No necesito la sabiduría del Emperador para darme cuenta de eso —le contestó Euphrati con una sonrisa, pero Mersadie pensó que había algo forzado, incluso un poco siniestro, en aquel gesto.
—Pero nos matarán.
Euphrati volvió a sonreír.
—Sí, sí que lo harán. Si nos quedamos aquí, al final nos atraparán. Disponemos de fieles entre la tripulación, pero también hay enemigos. No permitiré que la Iglesia del Emperador muera de ese modo. Esto no acabará entre sombras y asesinatos.
—Vamos, señorita Keeler —le dijo Sindermann con un tono de voz forzadamente despreocupado—. Empieza a sonar como yo.
—Euphrati, es posible que al final nos atrapen —razonó Mersadie—, pero ésa no es razón para ponérselo fácil. ¿Por qué dejar que el Señor de la Guerra se salga con la suya si podemos vivir un poco más?
—Porque tenéis que verlo —dijo Euphrati con énfasis—. Tenéis que verlo. Este destino, esta traición, es demasiado grande como para que ninguno de nosotros la entienda sin ser testigos de ella. Tened fe en que llevo razón en esto, amigos míos.
—Ahora mismo no es una cuestión de fe, ¿verdad? —respondió Sindermann—. Es…
—Ha llegado el momento de que dejéis de pensar como rememoradores —lo interrumpió Euphrati, y Mersadie vio una luz en su mirada que fue aumentando de brillo con cada palabra que decía—. La Verdad Imperial se muere. La estamos viendo morir desde 63-19. O se muere con ella, o se sigue al Emperador. Esta galaxia es demasiado sencilla para nosotros como para que intentemos ocultarnos más en su posible complejidad. Además, el Emperador no puede llevar a cabo su obra a través de aquellos que ni siquiera saben si creen en él.
—Te seguiré —le contestó Sindermann, y Mersadie se dio cuenta de que estaba asintiendo a su vez de forma inconsciente.