27

Se detuvo en la puerta de la cocina con una bolsa de comestibles en los brazos. Vestía una camisa de faena de color verde oscuro y un pantalón de tejido sintético, ceñido por debajo de la cintura. Jadeaba de cansancio y tenía la cara cubierta de sudor. Tenía la mirada fija en el pedazo de papel de vinilo que yacía ahora enroscado en el suelo. Sus ojos se desplazaron a la pared y buscaron los míos a continuación.

—¿Por qué ha hecho eso?

—Ya es hora de afrontar el pasado, amigo mío.

Se acercó al banco de la cocina y depositó en él la bolsa de comestibles. Sacó algunos productos —papel higiénico, una docena de huevos, un paquete de mantequilla, una barra de pan— y los puso encima de la mesa. Advertí que trataba de adoptar una actitud definida, que buscaba el tono que más convenía. Durante años se había estado preparando para aquella situación, confiando sin duda en que sería capaz de afrontar cualquier diálogo fingiendo la máxima inocencia. El problema estribaba en que había olvidado lo que era la inocencia y qué aspecto tenía esta a la hora de los convencionalismos.

—¿A qué se refiere?

—A la sangre que hay en la pared, por ejemplo. Cometió un error al permanecer demasiado tiempo en silencio.

—¿De qué sangre habla? Eso son manchas de pintura. Estaba repasando unos muebles, se cayó el bote y lo salpicó todo. Fue un verdadero desastre.

—Cuando se corta una arteria ocurre lo mismo. La sangre salta como si la estuvieran bombeando. —Pasé por encima del enroscado pedazo de papel decorado, produciendo un ruido crujiente, y me lavé las manos en el fregadero de la cocina.

Metió en el frigorífico una caja de helado de dos kilos y dedicó unos instantes a poner en orden las verduras congeladas. Había perdido el ritmo. Los embusteros consumados saben que para fingir indiferencia el cronometraje es fundamental.

Me sequé las manos con un paño de cocina de procedencia dudosa. Podía ser un trozo de funda de almohada, un trapo de quitar el polvo o un pañal.

—He ido a Mount Calvary y he buscado la tumba de Anne.

—Vaya al grano, señora, tengo cosas que hacer. Anne está enterrada con la familia, en la falda de la loma.

—No exactamente —dije. Me apoyé en el banco. Le observé mientras sacaba unas latas de la bolsa—. Fui a las oficinas y pedí que me enseñaran la ficha del entierro. Usted le compró una lápida, pero en la tumba no hay nadie. Anne se marchó con Irene en enero de 1940.

Trató de fingir que se sentía ofendido, pero fue incapaz de poner sentimiento a la pose.

—Yo costeé su traslado desde Tucson, Arizona. Si no estaba en el ataúd, ¿qué quiere que le diga? Pregúntele al tipo de Arizona que dijo que la había metido en la caja.

—Vamos, vamos —dije—. Déjese de pamplinas. No hubo ningún marido de Arizona ni hubo hijos tampoco. Todo es un invento de usted. Usted mató a Charlotte y a Emily. También mató a Sheila. Anne estaba viva hasta ayer mismo por la noche y me lo contó prácticamente todo. Me contó que Emily quería vender la casa y que usted se negó. Sin duda insistió y usted se vio obligado a matarla para que acabaran las discusiones. Una vez libre de Emily, Anne fue el único problema. Hizo que la declarasen oficialmente muerta y usted pasó a ser el único propietario de la casa…

Se puso a cabecear.

—Está usted loca. No tengo por qué responder.

Me dirigí al teléfono que había en la pared, junto a la puerta que daba al pasillo.

—Como quiera. Ya responderá al teniente Dolan cuando llegue.

De pronto le entraron ganas de discutir, como si quisiera posponer la llamada.

—Yo soy incapaz de matar a nadie. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—¿Y cómo quiere que yo lo sepa? Supongo que por dinero. No sé exactamente por qué lo hizo. Pero sé que lo hizo.

—¡No es verdad!

—Vaya si lo hizo. ¿A quién quiere engañar?

—No tiene usted ninguna prueba. No podrá demostrar nada.

—Yo no, pero otros sí. La policía, Patrick, es muy lista. Y muy tenaz. Dios mío, no tiene usted idea de lo pesada que puede ponerse la policía cuando hay un homicidio por medio. Toda su maquinaria científica se pondrá en marcha. Técnicos de laboratorio, instrumental avanzado, análisis de alta tecnología. Los mejores científicos del mundo trabajan para la policía. ¿Y qué tiene usted para enfrentarse a eso? Nada. Mucha palabrería y punto. No tiene usted ninguna posibilidad. Puede que hace cincuenta años les hubiese engañado, pero en la actualidad es imposible. Está usted perdido, colega. Totalmente acabado.

—Un momento, joven, un momento. No le consiento que me hable así en mi propia casa —dijo.

—Usted perdone, señor. Veo que es un hombre de principios. Y no está dispuesto a tolerar mis obscenidades.

Le di la espalda y me dirigí al teléfono. Ya había cogido el auricular cuando la ventana de atrás saltó hecha pedazos. Los dos fenómenos se produjeron tan seguidos que pensé que había sido como una sucesión de causa y efecto. Cojo el teléfono, se rompe la ventana. Sufrí un sobresalto, se me cayó el teléfono de las manos y sufrí otro sobresalto cuando el auricular golpeó contra la pared. Vi una mano que se colaba por entre los vidrios rotos de la ventana, en busca del tirador de la puerta. Un patadón tremendo y la puerta se abrió con brusquedad y chocó violentamente contra la pared. Yo ya había cogido el bolso; estaba a punto de empuñar la pistola cuando apareció Mark Messinger con la suya en la mano y apuntándome directamente. A causa del silenciador, el cañón parecía medir treinta y cinco centímetros por lo menos.

Esta vez no había sonrisas ni emanaciones eróticas. Tenía el pelo mojado y repartido en rubios mechones pegados al cráneo. Sus ojos azules eran tan fríos e inexpresivos como una piedra. Patrick se había dado la vuelta y corría hacia la puerta principal. Messinger le disparó despreocupadamente, sin detenerse siquiera a pensar y con la misma indiferencia con que se señala un objeto con el dedo. ¡Pop! El ruido de la semiautomática del 0,45 con silenciador fue un delicado trino de violín en comparación con el efecto que produjo. El proyectil lanzó a Patrick contra la pared, donde dio un rebote antes de caer al suelo. Del pecho comenzó a manarle sangre y en el lugar del impacto se le formó un boquete semejante al cáliz de un crisantemo, bordeado de jirones de algodón y carne desgarrada. Me quedé mirando al muerto como hipnotizada y en aquel punto me asió Messinger por el pelo y tiró de él hasta que mi cara quedó a dos centímetros de la suya. Me puso la boca del cañón bajo la barbilla con tanta fuerza que me hizo daño. Quise quejarme, pero no me atreví a moverme.

—¡No me mates!

—¿Dónde está Eric? —susurró.

—No lo sé.

—Ayúdame a recuperarlo.

El miedo se me había clavado en el pecho como una lluvia de astillas. La adrenalina se me había concentrado en el cerebro y me había vaciado las ideas. Pensé en Dietz y en Rochelle Messinger. Por lo visto habían conseguido arrebatarle al pequeño. Percibía un lejano olor a cloro en el aliento de Messinger. Me lo imaginé en el agua, Eric en el borde de la piscina, a punto de zambullirse. Si su madre había aparecido en aquel instante, lo lógico hubiera sido que el niño corriera hacia ella con un grito de alegría. Seguramente estarían ya camino del aeropuerto. El avión tenía prevista la llegada a las nueve, para darles tiempo de coger al niño. Alejé de mí aquellas imágenes. La mente se me quedó en blanco.

Messinger me propinó un bofetón tan fuerte que empecé a oír pitidos por todas partes. Estaba perdida. No había forma de salir con vida de aquella. Me empujó hacia la puerta trasera y de un puntapié apartó la silla que tenía yo delante. Entreví al anciano Ernie arrastrando los pies en dirección a la cocina. Tenía la confusión pintada en la cara y se le acentuó cuando descubrió a Patrick tendido en tierra con el floripondio de sangre en el centro del pecho. Mark Messinger se volvió en redondo y apuntó al viejo con la pistola.

—¡No, no! —barboté.

Me salió una voz extraña, aguda y áspera a la vez. Cerré los ojos con fuerza en espera del ¡pop! Miré a mis espaldas. El anciano se había dado la vuelta y se alejaba como podía, muerto de miedo. Oí resonar sus gritos en el pasillo, frágiles e impotentes como los de una criatura. Messinger le miraba inmóvil con la indecisión pintada en los ojos. Perdió el interés y se concentró en mí.

—Dame las llaves del coche.

Vi mi bolso en el suelo, debajo del teléfono. Incapaz de hablar, lo señalé con el dedo. Deseaba con todas mis fuerzas recuperar la pistola.

—Iremos en mi coche. Tú conducirás.

Me cogió otra vez por el pelo y tiró de mí con tanta violencia que se me escapó un alarido de pánico.

—Cierra el pico —susurró.

Iba con la cara pegada a la mía al descender los peldaños de atrás. Me tambaleé y tuve que sujetarme a la barandilla con la derecha. Resbalé en el borde del escalón y estuve a punto de caer al suelo. Creo que fue Messinger quien lo impidió tirando de mí hacia arriba, arrancándome el cuero cabelludo con aquella mano que me aferraba como un torno. No podía mirar al suelo, no podía girar la cabeza en sentido lateral. Sentí que pisaba la grava del sendero. Avanzaba como una ciega, con los brazos estirados y poniendo en juego todos los sentidos salvo la vista. El coche estaba en el sendero, junto al cobertizo. Durante un segundo pensé que, andando de aquel modo tan torpe, tal vez llamáramos la atención de algún vecino. Estaba oscureciendo. Vi la cara de Rochelle en la imaginación. Por favor, sube al avión, dije para mí. Sube ya. Llévate a Dietz para siempre y tenlo en un lugar seguro. Volví a ver los gestos nerviosos de Dietz, la intensidad de su concentración. Deseé que estuviera en un taxi, lejos de todo peligro. Ya no podía salvarle, ni siquiera podía salvarme ya a mí misma. Messinger abrió la puerta del coche y me introdujo de un empujón. Era un Rolls-Royce amarillo: consola de nogal, tapicería de piel.

—Arranca —dijo. Subió a continuación y se pegó a mí. Me apoyó en la sien el cañón de la pistola. Respiraba con fuerza, con toda la tensión concentrada en el acto de empuñar la pistola. Si me mataba en aquel instante, ni siquiera lo notaría. Estaría muerta antes de que el dolor recorriera mis neuronas y transmitiera el mensaje al cerebro. Deseé que ocurriera, que todo terminara de una vez—. Adelante —dijo. Creí por un instante que la voz era mía, tal había sido la fidelidad con que había expresado mis propios pensamientos—. ¡Arranca de una vez! —Le poseía una furia caprichosa, fuego unas veces, otras hielo, y su voluntad oscilaba incomprensiblemente entre el impulso irrefrenable y el autodominio total. Giré la llave de contacto—. ¿Dónde se han llevado a mi hijo?

—No me lo dijeron.

—¡Puta embustera! Yo sí te lo voy a decir a ti. —Bajó la voz y noté la caricia de sus palabras en mi mejilla. Había vuelto el deseo, el mismo prurito que surge cuando se baila con un hombre por primera vez, como si la conciencia despertara a la carne y a todo cuanto puede prometer. Otra vez estaba tranquilo, confiado, y en su risa gutural despuntó un destello de júbilo—. Rochelle tiene un hermano gemelo que es piloto —dijo—. Sé que no se lleva a Eric a su casa porque sería el primer lugar donde les buscaría y ella moriría antes de cerrar siquiera la puerta. Piensa llevárselo en avión para tenerlo escondido por ahí hasta que las cosas se calmen. —Despegó la pistola de mi cabeza y gesticuló con el cañón—. Pon la marcha atrás, sal a la calle y dobla a la izquierda. Vamos al aeropuerto, cerca de allí hay un sitio donde fletan aviones. Y conduce con cuidado.

Asentí con aturdimiento. Mi estado de ánimo fluctuaba con la misma brusquedad que el suyo. Por lo pronto seguía con vida, no estaba mutilada y no tenía nada roto. Era una suerte que no me hubiera hecho daño y el no estar muerta ya me desconcertaba. Hice lo que me había dicho. Era ridículo, pero mientras retrocedía por el sendero me sentí contenta de que me tratara con amabilidad y de que se dirigiera a mí casi como si fuéramos amigos. Aquel hombre había conseguido transformar mi habitual fanfarronería en humildad. Aún había esperanza. Aún existía una posibilidad. Puede que ya hubieran despegado. Puede que ya se hubieran ido. Puede que le matase yo antes de que él me matara a mí. Imaginé a Rochelle recibiendo un balazo en el pecho. Messinger la mataría con la misma indiferencia con que había matado a Patrick Bronfen, con el mismo pragmatismo, la misma despreocupación, la misma facilidad. Dietz iba a morir. Messinger me canjearía por Eric al principio y luego nos mataría a todos. A Rochelle, a Dietz, a mí, en el orden que resultara más horrible. Consciente de que tenía un volante en las manos, me concentré en la conducción. Percibía el olor de los asientos de piel, la fragancia de la rosa natural que había en un recipiente de vidrio. El coche rodaba en silencio. Giré a la derecha, entronqué con la 101 y puse rumbo al norte. No había a la vista ninguna patrulla de carreteras. Tenía la boca seca. Carraspeé.

—¿Cómo supiste dónde estaba?

—Escondí un micrófono en el Porsche la primera noche que lo vi aparcado delante de tu casa. ¿Ves esto? Es el receptor. Os he seguido a todas partes con un par de coches de alquiler.

—¿Por qué has matado a Patrick?

—Porque sí. Es un soplapollas.

Le miré con curiosidad.

—¿Y por qué has perdonado a Ernie?

—¿Al viejo pedorro? No sé. Ahora que lo dices, a lo mejor vuelvo y acabo la faena —dijo. Hablaba en tono zumbón. Un poco de humor sádico para que todos supiéramos que era malísimo. Había apartado la pistola de mi cabeza y en aquellos momentos la tenía apoyada en la rodilla—. ¿Y ese guardaespaldas que te has echado? Es peor que un grano en el culo. Dos veces he estado a punto de darte y las dos veces se ha puesto por medio.

—Es un buen profesional.

Se quedó mirándome.

—¿Te lo has tirado?

—No es asunto tuyo.

—Venga…

—¡Lo conozco desde hace sólo cuatro días! —dije, haciéndome la puritana.

—¿Y qué?

—Que yo no me acuesto con nadie con tanta rapidez.

—Pues habrías podido aprovechar la ocasión. Ahora es hombre muerto. Vamos a hacer un trato. A ver… Él o tú. Mejor aún, Rochelle o él. Tú eliges. Si no eliges, os mato a los tres.

—Sólo te han pagado para matar a una persona.

—Es verdad, pero ¿sabes?, el dinero no lo es todo en la vida. Cuando haces lo que te gusta, lo harías incluso gratis. ¿Tengo razón o no? —Alargó la mano hacia el radiocasete—. ¿Un poco de música? Tengo jazz, clásica y rhythm and blues. Nada de heavy ni de reggae. No aguanto esa mierda. ¿Te pongo a Frank Sinatra?

—No, gracias. —Vi la salida que conducía a la ciudad universitaria y al aeropuerto y giré a la derecha. La carretera se empinaba, giraba a continuación a la izquierda, pasando por encima de la autopista, y seguía en línea recta. Dos minutos más y estaríamos en el aeropuerto. ¿Qué podía hacer? El reloj digital de la consola marcaba las 8:02. A kilómetro y medio de distancia y a mano derecha vi la rampa de acceso a Rockpit Road. Tomé la curva. Sabía que estábamos cerca del océano, pero lo único que me llegaba a la nariz era el olor a huevos podridos que despedían los pantanos que bordeaban la carretera. Se estaba levantando la niebla, una espesa franja de tonalidad blanquecina que destacaba del fondo negruzco del cielo. En lo alto de los riscos se alzaba la universidad, semejante a una ciudad amurallada, coronada de luces y torres de color crema. Nunca había tenido oportunidad de estudiar allí. Yo era de la estirpe de los asalariados; igual que el tipo que tenía al lado, si vamos a ello. Igual que Dietz.

Conduje por Rockpit a lo largo de un kilómetro hasta que aparecieron a la izquierda los hangares y edificios heterogéneos del Aeródromo Neptuno.

—Por aquí —dijo Messinger.

Reduje la velocidad y tomé el desvío. Messinger adelantó el tórax para ver mejor por el parabrisas, que se había cubierto de una fina capa de niebla.

Había cuatro coches diferentes en el aparcamiento, pero ninguno era el alquilado por Rochelle. Messinger me hizo estacionar el Rolls al socaire de un hangar de paredes metálicas. Bajo la V invertida del tejado, iluminado por una sola bombilla, había un rótulo que decía: CLASES DE VUELO, CENTRO DE REPARACIONES DE LA DIRECCIÓN GENERAL DE AVIACIÓN CIVIL, CONTRATOS Y ALQUILERES 24 HORAS Y SUBASTAS, SERVICIOS COMERCIALES Y ARTÍCULOS DE VENTA AÉREA. La valla que lo rodeaba era de tela metálica, estaba coronada por alambre espinoso, tenía un candado en la entrada y estaba jalonada por una serie de carteles que prohibían el paso. La pista estaba vacía y la luz de los focos situados en el otro extremo del hangar despertaba en su superficie una constelación de reflejos apagados.

Bajamos del vehículo. Hacía frío; el viento se deslizaba sobre el macadán y me agitaba el pelo en todas direcciones. Al cruzar el aparcamiento, Messinger me cogió por el codo de una manera tan parecida a la de Dietz que se me formó un tapón de aire en la garganta.

Las oficinas del Aeródromo Neptuno estaban cerradas y el interior medio a oscuras. Sólo se veía brillar una luz mortecina al otro lado de los grandes paneles de cristal. Dimos la vuelta al edificio. En la parte trasera había una amplia terraza de madera rojiza donde se habían instalado una mesa grande y rústica y un par de bancos para que esperasen quienes tenían que emprender algún vuelo concertado. Me imaginé a los empleados del aeródromo (a los tres) comiendo en aquella mesa, mirando los aviones que aterrizaban y tomándose los refrescos enlatados de la máquina expendedora. A la derecha, ancladas al macadán, se veía una fila de avionetas particulares. Un kilómetro más allá se alzaban las naves de almacenaje del Aeropuerto de Santa Teresa y, descollando de modo manifiesto, la parte superior de la torre de control. Un United 737 maniobraba con pesadez en una de las pistas, preparándose para despegar. Messinger me hizo una seña y nos sentamos a la mesa rústica, el uno enfrente del otro.

—Hace un frío que pela —dijo.

Oí voces a mis espaldas. Me volví y vi a dos trabajadores, repostadores seguramente, que cerraban la puerta de servicio del hangar y se dirigían hacia el aparcamiento. Messinger se puso en pie y miró hacia donde estaban. Levantó la pistola, apuntó y… con la boca hizo pum, pum. Sopló el imaginario reguero de humo que habría tenido que salir del cañón del arma y sonrió.

—No saben la suerte que tienen, ¿verdad?

—Supongo que no —dije.

Volvió a sentarse.

El pelo se le había secado y el viento jugaba con sus rizos, que habían recuperado su forma. En lo alto de una esquina del edificio había una bombilla cuya luz se reflejaba en sus ojos. Me observó con atención.

—¿Te trajo tu padre aquí alguna vez para que vieras los aviones?

—Murió cuando yo tenía cinco años.

—El mío tampoco. Cabronazo. No me extraña que yo haya salido así.

—¿Qué pasó? ¿No quiso ir al estadio cuando jugaste tu partidito en la selección infantil de béisbol?

—El pobre sólo sabía beber, fornicar y matar. De ahí proceden las grandes cualidades que me caracterizan. De él.

Me sentía ya menos atemorizada y el primitivo lugar del miedo empezaba a ocuparlo la mala uva. Una cosa era morir y otra muy distinta que me obligasen a estar allí, con el frío que hacía, charlando con un asno engreído como Messinger. Antes había estado pensando que a lo mejor me convenía hacerme la simpática. Ahora dudaba que tuviera algún sentido. No me quitaba la vista de la cara. Le devolví la mirada para ver cómo reaccionaba. Asintió con actitud valorativa.

—Ya tienes mejor el ojo amoratado.

Me pasé un dedo por el borde de la órbita. Había vuelto a olvidarme de la impresión que producía en los observadores desprevenidos. La última vez que me había observado las lesiones, había advertido que los distintos matices cromáticos habían cambiado de manera radical. Un fondo amarillo limón se había mutado en verde lima y sobre él se había aposentado una ligera capa ciruela.

—Casi me liquidaste aquella vez.

Rechazó el elogio con la mano.

—Fue un ejercicio de calentamiento. No iba en serio.

—¿Qué dijo Eric?

—No le afectó. Fíjate en los dibujos animados. Los críos ven violencia continuamente y no le dan la menor importancia. La gente no muere de verdad. Todo son efectos especiales.

—Dudo que siga pensando lo mismo si matas a su madre.

—No si la mato cuando… —desvió la mirada.

En la pista había aterrizado una avioneta que hacía el mismo ruido que un Volkswagen cuando se le estropea la correa del ventilador. Desapareció detrás de unas construcciones accesorias y reapareció avanzando lentamente con la proa hacia nosotros.

—Es él. Andando. Y ten la boca cerrada o te liquido la primera.

El avión llegó a la explanada de cemento que había junto al hangar y dio media vuelta para quedar de cara a la pista de aterrizaje. El piloto paró el motor y apagó las luces. Messinger me había cogido por la nuca y me empujaba hacia el aparato sin dilación. Imaginé al piloto quitándose los auriculares, escribiendo en el libro de vuelo, desabrochándose el cinturón de seguridad. Si de verdad era el hermano de Rochelle, reconocería a Messinger en cuanto le pusiera la vista encima.

Un reguero de miedo me subió por la columna como si fuera una columna de humo. Traté de oponer resistencia rezagándome, pero los dedos de Messinger se me hundían en la piel produciéndome un dolor insoportable. Habíamos acelerado el paso e íbamos prácticamente al trote, el uno al lado del otro, hasta que llegamos a la parte trasera del aparato. Delante mismo de nosotros se abrió la puerta de la cabina y bajó el piloto. Estábamos a dos metros de él.

—Eh, Roy —dijo Messinger.

Lancé un grito. El piloto se volvió con cara de sorpresa.

¡Pop!

Roy cayó de rodillas y se dio de bruces contra el suelo. El proyectil le había destrozado la nariz y al salir de su cabeza se llevó por delante un pedazo de cráneo. Lancé un grito de horror y aparté la mirada. Los ojos se me anegaron en lágrimas ardientes. Una nubecilla de pólvora perfumaba el aire nocturno. Alargué la mano para apoyarme en el avión. Messinger había cogido al muerto por los brazos y lo arrastraba hacia las sombras sesgadas del hangar.

Me aparté del aparato de un empujón y eché a correr desesperada. Me dirigía al aparcamiento con la intención de alcanzar la carretera.

—¡Eh!

Oí correr a Messinger a mis espaldas, golpeando el suelo con violencia. No me atrevía a volverme. Era más rápido que yo y me ganaba terreno. Sentí un empujón y aterricé en el suelo con las manos por delante. Quise alejarme rodando en el suelo, pero no lo hice con rapidez suficiente. Quedé tendida boca abajo y se puso encima de mí, jadeando y ciego de cólera. Me dio la vuelta para ponerme boca arriba. Alcé los brazos para defenderme de sus golpes.

Algo tuvo que llamarle la atención porque levantó la cara de pronto. Se acercaba un coche procedente de la zona de los pantanos. Tiró de mí para incorporarme y buscó la protección del edificio principal llevándome medio a rastras. Pegó la espalda a la pared enlucida y me apretó contra sí mientras me tapaba la boca con la mano y me ponía otra vez el cañón de la pistola en la sien. Estaba medio asfixiada y los dos jadeábamos ruidosamente.

El vehículo se detuvo en el aparcamiento. Oí dos portazos casi simultáneos y a continuación un murmullo de voces. Vi primero a Rochelle, oí sus taconazos en el suelo, vi sus mejillas pálidas, el pelo flotándole por encima del cuello levantado de la gabardina. Eric caminaba a su lado con la cara vuelta hacia la de su madre. Iban cogidos de la mano. Dietz caminaba muy cerca de Rochelle sin dejar de escrutar las sombras en derredor. Advertí que vacilaba al ver el avión. Casi pude ver su ceño fruncido por el desconcierto. Alargó el brazo para detener el avance de Rochelle y Eric se detuvo igualmente.

Messinger se adelantó.

—Eh, colega. Aquí. Mira lo que tengo.

Los cinco formamos un cuadro vivo durante unos momentos. Fue como si formásemos parte de una cabalgata, de un grupo de teatro que escenificara episodios históricos archiconocidos. Nadie se movía. Messinger me había quitado la mano de la boca, pero nadie decía ni una palabra. Fue Eric el primero en recuperar la animación.

—¿Papá?

—Hola, valiente. ¿Cómo estás? He venido a por ti.

—Deja que me lo lleve, Mark —dijo Rochelle—. Te lo ruego. Tú lo has tenido ocho meses. Deja que se venga conmigo. Por favor.

A pesar de la distancia que había entre nosotros, nos oíamos perfectamente.

—No, muñeca. Es mi hijo. Pero tengo algo que decir. Quiero proponeros un trato. Yo me quedo con Eric. Vosotros os quedáis con Kinsey. Es justo, ¿no?

Dietz miró a Rochelle.

—No le hará daño al pequeño…

—¡Cállese! —le dijo ella a Dietz con brusquedad—. Esto es entre él y yo.

—Pero va a matar a Kinsey —dijo Dietz.

—¡Me importa una mierda! —exclamó Rochelle.

—¿Me disculpas, Dietz? —intervino Messinger—. Siento interrumpir, pero no hay quien la venza en las discusiones. Es más terca que una mula. Créeme, la conozco bien.

Dietz le observaba en silencio. Rochelle había abrazado a Eric con talante posesivo y lo sujetaba del mismo modo que Messinger a mí. La atención de Messinger se había centrado en Dietz por el momento.

—Colega, te agradecería que te desprendieras del arma. No te importa, ¿verdad? Lo digo porque no quisiera tener que volarle los sesos a esta señora todavía. Supongo que querréis despediros antes.

—¿Has dicho en serio lo de hacer un trato? —dijo Dietz.

—Primero suelta la pistola, ¿quieres? Después negociaremos. Pero debo decirte que estoy nervioso. Empuño una del 0,45 con el seguro quitado y con un gatillo al que le basta una presión de novecientos gramos. Convendrás conmigo en que es preferible que te muevas con mucha lentitud.

Dietz, en efecto, pareció moverse a cámara lenta cuando sacó la pistola de la funda lumbar que llevaba bajo la chaqueta de mezclilla. Sostuvo el arma con el cañón hacia arriba, le quitó el cargador y tiró este al suelo. Oí el chirrido metálico que produjo cuando lo golpeó con el pie y se deslizó sobre el cemento. Tiró la pistola hacia atrás, por encima del hombro. Levantó las manos con las palmas hacia nosotros.

Dietz y yo nos miramos. Notaba la tensión de Messinger en los huesos de la espalda. Me tenía totalmente pegada a él y si hubiera mantenido inmóvil la cabeza, apenas me habría dado cuenta de la proximidad de su arma. El cañón quedaba tan largo con el silenciador añadido que Messinger no podía apuntarme directamente a la cabeza, sino que mantenía el arma ligeramente desviada. Me pregunté si el peso de la misma no le resultaría ya fatigoso.

Messinger observaba a Dietz con suma atención.

—Muy bien. Ahora te sugiero que convenzas a Rochelle de que colabore. Procura convencerla, porque si no lo haces, no tendré más remedio que cumplir cierto encargo de mil quinientos dólares.

—¿Por qué no le preguntas a Eric qué es lo que prefiere? —dijo Rochelle.

—Porque es demasiado pequeño para tomar decisiones sobre su tutela —dijo Messinger con condescendencia—. Joder, Rochelle. No puedo creer que me vengas ahora con esas. No se puede ser una buena madre adoptando esa actitud. Se volvería mariquita si se quedara contigo. Bueno, dejémonos de cháchara y hagamos el canje. Tú mándame a Eric y ya veremos después.

Dietz se volvió hacia Rochelle.

—Haga lo que le dice.

Rochelle no respondió. Miró a Messinger y luego a mí.

—No te creo. Piensas matarla de todos modos.

—No, no, no es verdad —dijo Messinger como si le estuvieran calumniando—. Por eso la he traído, para negociar. Yo jamás jugaría sucio con mi hijo. ¿Te has vuelto loca?

—Tendrá otra oportunidad de recuperar a Eric —dijo Dietz a Rochelle—. Se lo prometo. Yo la ayudaré. Ahora haga lo que le dice.

A pesar de la distancia, vi que la cara de Rochelle se contraía. Dio a Eric un leve empujón.

—Anda, ve. —Se echó a llorar y metió las manos en los bolsillos de la gabardina.

Eric no sabía qué hacer y su mirada iba de la cara de su madre a la de su padre.

—Vamos, ángel mío —dijo Rochelle.

El pequeño echó a andar hacia nosotros con decisión, la cabeza gacha, las facciones ocultas.

Messinger estrechó el apretón con que me sujetaba y percibí el pardo sudor erótico que le manaba por los poros. El tiempo pareció detenerse mientras el niño seguía andando. Sólo distinguía el rumor del viento que barría la pista de aterrizaje.

Eric llegó a nuestro lado. Nunca lo había visto de cerca. Su cara parecía sacada de una postal del día de los Enamorados, mejillas sonrosadas, ojos azules, pestañas largas. Totalmente inerme. Las orejas le sobresalían un poco y parecía tener el cuello demasiado delgado.

—No le hagas daño, papá.

—No quiero hacerle daño —dijo Messinger—. Tengo el coche al otro lado del hangar. Espérame allí. Toma las llaves.

—¿Mark? —La voz de Rochelle quedó medio ahogada por el zumbido de un avión que se acercaba. Las lágrimas le corrían por las mejillas—. Quisiera darle un beso de despedida.

—Joder —murmuró Messinger. Añadió en voz alta—: De acuerdo, ven, pero date prisa. —Y a Eric, a continuación—: Espera a que venga tu madre y luego te vas al coche, como te he dicho. ¿Has cenado?

—Fuimos a un McDonald’s y me comí una superhamburguesa.

—No me lo creo. ¿Recuerdas lo que te dije sobre la comida preparada?

Eric asintió con los ojos anegados en lágrimas. No tenía que resultarle fácil saber si debía obedecer a su padre o a su madre. Rochelle, mientras tanto, avanzaba ya hacia nosotros: lo hacía en línea recta, poniendo un pie delante del otro, igual que en las escuelas de modelos. Dietz me miraba con fijeza por encima del hombro femenino. Me pareció que me sonreía para darme ánimos. No quería verle morir, no lo soportaría, y si tal era la suerte que el destino le tenía reservada, tampoco yo quería seguir con vida.

Miré a Rochelle. Se había detenido a unos metros. Eric se acercó a ella y hundió la cara en su regazo. Rochelle se inclinó y pegó la mejilla a la cabeza infantil. Lloraba sin contención ni disimulo.

—Te quiero —murmuró—. Vas a ser bueno, ¿verdad?

Eric asintió sin decir nada, se apartó de la madre y echó a correr hacia el Rolls sin volver la cabeza. Su padre le llamó.

—¡Eric! La guantera está llena de cintas. Pon la que quieras.

Rochelle se quedó mirando a Mark. Sacó la minipistola del bolsillo de la gabardina, le apuntó directamente a la cabeza y apretó el gatillo. Pese a ser una pistola muy pequeña, la detonación fue particularmente ruidosa. Oí gritar a Messinger. Dejó caer la 0,45 y se llevó ambas manos al ojo derecho mientras zozobraba de costado y caía al suelo retorciéndose de dolor. Rochelle, con un sentido de la eficacia que había tenido que aprender de él, se acercó al caído y le disparó otra vez.

—Hijo de puta. No has jugado limpio en toda tu asquerosa vida.

Messinger yacía totalmente inmóvil.

Dietz echó a andar hacia mí y yo corrí a su encuentro.