UNO

UNO

El Emperador protege

Una larga noche

La música de las esferas

—Yo estaba allí —dijo Titus Cassar. Su voz temblorosa apenas lograba llegar hasta el fondo de la estancia—. Yo estaba allí el día que Horus le dio la espalda al Emperador.

Sus palabras provocaron un suspiro colectivo en la congregación del Lectio Divinitatus y todos los presentes bajaron la cabeza al mismo tiempo ante un hecho tan terrible. Kyril Sindermann se encontraba de pie en la parte trasera de la estancia, que en realidad era un almacén de municiones abandonado, y torcía el gesto de vez en cuando ante el embarazoso discurso que Cassar estaba pronunciando. Estaba claro que el buen hombre no era un iterador, y sin embargo sus palabras transmitían la fe segura e inquebrantable de alguien que realmente creía en lo que estaba diciendo.

Sindermann lo envidió por esa convicción absoluta.

Habían pasado muchos meses desde la última vez que había sentido algo parecido a una certidumbre semejante.

Kyril Sindermann tenía el cargo de iterador principal de la Sexagésimo Tercera Expedición, y una de sus tareas más importantes era propagar la Verdad Imperial de la Gran Cruzada iluminando a los mundos que habían sido sometidos a la autoridad del Emperador y a la gloria del Imperio. Llevar la luz de la razón y de la verdad secular a los extremos más alejados del imparable Imperio de la Humanidad había sido una tarea noble.

Sin embargo, a lo largo de ese camino algo había salido mal.

Sindermann no estaba seguro de dónde había ocurrido. ¿En Xenobia? ¿En Davin? ¿En Aureus? ¿O habría sido en cualquiera de la decena de planetas que habían sido sometidos al dominio imperial?

Hubo una época en la que era conocido como el archiprofeta de la verdad secular, pero los tiempos habían cambiado y de repente se había acordado de Sahlonum, el filósofo sumaturano que se había preguntado el motivo por el que la luz de la nueva ciencia no parecía iluminar tanto como lo hacían las creencias en la antigua brujería.

Titus Cassar continuó con su adormecedor sermón y Sindermann volvió a concentrar la atención en él. Era un individuo de elevada estatura y aspecto anguloso, que llevaba puesto el uniforme de moderati primus, uno de los oficiales de rango superior del Dies Irae, un titán de combate de la clase Imperator. Sindermann sospechaba que era ese rango, junto al hecho de haber sido amigo de Euphrati Keeler, lo que le había otorgado el prestigio que poseía entre la congregación del Lectio Divinitatus, un prestigio que a todas luces se hallaba más allá de sus capacidades personales.

Euphrati Keeler. Imaginista, predicadora…

Santa.

Recordaba su encuentro con Euphrati, una mujer de fuerte carácter y tremenda confianza en sí misma, en la cubierta de embarque antes de la partida rumbo a la superficie del planeta 63-19, sin saber los horrores que presenciarían en las profundidades de las montañas llamadas Cabezas Susurrantes.

Habían sido testigos, junto al capitán Loken, de la monstruosidad surgida del espacio disforme en que se había convertido Xavyer Jubal. Sindermann se había esforzado por encontrarle una explicación racional y se había enterrado entre sus libros para encontrar el conocimiento necesario que le hiciera entender mejor lo que había ocurrido. Euphrati no había dispuesto de un recurso semejante y se había entregado al creciente culto a la Lectio Divinitatus en busca de apoyo.

El culto veneraba al Emperador como si fuera un ente divino, y había pasado de ser una simple secta minoritaria a convertirse en un movimiento espiritual que se extendió por todas las flotas pertenecientes a la Gran Cruzada que recorrían la galaxia, algo que había enfurecido al Señor de la Guerra. El culto había carecido de un foco hasta que lo había encontrado en Euphrati Keeler, su primera mártir y santa.

Sindermann recordaba el día que había presenciado cómo Euphrati Keeler permanecía en pie y en actitud desafiante frente a un horror de pesadilla procedente de más allá de las puertas del Empíreo, que fue adonde lo devolvió. La había visto completamente envuelta por el mortífero fuego de la criatura y salir indemne mientras de la mano donde sostenía un águila imperial plateada surgía un chorro de luz cegadora. Aquello lo había presenciado más gente, entre ellos Ing Mae Sing, la señora de los astrópatas de la flota y una docena de los guardias de la nave. El relato de lo ocurrido se propagó con rapidez y Euphrati se había convertido de la noche a la mañana en una santa a los ojos de los fieles y en un icono al que aferrarse en la frontera del espacio.

Sindermann ni siquiera estaba seguro de por qué había acudido a aquella reunión. No, no era una reunión, se corrigió a sí mismo. Era un servicio religioso, un sermón, y corría el peligro de que lo reconocieran. La pertenencia al Lectio Divinitatus estaba prohibida, y si lo descubrían sería el fin de su carrera como iterador.

—Y ahora, escucharemos la palabra del Emperador —dijo Cassar a continuación preparándose a leer las páginas de un pequeño cuaderno de tapas de cuero.

A Sindermann le recordó los cuadernos Bondsman del número siete que el fallecido Ignace Karkasy había utilizado para escribir sus escandalosos poemas. Precisamente esos mismos poemas, si las sospechas de Mersadie Oliton eran ciertas, eran los que habían provocado su asesinato.

Sindermann pensó que los escritos de la Lectio Divinitatus eran casi igual de peligrosos.

—Tenemos algunos nuevos fieles entre nosotros —comentó Cassar, y Sindermann sintió que los ojos de todos los presentes en la estancia se centraban en él. Estaba acostumbrado a hacerle frente a inmensas audiencias de público, pero, de repente, se sintió muy avergonzado por aquel repentino escrutinio.

—Cuando la gente se siente atraída por primera vez por la adoración hacia el Emperador, es normal que se haga ciertas preguntas —continuó diciendo Cassar—. Saben que el Emperador debe ser un dios, ya que posee poderes divinos por encima del resto de la especie humana, pero aparte de eso, se encuentran en la oscuridad.

Sindermann estaba al menos de acuerdo en ese punto.

—Lo más importante que se suelen preguntar es: «Si el Emperador es realmente un dios, ¿cómo utiliza su poder divino?». No vemos su mano descender de los cielos, y muy pocos de nosotros, los más afortunados, hemos sido bendecidos con alguna visión concedida por su gracia. Entonces, ¿es que no le preocupan la mayoría de sus súbditos?

»No ven la falsedad de esa idea. Su mano se extiende sobre todos nosotros, y todos y cada uno de nosotros le debemos devoción. El poderoso espíritu del Emperador lucha en las profundidades del espacio disforme contra los siniestros seres que de otro modo se nos echarían encima y nos devorarían. Crea maravillas en la propia Terra, artefactos que nos traerán paz, sabiduría y la culminación de todos nuestros sueños en esta galaxia. El Emperador nos guía, nos enseña, y nos exhorta a convertirnos en algo más de lo que somos ahora, pero sobre todo, el Emperador protege.

—El Emperador protege —respondió la congregación al unísono.

—La fe en la Lectio Divinitatus, en la Palabra Divina del Emperador, no es un camino fácil de seguir. Mientras que la Verdad Imperial es tranquilizadora en su riguroso rechazo de cualquier admisión de lo invisible y de lo desconocido, la Palabra Divina exige fuerza de carácter para creer en aquello que no podemos ver. Cuanto más contemplamos esta siniestra galaxia y vivimos el fuego de la conquista, más nos damos cuenta de que la divinidad del Emperador es la única verdad que realmente puede existir. No buscamos la Palabra Divina. En vez de eso, la oímos, y nos sentimos impelidos a seguirla. La fe no es una bandera a la que unirse o una teoría que se pueda debatir. Es algo que se encuentra en lo más profundo de cada uno de nosotros, y que es algo completo e inevitable. La Lectio Divinitatus es la expresión de esa fe, y sólo si reconocemos la Palabra Divina podremos entender el camino que el Emperador ha trazado para la humanidad.

Bonitas palabras, pensó Sindermann. Bonitas palabras. Un mal discurso, pero muy sentido al menos. Vio que habían tocado el alma de aquellos que las habían escuchado. Un orador con habilidad era capaz de influir en todo un planeta con semejantes palabras y fuerza de convicción.

Sin embargo, antes de que Cassar pudiera seguir hablando, Sindermann oyó unos repentinos gritos procedentes del laberinto de pasillos que llevaban hasta aquella estancia. Se dio la vuelta al mismo tiempo que una mujer aterrorizada abría de par en par, con fuerte estruendo metálico, la puerta que el iterador tenía a la espalda. En cuanto la mujer entró, Sindermann oyó el estampido sordo de los proyectiles de bólter.

La congregación se sobresaltó, confundida, y los presentes miraron a Cassar en busca de una explicación, pero el orador estaba tan sorprendido como ellos.

—¡Os han encontrado! —aulló Sindermann con todas sus fuerzas al darse cuenta de lo que estaba sucediendo.

—¡Que todo el mundo salga ahora mismo! —gritó a su vez Cassar—. ¡Dispersaos!

Sindermann se abrió paso a través de la multitud atemorizada hacía el centro de la estancia, donde se encontraba Cassar. Algunos de los miembros de la congregación habían sacado de algún sitio varias armas, y el iterador supuso por su aspecto marcial que se trataba de soldados del Ejército Imperial. Otros eran evidentemente miembros de la tripulación, y Sindermann sabía lo suficiente de religión como para saber que defenderían su fe de forma violenta si no les quedaba más remedio.

—Venga, iterador, ha llegado el momento de que nos marchemos —le dijo Cassar al mismo tiempo que tiraba con suavidad del anciano Sindermann hacia uno de los múltiples pasillos de acceso que salían de la estancia. El moderati primus vio el gesto de angustia que mostraba el iterador—. No te preocupes, Kyril, el Emperador protege.

—Espero que así sea de verdad —contestó Sindermann sin aliento.

El eco de tos disparos les llegó desde el techo, y en las paredes relució el destello estroboscópico de los cañones de las armas al disparar. Sindermann echó un vistazo por encima del hombro y vio la voluminosa y pesada silueta de un Astartes que entraba en el lugar. El corazón se le detuvo por un momento ante la simple idea de ser considerado enemigo por uno de aquellos guerreros.

El iterador se apresuró a seguir a Cassar por el pasillo de acceso y a través de una serie de puertas de contención. El recorrido les hizo serpentear por las profundidades de la nave. El Espíritu Vengativo era un navío inmenso, y Sindermann no tenía ni idea del trazado de aquella zona. Las paredes mostraban un aspecto sombrío e industrial comparado con la suntuosidad de las cubiertas superiores.

—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Sindermann entre jadeos.

Respiraba de forma entrecortada, cada inspiración le suponía un dolor agónico. Sus ancianas piernas ya no soportaban un esfuerzo al que no estaban acostumbradas.

—A la zona de los motores —le contestó Cassar—. Aquello parece un laberinto, y tenemos amigos entre la dotación del lugar. Maldita sea, ¿por qué no nos dejan en paz?

—Porque os tienen miedo —le aclaró Sindermann—. Igual que yo os lo tenía.

* * *

—¿Está completamente segura? —quiso saber Horus, el primarca de la legión de los Hijos de Horus y Señor de la Guerra del Imperio. Su voz resonó por todo el cavernoso strategium del Espíritu Vengativo.

—Todo lo segura que puedo estar —le replicó Ing Mae Sing, la señora de Astrópatas de la Sexagésimo Tercera Expedición.

Tenía el rostro enjuto y la piel tensa. Sus ojos ciegos estaban hundidos en unas cuencas oculares en las que había hecho estragos el cumplimiento de su cargo. Las exigencias físicas y mentales de enviar centenares de mensajes telepáticos por todo el Imperio habían hecho mella de forma considerable en su cuerpo, casi esquelético. Estaba rodeada por varios acólitos astrópatas que llevaban puesta la misma clase de túnica de color blanco fantasmal que ella vestía, y murmuraban de forma ininteligible algunas descripciones sin sentido de las impresionantes imágenes que veían en sus mentes.

—¿De cuánto tiempo disponemos? —le preguntó Horus.

—Como todo lo que ocurre con lo relacionado con la disformidad, es difícil ser preciso —contestó Ing Mae Sing.

—Mi señora Sing —le dijo Horus con frialdad—, lo que ahora mismo necesito de usted es exactamente eso, precisión, y lo necesito más que nunca. El rumbo de la cruzada cambiará de un modo radical ante esa noticia, y si se equivoca, cambiará a peor.

—Mi señor, no puedo proporcionarle una respuesta exacta, pero creo que tan sólo es cuestión de días que las tormentas de disformidad que se avecinan nos impidan seguir en contacto con el Astronomicón —respondió Ing Mae Sing sin hacer caso de la amenaza implícita en las palabras del Señor de la Guerra. Aunque no podía verlos, sí era capaz de sentir la presencia hostil de los guerreros Justaerin, los exterminadores de la Primera Compañía de los Hijos de Horus, que acechaban entre las sombras del strategium—. Dentro de nada apenas seremos capaces de verlo. Nuestras mentes casi no pueden ya cruzar el vacío, y los navegantes insisten en que dentro de poco no podrán guiamos con certeza. La galaxia se convertirá en un lugar de noche y oscuridad.

Horus se dio un puñetazo en la palma de una mano.

—¿Es consciente de lo que me está diciendo? No podía ocurrirle nada más peligroso a la cruzada.

—Me limito a expresar lo que veo, mi Señor de la Guerra.

—Si se equivoca…

La amenaza no era en balde. Ninguna pronunciada por el Señor de la Guerra lo había sido jamás.

Hubo un tiempo en el que el Señor de la Guerra no habría permitido que su ira lo llevase a proferir una amenaza semejante, pero la violencia en el tono de voz de Horus indicaba que ese tiempo ya había pasado.

—Si nos equivocamos, sufriremos. Siempre ha sido así.

—¿Qué hay de mis hermanos primarcas? ¿Qué sabemos de ellos? —inquirió Horus.

—No hemos conseguido confirmar el contacto con el bendito Sanguinius —le informó Ing Mae Sing—, y Leman Russ no ha comunicado nada sobre su campaña contra los Mil Hijos.

Horus soltó una risotada, una seca risa cthonica, antes de hablar.

—Eso no me sorprende. Cuando al Lobo ya se le ha metido algo en la cabeza, no hay mucho que sea capaz de distraerlo de su intención. Quiere darle una lección a Magnus. ¿Qué hay de los demás?

—Vulkan y Dorn están de camino de regreso hacia Terra. Los demás primarcas siguen enzarzados en sus propias campañas.

—Eso es bueno —comentó Horus mientras fruncía el entrecejo—. ¿Sabemos algo del Fabricador General?

—Perdóneme, mi Señor de la Guerra, pero no hemos recibido ningún mensaje de Marte. Nos esforzaremos en ponernos en contacto con ellos mediante medios mecánicos, pero eso llevará bastantes meses.

—Me ha fallado en eso, Sing. La coordinación con Marte es esencial.

Ing Mae Sing había enviado y recibido de forma telepática una multitud de mensajes codificados entre el Espíritu Vengativo y el Fabricador General del Adeptus Mechanicum, Kelbor-Hal, a lo largo de las semanas anteriores. Aunque desconocía el asunto concreto de cada uno de ellos, las emociones que contenían eran demasiado evidentes. Fuese lo que fuese lo que estaba planeando el Señor de la Guerra, el Adeptus Mechanicum era una pieza clave en ello.

Horus le habló de nuevo y la hizo dejar a un lado todo aquello.

—¿Los demás primarcas han recibido mis órdenes?

—Así es, mi señor —le aseguró Ing Mae Sing, incapaz de ocultar en su voz la inquietud que sentía—. La respuesta de lord Guilliman de los Ultramarines llegó clara y sin problemas. Se aproximan a la congregación de tropas en Calth e informa de que sus fuerzas se encuentran dispuestas para partir.

—¿Y Lorgar?

Ing Mae Sing se quedó callada un momento, como si no estuviera segura de cómo enunciar la siguiente frase.

—Su mensaje tenía signos residuales de… orgullo y obediencia. Muy fuerte, casi fanática. Confirma la recepción de la orden de ataque e informa que se dirige a toda velocidad hacia Calth.

Ing Mae Sing se enorgullecía de su inmenso autocontrol, como correspondía a alguien cuyo sentimientos debían mantenerse a raya para evitar que cambiaran debido a la influencia del espacio disforme, pero ni siquiera ella fue capaz de evitar que algunas emociones surgieran a la superficie.

—¿Le preocupa algo, señora Sing? —le preguntó Horus, como si fuera capaz de leerle la mente.

—¿Mi señor?

—Parece afectada por mis órdenes.

—Mi tarea no es sentirme afectada o no, mi señor —le contestó con un tono de voz neutral.

—Exacto —dijo Horus mostrándose de acuerdo—, no lo es, pero duda de lo acertado de mis decisiones.

—¡No! —exclamó Ing Mae Sing—. Es tan sólo que es difícil no sentir la naturaleza de vuestros comunicados, la carga de sangre y muerte que transporta cada mensaje. Cada uno de ellos me hace sentir como si aspirara humo envuelto en llamas.

—Debe confiar en mí, señora Sing —dijo Horus en tono autoritario—. Confíe en que todo lo que hago es por el bien del Imperio. ¿Lo entiende?

—Mi tarea no es entenderlo o no, mi señor —susurró la astrópata—. Mi misión en la cruzada es cumplir la voluntad del Señor de la Guerra.

—Así es, pero antes de marcharse, señora Sing, quiero que me diga algo.

—¿Qué, mi señor?

—Quiero que me hable de Euphrati Keeler —la conminó Horus—. Quiero que me cuente cosas de esa a la que llaman santa.

* * *

Loken seguía dejando sin habla a Mersadie Oliton. Los Adeptus Astartes ya eran más que impresionantes cuando iban equipados con sus bruñidas armaduras, pero ni siquiera semejante visión se podía comparar con el aspecto que un marine espacial, en concreto Loken, ofrecía sin la armadura.

El capitán estaba desnudo hasta la cintura y sólo llevaba unos pantalones de color pálido y unas botas de combate. Relucía a causa del sudor que lo cubría mientras se agachaba y esquivaba los apéndices de lucha de un servidor de entrenamiento. Aunque pocos de los rememoradores habían disfrutado del privilegio de presenciar las acciones de los Astartes en un combate, se decía que eran capaces de matar con las manos desnudas de un modo tan eficaz como con el bólter y la espada sierra. Mersadie contempló cómo Loken destrozaba al servidor extremidad por extremidad, y no la sorprendió en absoluto. Vio un poder tan tremendo en aquel torso ancho y musculoso y una concentración tan intensa en sus ojos grises que se sorprendió de sentir cierta repulsión hacia Loken. Era una máquina de matar, creada y entrenada para llevar la muerte por doquier, pero no era capaz de dejar de mirar y de tomar instantáneas de aquel físico tan imponente.

Kyril Sindermann se inclinó sobre ella para hablarle.

—¿No tienes ya imágenes más que suficientes de Garviel?

Loken le arrancó la cabeza al servidor de entrenamiento y después se dio la vuelta hacia ellos. Mersadie se sintió emocionada. Había pasado mucho tiempo ya desde el final de la guerra contra la Tecnocracia, pero había estado muy pocas horas junto al capitán de la décima compañía. Era su documentalista, por lo que sabía de la escasez de material disponible sobre esa campaña, pero Loken no había sido muy comunicativo a lo largo de los meses anteriores.

—Kyril, Mersadie —los saludó Loken mientras pasaba a su lado camino de su camareta de preparación—. Me alegro de veros de nuevo.

—Me alegro de estar aquí, Garviel —le respondió Sindermann. El iterador principal era un hombre anciano, y a Mersadie le parecía que había envejecido mucho más desde el incendio que casi lo había matado en las salas de archivo del Espíritu Vengativo—. Me alegro mucho. Mersadie ha sido muy amable de traerme con ella. No hace mucho me he visto obligado a hacer un poco de ejercicio, y ya no estoy tan en forma como solía estar. El carro alado del Tiempo se acerca.

—¿Es una cita? —le preguntó Loken.

—Sólo un fragmento —contestó Sindermann.

—No os he visto mucho a ninguno de los dos en estos últimos meses —comentó Loken sonriéndole a Mersadie—. ¿Es que me ha sustituido algún otro asunto más interesante?

—En absoluto —le contestó ella—. Lo que ocurre es que cada vez nos es más difícil recorrer la nave. Ya debes de haber oído hablar del edicto que Maloghurst ha promulgado.

—Sí —admitió Loken mientras tomaba una pieza de la armadura y abría una de las múltiples latas de polvo de pulir que siempre llevaba consigo—, aunque no me he enterado de los detalles concretos.

El olor del polvo de pulir le recordó a Mersadie tiempos más felices, en aquella misma estancia, donde anotaba los relatos que le contaba sobre grandes triunfos y visiones maravillosas, pero dejó a un lado aquellos pensamientos provocados por la nostalgia.

—Nos han restringido los movimientos a nuestras propias estancias y al Refugio. Necesitamos permiso para ir a cualquier otro sitio.

—¿Permiso de quién? —quiso saber Loken.

Mersadie se encogió de hombros.

—No estoy muy segura. El edicto dice que hay que enviar las peticiones a la Oficina de la Corte de Lupercal, pero nadie ha conseguido obtener ninguna clase de respuesta de sea lo que sea eso.

—Debe de ser frustrante —comentó Loken, y Mersadie sintió cómo la furia se apoderaba de ella ante aquella observación tan evidente.

—¡Por supuesto que lo es! No podemos narrar los hechos de la Gran Cruzada si no nos permiten relacionarnos con los guerreros. Apenas conseguimos verlos, y mucho menos hablar con ellos.

—Habéis logrado llegar hasta aquí —le indicó Loken.

—Pues sí. Seguirte me ha enseñado cómo ser discreta, capitán Loken. También ayuda que ahora prefieras entrenarte solo.

Mersadie captó el gesto dolido que apareció en la mirada de Loken y se arrepintió de inmediato de aquellas palabras. En el pasado era muy común encontrar a Loken entrenando con sus camaradas oficiales: con el sonriente Sedirae, cuyos ojos brillantes aunque muertos le recordaban a Mersadie los de un depredador oceánico, con Nero Vipus o con su hermano del Mournival, Tarik Torgaddon. Sin embargo, Loken entrenaba solo en esos momentos. Ella no sabía si era por propia elección o por otras razones.

—Bueno —continuó diciendo Mersadie—, el caso es que no son buenos tiempos para nosotros. Nadie nos cuenta nada. Ya no sabemos lo que está ocurriendo.

—Estamos en guerra —le comunicó Loken dejando a un lado la pieza de la armadura y mirándola fijamente a los ojos—. La flota se dirige a un punto de encuentro. Vamos a unirnos a los Adeptus Astartes de otras legiones. Será una campaña muy complicada. Quizá el Señor de la Guerra se limita a tomar precauciones.

—No, Garviel —lo contradijo Sindermann—, es algo más que eso, y te conozco lo suficiente como para darme cuenta de que tú tampoco te lo crees.

—¿De verdad? —le contestó Loken con un bufido—. ¿De veras crees que me conoces tan bien?

—Lo suficiente, Garviel, lo suficiente —replicó Sindermann con un gesto de asentimiento—. Van a por nosotros, y van fuerte. No todo el mundo es capaz de verlo, pero es así. Tú también lo sabes.

—¿Lo sé?

—Ignace Karkasy —dijo de repente Mersadie.

El rostro de Loken se contrajo con una mueca y el marine apartó la mirada, incapaz de ocultar la pena que sentía por la muerte de Karkasy, el irascible poeta que había estado bajo su protección. Ignace Karkasy se había convertido en una molestia y una preocupación, pero también había sido una persona que se había atrevido a expresar en voz bien alta las verdades que debían decirse.

—Dicen que se suicidó —continuó diciendo Sindermann, que no quería que la pena de Loken le impidiese seguir con lo que había empezado—, pero jamás he conocido a un individuo más convencido de que la galaxia necesitaba oír lo que él tenía que decir. Estaba furioso por la matanza en la cubierta de embarque, y escribió sobre ello. Estaba furioso por un montón de cosas, y no tenía miedo de hablar de ellas. Ahora está muerto, y no es el único.

—¿No es el único? —preguntó Loken—. ¿Quién más ha muerto?

—Petronella Vivar, esa insoportable documentalista. Dicen que se acercó al Señor de la Guerra más que ninguno de nosotros, y ella también ha desaparecido. No creo que haya vuelto a Terra.

—La recuerdo, Kyril, pero estás caminando sobre un terreno peligroso. Tendrás que ser muy claro respecto a lo que estás sugiriendo.

Sindermann no se amedrentó ante la mirada que le lanzó Loken.

—Creo que aquellos que se oponen a la voluntad del Señor de la Guerra son eliminados.

El iterador era un hombre de constitución frágil, pero Mersadie jamás se había sentido tan orgullosa de conocerlo como en aquel momento, cuando se mantuvo erguido ante un guerrero de los Astartes y le dijo algo que éste no quería oír.

Sindermann se quedó callado, dando tiempo más que suficiente a Loken para que lo contradijera y les recordara a los dos que el propio Emperador era quien había nombrado a Horus Señor de la Guerra, porque sólo en él se podía confiar para que mantuviera la Verdad Imperial. Horus era el hombre a quien todos y cada uno de los Hijos de Horus habían entregado su vida una y mil veces.

Pero Loken no respondió nada y a Mersadie se le partió el corazón.

—Lo he leído más veces de las que soy capaz de recordar —prosiguió Sindermann—. En las Crónicas Uranianas, por ejemplo. Lo primero que hicieron todos esos tiranos fue asesinar a todos los que se enfrentaban a su tiranía. Los Señores Supremos de la Edad Oscura Yndonésica hicieron lo mismo. Escúchame con atención: la Era de los Conflictos fue posible porque las voces que lo cuestionaban todo quedaron silenciadas, y en estos momentos aquí está ocurriendo lo mismo.

—Siempre me has enseñado a ser prudente, Kyril —le respondió Loken—. Que tenga en cuenta todos los argumentos y que nunca haga caso omiso de ellos para ponerme a suponer. Estamos en guerra, y ya disponemos de enemigos más que suficientes como para ponernos a buscar nuevos oponentes. Para ti sería peligroso, y quizá no te iba a gustar lo que encontraras. No quiero que sufráis daño alguno, ninguno de los dos.

—¡Ja! Ahora eres tú el que me sermoneas, Garviel —exclamó Sindermann con un suspiro—. Las cosas han cambiado tanto… Ya no eres simplemente un guerrero, ¿verdad?

—¿Y tú eres algo más que un iterador?

—Sí, supongo que sí —contestó Sindermann asintiendo—. Un iterador proclama la Verdad Imperial, ¿no es así? No busca inconsistencias en ella ni se dedica a propagar rumores, pero Karkasy ha muerto, y hay… otras cosas.

—¿Qué cosas? —le preguntó Loken—. ¿Te refieres a Keeler?

—Quizá —replicó Sindermann negando con la cabeza—. No lo sé, pero siento que ella forma parte de esto.

—¿Parte de qué?

—¿Oíste lo que ocurrió en la sala de archivos?

—¿Con Euphrati? Sí. Se produjo un incendio y ella resultó herida de gravedad. Acabó en estado de coma.

—Yo estaba allí —le dijo Sindermann.

—Kyril —lo reconvino Mersadie en tono de advertencia.

—Por favor, Mersadie —respondió Sindermann—. Sé muy bien lo que vi.

—¿Y qué es lo que viste? —quiso saber Loken.

—Mentiras —replicó Sindermann con voz apagada—. Mentiras hechas realidad. Una criatura, algo procedente del espacio disforme. De alguna manera, Keeler y yo le hicimos atravesar las puertas del Empíreo con el Libro de Lorgar. Fue culpa mía. Era… era brujería, lo que llevo tantos años diciendo que no es más que una superchería, pero que se hizo realidad delante de mí, tan cierto como ahora mismo estoy delante de ti. Nos habría matado, pero Euphrati se enfrentó al engendro y sobrevivió.

—¿Cómo?

—Ésa es la parte donde me quedo sin explicaciones racionales, Garviel —le respondió Sindermann con un encogimiento de hombros.

—Bueno, ¿y qué es lo que crees que ocurrió?

Sindermann intercambió una mirada con Mersadie, y ella le indicó con la expresión de la cara que no debía seguir hablando de aquello, pero el iterador no le hizo caso y continuó:

—Cuando destruiste al pobre Jubal, fue con tus armas, pero Euphrati estaba desarmada. Lo único que tenía era su fe, su fe en el Emperador. Creo… creo que fue la luz del Emperador la que envió a aquel horror de regreso a la disformidad.

Oír hablar a Kyril Sindermann de fe y de la luz del Emperador fue ya demasiado para Mersadie.

—Kyril, tiene que haber otra explicación. Ni siquiera lo que le ocurrió a Jubal se encuentra más allá de una posibilidad física. El propio Señor de la Guerra le dijo a Loken que el ser que se apoderó de Jubal era una criatura alienígena procedente del espacio disforme. Te he escuchado enseñar una y otra vez el modo en que las mentes se han visto confundidas por la magia, las supersticiones y todo aquello que nos ciega a la realidad. En eso consiste la Verdad Imperial. Me parece imposible que el iterador imperial Kyril Sindermann haya dejado de creer en la Verdad Imperial.

—¿Creer, querida? —repuso Sindermann sonriendo con tristeza al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. Quizá las creencias sean la mayor mentira. En tiempos muy remotos, los filósofos se esforzaron por explicar las estrellas que había en el cielo y el mundo que los rodeaba. A uno de ellos se le ocurrió la idea de que el universo estaba montado en gigantescas esferas de cristal controladas por una máquina gigantesca, lo que explicaba el movimiento de los cielos. Todo el mundo se rió de él y le dijo que una máquina semejante sería tan enorme y haría tanto ruido que todo el mundo podría oírla. Él simplemente contestó que cuando nacemos, ese ruido nos rodea por completo, de modo que estamos tan acostumbrados a oírlo que ya ni lo percibimos.

Mersadie se sentó al lado del anciano y lo rodeó con los brazos. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba temblando y de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Estoy empezando a oírla, Garviel —dijo Sindermann con voz temblorosa—. Puedo oír la música de las esferas.

Mersadie estudió con atención el rostro de Loken mientras éste miraba fijamente a Sindermann, y vio la inteligencia y la integridad que el iterador había visto en él. Al miembro del Adeptus Astartes le habían enseñado que la superstición sería la muerte del Imperio, y que sólo merecía la pena combatir por la Verdad Imperial.

Aquella creencia se estaba deshaciendo ante los propios ojos de Mersadie.

—A Varvaras lo mataron deliberadamente —dijo Loken por fin—. Con uno de nuestros proyectiles.

—¿A Hektor Varvaras? ¿Al comandante del ejército? —preguntó Mersadie asombrada—. Creí que habían sido los auretianos.

—No, fue uno de los nuestros.

—¿Por qué? —preguntó Mersadie.

—Quería que nosotros… no sé… acabáramos delante de una corte marcial acusados de… la matanza en la cubierta de embarque. Maloghurst se negó. Varvaras se negó a ceder, y ahora está muerto.

—Entonces, es cierto —dijo Sindermann con un suspiro—. Los que se oponen son silenciados.

—Todavía quedamos unos cuantos —le contestó Loken en voz baja pero llena de una determinación acerada.

—Pues entonces tenemos que hacer algo al respecto, Garviel —dijo Sindermann enfervorizado—. Debemos averiguar qué es lo que está afectando a la legión y debemos detenerlo. Podemos enfrentarnos a ello, Loken. Te tenemos a ti, tenemos la verdad de nuestro lado y no hay razón alguna para que no podamos…

El sonido que hizo que Sindermann se interrumpiera fue el de la puerta de la sala de prácticas al abrirse de golpe. Al estampido le siguió el ruido de las poderosas pisadas de unas botas de metal contra el suelo metálico. Mersadie supo que se trataba de un Astartes antes incluso de que su enorme sombra la cubriera. Se dio la vuelta y vio la encorvada silueta de Maloghurst, que llevaba puesta una túnica de color crema con el borde verde. Era el palafrenero del Señor de la Guerra. A Maloghurst se lo conocía con el sobrenombre de El Retorcido, tanto por su laberíntica mente como el estado en que le había quedado el cuerpo después de sufrir una serie de terribles heridas y que lo habían deformado de un modo grotesco.

La expresión de su rostro era furibunda, y todo su cuerpo parecía emitir una sensación de rabia.

—Loken, son civiles —le advirtió.

—Kyril Sindermann y Mersadie Oliton son rememoradores oficiales de la Gran Cruzada y puedo responder por ellos —contestó Loken al mismo tiempo que se ponía en pie y se enfrentaba a Maloghurst como si fuera de igual a igual.

Maloghurst estaba respaldado por la autoridad que Horus le había otorgado, por lo que Mersadie se quedó sorprendida, preguntándose qué clase de valor hacía falta para enfrentarse a un individuo semejante.

—Quizá desconoces el edicto que ha promulgado el Señor de la Guerra, capitán —le indicó Maloghurst con un tono calmado que contrastaba por completo con la palpable tensión que existía entre los dos Astartes—. Esos funcionarios y escribas ya han causado problemas más que suficientes. Tú de entre todos eres el que mejor deberías saberlo. No va a haber más distracciones, Loken, ni más excepciones.

Loken se quedó con el rostro pegado al de Maloghurst, y por un momento Mersadie pensó que estaba a punto de golpear al palafrenero.

—Todos colaboramos en la tarea encomendada por el Emperador, Mal —le replicó con voz tensa Loken—. Sin estos hombres y mujeres, no sería posible completarla.

—Capitán, los civiles no combaten, no hacen más que cuestionarlo todo y quejarse. Podrán anotar todo lo que quieran una vez esté acabada la guerra, y podrán extender la Verdad Imperial en cuanto hayamos sometido a las poblaciones que necesitan oírla. Hasta entonces, no forman parte de esta cruzada.

—No, Maloghurst —insistió el capitán—. Te equivocas, y lo sabes. El Emperador no creó a los primarcas y a las legiones para lucharan envueltas en la ignorancia. No emprendió la conquista de la galaxia para someterla a una dictadura.

—El Emperador está muy lejos de aquí —comentó Maloghurst al mismo tiempo que hacía un gesto en dirección a la puerta.

En la sala de entrenamiento entraron una docena de soldados, y Mersadie reconoció los uniformes del Ejército Imperial, pero vio que les habían arrancado las insignias y los emblemas tanto de rango como de unidad. Se sobresaltó al reconocer también la cara de uno de los soldados: era el rostro de expresión helada y ojos dorados del guardaespaldas de Petronella Vivar. Recordó que se llamaba Maggard, y se quedó impresionada por el imponente tamaño de aquel individuo. El cuerpo era mucho más musculoso y abultaba más que el resto de los soldados del ejército que lo acompañaban. La piel de los músculos que le quedaban al aire mostraba una serie de cicatrices recién cerradas, y en su rostro habían aparecido unos cuantos rasgos que indicaba un gigantismo naciente muy similar al de Loken. Destacaba entre los soldados del Ejército Imperial, y su presencia reforzaba la increíble teoría de Sindermann respecto a la desaparición de Petronella Vivar. Él estaba convencido que no tenía nada que ver con un regreso a Terra.

—Llevaos al iterador y a la rememoradora de vuelta a sus aposentos —les ordenó Maloghurst—. Quiero apostados más guardias, y que se aseguren de que no se producen nuevos fallos de seguridad.

Maggard asintió y avanzó hacia ellos. Mersadie intentó esquivarlo, pero él era demasiado veloz y fuerte. La agarró por el cuello de la camisa y la arrastró hacia la puerta. Sindermann se puso en pie sin que nadie lo obligara y permitió que los soldados lo llevaran hacia la salida.

Maloghurst se colocó entre Loken y la puerta. Si el capitán había pensado detener a Maggard y a sus hombres, tendría que pasar por encima del palafrenero.

—Capitán Loken —dijo en voz alta Sindermann unos momentos antes de salir de la sala de prácticas—. Si desea comprender más, le recomiendo que lea de nuevo las Crónicas de Ursh. En sus páginas encontrará la iluminación.

Mersadie se esforzó por mirar hacia atrás. Logró ver a Loken al otro lado de la silueta cubierta por una túnica que era Maloghurst. El capitán parecía un animal enjaulado que estuviese a punto de atacar.

La puerta se cerró de golpe y Mersadie dejó de forcejear mientras Maggard la llevaba junto a Sindermann de regreso a sus aposentos.