CINCO
Milenio siniestro
Cantor de guerra
Loken no había pisado el strategium desde hacía algún tiempo, ya que la puesta en marcha de la Corte de Lupercal lo había dejado casi sin utilidad alguna. En cualquier caso, una orden no oficial había llegado desde los miembros de la logia, y decía que ni Torgaddon ni Loken podían permanecer al lado del Señor de la Guerra y actuar como la conciencia de la legión.
La aislada plataforma del strategium estaba suspendida sobre el laborioso bullicio del puente de mando de la nave, y Loken se inclinó sobre la barandilla para contemplar a la tripulación superior del Espíritu Vengativo en su misión de destruir Isstvan Extremis.
Los guerreros de la Guardia de la Muerte y de los Hijos del Emperador ya se encontraban en la zona de combate, y los enemigos del Señor de la Guerra ya debían de estar muriendo a esas alturas. La idea de no estar allí para compartir el peligro irritaba a Loken, y deseó poder estar al lado de sus hermanos de batalla en aquella roca desolada, sobre todo después de saber por Torgaddon que Saúl Tarvitz estaba allí.
La última vez que los Hijos de Horus y los Hijos del Emperador habían coincidido fue durante la guerra contra la Tecnocracia, y se habían establecido unos vínculos de hermandad muy fuertes entre ambas legiones, que después los primarcas habían confirmado de un modo formal y los guerreros de un modo mucho más informal.
Loken echaba de menos los tiempos en los que se encontraba junto a sus camaradas guerreros y sólo se hablaba de las campañas ya libradas de las que se avecinaban. La familiaridad compartida que proporcionaba esa sensación de hermandad era algo que sólo se apreciaba cuando se perdía.
Sonrió con ironía.
—Hasta echo de menos tus historias sobre tiempos mejores, lacton —murmuró.
Loken apartó la vista del puente de mando que se extendía a sus pies y desdobló la hoja de papel que había encontrado en el interior de la solapa de la cubierta del volumen de Crónicas de Ursh.
Leyó de nuevo las palabras escritas de un modo apresurado con la caligrafía puntiaguda y estrecha característica de Kyril Sindermann que cubrían la hoja arrancada de un cuaderno de notas.
Es posible que ni siquiera el Señor de la Guerra merezca tu confianza. Busca el templo. Estará allí donde antaño estuvo la esencia de la cruzada.
Loken recordó las palabras que Sindermann le había dicho mientras los hombres de Maloghurst lo sacaban casi a rastras de la sala de entrenamiento. Loken había encontrado el libro rebuscando entre los restos rescatados de las estanterías quemadas de la Sala de Archivo Tres. Buena parte de la sala se encontraba todavía en ruinas debido al fuego que había arrasado el lugar y había dejado en coma a Euphrati Keeler. Los servidores y los ayudantes se habían esforzado en salvar todos los volúmenes posibles, y aunque Loken no era un lector habitual, se sintió entristecido por la pérdida de un depósito de conocimiento tan valioso.
Lo cierto era que había encontrado Las crónicas de Ursh sin demasiado esfuerzo, como si hubieran dejado el libro de un modo premeditado en ese sitio para que lo hallara sin dificultad. Al abrir la tapa, se dio cuenta de que así era en cuanto la nota de Sindermann cayó al suelo.
Loken no estaba muy seguro de qué era lo que estaba buscando, y la idea de la existencia de un templo en el Espíritu Vengativo era algo ridículo, pero Sindermann había dicho con toda seriedad que buscara el libro y la nota que llevaba en su interior.
Estará allí donde antaño estuvo la esencia de la cruzada.
Apartó la vista de la nota y miró a su alrededor en el strategium, a la plataforma elevada desde donde el Señor de la Guerra había comunicado sus planes, a los huecos donde los Hijos de Horus habían permanecido de pie como guardia de honor, a la cúpula abovedada de acero oscuro. De las paredes curvadas colgaban unos estandartes cuyos emblemas apenas eran perceptibles en la intensa penumbra. Eran los estandartes de las compañías de los Hijos de Horus. Loken se llevó el puño a la placa pectoral de la armadura en un saludo marcial cuando se acercó y distinguió el de la Décima Compañía.
Si la esencia de la cruzada estuvo alguna vez en un sitio, era en el strategium.
El lugar estaba vacío, y era un vacío que hablaba más de desatención y de dejadez que de la propia ausencia de personas. Lo habían abandonado, del mismo modo que también se habían abandonado los ideales que allí florecieron y que habían sido sustituidos por algo distinto, algo siniestro.
Loken se quedó de pie en mitad del strategium y notó un dolor en el pecho que no tenía nada que ver con una dolencia física. Tardó unos momentos en darse cuenta de que había algo raro, algo presente en esos momentos y que no debería estar allí. Se trataba de un olor que no reconoció al principio, un aroma sutil pero que sin duda impregnaba el aire.
Al cabo de un momento reconoció el olor: era incienso. El familiar aroma dulzón de los vientos cálidos que llevaban las fragancias especiadas de flores amargas. Su sentido agudizado del olfato le permitió captar los diferentes matices de olor que formaban el incienso. El aroma se hizo más fuerte a medida que caminaba por el strategium en un intento por delimitar su origen. ¿Dónde había olido eso antes?
Siguió el fuerte olor hasta el estandarte de la Séptima Compañía, la de Targhost. ¿Acaso el señor de la logia había ondeado el estandarte en alguna clase de ceremonia ritual de esa asamblea de guerreros?
No. El olor era demasiado fuerte como para que simplemente hubiera impregnado el tejido. Era el aroma del incienso recién quemado. Loken apartó el estandarte de la Séptima Compañía de la pared y no se sintió sorprendido al descubrir que en vez de la superficie lisa de la pared de acero del strategium había la oscuridad de una abertura que daba a uno de los muchos pasillos que serpenteaban por el interior del Espíritu Vengativo.
¿Estaba ese hueco allí cuando el Mournival todavía se reunía en el strategium? Le parecía que no.
«Busca el templo», le había dicho Sindermann, así que Loken se inclinó para pasar por debajo del estandarte y entrar por la abertura. Dejó que la superficie de tela cayera a su espalda. Sin duda alguna, el olor a incienso procedía de aquel sitio. Lo habían quemado hacía poco, o todavía lo estaban quemando.
Loken se acordó de repente de dónde había olido antes aquel aroma y empuñó con fuerza el cuchillo de combate al darse cuenta de que era la misma esencia que impregnaba todo el ambiente de Davin, el olor que impregnaba las yurtas y que parecía empapar el propio aire, perceptible incluso a través de los respiradores de la armadura.
El corredor que se extendía ante él estaba a oscuras, pero su capacidad de visión incrementada le permitió escrutar la penumbra y se dio cuenta de que se trataba de un pasillo corto que se había construido hacía poco y que llevaba hasta el umbral de una puerta de arco en cuyos laterales metálicos se veían diversas runas curvilíneas talladas. Aunque no se trataba más que de una simple puerta, Loken sintió un temor indescriptible ante lo que se podría encontrar al otro lado, y por un momento incluso pensó en dar media vuelta y marcharse.
Se sacó de la cabeza aquella idea tan cobarde y siguió avanzando, pero la sensación de intranquilidad aumentó con cada paso que daba. La puerta estaba cerrada y lucía como adorno a la altura de los ojos una calavera estilizada. Algo de aquella imagen brutal apelaba al asesino que había en él y le susurraba lo hermoso que era derramar sangre y lo que se podía disfrutar en una matanza.
Loken apartó por fin la mirada de la calavera y desenvainó el cuchillo. Tuvo que esforzarse por sofocar las ansias de clavarlo en el cuerpo de quienquiera que se encontrara al otro lado de la puerta.
La abrió y entró.
El espacio que había al otro lado era una sala de mantenimiento de gran tamaño que alguien había despejado por completo y a la que habían decorado para que se asemejara a una especie de cámara subterránea de piedra. Delante de la pared más alejada había dos filas de bancos también de piedra. En la pared habían pintado una serie de símbolos y palabras sin significado para él. Unas calaveras de ojos huecos colgaban del techo y miraban sonrientes con sus dientes al descubierto. Se balancearon con suavidad cuando Loken pasó junto a ellas. Unas delgadas columnas de humo les surgían de las cuencas de los ojos.
En la misma pared alejada había una mesa baja de madera. Un hueco en forma de cuenco que alguien había tallado en la superficie contenía unos restos secos con forma de escamas, y Loken captó por el olfato que se trataba de sangre reseca. Al lado del hueco en forma de cuenco había un libro bastante grueso.
¿Aquello era un templo? Recordó las botellas y los frascos de vidrio que había visto esparcidos bajo el hilillo de agua que brotaba del techo en la caverna de las Cabezas Susurrantes.
El lugar donde se encontraba y el estanque de 63-19 tenían un aspecto muy diferente, pero la sensación que provocaban era exactamente la misma.
De repente oyó un sonido sibilante en el aire, como si alguien le estuviera susurrando al lado del oído. Se dio la vuelta con rapidez con el cuchillo por delante.
Estaba solo, aunque la sensación de que le habían susurrado al oído había sido tan real que habría jurado por su vida que alguien estaba a su lado un momento antes. Loken respiró profundamente y comenzó a recorrer con lentitud la estancia, con el cuchillo por delante en una postura defensiva por si el misterioso susurrador se dejaba ver de repente.
Entre los bancos de piedra se veían montones de telas desgarradas. Se dirigió hacia la mesa, que en realidad era un altar, como comprendió en aquel momento, para mirar con más detenimiento el libro que había visto antes.
La tapa era de cuero, con la superficie agrietada, de aspecto envejecido, y ennegrecida por el fuego.
Loken se inclinó para examinar el libro y lo abrió con la punta del cuchillo. Las palabras que aparecieron formaban una caligrafía angular, con las letras escritas de forma vertical a lo largo de la página.
—Erebus —murmuró al reconocer la escritura, que era idéntica a la que el capellán de los Devoradores de Mundos llevaba tatuada en el cráneo.
¿Sería aquel tratado el Libro de Lorgar, del que había estado despotricando Kyril Sindermann después del incendio ocurrido en la sala de archivos? El iterador había insistido una y otra vez en que fue ese libro el que había dejado libre a uno de los horrores del espacio disforme, y que había sido éste el que había provocado el incendio. Sin embargo, Loken no veía más que palabras.
¿Cómo era posible que unas simples palabras tuvieran semejante poder?
Mientras pensaba en ello, las palabras de la página que estaba mirando se volvieron borrosas. Los símbolos se retorcieron y pasaron de ser el lenguaje desconocido de los Devoradores de Mundos al severo lenguaje numérico de Cthonia, para luego convertirse en la elegante escritura del gótico alto y después pasar por un millar de otros lenguajes que jamás había visto antes.
Parpadeó de nuevo para sacudirse de encima una repentina e imposible sensación de mareo.
—¿Qué haces aquí, Loken? —le preguntó al oído una voz familiar. Loken se dio la vuelta sobre sí mismo para enfrentarse al propietario de la voz, pero una vez más estaba solo. El templo se encontraba vacío.
—¿Cómo te atreves a faltar a la confianza que el Señor de la Guerra depositó en ti? —le preguntó la voz, ahora con un tono cargado de intención.
Esta vez reconoció la voz.
Se dio la vuelta con lentitud y vio a Torgaddon de pie delante del altar.
* * *
—¡Abajo! —gritó Tarvitz cuando una ráfaga le pasó por encima de la cabeza y provocó una cadena de pequeñas explosiones monocromáticas en la roca desnuda de Isstvan Extremis—. ¡La escuadra de Fulgerion, conmigo! ¡Todas las demás escuadras en posición y a la espera de la orden de avanzar!
Tarvitz echó a correr. Sabía que la escuadra del sargento Fulgerion lo seguía de cerca en su carrera hacia la cobertura que ofrecía el cráter más cercano. Las ráfagas de disparos trazadores dibujaron un entramado de fuego en el aire delante de la estación de vigilancia que los isstvanianos habían construido en Isstvan Extremis. Se trataba de un edificio parecido a un órgano, de estructuras elevadas formadas por torres, cúpulas y diversas antenas. La estación, anclada a la superficie rocosa por unas inmensas grapas de sujeción, estaba cubierta por un residuo polvoriento formado por cristales de hielo y partículas de piedra.
El sol del sistema Isstvan era poco más que un orbe frío que asomaba por el horizonte y que lo iluminaba todo con una desagradable luz azulada. Los emplazamientos de armas automáticas disparaban sin cesar contra los Hijos del Emperador que avanzaban hacia la estación. Eran más de doscientos Adeptus Astartes que convergían en aquel punto en el clásico despliegue de combate diseñado para asaltar las enormes puertas de la entrada oriental de la estación.
Isstvan Extremis carecía casi de atmósfera y hacía un frío letal. Tan sólo las armaduras herméticas de los marines espaciales hacían posible el asalto.
Tarvitz entró en el cráter resbalando por la ladera interior y los proyectiles de las torretas de defensa arrancaron grandes trozos de roca gris a su espalda. El sargento Fulgerion y sus guerreros, con los escudos bien alzados para protegerse de los disparos, aterrizaron a ambos lados de su superior. Los veteranos sólo se encuentran realmente a gusto en mitad del fragor de los combates más duros. Fulgerion y su escuadra habían combatido juntos a lo largo de muchos años. Tarvitz sabía que tenía a su lado a algunos de los mejores guerreros de la legión.
—Parece que nos estaban esperando —comentó Fulgerion.
—Debían de saber que regresaríamos para volver a someterlos a la autoridad imperial —le contestó Tarvitz—. Quién sabe cuánto tiempo llevan esperando a que regresemos.
Tarvitz echó un vistazo por encima del borde del cráter y distinguió unas cuantas siluetas con armaduras de color púrpura que se desplegaban en las posiciones convenidas delante de las puertas. Así era como luchaban los Hijos del Emperador: maniobrando hasta llegar a las posiciones adecuadas para efectuar ataques coordinados a la perfección, con las escuadras moviéndose por la zona de combate como piezas en un tablero de regicida.
—El capitán Garro de la Guardia de la Muerte informa que ya se encuentran en posición —les transmitió la voz de Eidolon por el comunicador—. ¡Demostradle lo que de verdad es la guerra!
La Guardia de la Muerte había recibido órdenes de tomar la entrada oeste de la estación de vigilancia, y Tarvitz sonrió al imaginarse a su viejo amigo Garro marchando con decisión a la cabeza de sus hombres hacia las posiciones anilladas enemigas y venciendo gracias a una determinación inflexible más que a una táctica adecuada. Allá cada uno, pensó mientras desenvainaba la espada.
Aquellas tácticas frontales no eran el modo en que luchaban los Hijos del Emperador, ya que la guerra no era simplemente cuestión de matar, sino todo un arte.
—Tarvitz y Fulgerion en posición —informó—. Todas las unidades preparadas.
—¡Adelante! —ordenó Eidolon.
—¡Ya habéis oído a lord Eidolon! —gritó Tarvitz—. ¡Hijos del Emperador!
Los guerreros que lo rodeaban lanzaron vítores. Tarvitz y Fulgerion se encaramaron al borde del cráter al mismo tiempo que los disparos de las escuadras de apoyo cruzaban el aire por encima de sus cabezas. Comenzó un ballet perfecto a medida que las distintas unidades actuaron de un modo completamente sincronizado: las armas pesadas machacaron la artillería enemiga al mismo tiempo que las unidades de asalto se lanzaban al ataque y las escuadras tácticas tomaban posiciones de cobertura.
Las explosiones rasgaron el aire a temperatura bajo cero y de la superficie de la cúpula de entrada salieron despedidos grandes trozos de escombros cuando las torretas defensivas reventaron y provocaron una sucesión de nuevas explosiones debido al estallido de los depósitos de munición.
Un cohete pasó a toda velocidad por encima de Tarvitz y se estrelló contra las grandes puertas de entrada. El impactó dejó un cráter humeante y ennegrecido en la superficie de metal. Al primer cohete le siguió otro, y después otro más, y finalmente las puertas cedieron y se hundieron hacia dentro. Tarvitz vio la armadura dorada de Eidolon centelleando bajo la intensa luz del planeta. El comandante general blandía en alto y en grandes círculos por encima de la cabeza un poderoso martillo de combate que dejaba rastros de energía azul chasqueante en el aire.
El martillo se estrelló contra los restos de las puertas. Un cegador destello de luz blanco azulada relució como un relámpago cuando las dos hojas de las puertas desaparecieron en una explosión rugiente. Eidolon se lanzó a la carga hacia el interior de la estación. Su rango le confería el honor de ser el primero en entrar.
Tarvitz siguió de inmediato a Eidolon agachándose para pasar entre los restos.
El interior de la estación se encontraba casi a oscuras. La única iluminación la proporcionaban los destellos de los disparos de los bólters y las chispas que despedían los cables arrancados por el feroz combate. La visión aumentada de Tarvitz le permitió discernir lo que ocurría en aquella penumbra situada tras la vaharada de aire caliente surgido del otro lado de las puertas reventadas y que provocó una niebla blanquecina a su alrededor. Fue ahí donde vio por primera vez a sus enemigos.
Llevaban puestas unas armaduras negras con unos voluminosos generadores de energía colocados en la espalda y conectados mediante una serie de cables a unos rifles de aspecto pesado. Las placas de la armadura mostraban una taracea de filigranas plateadas. Quizá se trataba de una simple decoración o del trazado de los circuitos internos.
Los rostros estaban ocultos con capuchas, y éstas dejaban ver una única lente de color rojo sobre uno de los ojos. Unos cien guerreros en total abarrotaban el lugar, a cubierto detrás del mobiliario y de la maquinaria destrozada. Aquel contingente de soldados con armadura formaba una sólida línea de defensa, y en cuanto Eidolon y los Hijos del Emperador aparecieron procedentes del túnel de entrada, abrieron fuego.
Las tropas isstvanianas dispararon una impresionante descarga de rayos láser de color rubí y llenaron el lugar de una densa lluvia horizontal rojiza. Tarvitz recibió tres impactos: uno en el pecho, uno en las grebas y otro en pleno casco, que hicieron crujir la armadura y le llenaron los sentidos con una descarga de estática.
Fulgerion iba delante de él atravesando la lluvia de disparos láser que siseaban contra su escudo. Eidolon se lanzó contra el centro de la línea enemiga y el martillo envió a la muerte a un isstvaniano con cada barrido letal. Tarvitz vio un cuerpo salir despedido por el aire con el torso machacado y los miembros descoyuntados por la fuerza del impacto del martillo. La densidad del fuego enemigo disminuyó y los Hijos del Emperador se lanzaron a la carga. Las andanadas de disparos bólters, que se solapaban unas a otras, destrozaron la cobertura de los isstvanianos y los especialistas en combate cuerpo a cuerpo aprovecharon los huecos que se abrieron para matarlos a mandobles de espada sierra.
Tarvitz disparó con la pistola bólter contra las siluetas negras que se movían a toda prisa y le dio de lleno a una de ellas en plena garganta, haciéndola girar sobre sí misma. La escuadra Fulgerion tomó posiciones entre los restos de la barricada y barrió el interior con fuego de cobertura para apoyar a Eidolon y a sus guerreros escogidos.
Tarvitz mató a sus oponentes con disparos certeros y mandobles de la espada brutalmente eficientes, como debía hacerlo un verdadero guerrero de Fulgrim. Cada tajo era un golpe letal impecable, y cada paso que daba era medido y perfecto. Los disparos le rebotaban en la armadura dorada y el resplandor del combate se le reflejaba en el casco, dándole el aspecto de un héroe salido de una antigua leyenda.
—Ya tenemos la cúpula de entrada —gritó Eidolon cuando el último de los isstvanianos murió bajo las eficaces manos de los Adeptus Astartes que lo rodeaban—. Las unidades de la Guardia de la Muerte informan que han encontrado una fuerte resistencia en el interior. Volad las puertas interiores y acabaremos con esto por ellos.
Varios guerreros con cargas de demolición se apresuraron a echar abajo las puertas interiores, y Tarvitz oyó incluso por encima del rugir de las llamas y de los disparos el ruido apagado de las explosiones que se producían al otro lado. Bajó la espada y se tomó un momento para mirar a su alrededor y comprobar la situación en aquel intermedio del combate.
A los pies tenía un cadáver. Las placas de la armadura negra del cuerpo estaban perforadas y una enorme fisura le había abierto la capucha que le tapaba la cara. Las gotas de sangre congelada lo rodeaban como relucientes piedras preciosas desperdigadas. Tarvitz se agachó y echó a un lado lo que quedaba de capucha.
El individuo tenía la piel cubierta por una serie de tatuajes negros en espiral que imitaban el trazado de las líneas plateadas de la armadura. Tarvitz se preguntó qué clase de ser tendría el poder suficiente para obligar a aquel individuo a renunciar a su juramento de lealtad al Imperio.
El sordo estampido de las puertas al abrirse por una explosión le ahorró a Tarvitz tener que pensar en una respuesta para aquella pregunta. Se sacó al muerto de la cabeza y salió en pos de Eidolon en cuanto éste alzó el martillo y se lanzó a la carga hacia el interior de la cúpula central. Corrió al lado de sus camaradas guerreros, a sabiendas de que, fuese lo que fuese lo que los isstvanianos hicieran, él era un Adeptus Astartes y ninguna de las armas del enemigo podría superar la voluntad de los Hijos del Emperador.
Tarvitz y sus hombres atravesaron la nube de polvo y de humo provocada por la explosión, y los sensores del casco de la armadura quedaron inutilizados durante unos instantes.
Un momento después acabaron de cruzar el umbral y se encontraron en el corazón de las instalaciones de Isstvan Extremis.
Se detuvo en seco cuando de repente se dio cuenta de que los informes de inteligencia que habían recibido sobre esas mismas instalaciones eran completamente erróneos.
Aquello no era una estación de vigilancia y comunicaciones. Era un templo.
* * *
El rostro de Torgaddon tenía un aspecto ceniciento y parecido al cuero reseco, además de estar cubierto de pústulas de un color amarillo brillante y cicatrices alrededor de uno de los ojos. Los dientes, que brillaban con un destello metálico, le quedaban al descubierto debido a la falta de labios, y dos cicatrices verticales le rasgaban el centro de la cara. Alguien le había marcado en la carne de una de las sienes una estrella de ocho puntas, que era idéntica a otra de color dorado que habían grabado en la armadura de recargada decoración que llevaba puesta.
—No —murmuró Loken mientras retrocedía ante aquella terrible aparición.
—Has cruzado el límite. Loken —le dijo Torgaddon con voz sibilante—. Nos has traicionado.
Las palabras de Torgaddon las llevaba un viento seco y mortífero que le hacía llegar el olor de cadáveres quemándose, En cuanto respiró la primera bocanada de aquel viento ponzoñoso, Loken tuvo la visión de una estepa de superficie abrupta donde se extendía la desolación. Sobre esa llanura se veían grandes piezas de maquinaria que se asemejaban a los esqueletos de monstruos extinguidos. Una ciudad colmena que se alzaba sobre el horizonte estaba abierta como una flor y de entre esos pétalos rotos y humeantes se elevaba una increíble torre de bronce que atravesaba las nubes cargadas de contaminación.
El cielo que se extendía sobre aquella escena estaba envuelto en llamas y por todas partes se oía el eco de la risa de los Dioses Siniestros. Loken quiso echarse a gritar. Aquella escena de devastación era peor de lo que jamás hubiera visto en toda su vida.
Aquello no era real. No podía serlo. No creía en fantasmas ni en visiones.
Esa idea le dio fuerzas. Apartó la mente de ese planeta moribundo y de repente se encontró cruzando a toda velocidad la galaxia, dando tumbos entre las estrellas. Vio, cómo eran destruidas y expulsaban grandes chorros de materia estelar reluciente al vacío. Un ominoso puñado de estrellas rojas brillaba delante de él y lo miraban formando un enorme y terrible ojo llameante. Una marea inacabable de monstruos de tamaño titánico y enormes flotas de naves espaciales salía vomitada de ese ojo y sumergía a todo el universo en un mar de sangre. Una inmensa llamarada de fuego ardiente saltó de ese mar de sangre y lo consumió todo no dejando a su paso más que una devastación negra y desolada.
¿Era aquello la visión del infierno de algún ser enloquecido? ¿Una dimensión de ruinas y hecatombes adonde iban los pecadores cuando morían? Loken se obligó a sí mismo a recordar las vívidas descripciones de las Crónicas de Ursh, las vívidas descripciones de escenas consideradas como invenciones de una fe siniestra.
—No —le dijo la voz de Torgaddon—. Esto no es la alucinación de un demente. Es el futuro.
—¡Tú no eres Torgaddon! —exclamó Loken al mismo tiempo que sacudía la cabeza para sacarse de la mente aquella voz susurrante.
Estas viendo cómo muere la galaxia.
Loken vio a los Hijos de Horus a la cabeza de aquella locura feroz que surgía del ojo carmesí, equipados con armaduras negras y acompañados de criaturas deformes que saltaban a su alrededor. Allí estaba Abaddon, e incluso el propio Horus, convertido en un gigante de obsidiana que aplastaba planetas bajo su puño.
Aquello no podía ser el futuro. Aquello era una visión enfermiza y distorsionada del futuro.
Una galaxia bajo la dirección del Emperador jamás podría convertirse en un terrible huracán de caos y muerte.
—Te equivocas.
La galaxia envuelta en llamas retrocedió y Loken se esforzó por encontrar algún asidero sólido, algo que le asegurara que aquella terrible visión jamás llegaría ocurrir. Se tambaleó de nuevo y la visión se volvió borrosa hasta que abrió los ojos y se encontró otra vez en la Sala de Archivo Tres, un lugar donde se sintió a salvo, rodeado de libros que presentaban el universo con una lógica pura y mantenían a la locura encerrada en los primitivos cuentos épicos, donde debía estar.
Sin embargo, algo malo ocurría. Los libros ardían a su alrededor. El conocimiento más puro estaba siendo destruido de un modo sistemático para mantener a las masas en la ignorancia. Las estanterías no albergaban más que llamas y cenizas. El calor abrasó a Loken cuando se esforzó por salvar a los libros moribundos. Las manos se le llenaron de ampollas antes de ennegrecerse mientras intentaba salvar la sabiduría procedente de tiempos antiguos, hasta que la carne se le separó de los huesos.
La música de las esferas. El mecanismo de la realidad, invisible y omnipresente en todas partes…
Loken vio con claridad de dónde procedían las llamas: de la masa eterna e incesantemente agitada que era la disformidad que yacía en todas las cosas, con los ojos de las fuerzas siniestras reluciendo llenas de malignidad. Unas criaturas grotescas saltaban y danzaban entre grandes pilas de cadáveres. Vio unas cabezas rematadas por cuernos que bramaban, y rostros caprinos retorcidos por la energía sin sentido del espacio disforme. Vio unos monstruos hinchados, con el cuerpo repleto de gusanos y de inmundicia, que devoraban estrellas muertas mientras un gigante cubierto de bronce lanzaba un inacabable aullido de guerra desde su trono de cráneos y unos hechiceros impíos sacrificaban miles de millones de personas en una ciudad de plata construida a base de mentiras.
Loken se esforzó por apartar la mirada de toda aquella locura. Recordó las palabras que le había dicho a Horus Aximand a la cara en la Puerta de Delfos y las repitió a voz en grito.
—¡No me inclinaré ante ningún santuario ni reconoceré a ningún espíritu! ¡Acepto únicamente la claridad empírica de la Verdad Imperial!
En tan sólo un instante las paredes del siniestro templo regresaron a su sitio. El aire seguía cargado del olor a incienso y jadeó en busca de oxígeno. El corazón principal le palpitaba a toda velocidad y la cabeza le daba vueltas. Se sentía enfermo por el esfuerzo de echar de su mente todo lo que había visto.
No sentía miedo. Sentía furia.
Los que acudían a aquel templo estaban entregando a toda la raza humana a las fuerzas malignas que acechaban de forma invisible en las profundidades del espacio disforme. ¿Serían esas mismas fuerzas las que habían infectado a Xavyer Jubal? ¿Las mismas fuerzas que casi habían matado a Sindermann en una de las salas de archivo de la nave?
Loken se sintió asqueado al darse cuenta de que todo lo que sabía acerca del espacio disforme estaba equivocado.
Le habían dicho que no existían los dioses ni nada parecido.
Le habían dicho que en el espacio disforme no había nada más que poderes elementales y sin conciencia alguna.
Le habían dicho que la galaxia era un lugar demasiado estéril como para que tuviera lugar un melodrama.
Todo lo que le habían dicho era mentira.
Loken aprovechó la energía que le proporcionaba la furia que sentía y se aproximó tambaleante al altar y cerró de un golpe el antiguo libro para luego echarle la pestaña del cierre de bronce. Sintió la terrible maldad encerrada en aquellas páginas incluso después de estar cerrado. La idea de que un libro pudiese poseer alguna especie de poder le habría parecido ridícula unos pocos meses atrás, pero no podía hacer caso omiso de las pruebas que se presentaban ante sus propios sentidos, a pesar de las cosas increíbles, aterradoras e inimaginables que había visto y oído. Tomó el libro en una mano y se lo colocó bajo el brazo antes de dar media vuelta y salir de aquel templo.
Cerró la puerta y pasó bajo el estandarte de la Séptima Compañía para salir de nuevo a la oscuridad solitaria del strategium.
Sindermann tenía razón. Loken estaba oyendo la música de las esferas, y era un sonido terrible que hablaba de corrupción, de sangre y de la muerte del universo.
Loken sabía con total certidumbre que de él dependía por completo silenciar esa música.
* * *
El interior de las instalaciones de Isstvan Extremis se encontraba dominado por una amplia pirámide escalonada. Los enormes bloques que la constituían eran de una piedra que a todas luces no pertenecía a aquel planeta. Cada bloque procedía de un edificio diferente, y muchos de ellos todavía mostraban restos de diseños arquitectónicos, secciones de frisos, gárgolas o incluso estatuas que sobresalían de la estructura en ángulos imposibles.
Los grupos de soldados isstvanianos rodeaban la base de la pirámide y luchaban en un desesperado combate cuerpo a cuerpo contra las figuras cubiertas con armaduras de los guerreros de la Guardia de la Muerte. La batalla ya era un torbellino, donde el arte de la guerra había dado paso a la brutalidad descarnada de una simple matanza.
Tarvitz apartó los ojos de la carnicería cuando su mirada se vio atraída hacia la cima de la propia pirámide, donde una luz brillante giraba y se retorcía alrededor de una figura que se distinguía a medias y que también estaba rodeada por un ruido agudo.
—¡Al ataque! —aulló Eidolon al tiempo que se lanzaba a la carga encabezando la punta de la lanza.
Las unidades de asalto se desplegaron a sus dos lados creando el filo de esa lanza de ataque. Tarvitz dejó de fijarse en la extraña figura y siguió al comandante general, ayudando a Eidolon a avanzar gracias a su fuego de cobertura, que acababa con los enemigos que intentaban rodearlo.
En la cúpula entraron más Hijos del Emperador, que se unieron al combate que se libraba a los pies de la pirámide. Tarvitz vio a Lucius al lado de Eidolon. El arma del espadachín relucía como una estrella en su mano.
Era típico que Lucius se encontrara en vanguardia. Lo hacía para demostrar que ascendería con rapidez para llegar al puesto que le correspondía junto a Eidolon entre los mejores guerreros de la legión. Tarvitz blandió su espada a izquierda y derecha sin necesidad de tener que utilizar toda su habilidad para matar a aquellos enemigos. Tan sólo hacían falta un brazo fuerte y la voluntad de vencer. Trepó hasta el primer nivel de la pirámide, abriéndose paso hacia arriba a través de las filas de enemigos de negra armadura.
Echó un rápido vistazo hacia la parte superior de la pirámide y vio a los guerreros de la Guardia de la Muerte, resplandecientes con sus armaduras pulidas, trepar por encima de donde se encontraba él en un intento por llegar la figura que había en la cima.
A la cabeza de la Guardia de la Muerte marchaba la silueta familiar y brutal de Nathaniel Garro, su viejo amigo, que subía a grandes zancadas con su habitual actitud de determinación implacable. Tarvitz se alegró incluso en mitad de aquel feroz combate del hecho de poder luchar de nuevo al lado de su hermano de honor. Garro también se estaba abriendo paso hacia la cúspide de la pirámide y dirigía la carga contra la centelleante figura que dominaba todo el campo de batalla.
El largo cabello azotaba el aire a su alrededor mientras unas cuantas descargas de rayos ascendían en arco. Tarvitz vio por fin que se trataba de una mujer, cuya ondulante túnica de seda se agitaba como los tentáculos de una criatura de las profundidades marinas.
Oyó el sonido de su voz por encima incluso del estruendo del combate. Estaba cantando.
La fuerza de la música la elevó por encima de la pirámide y la dejó suspendida en el aire sobre el pináculo con una canción de poder en estado puro. Cientos de ondas armónicas se entrelazaban entre sí de un modo increíble alrededor de su cuerpo. Las chirriantes notas se estrellaban unas contra otras a medida que salían de aquella garganta antinatural. Varias piedras salieron despedidas del pináculo de la pirámide y subieron en espiral hacia el techo de la cúpula mientras la canción rompía el tejido de la realidad.
Mientras Tarvitz contemplaba la escena, una única nota discordante se elevó hasta la superficie en un tremendo crescendo ensordecedor y una explosión arrancó un enorme trozo de la pirámide. Varios de los trozos de piedra cayeron dando tumbos hacia las corrientes de luz. La pirámide se estremeció y unas cuantas piedras se estrellaron entre los Hijos del Emperador, aplastando a varios y derribando a bastantes más, que rodaron desde los lados de la estructura.
Tarvitz tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio cuando varias secciones de la pirámide se hundieron y se convirtieron en una rugiente avalancha de piedras partidas y escombros. El cuerpo cubierto por la armadura de un guerrero de la Guardia de la Muerte se deslizó por aquella ladera hacia un borde abrupto por donde los cascotes caían al vacío. Tarvitz se dio cuenta de que era la figura ensangrentada de Garro.
Avanzó trastabillando por la pared de la pirámide que se desintegraba y saltó hacia el borde, donde consiguió agarrar la armadura del guerrero. Un momento después, tiró de él para arrastrarlo hasta que lo puso a salvo.
Tarvitz apartó a Garro del combate y vio que su amigo estaba herido de gravedad. Una pierna había quedado amputada a la altura del muslo y tenía parte del pecho y del brazo izquierdo aplastados. La sangre congelada y coagulada le rodeaba las heridas como vidrio inflado, y del abdomen le sobresalían varios trozos de roca.
—¡Tarvitz! —gruñó Garro con fuerza. La rabia que sentía era mayor que el dolor—. Es una de esos cantores de guerra. ¡No la escuches!
—Aguanta, hermano —le contestó Tarvitz—. Volveré a por ti.
—Tú mátala por mí —respondió Garro.
Tarvitz levantó la mirada y vio a la mujer más cerca, ya que estaba descendiendo hacia los Hijos del Emperador. Tenía una expresión serena en el rostro y los brazos abiertos de par en par, como si les estuviera dando la bienvenida. Mantenía los ojos cerrados mientras emitía aquel terrible cántico.
Unos cuantos bloques más de piedra se alzaron de la pirámide alrededor de los Hijos del Emperador. Tarvitz vio cómo uno de sus camaradas, el capitán Odovocar, el portaestandarte de la legión, era arrastrado por los pies y levantado en el aire por el aria emitida por la mujer. La armadura empezó a sacudirse como si se la estuvieran desgarrando unos dedos invisibles. Las hojas de ceramita chisporroteante se separaban a medida que el poder de la cantora de guerra destrozaba la armadura.
Odovocar quedó desgarrado al mismo tiempo. El casco se separó llevándose consigo la cabeza y lanzando al aire unos chorros de sangre y hueso que relucieron bajo la luz.
Cuando Odovocar murió, Tarvitz se sintió sorprendido por la salvaje belleza del cántico, y le dio la impresión de que lo estaban interpretando sólo para él. La belleza y la muerte habían quedado capturadas en sus notas discordantes, y le hablaban de la maravillosa paz que llegaría si simplemente se entregaba a ellas y dejaba que la música del olvido se lo llevara. La guerra se acabaría y la violencia ni siquiera sería recordada.
«No la escuches».
Tarvitz soltó un gruñido y la pistola bólter se le estremeció en la mano cuando disparó contra la cantora de guerra. El sonido de los disparos quedó ahogado entre aquella cacofonía. Los proyectiles impactaron contra una barrera de energía resplandeciente que rodeaba a la cantora de guerra. Se produjeron una serie de pequeñas explosiones blancas cuando los proyectiles explotaron antes de llegar a su objetivo. Más y más miembros de los Adeptus Astartes comenzaron a elevarse en el aire, tanto de los Hijos del Emperador como de la Guardia de la Muerte, para después ser desmembrados por las ondas sónicas, y Tarvitz se dio cuenta de que no les quedaba mucho tiempo antes de que tuvieran perdida por completo la batalla.
Los soldados isstvanianos supervivientes se habían reagrupado y subían por la pirámide para atacar a los Astartes. Tarvitz vio a Lucius en mitad de los enemigos amputando los miembros protegidos por armaduras negras de aquellos que intentaban asaltarlo por todos lados.
Lucius cuidaba muy bien de sí mismo, así que Tarvitz se esforzó por seguir avanzando mientras mantenía el equilibrio en medio del caos provocado por la destrucción indiscriminada de la cantora de guerra. Vio un destello brillante delante de él, y se dio cuenta de que se trataba de la armadura dorada de Eidolon, que relucía como una baliza al recibir los rayos de luz que emitía el enemigo. El comandante general lanzó un aullido de desafío y subió los últimos niveles de la pirámide mientras Tarvitz trepaba para reunirse con él.
La cantora de guerra trazó una especie de velo membranoso de luz a su alrededor y Eidolon se adentró en él. El resplandor se hizo opaco, igual que si se hubiera convertido en un cascarón blanco. La pistola de Tarvitz ya se había quedado sin munición, así que la soltó y empuñó la espada con las dos manos antes de seguir a su comandante al interior de la luz.
Los ensordecedores gritos de la cantora de guerra le llenaron la cabeza con una antimúsica mortífera que se alzó en un crescendo en cuanto penetró en el velo de luz.
Eidolon estaba caído de rodillas y no se veía su martillo por ningún lado. La cantora de guerra estaba flotando en el aire por encima de él. Tenía los brazos extendidos delante de ella y lo machacaba con oleadas de energía lo bastante potentes como para distorsionar el aire.
La armadura de Eidolon se deformaba a su alrededor y ya le había arrancado el casco, dejándole la cabeza llena de sangre, pero él seguía vivo y desafiante.
Tarvitz se lanzó a la carga soltando un grito de combate.
—¡Por el Emperador!
La cantora de guerra lo vio y lo derribó con simple gesto despectivo de la mano. El casco de Tarvitz se partió con el impacto y la cabeza se le llenó durante unos momentos con la repugnante belleza de la canción de su enemiga. Recuperó la visión justo a tiempo de ver a Eidolon lanzándose hacia adelante. El ataque de Tarvitz le había proporcionado al comandante general una ligera ventaja, ya que las ondas armónicas del cántico se dirigieron por un instante hacia Tarvitz.
Sin embargo, un instante era lo único que necesitaba un guerrero de los Hijos del Emperador.
La mirada de Eidolon echaba chispas. El odio y la repugnancia que le provocaba su enemigo eran evidentes en cuanto abrió la boca para lanzar un grito de rabia. Abrió la boca todavía más y soltó un aullido agudo. Tarvitz rodó hasta ponerse de espaldas y dejó caer la espada para poder taparse los oídos con las manos ante aquel sonido atroz. Mientras que el cántico de la cantora de guerra había ocultado su letalidad en una belleza engañosa, no había elegancia en el ataque sónico lanzado por Eidolon. No había más que un volumen ensordecedor y dolorosísimo.
El terrible sonido se estrelló contra la cantora de guerra haciéndole perder el autocontrol. Abrió la boca para entonar un nuevo cántico de muerte, pero el grito de Eidolon transformó sus notas en un simple lamento fúnebre.
Los sonidos plañideros y de dolor se fueron superponiendo unos a otros hasta formar un denso cántico fúnebre al mismo tiempo que la cantora de guerra caía de rodillas. Eidolon se inclinó y recogió del suelo la espada de Tarvitz en cuanto dejó de lanzar aquel aullido terrible. La cantora de guerra se estaba estremeciendo de dolor debido a los arcos de luz que la rodeaban azotándola después de que perdiera el control del cántico.
Eidolon atravesó las descargas de luz y de sonido. La espada surcó velozmente el aire y le cortó la cabeza a la cantora de guerra de un solo tajo fulgurante.
La cantora de guerra enmudeció por fin.
Tarvitz logró mantenerse sobre la cima de la pirámide, que se desmoronaba por momentos, y se quedó contemplando cómo Eidolon alzaba la espada en alto en gesto de victoria. Seguía sin comprender lo que había visto.
Los monstruosos sonidos armónicos de la cantora de guerra continuaban resonándole en la mente, pero sacudió la cabeza para eliminarlos mientras observaba con incredulidad a su comandante general.
Eidolon se dio la vuelta hacia Tarvitz y dejó caer la espada al lado de su subordinado.
—Un buen filo —le dijo—. Gracias por tu intervención.
—¿Cómo…? —fue lo único que Tarvitz consiguió responder. Todavía tenía los sentidos sobrecargados por el ensordecedor aullido que Eidolon había lanzado.
—Pura fuerza de voluntad, Tarvitz —le aclaró Eidolon—. Eso es lo que fue, fuerza de voluntad. La maldita magia de esa bruja no era rival para dos guerreros como nosotros, ¿no es así?
—Supongo que no —respondió Tarvitz al tiempo que aceptaba la mano que Eidolon le ofrecía para ayudarlo a levantarse.
La cúpula se había quedado de repente envuelta en un silencio inquietante. Los isstvanianos que todavía vivían estaban tirados en el suelo, en el mismo lugar donde se habían dejado caer después de la muerte de la cantora de guerra. Sollozaban y se balanceaban hacia adelante y hacia atrás como si fueran niños que acabaran de perder a su madre.
—No entiendo… —empezó a decir mientras los guerreros de la Guardia de la Muerte aseguraban el perímetro.
—No hace falta que entiendas nada, Tarvitz —lo cortó Eidolon—. Vencimos, y eso es lo único que cuenta.
—Pero lo que hizo…
—Lo que hice fue matar a nuestros enemigos —le esperó el comandante general—. ¿Entendido?
—Entendido —contestó Tarvitz, aunque lo cierto era que no entendía la nueva habilidad de Eidolon más de lo que comprendía la mecánica celeste del viaje a través del espacio disforme.
—Mata a los enemigos que queden y después destruye este lugar —le ordenó Eidolon antes de dar media vuelta y bajar por la pirámide destrozada entre los vítores de sus guerreros.
Tarvitz recuperó sus armas y contempló la última fase de la batalla que se desarrollaba a sus pies. Los Adeptus Astartes se estaban reagrupando, así que bajó hasta donde había dejado a Garro.
El capitán de la Guardia de la Muerte estaba sentado, con la espalda apoyada en un lateral de la pirámide. La dificultad de respirar hacía que se estremeciera entre fuertes jadeos, y Tarvitz se dio cuenta de que a Garro le había costado muchísimo mantenerse consciente a pesar de las inyecciones paliativas de dolor que le había suministrado su propia armadura.
—Tarvitz, sigues vivo —exclamó cuando éste bajó el último peldaño que llevaba hasta él.
—Por poco —le contestó—. Es más de lo que tú puedes decir.
—¿Esto? —replicó Garro con un tono de voz burlón—. He sufrido heridas peores. Escucha bien lo que te voy a decir, chaval: estaré en condiciones de enseñarte unos cuantos trucos nuevos en la sala de entrenamiento antes de que te puedas dar cuenta.
A pesar de lo extraña que había sido la batalla y de los camaradas que habían perdido la vida, Tarvitz sonrió.
—Me alegro de verte otra vez, Nathaniel —le dijo Tarvitz mientras se inclinaba y le estrechaba la mano que le ofrecía—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que luchamos juntos.
—Así es, mi hermano de honor —confirmó Garro con un gesto de asentimiento—, pero me parece que dispondremos de una multitud de oportunidades antes de que se acabe esta campaña.
—No si sigues dejando que te hieran de esta manera. Necesitas un apotecario.
—Tonterías, chaval. Hay otros que están mucho peor que yo y que necesitan antes un sierrahuesos.
—Nunca aprendiste a aceptar que te podían herir, ¿verdad?
—No —admitió Garro—. Así es como somos en la Guardia de la Muerte.
—Nunca lo hubiera imaginado —le respondió Tarvitz con ironía al tiempo que indicaba con un gesto de la mano a uno de los apotecarios de los Hijos del Emperador que se acercara—. Sois una legión demasiado salvaje como para que ni siquiera intente comprenderos.
—Y vosotros no sois más que un puñado de niños bonitos más preocupados por tener una buena apariencia que por hacer bien el trabajo —replicó Garro como colofón de la ronda de pullas tradicionales que constituían el intercambio de saludos habituales entre ellos. Ambos guerreros habían pasado por muchas vicisitudes a lo largo de toda su extensa amistad como para permitir que las formalidades y las rencillas entre las dos legiones les impidieran llevarse bien.
Garro señaló con el pulgar la cumbre de la pirámide.
—¿La has matado?
—No —respondió Tarvitz—. Lo hizo el comandante general Eidolon.
—Eidolon, ¿eh? —murmuró Gano—. Nunca le presté demasiada atención. Aun así, si ha logrado acabar con ella, está claro que ha aprendido uno o dos trucos nuevos desde la última vez que lo vi.
—Esta vez creo que tienes razón —contestó Tarvitz.