OCHO
Soldados del infierno
Matanza
Traición
—¡Treinta segundos! —gritó Vipus.
Su voz apenas se oyó debido al aullido de los cohetes encendidos durante el veloz descenso de la cápsula de desembarco a través de la atmósfera de Isstvan III. Los Adeptus Astartes de la escuadra Locasta estaban iluminados por la luz roja del interior, y por un momento Loken se pregunté qué apariencia tendrían a los ojos de los habitantes de la Ciudad Coral cuando por fin comenzara el verdadero asalto. Serían guerreros de otro mundo, soldados del infierno.
—¿Qué aspecto tiene el punto de aterrizaje? —preguntó Loken a gritos.
Vipus echó un vistazo a las lecturas que mostraba una pantalla pictográfica instalada por encima de su cabeza.
—¡Nos desviamos! Caeremos sobre el objetivo, pero no sobre el centro exacto. Odio estos cacharros. ¡Prefiero los Stormbirds de siempre!
Loken ni siquiera se molestó en responder. Apenas era capaz de oír a Nero, ya que la atmósfera se hizo más densa alrededor de la cápsula de desembarco y los cohetes de frenado de la panza se activaron. La cápsula se estremeció de arriba abajo y la superficie comenzó a calentarse debido a la enorme fuerza de rozamiento que provocaba el descenso, hasta que se convirtió en una bola de fuego y ruido.
Se limitó a quedarse sentado durante los minutos finales mientras todo a su alrededor quedaba ahogado por un rugido feroz. Era incapaz de ver al enemigo contra el que estaba a punto de empezar a combatir y le entregó el control al destino hasta que la cápsula de desembarco aterrizara.
Nero estaba en lo cierto cuando dijo que habría preferido un asalto desde un Stormbird. Para un guerrero, la naturaleza precisa, casi quirúrgica, de un asalto aéreo era preferible a aquel descenso accidentado.
Sin embargo, el Señor de la Guerra había decidido que la punta de lanza se desplegaría mediante cápsulas de desembarco. Loken admitió que el razonamiento en que se basaba era correcto: miles de Adeptus Astartes desplegados en mitad de las defensas enemigas sin previo aviso sería más devastador desde el punto de vista psicológico. Loken repasó mentalmente el momento en que la cápsula de desembarco se estrellaría contra el suelo y se preparó para cuando las cargas de apertura de las escotillas estallasen y las abriesen.
Empuñó con más fuerza el bólter y comprobó por décima vez que la espada sierra se encontraba en su vaina de la cintura. Loken estaba preparado.
—Diez segundos, Locasta —gritó Vipus.
Apenas un segundo después, la cápsula de desembarco chocó contra el suelo con tal fuerza que la cabeza de Loken salió disparada hacia atrás, y de repente todo el ruido desapareció y el mundo se volvió negro.
* * *
Lucius mató a su primer enemigo sin siquiera dejar de andar.
Daba la impresión de que la armadura del muerto estaba hecha de cristal, con una superficie brillante e iridiscente. La hoja de la alabarda que empuñaba parecía estar forjada con el mismo material reflectante. Llevaba la cara tapada por una máscara de cristal teñido, con la boca representada por un trazo de plomo y llena de dientes hechos con triángulos semejantes a gemas.
Lucius desclavó la espada y el filo humeó levemente por la sangre que lo manchaba. El soldado se desplomó sobre el suelo. Por encima del Astartes un arco curvado de mármol relucía con un brillo rojizo bajo la temprana luz del amanecer. Una nube de polvo flotaba en el aire alrededor de la cápsula de desembarco de la que acababa de salir de un salto.
El palacio del Señor del Coro se alzaba ante él, inmenso y sorprendente, una flor de piedra con la torre central parecida a un espectacular puñado de pétalos de granito que se retorcieran sobre sí mismos.
A su espalda se estrellaron nuevas cápsulas de desembarco. El objetivo principal de los Hijos del Emperador era la plaza que rodeaba las entradas septentrionales del palacio. La pared de una de las cápsulas de desembarco más cercana voló en mil pedazos y de su interior iluminado por la luz roja surgió el Anciano Rylanor. Su cañón de asalto ya estaba girando en busca de posibles objetivos.
—¡Nasicae! —gritó Lucius—. ¡Conmigo!
Lucius distinguió un destello de cristal coloreado en el interior del palacio y movimiento al otro lado de los enormes paneles de piedra de la zona de entrada.
Un grupo de guardias del palacio reaccionó al repentino y sorpresivo ataque, pero contrariamente a lo que Lucius había esperado, no gritaban o suplicaban por su vida. Ni siquiera estaban huyendo, ni se habían quedado quietos, paralizados por la sorpresa.
La guardia de palacio lanzó un tremendo grito de guerra y se lanzó a la carga. Lucius se echó a reír, contento de poder enfrentarse a un enemigo que poseía algo de entereza. Apuntó en su dirección con la espada y corrió hacia ellos, con la escuadra Nasicae pegada a la espalda y con las armas preparadas.
Un centenar de guardias de palacio salió a su encuentro, todos ellos resplandecientes en sus armaduras cristalinas. Formaron una línea de combate delante de los Astartes, empuñaron en su dirección las alabardas y abrieron fuego.
El aire que rodeaba a Lucius se llenó de ardientes agujas de plata que le abollaron y agujerearon la hombrera y la pernera de la armadura. Alzó la espada para protegerse la cabeza y las agujas estallaron al chocar contra la hoja incandescente del arma. Las que impactaron en la piedra de la entrada del lugar provocaron un burbujeo y un siseo muy parecido al producido por el ácido.
Uno de los miembros de la escuadra Nasicae cayó al suelo al lado de Lucius con un brazo derretido y el abdomen convertido en un estanque burbujeante.
—¡Perfección y muerte! —gritó Lucius antes de lanzarse a la carrera entre las agujas de plata al rojo blanco.
Los Hijos del Emperador y la guardia de palacio chocaron con un ruido similar al de un millar de ventanas al partirse. El terrible rugido de las alabardas rifle dio paso al chasquido de los filos contra las armaduras y al fuego de bólter a quemarropa.
El primer mandoble de la espada de Lucius cortó limpiamente el asta de una alabarda y atravesó la garganta del hombre que tenía delante. Unos ojos de cristal inexpresivos se lo quedaron mirando mientras la sangre salía a borbotones de la garganta destrozada del guardia de palacio, así que Lucius le arrancó el casco de la cabeza para disfrutar mejor de la sensación que le provocaba su muerte.
Una pistola de plasma escupió un chorro de fuego líquido que envolvió por completo a otro enemigo, de la cabeza a los pies, pero el guardia siguió luchando y blandió con fuerza la alabarda. El golpe le abrió un profundo corte a uno de los guerreros de Lucius antes de que otro Adeptus Astartes le cortara la cabeza al guardia de un tajo de la espada sierra.
Lucius pivotó todo el cuerpo sobre un pie para esquivar un golpe de alabarda y propinó a su oponente un fuerte mazazo en la placa facial con el pomo de la espada. Se enfureció al ver que la placa aguantaba el golpe. El guardia se apartó trastabillando y Lucius cambió la guardia de la espada para clavar la hoja en el hueco que había entre las placas de cristal de la cintura de su oponente. Sintió cómo el campo de energía de la espada lo atravesaba achicharrándole el abdomen y la espina dorsal.
Aquellos guardias estaban retrasando el avance de los Hijos del Emperador y ganando un tiempo precioso a costa de sus vidas para proteger algo más importante que se encontraba en el interior del palacio. Por mucho que Lucius disfrutara de la sensación que le provocaban la matanza, el olor a sangre y el fuerte olor a quemado que el calor de su espada provocaba al quemar los restos pegados a la hoja, a pesar del palpitar de la sangre en las venas, sabía que no podía permitirse el lujo de conceder a los defensores esos momentos que necesitaban.
Lucius corrió hacia adelante cortando extremidades y gargantas. Luchó como si estuviera siguiendo los pasos de una complicada danza, una danza, donde él interpretaba el papel de vencedor y sus oponentes tan sólo estaban allí para morir. Los guardias de palacio morían a su alrededor y él tenía la armadura empapada de la sangre de sus miembros. Se echó a reir de pura felicidad.
Los guerreros siguieron combatiendo a su espalda, pero Lucius sabía que tenían que seguir avanzando antes de que la guardia de palacio lograra detener el ímpetu del ataque haciendo llegar más efectivos a la zona.
—¡Escuadras Quemondil y Rethaerin! ¡Matad a todos éstos y después seguidme!
Los disparos llegaron procedentes de todos lados cuando los Hijos del Emperador se esforzaron por llegar hasta el cruce donde Lucius había conseguido abrirse camino. El espadachín asomó un momento la cabeza por la esquina y vio que al otro lado se extendía un amplio mar interior. Un chorro de agua bajaba formando una cascada a través de un agujero abierto en el centro de una colosal cópula de granito. Un rayo de luz rosada corría paralelo al agua y creaba anchos arcoíris entre las bóvedas formadas por los pétalos de la superficie de la cánula.
En la superficie del mar interior, que ocupaba la mayor parte del espacio que se abría bajo la cúpula, se alzaban varias islas, todas ellas rematadas por un capricho arquitectónico de colores blancos y dorados.
Miles de guardias de palacio se estaban congregando bajo la cúpula. Avanzaban vadeando entre grandes salpicaduras el mar, que les llegaba a la cintura, para tomar posiciones entre las diferentes construcciones arquitectónicas. La mayoría llevaban puestas las mismas armaduras vítreas que los hombres que seguían muriendo a la espalda de Lucios, pero muchos otros estaban protegidos por armaduras mucho más elaboradas fabricadas con un metal plateado brillante. Unos pocos todavía llevaban puestas unas largas túnicas de seda que ondulaban a sus espaldas como humo a medida que avanzaban.
Rylanor apareció en la cúpula por detrás de Lucius. Tenía las bocachas del cañón de asalto humeantes, y las garras en forma de cincel del puño de combate chorreantes de sangre.
—Se están concentrando aquí —le informó Lucius—. ¿Dónde están esos malditos Devoradores de Mundos?
—Tendremos que tomar el palacio nosotros solos —le contestó la voz chirriante de Rylanor, procedente de las profundidades del sarcófago del dreadnought.
Lucius asintió, contento de disponer de aquella oportunidad de avergonzar a los Devoradores de Mundos.
—Anciano, cúbrenos. ¡Hijos del Emperador, a la carga y fuego de cobertura! ¡Nasicae, mantened el ritmo esta vez!
El Anciano Rylanor salió del cruce y una espectacular lluvia de disparos cayó a su alrededor. Una tormenta de casquillos de proyectiles pesados y un chorro de humo aceitoso salieron del afuste montado a la altura del hombro.
La tormenta de proyectiles explosivos despedazó el capricho arquitectónico de la isla más cercana, y entre los restos se vislumbraron los cuerpos rotos y ensangrentados de varios guardias.
—¡Adelante! —gritó Lucius, pero los Hijos del Emperador ya se habían lanzado a la carga. Su entrenamiento era tan intensivo que ocupaban de forma automática sus puestos en la intrincada disposición de movimientos de avance y de fuego de cobertura que hicieron que la fuerza de ataque entrara en tromba bajo la cúpula.
El rostro de Lucius se iluminó con una alegría salvaje mientras se lanzaba a la carga. La emoción del combate y la sensación de matar lo estimulaban casi hasta el éxtasis.
La perfección de la muerte había llegado a la Ciudad Coral envuelta en una incesante cacofonía de sonidos.
* * *
Un extraño edificio de aspecto orgánico, situado en el lado meridional del palacio, se mantenía pegado a un costado de éste como una especie de parásito. Por su forma abultada y fluida daba la impresión más bien de haber crecido que de haber sido construido. El mármol pálido de la superficie estaba recorrido por venillas oscuras y los grandes muros colgaban como fruta madura. Por la cantidad de placas conmemorativas de mármol que recordaban la muerte de los ciudadanos más importantes y poderosos de la ciudad, era evidente que se trataba de un lugar sagrado.
Se lo conocía como el Templo de la Canción, y era un homenaje a la música que el Padre Isstvan había entonado cuando había creado todas las cosas.
También era el objetivo de los Devoradores de Mundos.
La noticia de que la invasión había comenzado ya se había extendido para cuando las primeras cápsulas de desembarco de los Devoradores de Mundos cayeron en mitad de la plaza, destrozando lápidas y lanzando placas de mármol por los aires. Una extraña música resonaba en el aire de la mañana y avisaba a los habitantes de la Ciudad Coral para que salieran de sus casas y empuñaran las armas. Los soldados de los barracones cercanos empuñaron sus rifles y los cantores de guerra aparecieron sobre los muros del templo para comenzar la canción de muerte para los invasores.
Convocados por los lamentos de los cantores de guerra, la gente de la ciudad se reunió en las calles y se dirigió en tromba hacia el combate.
La fuerza de ataque de los Devoradores de Mundos estaba bajo el mando del capitán Ehrlen, y cuando salió de la cápsula de desembarco, lo que esperaba encontrar eran los entrenados guerreros de los que le había informado Angron, no los miles de ciudadanos aullantes que entraban en la plaza desde todos lados. Avanzaban como una inmensa marea, armados con toda clase de instrumentos y artefactos sacados de sus propias casas, pero lo que los convertía en una fuerza letal no eran las armas, sino el impresionante número y la terrible canción de muerte y destrucción que aullaban mientras corrían.
—¡Devoradores de Mundos, a mí! —gritó Ehrlen al mismo tiempo que empuñaba con fuerza el bólter y apuntaba hacia la masa de gente lanzada a la carga.
Los guerreros de blanca armadura de los Devoradores de Mundos formaron una línea de disparo a su alrededor, apuntando con los bólters hacia fuera.
—¡Fuego! —ordenó Ehrlen con un aullido, y las primeras filas de los habitantes de la Ciudad Coral cayeron abatidas por la letal andanada, pero la masa pasó por encima de los cadáveres como un maremoto y siguió avanzando.
Cuando la distancia entre las dos fuerzas se acortó más todavía, los Devoradores de Mundos soltaron las armas de fuego y desenvainaron las espadas sierra.
Ehrlen vio con claridad el odio frenético en la mirada de sus enemigos y supo que aquella batalla no tardaría en convertirse en una matanza.
Y si había algo en lo que los Devoradores de Mundos destacaban, era en las matanzas.
* * *
—Maldita sea —exclamó Vipus—. Debemos de haber chocado con algo en la trayectoria final de acercamiento.
Loken tuvo que obligarse a sí mismo a abrir los ojos. La única iluminación precedía de una grieta que se había abierto en una de las paredes de la cápsula de desembarco, pero era más que suficiente para comprobar que seguía de una sola pieza.
Se sentía como si le hubieran dado una paliza, pero no encontró ningún indicio de que hubiese sufrido algo peor que eso.
—¡Locasta, informe! —ordenó Vipus.
Los guerreros de la escuadra Locasta gritaron sus nombres uno por uno, y Loken se sintió aliviado al comprobar que ninguno de ellos parecía haber resultado herido por el impacto. Se desabrochó el cierre de los arneses de seguridad y tuvo que rodar para ponerse en pie, ya que la cápsula de desembarco estaba inclinada hacia un lado. Sacó su bólter del estante de seguridad y se abrió paso a través de la grieta abierta en el costado de la cápsula de desembarco.
Cuando salió a la brillante luz de la mañana vio que se habían estrellado contra el voladizo de una de las torres. Los escombros y cascotes resultantes del choque se encontraban esparcidos alrededor de la destrozada cápsula de desembarco. Dio la vuelta alrededor del lugar y se percató de que se encontraban al menos a doscientos metros por encima del suelo, metidos entre las inmensas almenas del Sagrario de la Sirena.
A la izquierda vio las impresionantes torres-tumba cubiertas de estatuas, mientras que a la derecha tenía la propia Ciudad Coral, con sus majestuosos edificios bañados por la rosada luz del amanecer. Loken vio con claridad desde aquel ventajoso punto de observación toda la ciudad, la extraordinaria flor de piedra que era el palacio y las defensas occidentales, que parecían cicatrices en mitad del paisaje.
Loken oyó el sonido de tiroteos en la zona de palacio, y se dio cuenta de que los Hijos del Emperador y los Devoradores de Mundos ya se estaban enfrentando al enemigo. También le llegó el sonido de un combate a sus pies. Las unidades de los Hijos de Horus habían entrado en combate en la maraña de capillas y estatuas que flanqueaban las avenidas que corrían entre las torres-tumba.
—Hay que encontrar un modo de bajar —comunicó Loken a los miembros de la escuadra Locasta que habían salido de entre los restos de la cápsula de desembarco. Vipus se acercó al trote hasta él con el bólter preparado.
—A los puñeteros cartógrafos de superficie se les deben de haber escapado estos voladizos —gruñó el sargento.
—Eso parece —contestó Loken mostrándose de acuerdo mientras veía a otra cápsula de desembarco rebotar contra el costado de una de las torres-tumba y seguir el descenso dando vueltas sobre sí misma rodeada por una lluvia de estatuas rotas.
—Nuestros guerreros están muriendo —dijo con amargura—. Alguien va a pagar por esto.
—Me parece que estamos desperdigados —comentó Vipus mirando hacia abajo, hacia el resto del Sagrario de la Sirena. Allí, entre las torres-tumba, las capillas menores y los templos se apoyaban los unos en los otros formando un complejo rompecabezas.
Varias nubes de humo negro y unas cuantas explosiones se alzaron del lugar de los combates.
—Necesitamos un punto de referencia donde reagruparnos —dijo Loken antes de activar el canal de comunicación con Torgaddon—. ¿Tarik? Aquí Loken. ¿Dónde estás?
La única respuesta fue una descarga de estática.
Miró a través del Sagrario de la Sirena y se fijó en una de las torres-tumba que estaba pegada a la muralla. Los numerosos niveles que la conformaban los soportaban unas columnas a las que el escultor había dado formas de monstruos, y el impacto de una cápsula de desembarco le había arrancado la parte superior.
—Maldita sea. Tarik, si puedes oírme, dirígete a la torre que está al lado de la muralla occidental, la que tiene la cima arrancada. Nos reagruparemos allí. Me dirijo hacia tu posición.
—¿Alguna respuesta? —se interesó Vipus.
—No. Las comunicaciones van fatal. Algo las está interrumpiendo.
—¿Las torres?
—Haría falta algo más que eso —comentó Loken—. Vamos, tenemos que encontrar un modo de bajar de este puñetero muro.
Vipus asintió y se dio la vuelta hacia sus hombres.
—Locasta, empezad a buscar un modo de bajar.
Loken se asomó por encima del borde mientras los miembros de la escuadra Locasta se desplegaban para cumplir la orden del sargento. A sus pies distinguió las diminutas figuras de los Adeptus Astartes enfrentados a unos guerreros protegidos por armaduras negras en un feroz tiroteo. Se dio la vuelta, desesperado por encontrar un modo de bajar.
—¡Aquí! —gritó el hermano Casto, el lanzallamas de la escuadra—. Una escalera.
—Buen trabajo —lo felicitó Loken mientras se acercaba a él para ver qué había descubierto.
Allí estaba: una escalera, oculta detrás de una gran y erosionada estatua que representaba a un guerrero antiguo. El oscuro hueco había sido cortado directamente en la piedra de color arena. El pasadizo parecía tosco y sin acabar, con la piedra agrietada y casi desmoronándose por el paso del tiempo.
—Vamos —ordenó Loken—. Casto, tú irás en vanguardia.
—Sí, mi capitán —contestó Casto un momento antes de adentrarse en la penumbra de la escalera.
Loken y Vipus lo siguieron a continuación. La anchura del pasadizo apenas daba para que entraran con sus anchas armaduras. La escalera descendía aproximadamente unos diez metros antes de abrirse a una amplia galería de techo bajo.
—El muro debe de estar plagado de pasadizos como éste —comentó Vipus.
—Son catacumbas —le aclaró Loken señalando los nichos excavados en las paredes que contenían restos polvorientos de esqueletos, algunos cubiertos todavía por restos de tejido.
Casto encabezó la marcha por la galería. Los nichos se hicieron más numerosos a medida que se adentraban en el lugar, con los esqueletos apilados de dos en dos o incluso de tres en tres.
Vipus se dio la vuelta de repente, con el bólter en alto y el dedo en el gatillo.
—¿Vipus?
—Me pareció oír algo.
—No hay nadie detrás —le aseguró Loken—. Sigue avanzando y concéntrate. Esto podría…
—¡Movimiento! —gritó Casto de repente al mismo tiempo que disparaba un chorro de fuego amarillo anaranjado con el lanzallamas hacia la oscuridad que se abría por delante de ellos.
—¡Casto! —gritó Vipus—. ¡Informa! ¿Qué es lo que ves?
Casto se detuvo.
—No lo sé. Fuese lo que fuese, ya no está.
Los nichos que había en aquel lugar borboteaban ahora llenos de llamas que devoraban con ansia los huesos desnudos. Loken vio que más adelante no había enemigos, sino tan sólo isstvanianos muertos.
—Vale, no hay nada ahí delante —dijo Vipus—. ¡Locasta, manteneos concentrados y no os sobresaltéis con simples sombras! ¡Sois Hijos de Horus!
La escuadra avanzó con mayor rapidez dejando atrás la preocupación por posibles enemigos escondidos y pasaron de forma apresurada al lado de los nichos envueltos en llamas.
La galería daba a una gran cámara. Loken calculó que debía de ocupar toda la anchura del muro. La única luz procedía de la llama piloto titilante situada al extremo del lanzallamas de Casto. El resplandor amarillo se reflejó en los enormes bloques de piedra de una tumba.
Loken vio un sarcófago de granito negro rodeado de estatuas de personas en posición arrodillada, con la cabeza inclinada y las manos encadenadas delante de ellos. Varios paneles colocados sobre las paredes estaban cubiertos por relieves en los que unas siluetas humanas representaban escenas de guerra ceremoniales.
—Casto, sigue avanzando —le ordenó Vipus—. Busca una ruta de bajada.
Loken se acercó al sarcófago y pasó la mano por toda su longitud. La tapa había sido tallada para que representara una figura humana, pero sabía que no podía tratarse de una representación literal del cuerpo que se encontraba dentro, ya que la cara no presentaba ningún rasgo aparte de un par de ojos triangulares confeccionados a partir de unos trozos de cristal coloreado.
Loken oyó la canción procedente del Sagrario de la Sirena incluso a través de las capas de piedra. Era un único tono lúgubre que subía y bajaba abriéndose paso procedente de las torres-tumba.
—Cantores de guerra —comentó Loken con ferocidad—. Están respondiendo al ataque. Tenemos que conseguir bajar ahí.
Los guardias de armadura plateada que defendían el palacio comenzaron a volar.
* * *
Los oponentes quedaron rodeados por relampagueantes arcos de energía blanca y saltaron por encima de los Hijos del Emperador lanzados a la carga para luego comenzar a disparar hacia abajo unos proyectiles en forma de hojas brillantes con las armas que llevaban montadas en las muñecas.
Lucius se echó al suelo y rodó sobre sí mismo para esquivar una maraña de proyectiles afilados. Uno de los guardias voló cerca del suelo y decapitó a dos miembros de la escuadra Quemondil. Las hojas cargadas de energía atravesaron las armaduras con una horrible facilidad.
El capitán de los Adeptus Astartes acabó en el agua y se dio cuenta de que sólo le llegaba hasta la cintura. Las alabardas rifle de los guardias de palacio siguieron disparando los proyectiles plateados contra los Hijos del Emperador, pero los Adeptus Astartes continuaron avanzando y disparando con su disciplina acostumbrada. Ni siquiera la visión de los extraños defensores del palacio los disuadió de sus planes de movimiento y de fuego de cobertura habituales. Un cuerpo cayó al agua a su lado. Tenía la cabeza reventada por un disparo de bólter y la sangre se extendía por la superficie del agua como una nube roja.
Lucius se dio cuenta de que los guardias de armadura plateada eran demasiado veloces y se movían con demasiada agilidad como para enfrentarse a ellos de un modo convencional. Tendría que atacarlos de un modo diferente.
Uno de los guardias plateados picó hacia él y Lucius se fijó en la intrincada filigrana que cubría la armadura de su enemigo, las diminutas vetas doradas de la placa pectoral y la barroca escritura que le cubría la máscara del casco.
El guardia se lanzó hacia él como un ave de presa y le disparó con el arma de la muñeca.
Lucius logró desviar el proyectil con un golpe seco de la espada y dio un salto para acercarse a su oponente. El guardia hizo un giro en mitad del aire en un intento de esquivar a Lucius, pero se había acercado demasiado. El capitán de los Astartes blandió la espada y le propinó un tajo que le amputó el brazo a la altura del hombro. La espada centelleante atravesó la armadura enemiga sin problemas. La sangre saltó de la herida humeante y el guardia se desplomó girando sobre sí mismo hasta chocar contra el agua.
Lucius cayó al agua junto a su oponente muerto. Aterrizó entre salpicaduras al mismo tiempo que los Hijos del Emperador alcanzaban por fin al enemigo. Las andanadas de disparos de bólter acribillaron las diferentes islas y sus guerreros avanzaron sin descanso contra los supervivientes. Los guardias de palacio ya estaban retrocediendo y formaban un círculo cada vez más reducido. Los cuerpos de los muertos cubiertos por armaduras de cristal yacían en montones. El lago artificial se estaba tiñendo de rojo por momentos y estaba repleto de cadáveres.
El cañón de asalto de Rylanor acribilló a los guardias vestidos con ropajes de seda. La velocidad sobrenatural de aquellos guerreros no podía salvarlos de los proyectiles de cañón, que convirtieron el interior de la cúpula en una zona letal. Otro guardia plateado cayó, con la armadura acribillada por disparos de bólter.
La escuadra Nasicae se reunió con él y Lucius les sonrió con ferocidad ante la perspectiva de poder enfrentarse a más de aquellos guardias plateados.
—Están huyendo —les comunicó Lucius—. Que sigan retrocediendo. No dejéis de presionarlos.
—La escuadra Kaitheron está en la plaza —le dijo el hermano Scetherin—. Los Devoradores de Mundos están combatiendo alrededor del templo del sector septentrional.
—¿Todavía?
—Por lo que parece se están enfrentando a la mitad de los habitantes de la ciudad.
—¡Ja! Por mí, que se los queden. Para eso es para lo que sirven los Devoradores de Mundos —contestó Lucius riéndose. Disfrutaba de la certidumbre de su superioridad.
Nada en la galaxia podía igualarse a esa sensación, pero ya estaba desapareciendo, y sabía que debía conseguir más enemigos para satisfacer su ansia de combate.
—Seguiremos avanzando hacia el salón del trono —ordenó—. Anciano Rylanor, asegure la retaguardia. El resto de vosotros, nos vamos a por Praal. Seguidme. ¡Y si no podéis mantener mi paso, largaos y uníos a la Guardia de la Muerte!
Los guerreros lo vitorearon y siguieron a Lucius al interior del palacio.
Todos y cada uno de ellos querían matar a Praal y sostener su cabeza en alto sobre las almenas del palacio para que toda la Ciudad Coral lo pudiera ver.
Sólo Lucius estaba seguro de que la cabeza de Praal acabaría en sus manos.
* * *
El Andronius estaba en silencio y con un ambiente tenso. Sus estancias palaciegas estaban a oscuras, y al igual que en los largos pasillos resonantes, no había más que sirvientes. Los motores de la nave palpitabais con suavidad a popa, y tan sólo el ruido sordo de los cohetes de maniobra al activarse hacía que la nave se estremeciera. Todos los puestos estaban ocupados, todas las puertas estancas cerradas, Tarvitz reconoció de inmediato el zafarrancho de combate.
Lo que lo confundía era el hecho de que no había ninguna flota enemiga contra la que enfrentarse.
El casco de la nave gimió y Tarvitz captó cómo un profundo estruendo recorría el puente metálico. Notó la sensación de movimiento de la nave antes de que la gravedad artificial la compensara. Desde que la primera oleada de la punta de lanza había partido, la nave no había dejado de moverse, y Tarvitz confirmó que sus sospechas de que algo no encajaba estaban más que fundadas.
Según los informes de la misión que había leído, a la nave insignia de Fulgrim se le había asignado el objetivo de lanzar la segunda oleada de ataque una vez el Sagrario de la Sirena y el palacio hubiesen sido tomados. No había necesidad de estar en movimiento.
La única razón para que una nave se moviera después de un lanzamiento de tropas era que se colocara en órbita baja y se dispusiera a efectuar un bombardeo. Aunque no dejaba de decirse a sí mismo que estaba actuando de un modo paranoico, Tarvitz sabía que tenía que comprobar por sí mismo lo que estaba ocurriendo.
Cruzó con rapidez el Andronius en dirección a las cubiertas de artillería, pero manteniéndose alejado de las grandes estancias, como el Anfiteatro Tarseliano o la grandeza llena de columnas del Salón Monumental. Se mantuvo en aquellas zonas de la nave donde nadie cuestionaría su presencia y donde era poco probable que estuvieran aquellos que podían reconocerlo.
Le había dicho a Rylanor que quería renunciar al honor de encabezar la punta de lanza para reemplazar al capitán Odovocar como oficial de estado mayor de Eidolon y encargarse de transmitir las órdenes del comandante a la superficie, pero sabía que tan sólo era cuestión de tiempo que su subterfugio quedara al descubierto.
Tarvitz descendió a los niveles inferiores de la nave, muy lejos de donde habitaban los Hijos del Emperador, en las zonas más grandiosas del Andronius. El resto de la nave, ocupada por servidores y operarios menores, era más funcional y Tarvitz sabía que nadie de esas zonas le preguntaría qué estaba haciendo allí.
La oscuridad lo envolvió. Los amplios abismos de las estructuras de los motores se extendían muchos centenares de metros por debajo de la pasarela en la que se encontraba en ese momento. Por encima de la zona de motores se hallaban las apestosas cubiertas de artillería, donde los poderosos cañones de la nave, capaces de arrasar ciudades enteras, se encontraban emplazados en sus gigantescas monturas blindadas.
—Listos para disparar —dijo una voz metálica y automatizada.
Tarvitz notó que la nave se estremecía de nuevo al moverse, y esta vez incluso oyó el crujido del casco cuando la atmósfera superior del planeta elevó la temperatura exterior de la nave.
Bajó por una escalerilla de hierro que había al final de la pasarela y toda la extensión de la cubierta de artillería apareció ante sus ojos: una titánica cripta que recorría toda la longitud de la nave. Unas enormes y sibilantes grúas cargaban los proyectiles del tamaño de un tanque que sacaban de los depósitos de munición tras pasar unas inmensas compuertas blindadas. Los artilleros y los cargadores sudaban al lado de los operarios. Cada cañón tenía una dotación de cien individuos que tiraban de gruesas cadenas y palancas para preparar el arma para el disparo. Los servidores distribuían agua a las dotaciones y los adeptos del Mechanicum se mantenían atentos a las armas para asegurarse de que estaban calibradas del modo adecuado.
Tarvitz sintió que su determinación aumentaba, lo mismo que su rabia, al ver que se estaban preparando los cañones para un bombardeo. ¿Contra quién estaban planeando disparar? Había miles de Adeptus Astartes en la superficie, así que era absurdo bombardear la Ciudad Coral. Y sin embargo, allí estaban los cañones, cargados y preparados para desencadenar un infierno.
Dudaba mucho que los individuos que atendían aquellas piezas de artillería supieran cuál era el planeta alrededor del que estaban dando vueltas en órbita o ni siquiera contra quién iban a disparar. En cada cubierta de una nave estelar se desarrollaban comunidades enteras, y era perfectamente posible que aquella gente no tuvieran ni idea de a quién estaban a punto de destruir.
Llegó al final de la escalerilla y puso pie en la cubierta propiamente dicha. El elevado techo se alzaba por encima de él como el de una enorme catedral dedicada a la destrucción. Tarvitz oyó el sonido de unos pasos que se acercaban y se dio la vuelta. Vio que se trataba de un adepto vestido con una túnica donde estaba grabada la insignia del Mechanicum.
—Capitán, ¿ocurre algo? —le preguntó el adepto.
—Nada —respondió Tarvitz—. Sólo he venido a comprobar que todo sigue su curso normal.
—Mi señor, le puedo asegurar que los preparativos para el bombardeo transcurren exactamente tal como los habíamos planeado. Las cabezas de combate serán lanzadas antes del despliegue de la segunda oleada.
—¿Las cabezas de combate? —inquirió Tarvitz.
—Sí, capitán —contestó el adepto—. Todos los proyectiles de los cañones están cargados con cabezas de combate detonantes en el aire repletas de bombas víricas, tal como se especifica en nuestra orden de combate.
—Bombas víricas —musitó Tarvitz al mismo tiempo que se esforzaba por ocultar la repugnancia que le provocaba lo que el adepto acababa de comunicarle.
—¿Va todo bien, capitán? —le preguntó de repente el adepto al darse cuenta del cambio de expresión en su rostro.
—Estoy bien —mintió Tarvitz, al que le daba la impresión que las piernas le iban a fallar en cualquier momento—. Puede volver a sus tareas.
El adepto asintió y se dirigió hacia uno de los cañones.
Bombas víricas…
Se trataba de un armamento tan terrible y restringido que sólo el Señor de la Guerra en persona, y el Emperador antes que él, podían autorizar su uso.
Cada cabeza de combate dejaría libre un virus devorador de vida, un organismo feroz que destruía la vida en todas sus formas y acababa con la materia orgánica de la superficie de un planeta en cuestión de horas. La magnitud de aquel nuevo dato y sus implicaciones hizo que Tarvitz se sintiera aturdido y que respirara con jadeos entrecortados mientras se esforzaba por conciliar lo que sabía con lo que acababa de conocer.
Su legión se estaba preparando para eliminar al planeta que había allí abajo, y supo con una repentina claridad que la suya no podía ser la única implicada en todo aquello. Para saturar todo un planeta con las suficientes cabezas de combate llenas de virus necesarias para destruir toda la vida harían falta muchas naves, y con un nuevo destello de comprensión supo, horrorizado, que aquella clase de orden sólo podía venir del propio Señor de la Guerra.
Por alguna razón que Tarvitz ni siquiera era capaz de empezar a imaginarse, el Señor de la Guerra había decidido traicionar a una tercera parte de sus guerreros exterminándolos de un solo golpe letal.
—Tengo que avisarlos —murmuró antes de dar media vuelta y dirigirse hacia la cubierta de embarque.