DOS
Perfección
Iterador
Lo que mejor hacemos
Perfección. Los pielesverdes muertos eran un homenaje a aquella idea. Órbita Profunda DS 191 se había conquistado en una muestra insuperable de tácticas de combate. Las salvas de artillería se habían solapado unas a las otras como las escamas de los peces, y las escuadras se habían lanzado a la carga para acabar con los orkos que los cañones no habían conseguido matar. Escuadra por escuadra, estancia por estancia, los Hijos del Emperador se habían abierto paso a través de los alienígenas matando a todo aquel que encontraban en la estación espacial, y lo habían hecho con la perfección marcial que Fulgrim le había enseñado a su legión.
Saúl Tarvitz se quitó el casco mientras los guerreros de su compañía liquidaban a los pielesverdes supervivientes. Frunció la nariz de inmediato ante el hedor imperante. Los pielesverdes llevaban viviendo en la estación espacial desde hacía cierto tiempo, y se notaba. Encima del metal oscuro del centro de control principal palpitaban varias excrecencias de hongos de gran tamaño, y sobre los puestos de mando habían apilado armas, armaduras y fetiches tribales de aspecto primitivo. La cúpula transparente del centro de control se alzaba sobre su cabeza dando paso al vacío del espacio.
El sistema Callinedes, una serie de planetas imperiales sometidos al ataque de los pielesverdes, era visible entre el frío brillo de las estrellas. Recuperar la estación orbital de las garras de los orkos era el primer paso de la reconquista imperial de Callinedes, y las legiones de los Hijos del Emperador y de los Manos de Hierro no tardarían en lanzarse al asalto contra las posiciones defensivas enemigas en Callinedes IV.
—¡Qué hedor! —protestó una voz a la espalda de Tarvitz.
Se dio la vuelta y vio que se trataba del capitán Lucius, el mejor espadachín de los Hijos del Emperador. La armadura de su hermano de armas estaba cubierta de grandes manchas negruzcas. La elegante espada que empuñaba todavía chasqueaba cargada de energía mientras la sangre pegada a la hoja recalentada de color azul siseaba al evaporarse y chamuscarse.
—Malditos animales —siguió diciendo Lucius—. No parecen tener el suficiente sentido común como para desplomarse cuando los matas.
La cara de Lucius había sido antaño un rostro perfecto e impecable, un reflejo de la propia legión de Fulgrim, pero después de innumerables pullas sobre su aspecto, según se decía más parecido al de un niño mimado que al de un guerrero, y de la influencia de Serena d’Angelus, Lucius había comenzado a hacerse cicatrices. Cada una era una línea recta perfecta, y formaban una rejilla por toda la cara. No había sido ningún filo enemigo el que las había causado, ya que Lucius era un guerrero demasiado soberbio como para permitir que un simple enemigo le marcara el rostro.
—Admito que son duros de pelar —dijo Tarvitz mostrándose de acuerdo.
—Puede que sean duros de pelar, pero no existe elegancia alguna en su forma de luchar —replicó Lucius—. No resulta nada emocionante matarlos.
—Suenas decepcionado.
—Por supuesto que lo estoy. ¿Tú no? —quiso saber Lucius. Un momento después, atravesó a uno de los pielesverdes muertos con la espada y trazó una sinuosa curva a lo largo de su espalda—. ¿Cómo podremos conseguir la perfección definitiva con unos especímenes tan inútiles que no nos ayuden a mejorar?
—No subestimes a los pielesverdes —le advirtió Tarvitz—. Estos animales invadieron un planeta que ya teníamos sometido y masacraron a todas las tropas que dejamos en él para defenderlo. Poseen naves espaciales y armas que no comprendemos, y se lanzan al ataque como si la guerra fuera una especie de religión para ellos.
Le dio la vuelta al cadáver que tenía más cerca. Era una bestia enorme con una piel tan gruesa como la corteza de un árbol. Los ojos rojos mantenían su mirada violenta y la sobresaliente mandíbula parecía seguir rugiendo. Tan sólo las entrañas desparramadas bajo su cuerpo indicaban que estaba muerto. Tarvitz casi sentía todavía el tremendo impacto de su espadón cuando le atravesó la cintura al monstruo y la enorme fuerza con la que había intentado hacerle ponerse de rodillas.
—Hablas de ellos como si necesitáramos comprenderlos antes de poder matarlos. No son más que animales —replicó Lucius con una risa sarcástica—. Piensas demasiado las cosas. Ése ha sido siempre tu problema, Saúl, y por eso jamás llegarás a las impresionantes cotas que yo alcanzaré. Venga, tú simplemente disfruta de la matanza.
Tarvitz abrió la boca para contestar, pero se calló lo que iba a decir cuando vio entrar en el centro de control al comandante general Eidolon.
—¡Buen trabajo, Hijos del Emperador! —gritó nada más entrar.
Eidolon era uno de los Elegidos de Fulgrim, por lo que tenía el honor de pertenecer al estrecho círculo de oficiales que acompañaban al primarca y que en la legión representaban la maestría en el arte de la guerra. Aunque no había sido formado en el sentimiento de antagonismo contra otros Astartes, Tarvitz sentía muy poco respeto por Eidolon. La arrogancia que mostraba no era lo más adecuado para un guerrero de los Hijos del Emperador, y el enfrentamiento entre ambos se había agudizado en el planeta Muerte, durante la guerra contra los megarácnidos.
A pesar de las reservas que Tarvitz sentía hacia él, lo cierto era que Eidolon emitía un aura de autoridad poderosa y natural, acentuada por la armadura de aspecto resplandeciente, con tantos detalles dorados que el color púrpura de la legión apenas era visible.
—¡Esa escoria ni siquiera supo qué los atacó!
Los Hijos del Emperador lanzaron vítores en respuesta. Había sido la clásica victoria de la legión: decisiva, rápida y perfecta.
Los pielesverdes habían estado condenados a la derrota desde el principio.
—¡Preparaos para recibir a vuestro primarca! —gritó Eidolon.
Los servidores de la legión despejaron con rapidez las cubiertas de carga de los cadáveres de los pielesverdes muertos para que allí se agrupara una parte de la fuerza de combate Callinedes. Tarvitz sintió que se le aceleraba el corazón ante la perspectiva de ver de nuevo con sus propios ojos a su amado primarca. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que la legión había combatido al lado de su líder. Cientos de Hijos del Emperador, todos formados en filas impecables, se pusieron en posición de firmes, convertidos en un magnífico ejército de color púrpura y dorado.
A pesar de toda su magnificencia no eran más que una pálida imitación del increíble guerrero del que todos procedían.
El primarca de los Hijos del Emperador era una visión inspiradora. Su blanco rostro parecía esculpido, y lo enmarcaba una melena ondulante de pelo también blanco, casi albino. Su simple presencia era algo embriagador, y Tarvitz se sintió henchido de orgullo ante el magnífico aspecto de aquel guerrero increíble y asombroso. Fulgrim había sido creado para responder a una faceta de la guerra, y su arte consistía en la búsqueda de la perfección a través del combate, ya que la perseguía con el mismo afán que un imaginista se esforzaría por alcanzarla a través de sus pictografías. Una de las hombreras de su armadura dorada estaba esculpida de forma que representara un ala de águila desplegada, el símbolo de los Hijos del Emperador, y el simbolismo dejaba a las claras el orgullo que sentía la legión.
El águila era el símbolo personal del Emperador, y los Hijos del Emperador era la única legión a la que le había permitido utilizar la misma heráldica, lo que proclamaba de un modo evidente que los guerreros de Fulgrim formaban la legión que más valoraba. El primarca llevaba al cinto una espada de empuñadura dorada, y se decía que era un regalo del propio Señor de la Guerra en persona, una muestra evidente del lazo de hermandad que los unía.
Los oficiales del círculo interior del primarca lo flanqueaban a cada lado: el comandante general Eidolon, el apotecario Fabius, el capellán Charmoisan y la enorme mole del dreadnought que albergaba al Anciano Rylanor. Incluso aquellos héroes de la legión quedaban empequeñecidos por el tamaño y el increíble carisma de Fulgrim.
Una fila de heraldos, escogidos de entre los jóvenes iniciados que estaban a punto de completar el programa de entrenamiento para ingresar en los Hijos del Emperador, se desplegó delante de Fulgrim y tocaron una fanfarria para anunciar la llegada del guerrero más perfecto de toda la galaxia. Una estruendosa salva de aplausos resonó entre los Hijos del Emperador allí reunidos cuando le dieron la bienvenida al primarca a su regreso a la legión.
Fulgrim esperó con elegancia a que los aplausos menguaran. Tarvitz deseaba más que nada en la galaxia estar al lado de la impresionante figura dorada que tenían delante de ellos, aunque ya sabía que había sido designado como un simple oficial de campo y que no habría nada más. Sin embargo, la simple presencia de Fulgrim lo llenaba de la esperanza de poder hacerlo mucho mejor si tan sólo le dieran la oportunidad. El orgullo que sentía por la destreza de su legión aumentó mientras Fulgrim contemplaba a los guerreros allí reunidos. Los ojos del primarca brillaron mientras los saludaba uno por uno.
—Hermanos míos —dijo Fulgrim con voz clara y resonante—, ¡hoy habéis demostrado a esos repugnantes pielesverdes lo que significa enfrentarse a los Hijos del Emperador!
La cubierta de desembarco se vio sacudida por otro fuerte restallido de aplausos, pero la voz de Fulgrim resonó con facilidad por encima del clamor de sus guerreros.
—El comandante Eidolon os ha convertido en un arma contra la que los pielesverdes no tenían protección alguna: perfección, fuerza, decisión. Estas cualidades son las características más letales de nuestra legión, y hoy las habéis demostrado por completo. Esta estación orbital se encuentra de nuevo en manos imperiales, lo mismo que las demás que los pielesverdes ocuparon con la vana esperanza de repeler nuestra invasión.
»Ha llegado el momento de continuar con el ataque contra los pieles-verdes y liberar el sistema Callinedes. Mi primarca hermano Ferrus Manus de los Manos de Hierro y yo nos aseguraremos de que ni un solo alienígena quede con vida en lugar alguno reclamado en nombre de la cruzada.
El ambiente estaba cargado por la expectación que la legión sentía mientras esperaba la orden que la enviaría al combate al lado de su primarca.
—Sin embargo, hermanos míos, la mayoría de vosotros no estaréis aquí —les comunicó Fulgrim.
La tremenda decepción que Tarvitz y los demás sintieron fue casi palpable en el aire, ya que se suponía que la legión había viajado hasta el sistema Callinedes para apoyar con todas sus fuerzas la aniquilación de los alienígenas invasores.
—La legión se dividirá —continuó diciendo Fulgrim al mismo tiempo que alzaba las manos para acallar los gritos de queja y los lamentos que sus palabras habían provocado—. Yo encabezaré una pequeña fuerza que se reunirá con Ferrus Manus y sus Manos de Hierro en Callinedes IV. El resto de la legión se dirigirá al sistema Isstvan para reunirse con la Sexagésimo Tercera Expedición del Señor de la Guerra. Esto es lo que os ordena el Señor de la Guerra y vuestro primarca. El comandante general Eidolon estará al mando en Isstvan, y actuará en mi nombre hasta que pueda reunirme con vosotros de nuevo.
Tarvitz miró a Lucius, pero no logró descifrar la expresión del rostro del espadachín al oír las nuevas órdenes recibidas. Él mismo tenía sentimientos encontrados: una gran sensación de pérdida por verse separado de nuevo de su primarca, pero también una agradable impaciencia ante la idea de luchar otra vez al lado de los camaradas que tenía entre los Hijos de Horus.
—Comandante, por favor. Cuando quiera —invitó Fulgrim a Eidolon indicándole con un gesto que se adelantara.
El comandante general hizo un gesto de asentimiento y obedeció.
—El Señor de la Guerra ha reclamado de nuevo la ayuda de nuestra legión. Reconoce nuestra capacidad, y nosotros agradecemos esta oportunidad de demostrar una vez más nuestra superioridad. Tenemos que aplastar la rebelión que se ha producido en el sistema Isstvan, pero no lucharemos solos. Además de su propia legión, el Señor de la Guerra considera adecuada la participación de la Guardia de la Muerte y de los Devoradores de Mundos.
Se oyó un murmullo de sorpresa que recorrió toda la cubierta de desembarco ante la mención de aquellas legiones tan brutales. Eidolon soltó una breve risa.
—Ya veo que algunos de vosotros recordáis las ocasiones en las que hemos luchado junto a nuestros hermanos Astartes. Todos sabemos lo terrible y desagradable que puede llegar a ser la guerra cuando la libran individuos como ellos, así que me parece que se nos presenta la oportunidad perfecta de demostrarle al Señor de la Guerra cómo luchan los elegidos del Emperador.
La legión vitoreó el nuevo discurso. Tarvitz sabía que los Hijos del Emperador siempre aprovechaban cualquier oportunidad que se les presentase de demostrar sus habilidades y capacidades creativas, sobre todo a las demás legiones. Fulgrim había convertido el orgullo en una virtud, y eso impelía a todos y cada uno de los guerreros de su legión a llegar a unas cotas de perfección que ninguna otra legión podía igualar.
Torgaddon había calificado aquello de arrogancia, y Tarvitz se había esforzado por convencerlo de lo contrario en la superficie de Muerte, pero al oír los gritos fanfarrones lanzados por los Hijos del Emperador ya no se sintió tan seguro de que su amigo estuviera equivocado al respecto.
—El Señor de la Guerra ha solicitado que acudamos de inmediato —gritó Eidolon a través de la barahúnda—. Aunque Isstvan no se encuentra muy lejos, las condiciones del espacio disforme hacen que cada vez sea más difícil el viaje, así que debemos apresurarnos. El crucero de ataque Andronius partirá hacia Isstvan dentro de cuatro horas. Cuando lleguemos, seremos los embajadores de nuestra legión, y para cuando acaben los combates, el Señor de la Guerra habrá presenciado la guerra en su aspecto más magnífico.
Eidolon hizo un saludo y Fulgrim inició una nueva salva de aplausos antes de dar media vuelta y retirarse.
Tarvitz estaba anonadado. Reunir para una campaña semejante fuerza de Astartes era muy poco común, así que comprendió que, fuese cual fuese el enemigo al que se iban a enfrentar en Isstvan, debía ser realmente poderoso. Incluso la emoción que sentía ante aquella nueva oportunidad de demostrar su valía ante el Señor de la Guerra se veía atemperada por una repentina e insistente sensación de inquietud.
—¿Cuatro legiones? —se extrañó Lucius mostrando que pensaba lo mismo que él cuando se puso a su lado mientras las escuadras se reunían para prepararse con vistas al viaje para reunirse con la Sexagésimo Tercera Expedición—. ¿Para un solo sistema? ¡Es absurdo!
—Ten cuidado, Lucius. Te acercas demasiado a la arrogancia —le advirtió Tarvitz—. ¿Acaso estás cuestionando la decisión que ha tomado el Señor de la Guerra?
—No la estoy cuestionando —respondió Lucius a la defensiva—, pero hasta tú tienes que admitir que es como utilizar un martillo pilón para partir una nuez.
—Es posible —admitió Tarvitz—, pero lo cierto es que para que el sistema Isstvan se haya rebelado, debe haber sido leal en algún momento.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Lo que quiero decir, Lucius, es que se supone que la cruzada siempre debía estar avanzando en una continua campaña de conquista de la galaxia en nombre del Emperador. En vez de eso, acabamos de dar la vuelta para tapar una grieta. Lo único que se me ocurre es que el Señor de la Guerra quiere dar una especie de gran escarmiento para demostrar a sus enemigos lo que significa rebelarse contra el Imperio.
—Cabrones desagradecidos —soltó Lucius—. En cuanto acabemos en Isstvan, los rebeldes nos suplicarán que los admitamos de nuevo entre nosotros.
—Con cuatro legiones lanzadas contra el sistema —replicó Tarvitz—, dudo mucho que queden demasiados habitantes de Isstvan para unirse otra vez al Imperio.
—Venga, Saúl —le soltó Lucius un momento antes de adelantarlo—. ¿Es que has perdido el gusto por combatir durante la lucha contra los pielesverdes?
¿El gusto por combatir? Tarvitz jamás había pensado en ello de esa manera. Siempre había luchado porque quería llegar a ser algo más de lo que era, porque buscaba la perfección en todo lo que hacía. Había pasado más tiempo del que podía recordar desde que se había entregado a la tarea de emular a los guerreros de la legión que poseían más dotes y más valía que él. Sabía cuál era su puesto dentro de la legión, pero saber cuál era el lugar de uno mismo era el primer paso para mejorarlo.
Tarvitz recordó al contemplar los andares arrogantes de Lucius lo mucho que a su camarada capitán le encantaba combatir. Lucius adoraba luchar, sin remordimiento o vergüenza alguna. Consideraba que el mejor modo de expresarse era serpentear entre los enemigos y abrirse paso con el filo de su espada centelleante dejando atrás un montón de cadáveres ensangrentados.
—Es que me preocupa —comentó Tarvitz.
—¿Qué te preocupa? —le preguntó Lucius al mismo tiempo que se daba la vuelta para mirarlo.
Tarvitz se dio cuenta de que su compañero intentaba de forma apresurada ocultar la exasperación que sentía. Ya había visto esa expresión cada vez con más frecuencia en el rostro cubierto de cicatrices de Lucius durante los últimos tiempos, y le entristecía saber que el ego y la desmedida ambición del espadachín por subir en la jerarquía de las filas de los Hijos del Emperador sería el final de la amistad que los unía.
—Que la cruzada tenga que… resolverse de este modo. La conquista y el sometimiento solían ser el final de todas las campañas.
—No te preocupes —le contestó Lucius con una sonrisa—. En cuanto machaquemos a unos cuantos de estos mundos rebeldes, todo se acabará y podremos seguir con la cruzada.
«Mundos rebeldes… ¿Quién iba a pensar que llegaríamos a utilizar esa expresión?», se dijo.
Tarvitz no le contestó. Seguía pensando en el enorme número de Astartes que se iban a congregar en el sistema Isstvan. En la estación espacial Órbita Profunda DS 191 habían combatido centenares de Astartes, pero la legión la componían más de diez mil Hijos del Emperador, y la mayoría de ellos se trasladarían hasta Isstvan III. Eso sólo ya era más que suficiente para varias zonas de combate. La imagen de cuatro legiones concentradas en una sola batalla le provocaba escalofríos en la columna vertebral.
¿Qué quedaría de Isstvan cuando las cuatro legiones hubiesen pasado por el sistema? ¿Podría ninguna rebelión justificar lo que se avecinaba?
—Sólo quiero conseguir la victoria —dijo al cabo.
Las palabras le sonaron vacías hasta a él.
Lucius se echó a reír, pero a Tarvitz no le quedó claro si lo hacía porque estaba de acuerdo o porque se estaba burlando de él.
* * *
Para Kyril Sindermann, verse confinado a sus propios aposentos representaba la forma más sutil de tortura. Se sentía bastante a la deriva sin el apoyo de la biblioteca que estaba acostumbrado a consultar en la Sala de Archivo Tres. Su biblioteca particular, aunque muy extensa según el estándar normal, no era más que un pálido reflejo de la cantidad de libros arcanos que habían quedado destruidos por el fuego.
¿Cuántos tomos irreemplazables y de valor incalculable se habrían perdido al paso de la bestia de la disformidad que él y Euphrati habían conjurado a partir de las páginas del Libro de Lorgar?
No podía soportar pensar en aquello, y se preguntaría por la condena que les impondría el futuro por la pérdida de conocimiento sufrida por culpa de los dos. Ya había llenado miles de páginas con los fragmentos que podía recordar de los libros que había consultado. La mayor parte eran trozos inconexos y demasiado fraccionados. Sabía que la tarea que se había impuesto de recordar todo lo que había leído estaba condenada al fracaso, pero ni siquiera podía pensar en abandonar. Era como si considerara la posibilidad de que se le detuviera el corazón.
Su ofrenda, y la de la Cruzada, a las generaciones del futuro era la sabiduría acumulada por los eruditos y guerreros de mayor valía de toda la galaxia. Con una base tan elevada a la que subirse, ¿quién sabía hasta qué altura sobrecogedora de iluminación podría llegar el Imperio?
La pluma chirriaba al rascar contra el papel mientras anotaba sus recuerdos sobre la filosofía de los escritores helénicos y sus primeros debates sobre la naturaleza de la divinidad. Sin duda, muchos considerarían un sinsentido la transcripción de los escritos de gente muerta mucho tiempo atrás, pero Sindermann sabía que olvidar el pasado era condenar al futuro a repetir los mismos errores.
El texto que estaba escribiendo hablaba de lo inefable e inescrutables que eran los falsos dioses. Sabía que ese tipo de misterio estaba más cerca del presente de lo que se atrevía a admitir. Todo lo que había leído y presenciado desde lo ocurrido en 63-19 había tensado su escepticismo hasta un punto en el que ya no podía negar la verdad de lo que tan a las claras tenía delante de él y que Euphrati Keeler había intentado comunicarles a todos: «Los dioses existen y, en el caso del Emperador, caminan entre las personas…».
Se detuvo un momento mientras el peso de aquel pensamiento lo envolvía por completo como una manta reconfortante. La calidez y la tranquilidad de la sencilla aceptación de esa idea actuó igual que una cura para todos los males que lo habían acuciado a lo largo del año anterior. Sonrió mientras la pluma seguía rascando la página sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo consciente por escribir.
Sindermann dio un respingo cuando se dio cuenta de que, en realidad, la pluma se movía sobre el papel por voluntad propia. Bajó la mirada para ver lo que había escrito.
«Ella te necesita».
Un miedo frío se apoderó de su cuerpo, pero en cuanto se levantó se desvaneció, y una sensación de amor y confianza le llenó el alma. La mente se le inundó de imágenes que aparecían sin que él las convocara. Vio al Señor de la Guerra, con un aspecto fuerte y poderoso, protegido por una armadura negra de placas recién forjada, con el ojo de color ámbar refulgente como recién salido de un horno de fundición. De los guanteletes del Señor de la Guerra surgían unas largas garras afiladas y de la gorguera emanaba reluciente un brillo rojizo que le iluminaba el rostro desde abajo dándole un inquietante aspecto demoníaco.
—No… —murmuró Sindermann al mismo tiempo que un intenso e indescriptible horror lo invadía ante aquella imagen tan terrible.
Sin embargo, aquella visión fue sustituida de inmediato por la de Euphrati Keeler tumbada en el camastro de la enfermería. Todos los pensamientos aterrorizados desaparecieron ante su imagen, y Sindermann sintió que el amor que le profesaba a aquella hermosa mujer lo embargaba con una luz pura y maravillosa.
De repente, mientras todavía sonreía ante esa visión, la imagen se oscureció y unas garras amarillentas aparecieron para despedazar la aparición de Euphrati.
Sindermann lanzó un grito en una súbita premonición.
Miró de nuevo las palabras escritas y se maravilló ante su desesperada simplicidad.
«Ella te necesita».
Alguien le había enviado un mensaje.
La santa se encontraba en peligro.
* * *
Coordinar todos los recursos de una legión, incluidos los Astartes, las naves de transporte, el personal de apoyo y las unidades imperiales de acompañamiento, era una tarea titánica. Lograr la coordinación necesaria en la llegada de cuatro legiones a un mismo lugar y al mismo tiempo era algo imposible. Al menos, era imposible para alguien que no fuera el Señor de la Guerra.
El Espíritu Vengativo, con su larga proa afilada sobresaliendo como la punta de una lanza, surgió del espacio disforme en mitad de un caleidoscópico despliegue de luces y descargas. Los costados de la nave se vieron sacudidos por rayos cuando los potentes campos de integridad en el espacio disforme soportaron todo el choque de la reentrada. La estrella más cercana del sistema Isstvan relucía, con un brillo frío e insensible, recortada en la negrura de la lejanía interestelar. El Ojo de Horus lo miraba todo desde la parte superior de la proa de la nave. Toda ésta había sido renovada después de la victoria lograda frente a la Tecnocracia. El color blanco hueso de los Lobos Lunares había dejado paso al verde grisáceo metalizado de los Hijos de Horus.
A los pocos momentos llegó otra nave. Entró en el espacio real con la funcionalidad brutal común en su legión. Mientras que la Espíritu Vengativo poseía una elegancia mortífera, la nave recién llegada tenía un aspecto brutal y desagradable, con el casco pintado de un color gris metalizado. La única decoración era un cráneo de bronce colocado en la proa. La nave se llamaba Resistencia, y era el buque insignia de la flota de la legión de la Guardia de la Muerte que acompañaba al Señor de la Guerra. Una flotilla de cruceros de menor tamaño y de otras naves de escolta apareció en su estela. Todas mostraban los mismos costados de color metalizado, ya que nada en la legión de Mortarion mostraba más elementos decorativos de los necesarios.
Varias horas más tarde, la poderosa y afilada silueta del Conquistador atravesó la barrera que la separaba del espacio real y se reunió con el Señor de la Guerra. Resplandecía con los colores blanco y azul de los Devoradores de Mundos, y era la nave insignia de Angron. Su forma robusta y rugosa era una indicación de la legendaria ferocidad del primarca de los Devoradores de Mundos.
El último en unirse a la creciente fuerza de ataque contra Isstvan fue el Andronius, a la cabeza de la flota de los Hijos del Emperador. La nave resplandecía con los múltiples adornos de color púrpura y dorado. Parecía más un palacio flotante que una nave de guerra. Sin embargo, ese aspecto era engañoso, ya que las cubiertas de combate estaban erizadas de armas manejadas por siervos bien entrenados que vivían y morían para cumplir las órdenes de la legión. El Andronius, a pesar de todas sus extravagancias decorativas, era un arma de combate compacta y mortífera.
La Gran Cruzada había visto muy pocas veces una flota de semejante potencia reunida en un único lugar.
Hasta ese momento, tan sólo el Emperador había estado al mando de una fuerza igual, pero se encontraba en Terra, y estas legiones sólo respondían ante el Señor de la Guerra.
Así pues, fueron cuatro legiones las que se reunieron y centraron su atención en el sistema Isstvan.
Las sirenas que anunciaban la traslación del Espíritu Vengativo al espacio real fueron la señal de ponerse en marcha que Kyril Sindermann había estado esperando. Se enjugó la frente con un pañuelo, que ya estaba empapado, y se puso en pie para dirigirse a la puerta de sus aposentos.
Inspiró profundamente para calmarse mientras la puerta se elevaba. Un momento después se enfrentó a las miradas hostiles de dos soldados del ejército. Sus uniformes almidonados no mostraban insignia alguna.
—¿Puedo ayudarle, señor? —le preguntó uno de ellos, de elevada estatura y que mostraba una expresión fría y poco servicial.
—Sí —le contestó Sindermann con un tono de voz modulado a la perfección para transmitirle una afabilidad nada amenazante—. Necesito ir a la cubierta médica.
—No parece estar enfermo, señor —comentó el otro guardia.
Sindermann dejó escapar una pequeña risita y alargó una mano para tocarle el brazo en un gesto de amabilidad.
—No, hijo, no es por mí, es por una amiga mía. Está muy enferma y prometí que la visitaría.
—Lo siento —se disculpó el primer guardia en un tono de voz que indicaba todo lo contrario—. Tenemos órdenes de los Astartes de no permitir que nadie salga de esta cubierta.
—Lo entiendo, lo entiendo —respondió Sindermann con un suspiro y dejando que una lágrima le asomara por el rabillo del ojo—. No quiero molestar a nadie, jóvenes, pero mí amiga… Bueno, en realidad más bien es una hija para mí. La quiero mucho y le haríais un enorme favor a este anciano sí me permitierais aunque sólo fuera verla.
—No va a poder ser —respondió el guardia, pero Sindermann ya había detectado un ablandamiento en el tono de voz, así que insistió un poco más.
—Veréis, a ella no le queda… Ella no… vivirá mucho más tiempo, y el propio Maloghurst en persona me dijo que se me permitiría verla antes… antes de su final.
Utilizar el nombre de Maloghurst era un riesgo, pero se trataba de un riesgo calculado. Era muy poco probable que aquellos soldados dispusieran de un canal de comunicación directo con el palafrenero del Señor de la Guerra, aunque si decidían comprobar lo que les había dicho, su artimaña quedaría al descubierto.
Sindermann había hablado con voz baja y suave mientras representaba aquella imagen de abuelo amable. Había utilizado todos los trucos que conocía como iterador: el timbre preciso, la fragilidad de su aspecto, mantener el contacto visual y lograr la empatía de su audiencia.
—¿Tienes hijos, muchacho? —le preguntó Sindermann alargando la mano de nuevo para agarrar suavemente al guardia por el brazo.
—Sí, señor, los tengo.
—Entonces entenderás por qué tengo que verla —insistió Sindermann arriesgándose a utilizar un enfoque más directo y con la esperanza de haber juzgado correctamente a aquellos hombres.
—¿Sólo va a la cubierta médica? —le preguntó el guardia.
—Hasta allí nada más —le prometió Sindermann—. Tan sólo necesito un poco de tiempo para poder despedirme de ella. Eso es todo. Por favor…
Los guardias intercambiaron una mirada y Sindermann tuvo que contenerse para no sonreír, ya que en ese momento supo que los había convencido. El primer soldado asintió y se echó a un lado para dejarlo pasar.
—Sólo hasta la cubierta médica, anciano —le dijo el guardia mientras le escribía una nota en la que lo autorizaba para pasar por toda la nave en el trayecto de ida y vuelta hasta la cubierta médica—. Si no está de regreso en sus aposentos dentro de dos horas, iré a buscarlo en persona y lo traeré a rastras.
Sindermann asintió mientras cogía la nota que le ofrecía. Luego les estrechó a los dos la mano con entusiasmo.
—Sois buenos soldados, muchachos —les dijo con una voz cargada de gratitud—. Buenos soldados. Me aseguraré de que Maloghurst se entere de lo compasivos que habéis sido con un anciano.
Se dio la vuelta con rapidez para que no se fijaran en la expresión de alivio de su rostro y se apresuró a alejarse por el pasillo que llevaba hasta la cubierta médica. Los corredores resonaban por lo vacíos que estaban en su recorrido por el laberíntico entramado de pasajes de la nave. Su cara jadeante mostraba una sonrisa algo boba. Mundos enteros habían caído rendidos al poder de su oratoria, y allí estaba él, sonriendo por haber convencido a dos guardias simplones para que lo dejaran salir de sus aposentos.
Cuán bajo habían caído los poderosos.
* * *
—¿Se sabe algo más de lo de Varvaras? —preguntó Loken mientras Torgaddon y él recorrían el Museo de la Conquista de camino a la Corte de Lupercal.
Torgaddon hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El proyectil estaba demasiado fragmentado. El apotecario Vaddon no sería capaz de establecer una identificación ni aunque encontráramos el arma que lo disparó. Era uno de nuestros proyectiles, pero eso es todo lo que sabemos.
El museo estaba repleto de artefactos conseguidos como botín de las numerosas victorias de la legión, ya que los Lobos Lunares habían sometido al menos una veintena de planetas al dominio imperial. Una grandiosa estatua situada contra una de las paredes recordaba los días en que el Emperador y Horus habían combatido codo con codo durante las primeras campañas de la Gran Cruzada. El Emperador, espada en mano, se enfrentaba a unos alienígenas esbeltos con el rostro tapado por máscaras mientras Horus, espalda contra espalda con su padre, disparaba con el bólter.
Loken reconoció lo que había al otro lado de la estatua. Eran unos miembros insectoides provistos de filo, las extremidades formadas por una combinación de materia orgánica y metal que les habían arrancado a los megarácnidos en el planeta Muerte. Muy pocos de aquellos trofeos se habían conseguido después de la investidura de Horus como Señor de la Guerra. La mayoría se habían ganado antes de que los Lobos Lunares hubieran sido rebautizados como los Hijos de Horus en honor a los logros del Señor de la Guerra.
—Los siguientes han sido los rememoradores —le informó Loken—. Hacen demasiadas preguntas. Es posible que algunos de ellos ya hayan sido asesinados.
—¿Quiénes?
—Ignace y Petronella Vivar.
—Karkasy —murmuró Torgaddon—. Maldita sea. Oí decir que se había suicidado, pero debería haber sabido que acabarían encontrando el modo de hacerlo… En la logia de guerreros se habló de hacerle callar, sobre todo Abaddon. No se pronunció la palabra «asesinato», y Abaddon parecía considerarlo más la eliminación de un enemigo que un homicidio propiamente dicho. Fue entonces cuando abandoné la logia.
—¿Dijeron algo de cómo lo iban a hacer?
Torgaddon negó con la cabeza.
—No, sólo que era algo que debía hacerse.
—Todo esto no tardará mucho en hacerse público —le prometió Loken—. La logia ya ni siquiera intenta ocultar lo que hace, y pronto llegará la hora de la verdad.
—¿Y qué hacemos entonces?
Loken apartó los ojos de su amigo y miró hacia el arco elevado que conducía a la salida del museo que daba a la Corte de Lupercal.
—No lo sé —le contestó al mismo tiempo que le indicaba con un gesto de la mano que no hiciera ruido: había visto una figura que caminaba por detrás de uno de los armarios acristalados situados más allá.
—¿Qué pasa? —quiso saber Torgaddon.
—No estoy seguro —respondió Loken con un susurro mientras avanzaba entre vitrinas llenas de espadas relucientes, el botín conseguido en un antiguo reino feudal, y de extrañas armas alienígenas arrancadas a las numerosas especies que la legión había exterminado. La figura que había visto era otro Astartes. Loken reconoció los colores de la armadura: era un devorador de mundos.
Loken y Torgaddon finalmente doblaron la esquina de una gran estantería enmarcada de madera de nogal y vieron con claridad a un guerrero Astartes que estudiaba con atención una enorme cuchilla de combate que el propio Señor de la Guerra le había arrancado de las manos a un pretoriano alienígena.
—Bienvenido al Espíritu Vengativo —le dijo Loken.
El devorador de mundos apartó los ojos del arma y se dio la vuelta para mirarlos. La tez de la cara, alargada y de porte noble, tenía un color oscuro intenso que contrastaba intensamente con el azul y el blanco hueso, que eran los colores de su legión.
—Saludos —le respondió al tiempo que cruzaba un antebrazo sobre el pecho en un marcial ademán—. Khârn, de la Octava Compañía de los Devoradores de Mundos.
—Loken de la Décima.
—Torgaddon de la Segunda.
—Es algo impresionante —comentó Khârn mientras miraba a su alrededor.
—Gracias —respondió Loken—. El Señor de la Guerra siempre ha creído que debemos recordar a nuestros enemigos. Si los olvidamos, jamás aprenderemos. —Señaló el arma que Khârn había estado contemplando—. Tenemos conservado por algún lado el cuerpo de la criatura que empuñaba eso. Es del tamaño de un tanque.
—Angron también posee una buena colección de trofeos —comentó Khârn—, pero sólo de aquellos enemigos que él considera que merecen ser recordados.
—Entonces, ¿no deberíamos recordarlos a todos?
—No —contestó Khârn con firmeza—. No se gana nada con conocer a tu enemigo. Lo único que importa es que deben ser destruidos. Todo lo demás no es más que una distracción.
—Lo propio de un devorador de mundos.
Khârn volvió a apartar la mirada del arma con un gesto burlón.
—Quiere provocarme, capitán Torgaddon, pero ya sé lo que las demás legiones piensan de los Devoradores de Mundos.
—Vimos lo que hicieron en Aureus —dijo Loken—. No son más que asesinos.
Khârn sonrió.
—¡Ja! La sinceridad es muy escasa hoy en día, capitán Loken. Sí, lo somos, y nos sentimos orgullosos de serlo, porque somos muy buenos en ello. Mi primarca no se siente avergonzado por hacer lo que mejor se le da, así que yo tampoco.
—Supongo que ha venido para asistir al cónclave —le preguntó Loken, deseoso de cambiar de tema.
—Sí. Seré el palafrenero de mi primarca.
Torgaddon alzó una ceja.
—Un trabajo duro.
—A veces —admitió Khârn—. Angron se preocupa muy poco por la diplomacia.
—El Señor de la Guerra cree que es importante.
—Eso veo, pero cada legión hace las cosas de un modo diferente —contestó Khârn echándose a reír al mismo tiempo que le daba una palmada en la hombrera a Loken—. De un hombre sincero a otro, vuestra propia legión tiene tantos detractores como admiradores. Se dice que os sentís demasiado superiores.
—El Señor de la Guerra es muy exigente —respondió Loken.
—También Angron, te lo aseguro —comentó Khârn, y Loken se sintió sorprendido al notar un tono de cansancio en la voz del devorador de mundos—. El Emperador sabe que a veces lo mejor es dejar que los Devoradores de Mundos hagan lo que saben hacer mejor. El Señor de la Guerra también lo sabe. Si no fuera así, no estaríamos aquí. Puede que te disguste, capitán, pero si no fuera por guerreros como yo, la Gran Cruzada habría fracasado hace ya mucho tiempo.
—Ahí tenemos que coincidir en mostrarnos en desacuerdo —replicó Loken—. Yo no podría hacer lo que hacéis vosotros.
Khârn hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Capitán, eres un guerrero de los Adeptus Astartes. Si tuvieras que matar a todo ser viviente de una ciudad para asegurarte la victoria, lo harías. Tenemos que estar preparados en todo momento para ir más allá que nuestros enemigos. Todas las legiones lo saben, pero tan sólo los Devoradores de Mundos se atreven a decirlo de forma abierta.
—Esperemos que nunca tengamos que llegar a eso.
—No confíes demasiado en esa esperanza. He oído decir que Isstvan III va a ser un hueso difícil de roer.
—¿Qué sabes acerca de eso? —le preguntó Torgaddon.
Khârn se encogió de hombros.
—Nada concreto. La verdad es que no son más que rumores. Se habla de temas religiosos, de brujas y hechiceros, de cielos que se vuelven de color rojo y de monstruos surgidos del espacio disforme. Las exageraciones habituales. Nada en lo que los Hijos de Horus vayan a creer.
—La galaxia es un lugar muy complejo —respondió Loken con un tono de voz comedido—. No sabemos ni la mitad de lo que ocurre en ella.
—Yo empiezo a pensar lo mismo —musitó Khârn mostrándose de acuerdo.
—Está cambiando —añadió Loken—. La galaxia, y la cruzada con ella.
—Sí —contestó Khârn con satisfacción—. Así es.
Loken estaba a punto de preguntarle a qué se refería en concreto cuando las puertas de la Corte de Lupercal se abrieron de par en par.
—Es evidente que el cónclave del Señor de la Guerra empezará dentro de poco —les dijo Khârn antes de hacer una inclinación de despedida hacia ambos—. Ha llegado el momento de que me reúna con mi primarca.
—Y nosotros debemos reunirnos con el Señor de la Guerra —respondió Loken—. A lo mejor nos vemos en Isstvan III.
—A lo mejor —asintió Khârn mientras se alejaba entre los despojos de un centenar de guerras—. Si queda algo de Isstvan III para cuando los Devoradores de Mundos hayamos acabado allí.