NUEVE

NUEVE

El poder de un dios

Reagrupamiento

Hermanos de honor

El strategium estaba en penumbra, iluminado tan sólo por unos braseros que ardían con unas parpadeantes llamas de color verde. En las paredes donde antaño habían colgado los estandartes de las diversas compañías de combate de la legión se veían en esos momentos las insignias de la logia de guerreros. Los estandartes se habían bajado poco después de que la punta de lanza hubiese sido desplegada, y el mensaje era claro: los miembros de la logia tenía primacía dentro de los Hijos de Horus. La plataforma desde la que el Señor de la Guerra se había dirigido a los oficiales de su flota contaba ya con un atril, donde se encontraba el Libro de Lorgar.

El Señor de la Guerra estaba sentado en el trono del strategium revisando los informes que le llegaban procedentes de Isstvan III y que aparecían en la batería de pantallas pictográficas que tenía ante sí.

La luz esmeralda resaltaba los bordes de su armadura y se reflejaba en la gema de color ámbar que conformaba un ojo en mitad de la placa pectoral. Las columnas de estadísticas de combate pasaban a gran velocidad, y las imágenes mostraban los combates que se estaban desarrollando en la Ciudad Coral. Los Devoradores de Mundos se encontraban en mitad de una batalla épica. Miles de personas invadían la plaza situada delante del palacio del Señor del Coro, y por las calles corrían verdaderos arroyuelos de sangre a medida que los Adeptus Astartes mataban oleada tras oleada de isstvanianos que se lanzaban a la carga contra sus bólters y sus espadas sierra.

El palacio en sí continuaba intacto. Tan sólo unas cuantas columnas de humo indicaban los combates que se estaban desarrollando en su interior a medida que los Hijos del Emperador se abrían paso a través de los guardias.

Vardus Praal no tardaría en morir, aunque a Horus el destino del gobernador rebelde de Isstvan III le traía sin cuidado. Su rebelión simplemente le había proporcionado a Horus la oportunidad de librarse de todos aquellos que él sabía no lo seguirían jamás en su gloriosa marcha hacia Terra.

Horus alzó la mirada al notar que Erebus se acercaba.

—Primer capellán —lo saludó Horus con gesto severo—. Tengo asuntos muy delicados entre manos. No me molestes sin necesidad.

—Traigo noticias de Próspero —le dijo Erebus sin alterarse lo más mínimo.

Los susurradores en las sombras se mantenían aferrados a él, serpenteando entre las piernas y el crozius que llevaba en la cintura.

—¿Y Magnus? —preguntó Horus, repentinamente interesado.

—Sigue vivo —le informó Erebus—, pero no por falta de interés y de esfuerzos por parte de los Lobos de Fenris.

—Magnus vive —gruñó Horus—. Puede que todavía sea un peligro.

—No —lo tranquilizó Erebus—. Las torres de Próspero han caído y en el espacio disforme resuenan los ecos de la poderosa hechicería que Magnus ha utilizado para salvar a sus guerreros y poder escapar.

—Siempre la hechicería —comentó Horus—. ¿Hacia dónde han huido?

—No lo sé todavía —admitió Erebus—. Pero vaya a donde vaya, los perros del Emperador le darán caza.

—Así que, o se une a nosotros, o muere solo y perdido —añadió Horus con gesto pensativo—. Pensar que tanto depende de las personalidades de unos pocos… Magnus casi fue mi oponente más mortífero, quizá tan peligroso como el propio Emperador. Ahora no le queda más remedio que seguirnos hasta el mismísimo final. Si Fulgrim logra atraer a Ferrus Magnus a nuestra causa, entonces casi podremos decir que hemos ganado. —Horus hizo un gesto desdeñoso hacia las pantallas pictográficas donde se veía la batalla por la Ciudad Coral—. Los isstvanianos creen que los dioses han llegado y que están decididos a destruirlos. En cierto modo tienen razón. Yo puedo disponer de la vida y de la muerte. ¿Qué es eso, sino el poder de un dios?

* * *

—Capitán Loken. Sargento Vipus. Me alegro de verlos a ambos —los saludó el sargento Lachost, que estaba agazapado en el interior de las ruinas de una capilla dedicada a uno de los ancestros de Isstvan III—. Hemos intentado ponernos en contacto con el resto de las escuadras. Todas están desperdigadas por este lugar. La punta de lanza se ha roto.

—Entonces la reforjaremos a partir de aquí —le contestó Loken.

Sonaron varias ráfagas esporádicas en el valle, así que se puso a cubierto al lado de Lachost. La escuadra de mando del sargento se encontraba desplegada a lo largo de la capilla destrozada, sin dejar de apuntar con los bólters y disparando de vez en cuando contra las siluetas que se intuían moviéndose a toda velocidad entre las sombras. Vipus y los miembros de la escuadra Locasta se pusieron a cubierto en las ruinas entre ellos.

El enemigo iba protegido con las armaduras del antiguo Isstvan, que lucía franjas plateadas y negras de un tono deslustrado. Estaban armados con unas extrañas armas, también de aspecto antiguo, parecidas a ballestas de tiro rápido que disparaban proyectiles de plata fundida.

Ya se estaban produciendo hechos heroicos en las decenas de combates individuales que se libraban entre las torres-tumba, donde los Hijos de Horus se esforzaban por repeler los contraataques de los soldados del Sagrario de la Sirena.

—Disponemos de una buena cobertura y de una posición que podemos defender con facilidad —dijo Vipus—. Podemos reagrupar a las escuadras aquí y lanzar una ofensiva contra el enemigo.

Loken asintió cuando Torgaddon apareció a la carrera y se puso a cubierto a su lado. Los Hijos de Horus que lo acompañaban se unieron a los guerreros de Lachost entre los muros derruidos.

—¿Qué es lo que te ha retrasado, Garvi? —se dirigió sonriendo a Loken.

—Tuvimos que bajar desde la parte superior de la muralla —respondió éste—. ¿Dónde tienes al resto de tus guerreros?

—Están por todos lados —le informó Torgaddon—. Se están abriendo camino para llegar hasta esta torre, pero hay muchas escuadras que están aisladas. El Sagrario de la Sirena tiene como guarnición tropas… de élite, supongo. Tienen una armería increíble ahí dentro. Artefactos antiguos que parecen ser de una tecnología muy avanzada.

Loken se limitó a asentir y Torgaddon continuó con el informe.

—Bueno, al menos esta torre está despejada. Tengo a Vaddon y a Lachost estableciendo un puesto de mando en el piso inferior, y de momento podemos mantener esta posición. Hay otras tres legiones en la Ciudad Coral, y el resto de los Hijos de Horus esperan en órbita. No hace falta que…

—El enemigo tiene superioridad en el terreno —lo interrumpió Loken—. Pueden rodearnos. Existen catacumbas que se abren a nuestros pies y que pueden utilizar para flanqueamos. No, si nos quedamos quietos encontrarán un modo de llegar hasta nosotros. Es su territorio. Atacaremos en cuanto nos sea posible. Somos una punta de lanza, y debemos clavarnos en el corazón del enemigo.

—¿Dónde? —preguntó Torgaddon.

—Las torres-tumba —contestó Loken—. Las atacaremos una por una. Las asaltaremos, mataremos a todos los que estén dentro y seguiremos avanzando. No dejaremos de movernos y los mantendremos descolocados.

—La mayor parte de nuestra punta de lanza ya se encuentra en camino, mi capitán —le informó Lachost.

—Bien —respondió Loken al mismo tiempo que alzaba la vista para mirar las torres que rodeaban la capilla.

La capilla en sí se encontraba en un valle artificial formado por la torre por donde habían bajado y la siguiente, un gigantesco cilindro con la superficie cubierta de rostros de gesto ceñudo tallados en la piedra. Varias decenas de arcos alrededor de la base ofrecían entrada y refugio. La oscuridad del interior se veía interrumpida de vez en cuando por el destello de los disparos.

Una maraña de capillas sembraba el suelo entre las torres. Las estatuas de los muertos más famosos de la Ciudad Coral sobresalían del exceso de arquitectura recargada o de las ruinas de los templos.

Loken señaló a la torre-tumba situada al otro lado del valle.

—En cuanto dispongamos de los guerreros suficientes como para realizar un ataque completo, allí será donde nos dirigiremos. Lachost, empieza a asegurar las capillas que nos rodean para disponer de un buen punto de partida y que suban unos cuantos hombres a los primeros pisos de la torre para proporcionar fuego de cobertura. Que vayan equipados con armas pesadas, si dispones de ellas.

Se oyó el eco de un tiroteo por el este y Loken vio varias siluetas de Adeptus Astartes que corrían hacia ellos. Eran Hijos de Horus, con las insignias de la escuadra Eskhalen. Había más guerreros que convergían en dirección a su posición, y cada grupo libraba sus propios combates a la carrera entre las capillas para intentar reagruparse.

—Esto es algo más que un simple lugar de enterramientos —les comentó Loken—. Pasase lo que pasase en Isstvan III, empezó aquí. El enemigo es muy religioso y aquí se encuentra su iglesia.

—No me extraña que estén enloquecidos —contestó Torgaddon con voz cargada de desprecio—. Los dementes adoran a sus dioses.

* * *

Los mandos de la Thunderhawk eran algo indómitos. La nave se esforzaba por liberarse del control de Tarvitz para poder volar dando tumbos por el espacio. Apenas poseía más que un conocimiento rudimentario de aquellos nuevos vehículos que se habían incorporado al equipo disponible de los Adeptus Astartes. La mayor parte del entrenamiento que había recibido sobre su pilotaje había sido en la atmósfera, volando bajo sobre el campo de batalla para desplegar las tropas de asalto o para proporcionar fuego de apoyo.

Tarvitz vio con claridad Isstvan III a través del cristal blindado de la carlinga. Una media luna de luz solar recorría la superficie. En algún punto del borde de esa media luna se encontraba la ciudad donde sus hermanos de batalla y los de otras tres legiones estaban luchando sin saber que habían sido traicionados.

—Thunderhawk, identifíquese —dijo de repente una voz por el comunicador de la cañonera.

Tarvitz se dio cuenta de que debía de haber entrado en la zona de cobertura del Andronius y que las torretas de defensa lo habían captado como un posible objetivo. Si tenía suerte, dispondría de unos cuantos segundos antes de que las torretas lo centraran en sus miras, y podría utilizar esos segundos en poner la mayor distancia posible entre la. Thunderhawk robada y el Andronius.

—Thunderhawk, identifíquese —repitió la voz.

Sabía que tenía que ganar tiempo para disponer de margen suficiente y alejarse definitivamente de las torretas defensivas.

—Aquí el capitán Saúl Tarvitz dirigiéndose hacia el Resistencia en una misión de enlace.

—Espere a la autorización.

También sabía que no recibiría autorización alguna, pero cada segundo que pasaba lo alejaba del Andronius y lo acercaba a la superficie del planeta.

Aceleró la Thunderhawk todo lo que se atrevió mientras oía el siseo de la estática que emitía el comunicados; esperando contra toda probabilidad que, por casualidad, alguien lo creyera y lo dejaran continuar.

—Deténgase, Thunderhawk —dijo la voz—. Regrese de inmediato al Andronius.

—Negativo, Andronius —contestó Tarvitz—. Pierdo la comunicación.

Era un truco barato, pero que quizá le proporcionara unos cuantos segundos más.

—Repito, deténgase y…

—A la mierda —replicó.

Echó un vistazo a la pictografía de navegación en busca de alguna señal de que lo seguían, y se alegró de ver que todavía no se habían lanzado en su persecución. Dirigió la Thunderhawk hacia abajo, hacia Isstvan.

* * *

—El Orgullo del Emperador se encuentra en camino —anunció Saeverin, el oficial de cubierta del puente de mando del Andronius—, pero su navegante nos informa de que se están encontrando con dificultades. Lord Fulgrim tardará algún tiempo en reunirse con nosotros.

—¿Ha enviado algún comentario sobre el éxito de su misión? —le preguntó Eidolon, que estaba a su lado.

—Las comunicaciones son muy malas —dijo Saeverin con cierto titubeo—, pero lo que nos ha llegado no induce al optimismo.

—Entonces tendremos que compensarlo con la excelencia de nuestro comportamiento y la perfección de nuestra legión —indicó Eidolon—. Puede que las otras legiones sean más salvajes, o más resistentes o sigilosas, pero ninguna de ellas se acerca ni por asomo a la perfección alcanzada por los Hijos del Emperador. No importa lo que ocurra más adelante: jamás debemos olvidarlo.

—Por supuesto, mi comandante —respondió Saeverin. En aquel momento, su consola de mando se iluminó con una serie de runas de advertencia. Pulsó unas cuantas teclas y después se dio la vuelta hacia Eidolon—. Mi comandante, es posible que tengamos un problema.

—No me hables de problemas —le soltó Eidolon.

—El control de defensa acaba de informarme de que han captado una Thunderhawk que se dirige hacia la superficie del planeta.

—¿Una de las nuestras?

—Al parecer, así es —afirmó Saeverin mientras se inclinaba sobre la consola—. Me lo van a confirmar de un momento a otro.

—¿Quién la está pilotando? —exigió saber Eidolon—. Nadie tiene autorización para bajar hasta la superficie.

—La última comunicación establecida con la Thunderhawk indica que se trata del capitán Tarvitz.

—¿Tarvitz? —exclamó Eidolon—. Maldita sea… Se ha convertido en una espina clavada en mi costado.

—Sin duda se trata de él —insistió el capitán Saeverin—. Por lo que parece, se apoderó de una de las Thunderhawks que había en la cubierta de embarque situado en el costado que da al planeta.

—¿Hacia dónde se dirige? —preguntó Eidolon—. Con exactitud.

—Hacia la Ciudad Coral —respondió Saeverin.

Eidolon sonrió.

—Intenta avisarlos. Cree que eso puede cambiar algo. Pensé que podría ser uno de los nuestros, pero es demasiado testarudo, para su desgracia, y ahora se le ha metido en la cabeza que es un puñetero héroe. Saeverin, que despeguen unos cuantos cazas y lo derriben. No necesitamos ninguna clase de complicaciones en este momento.

—A la orden, mi comandante —asintió Saeverin—. Los cazas despegarán dentro de dos minutos.

* * *

Mersadie estrujó el paño antes de colocarlo sobre la frente de Euphrati. Ésta soltó un gemido y se estremeció. Luego comenzó a agitar con fuerza los brazos, como si estuviera sufriendo alguna clase de ataque. Tenía un aspecto tan delgado y tan pálido como el de un cadáver.

—Estoy aquí —le dijo Mersadie, aunque sospechaba que la imaginista casi en estado de coma no podía oírla en realidad. No comprendía lo que le estaba ocurriendo a Euphrati, y por eso se sentía tan inútil.

Por razones que ni ella misma era capaz de comprender, había permanecido al lado de Kyril Sindermann y de Euphrati a lo largo de su periplo por la nave. El Espíritu Vengativo era tan grande como una ciudad, así que existían multitud de lugares donde esconderse.

La noticia de su llegada viajaba por delante de ellos, y allá adonde fueran encontraban a tripulantes de la cubierta de motores manchados de grasa o trabajadores de mantenimiento vestidos con monos de faena que los esperaban allí para enseñarles el nuevo lugar seguro, para proporcionarles agua y comida y poder ver aunque sólo fuera un momento a la santa. En aquel momento estaban escondidos en el interior de la carcasa de uno de los motores, un inmenso tubo hueco que normalmente albergaba plasma ardiente y grandes pistones siseantes. El motor estaba desmontado para efectuarle una serie de operaciones de mantenimiento, lo que convertía aquel lugar en un estupendo escondrijo, oculto y secreto a pesar de sus enormes dimensiones.

Sindermann se había quedado dormido sobre una fina manta al lado de Euphrati. El anciano jamás había tenido un aspecto tan exhausto. Sus delgadas extremidades estaban cubiertas de manchas y se habían quedado en los huesos. Tenía las mejillas hundidas.

Uno de los miembros de la dotación de la cubierta de motores se acercó presuroso al recoveco donde Keeler yacía envuelta en un puñado de mantas. El individuo, enorme y musculoso, iba desnudo de cintura para arriba y estaba cubierto de manchas de grasa. Se detuvo de repente y se arrodilló con gesto reverencial a poca distancia de la cama de la santa.

—Señorita Oliton —dijo con una voz llena de respeto—. ¿Hay algo que ustedes o la santa puedan necesitar?

—Agua —le contestó Mersadie—. Agua limpia, y Kyril también pidió algo más de papel.

Al tripulante se le iluminó la mirada.

—¿Está escribiendo algo?

Mersadie se arrepintió de haber pedido papel.

—Está anotando todas sus ideas para redactar un discurso —le aclaró ella—. Después de todo, sigue siendo un iterador. Sería muy útil que también pudieras encontrar algunos suministros médicos. Euphrati está deshidratada.

—El Emperador la protegerá —contestó el tripulante con la voz cargada de preocupación.

—Estoy segura de que lo hará, pero tenemos que ayudarlo en todo lo que podamos —le replicó Mersadie, esforzándose por que su tono de voz no sonara tan condescendiente como ella se sentía.

El efecto que la comatosa Euphrati tenía en los miembros de la tripulación era extraordinario, un milagro en sí mismo. Su simple presencia parecía concentrar las dudas y los deseos de muchísima gente hasta convertirlos en una fe inamovible en un lejano Emperador.

—Conseguiremos todo lo que podamos —le dijo el tripulante—. Disponemos de gente en el comisariado de suministros y en la cubierta médica.

Alargó una mano para tocar la manta que cubría a Euphrati y murmuró una plegaria silenciosa al Emperador. Cuando el individuo se fue, Mersadie rezó su propia oración, algo superficial. Después de todo, el Emperador era más real que cualquiera de los supuestos dioses con los que se había encontrado la cruzada.

—Líbranos, Emperador —murmuró en voz baja—. Líbranos de todo esto.

Bajó la mirada llena de tristeza y se quedó sin respiración al ver que Euphrati se estremecía y abría los ojos, como si se acabase de despertar de un largo y profundo sueño. Mersadie bajó poco a poco una mano, temerosa de que si se movía con demasiada rapidez destrozaría aquel frágil milagro, y tomó la mano de la imaginista con la suya.

—Euphrati —la llamó con un susurro suave—. ¿Puedes oírme?

Euphrati Keeler abrió la boca de par en par y lanzó un grito de terror.

* * *

—¿Estás seguro? —preguntó el capitán Garro de la Guardia de la Muerte, que caminaba con cierta cojera debido a su nueva pierna biónica implantada.

Los giroscopios todavía no habían enlazado bien con las terminales del sistema nervioso y, para su desesperación, se le había negado un puesto en la punta de lanza de la Guardia de la Muerte. El puente de mando del Resistencia dejaba al descubierto la estructura básica de la nave, algo típico en la flota de esa legión, ya que Mortarion odiaba la ornamentación de cualquier tipo.

El puente no era más que una estructura suspendida sobre la profundidad de la nave, con unos enormes tubos de refrigeración colgando por encima como entrañas metálicas. Los miembros de la tripulación del puente operaban sobre una plataforma añadida repleta de bancos cogitadores, y tenían los rostros iluminados por una fuerte luz de color verde y azul.

—Sin duda, capitán —le contestó el oficial de comunicaciones mientras leía de nuevo la placa de datos que sostenía en la mano—. Una Thunderhawk de los Hijos del Emperador está cruzando nuestra zona de tiro.

Garro tomó la placa de datos de la mano del oficial y allí estaba: una cañonera Thunderhawk estaba pasando cerca del Eisenstein con un grupo de cazas pegados a su cola.

—Tiene pinta de ser un problema —comentó Garro—. Sitúanos en rumbo de intercepción.

—A la orden, mi capitán —dijo el oficial de puente antes de dar media vuelta y dirigirse al timón.

A los pocos instantes, los motores refulgieron al adquirir potencia y unos enormes pistones se pusieron en funcionamiento entre la oscuridad aceitosa que rodeaba el puente de mando. El Eisenstein se inclinó y comenzó un largo viraje hacia la Thunderhawk que se le acercaba.

* * *

El grito hizo que Kyril Sindermann se despertara de su sueño con la rapidez del rayo, y al hacerlo sintió que el corazón le golpeaba con todas sus fuerzas las costillas por la tremenda sensación de miedo.

—¿Qué pa…? —logró decir antes de ver a Euphrati sentada con la espalda tiesa en la cama y gritando a pleno pulmón.

Se puso en pie trastabillando mientras Mersadie intentaba rodear con los brazos a la aullante imaginista. Keeler manoteó y se agitó enloquecida. Sindermann se acercó para ayudar a Mersadie y colocó los brazos en posición de abrazarlas a las dos.

En el momento que tocó con las manos a Euphrati, sintió el calor que irradiaba. Deseó retroceder a causa del dolor, pero le dio la impresión de que tenía las manos fundidas a la piel de Keeler. Su mirada se cruzó con la de Mersadie y se dio cuenta por el terror que vio en sus ojos que ella sentía lo mismo.

Se le escapó un gemido cuando la vista se le volvió borrosa hasta casi perderla, como si estuviera sufriendo un ataque al corazón. Por el cerebro le fueron pasando unas imágenes siniestras y monstruosas, y se esforzó por mantener la cordura cuando unas visiones de pura maldad le asaltaron la mente.

La muerte, como un manto de negrura hirviente, flotaba sobre todas las cosas. Sindermann vio cómo se apoderaba del delicado rostro de Mersadie y cómo sus bellos rasgos se pudrían.

Varios tentáculos de oscuridad serpentearon por el aire y destruyeron todo aquello que tocaron. Se puso a gritar cuando vio la carne desprenderse de los huesos de Mersadie, y al bajar la vista para mirarse las manos vio que se le estaban pudriendo ante sus propios ojos. La piel se cuarteó hasta dejar a la vista los huesos, blancos como gusanos.

Un momento después, todo aquello desapareció y la muerte putrefacta se apartó de ellos. Sindermann vio de nuevo su escondrijo, que no había cambiado en absoluto desde que se había echado a dormir con un sueño inquieto hacía pocas horas. Se apartó tambaleante de Euphrati y con una sola mirada comprobó que Mersadie había tenido la misma experiencia: una horrenda podredumbre concentrada.

Sindermann se llevó una mano al pecho y comprobó que su viejo corazón palpitaba a toda prisa.

—Oh, no… —gimió Mersadie—. ¿Qué es lo que…?

—Es una traición —la interrumpió Keeler con una voz repentinamente fuerte. Se dio la vuelta hacia Sindermann—. Y está ocurriendo ahora mismo. Tienes que contárselo. ¡Cuéntalo todo, Kyril!

Keeler cerró los ojos y se derrumbó sobre Mersadie, quien la sostuvo en brazos mientras se echaba a llorar.

* * *

Tarvitz luchó con los mandos de la Thunderhawk. Varios rayos de color escarlata brillante pasaron muy cerca de la cabina. Tenía el caza pegado a la cola y no dejaba de dispararle con los cañones láser.

Isstvan III dio vueltas sobre sí mismo delante de él cuando la cañonera efectuó un viraje cerrado.

Varios impactos martillearon contra la popa de la Thunderhawk y sintió que los mandos se encabritaban. Respondió al ataque alzando el morro de la nave y acelerando. Oyó cómo los motores chirriaban bajo él en protesta mientras apartaban la masa de la cañonera de la línea de tiro del enemigo. Una fuerte vibración repiqueteante le indicó que alguna pieza había cedido y se había soltado en uno de los motores. Unas cuantas luces rojas de alarma e indicadores de peligro se encendieron en la consola de mando de la cabina.

Las parpadeantes luces que indicaban la localización de los cazas aumentaron de tamaño.

La unidad de comunicación soltó un nuevo chasquido y alargó la mano para apagarla. No quería oír fanfarronadas victoriosas en el último momento, cuando iba a ser destruido y desaparecía cualquier esperanza de poder alertar a sus camaradas. Se detuvo cuando oyó una voz familiar.

—Thunderhawk en rumbo de aproximación al Eisenstein, identifíquese.

A Tarvitz le dieron ganas de gritar de alivio cuando reconoció la voz de su hermano de honor.

—¿Nathaniel? Soy Saúl. ¡Me alegro de oírte, hermano mío!

—¿Saúl? —preguntó Garro a su vez—. En nombre del Emperador, ¿qué está ocurriendo? ¿Esos cazas están intentando derribarte de verdad?

—¡Sí! —contestó Tarvitz a gritos mientras hacía que la Thunderhawk realizara otro tonel, con lo que Isstvan III volvió a girar a sus pies.

La flota de la Guardia de la Muerte era un puñado de motas brillantes en el firmamento negro salpicado de rojos rayos láser.

Tarvitz aceleró más todavía el motor que le quedaba a la Thunderhawk.

—¿Por qué? ¡Y date prisa, Saúl, casi te han alcanzado!

—¡Es una traición! —respondió Tarvitz también a gritos—. ¡Todo esto! Nos han traicionado. La flota va a bombardear la superficie del planeta con bombas víricas.

—¿Qué? —barbotó Garro, con un tono de evidente incredulidad en la voz—. Eso es una locura.

—Confía en mí —le insistió Tarvitz—. Sé cómo suena, pero eres mi hermano de honor y debo pedirte que confíes en mí como jamás has confiado en nadie más. Nathaniel, te juro por mi vida que no te miento.

—No sé, Saúl… —respondió Garro dubitativo.

—¡Nathaniel! —exclamó Tarvitz lleno de frustración—. ¡Han cortado las comunicaciones con la superficie, así que, a menos que consiga llegar ahí abajo, todos los Adeptus Astartes que hay en Isstvan van a morir!

El capitán Nathaniel Garro era incapaz de apartar la mirada de la siseante unidad de comunicación, como si creyera que si no apartaba los ojos de ella durante el tiempo suficiente podría discernir la verdad en lo que Saúl Tarvitz le acababa de decir. A su lado, la pantalla táctica mostraba los puntos parpadeantes que representaban la Thunderhawk de Tarvitz y los cazas que la perseguían. Su experimentado ojo le indicó que como mucho tenía unos pocos segundos para tomar una decisión, y todos sus instintos le gritaban que lo que había oído no podía ser verdad.

Y sin embargo, Saúl Tarvitz era su hermano de honor por juramento, un juramento que se había hecho en los ensangrentados campos de batalla de la campaña de Preaxior, cuando ambos habían derramado sangre y habían luchado hombro con hombro a lo largo de toda una guerra encarnizada en la que habían muerto muchos de sus hermanos más queridos.

Una amistad y un lazo de honor semejantes, forjados en el infierno que habían sido aquellos combates, era algo muy poderoso, y Garro conocía a Saúl Tarvitz lo bastante como para saber que nunca exageraba, y que jamás, jamás, mentía. Que su hermano de honor le estuviese mintiendo estaba más allá de su capacidad de imaginación, pero oír que la flota estaba a punto de bombardear a sus hermanos de batalla era igualmente impensable.

Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza en un vórtice frenético, y maldijo su indecisión. Miró el águila que Tarvitz le había grabado en el avambrazo de la armadura hacía tanto tiempo ya y supo lo que tenía que hacer.

Tarvitz hizo que la Thunderhawk efectuara un picado pronunciado, preparado para reducir la velocidad de golpe y utilizar los frenos aéreos. Tenía la esperanza de que la nave ya habría descendido lo suficiente como para que la atmósfera del planeta lo frenara lo bastante para permitir que la maniobra que había planeado…

Miró la pantalla táctica y vio que los cazas se habían colocado a sus flancos, preparados para acribillarlo en cuanto disminuyera la velocidad. Calcular el momento adecuado de actuar era crucial.

Tarvitz tiró de la palanca de mando hacia atrás y activó los frenos aéreos.

El arnés gravitatorio le apretó con fuerza el pecho cuando todo su cuerpo se vio lanzado hacia adelante. La cabina se iluminó de repente por varios destellos y la nave se vio sacudida por un terrible estremecimiento. Oyó varios impactos contra el casco y la palanca de mandos de la Thunderhawk se le escapó de las manos. La cañonera quedó fuera de control.

Aulló de rabia cuando se dio cuenta de que aquellos que se disponían a traicionar a los Adeptus Astartes habían ganado, que su desafío frente a la traición había sido en vano. Varios estallidos flanquearon a la nave, y Tarvitz esperó la inevitable explosión que lo llevaría a la muerte.

Pero nunca se llegó a producir.

Sorprendido, empuñó de nuevo la palanca de mando de la nave. Tuvo que forcejear con ellos en su intento por nivelar el vuelo de la cañonera. La pantalla táctica no mostraba más que una nube de interferencias electromagnéticas y restos radiactivos; la impenetrable neblina provocada por una gran explosión. No lograba ver a los cazas, pero con semejante interferencia era muy posible que estuvieran ahí fuera todavía, incluso a punto de dispararle.

¿Qué era lo que había ocurrido?

—Saúl —dijo una voz llena de tristeza. Tarvitz supo que su hermano de honor no lo había abandonado—. Tranquilo, los cazas ya no están.

—¿Que ya no están? ¿Cómo es eso?

—El Eisenstein los ha derribado por orden mía —le aclaró Garro—. Dime, Saúl, ¿hice lo correcto? Porque si me has mentido, me he condenado junto a ti.

Tarvitz sintió ganas de echar a reírse de alegría, y deseó que su viejo amigo estuviera a su lado para poder abrazarlo y agradecerle su confianza. Sabía que Nathaniel Garro había tomado la decisión más crucial de toda su vida basándose sólo en lo que habían hablado momentos antes. El nivel de confianza que tenía en él y el honor que le había hecho era inconmensurable.

—Sí —le respondió—. Has hecho bien en confiar en mí, amigo mío.

—Dime por qué.

Tarvitz se esforzó por pensar en algo tranquilizador que pudiera decirle a su viejo amigo, pero sabía que nada que se le ocurriera suavizaría el impacto que suponía aquella traición.

—¿Te acuerdas de lo que me dijiste una vez en Terra?

—Sí, te dije que era antigua, ya incluso en aquellos tiempos —le contestó Garro con un suspiro,

—Me contaste lo que el Emperador había construido allí —le recordó Tarvitz—. Toda una civilización donde antes no había habido nada más que barbarie y muerte. Me hablaste de las cicatrices de la Era de los Conflictos, con glaciares derretidos por completo y montañas enteras aplanadas.

—Sí —admitió Garro—, lo recuerdo. El Emperador tomó aquel planeta destrozado y fundó su Imperio a partir de allí. Ésa es la razón de nuestra lucha: hacerle frente a la oscuridad y construir un imperio que la raza humana pueda heredar,

—Eso es lo que está siendo traicionado, amigo mío —le aseguró Tarvitz.

—Saúl, no permitiré que eso ocurra.

—Yo tampoco —le juró Tarvitz—. ¿Qué piensas hacer?

Garro se quedó callado unos momentos. Una vez que había elegido un bando, lo más importante para él era precisamente eso, saber qué hacer.

—Le diré al Andronius que te he derribado. El resplandor de la explosión y el hecho de que te encuentres en la atmósfera superior te cubrirán el tiempo suficiente para que puedas llegar a la superficie.

—¿Y después de eso?

—Debemos avisar a las demás legiones de lo que está ocurriendo. Únicamente el Señor de la Guerra puede haberse atrevido a concebir una traición de semejante calibre, y no habría comenzado algo de esa magnitud sin contar con la lealtad de unos cuantos de sus hermanos primarcas. Rogal Dorn o Magnus jamás abandonarían al Emperador, y si logro salir con la Eisenstein del sistema Isstvan, podré traerlos hasta aquí.

—¿De verdad podrás hacerlo? —le preguntó Tarvitz—. El Señor de la Guerra no tardará en darse cuenta de lo que pretendes hacer.

—Dispongo de un poco de tiempo antes de que empiece a sospechar, pero después, toda la flota se lanzará en mi persecución. ¿Por qué será que debe morir gente cada vez que cualquiera de nosotros se esfuerza por hacer lo que es correcto?

—Porque ésa es la Verdad Imperial —le contestó Tarvitz—. ¿Podrás conservar el control de la Eisenstein una vez hayas partido?

—Sí —lo tranquilizó Garro—. Será algo complicado, pero la mayor parte de la tripulación son terranos incondicionales y se pondrán de mi parte. Los que no lo hagan, morirán.

El motor de babor se estremeció y Tarvitz supo que no le quedaba mucho tiempo antes de que la cañonera fallara del todo.

—Tengo que llegar a la superficie, Nathaniel —lo apremió Tarvitz—. No sé cuánto tiempo más aguantará en el aire esta nave.

—Entonces, aquí es donde nos separamos —dijo Garro con la voz cargada de un fatalista tono de despedida.

—La próxima vez que nos veamos, será en Terra —le aseguró Tarvitz.

—Si nos vemos otra vez, hermano.

—Nos veremos, Nathaniel —le prometió Tarvitz—. Te lo juro por el Emperador.

—Que la suerte de Terra esté contigo —dijo Garro antes de que la comunicación se cortase.

Tan sólo unos momentos antes se encontraba al borde de la muerte, pero incluso entonces ya tenía la esperanza de lograr impedir que la traición del Señor de la Guerra se llevara a cabo.

Se dio cuenta por fin de que de eso se trataba la Verdad Imperial.

Se trataba de esperanza. Esperanza para la galaxia, esperanza para la humanidad.

Tarvitz aceleró de nuevo el motor de la Thunderhawk y fijó el rumbo hacia el palacio del Señor del Coro, en línea recta hacia el corazón de la Ciudad Coral.