26

Pasaban de las 4:40 cuando llegué al camino del cementerio por segunda vez en el curso de aquel día. Una larga hilera de eucaliptos sombreaba el asfalto con continuas franjas transversales. Mientras ascendía por la carretera serpeante, las fui pisando como quien cruza una serie interminable de puertas. Giré a la izquierda y entré en una zona de estacionamiento que había junto a la oficina y detuve el vehículo al lado mismo de una fuente de piedra que se alzaba en un círculo de césped. Entre las algas de color verde oscuro nadaban pececillos de color anaranjado. Cerré el coche con llave. Las altas puertas de madera de la capilla sin nombre estaban abiertas de par en par. La oscuridad reinaba en su pétreo interior.

Pasé entre una fila doble de lápidas heterogéneas de granito con inscripciones que ostentaban los estilos más variados. Las miré con tanta premura que no supe decir a ciencia cierta cuál me gustaba más. Llegué a la oficina y crucé las puertas de vidrio. El vestíbulo estaba vacío y en la mesa no había nada, salvo un montoncito de postales con imágenes diversas del crematorio. ¿Habría gente capaz de utilizarlas para escribir unas líneas? Descubrí un pequeño rótulo que decía LLAMAR AL TIMBRE, adosado a un aparato que parecía un abrecartas eléctrico. Moví una palanca. Una mujer apareció al fondo como por arte de magia. Como no estaba al corriente de la ética profesional que impera en los cementerios, no tuve más remedio que preparar una mentira.

—Hola —dije—, ¿podría usted hacerme un favor?

Por la expresión de su cara inferí que ella se había formulado la misma pregunta. Tendría cuarenta y tantos años y llevaba un vestido de lana gris con un detallito blanco en el cuello. Yo seguía con los tejanos y las zapatillas deportivas.

—No faltaría más —dijo.

Se abstuvo de decir en voz alta lo que realmente pensaba de mí en previsión de que yo fuera una niña bien con un tropel de difuntos en busca de sepelio por todo lo alto.

—Creo que mi tía está enterrada aquí y quisiera saber la fecha exacta de su defunción. Mi madre está internada en un asilo y está muy preocupada porque no consigue acordarse. ¿Hay alguna forma de comprobarlo?

—Si tiene la bondad de decirme cómo se llamaba…

—Anne Bronfen.

—Un momento.

Desapareció. Fui incapaz de imaginar sus fuentes de información. ¿Lo tendría todo archivado en algún ordenador situado en la trastienda? ¿En un fichero metálico de los antiguos? Si la fecha y el lugar de fallecimiento no coincidían con la versión de Bronfen, tendría que seguir indagando hasta dar con el acta de defunción. Puede que tuviera que hacer unas cuantas llamadas a Tucson, Arizona, pero si así me enteraba de una vez de lo que le había ocurrido a Anne, lo daría por bien empleado.

La mujer volvió con prontitud sorprendente y me entregó una cartulina blanca. No decía gran cosa, pero todo era aprovechable. Apellido conyugal: Chapman. Nombre de soltera: Anne Bronfen. Edad: cuarenta años. Fecha de nacimiento: 5 de enero de 1900. Sexo: mujer. Raza: blanca. Lugar de nacimiento: Santa Teresa, California. Lugar de fallecimiento: Tucson, California.

Ajá. Fecha de defunción: 8 de enero de 1940. Muy interesante.

Fecha del entierro: 12 de enero de 1940. El espacio dedicado al nombre del empresario de pompas fúnebres se había dejado en blanco, pero constaban el número del sector del cementerio y el de la parcela.

—¿Qué es esto? —le pregunté, mostrando la cartulina y señalándole con el dedo la línea inferior, donde aparecía la palabra cenotafio, a mano y con tinta negra.

—Una lápida conmemorativa o un monumento en honor de una persona que está enterrada en otra parte.

—¿Dónde está enterrada?

Cogió la cartulina.

—Aquí pone que murió en Tucson, Arizona. Seguramente estará enterrada allí.

—No entiendo. ¿Qué sentido puede tener?

—Puede que los Bronfen quisiesen que se la recordara en la parcela familiar. A veces consuela pensar que todos están juntos.

—Pero ¿cómo se sabe entonces que la persona en cuestión ha fallecido?

Se quedó mirándome.

—¿Es que no ha fallecido?

—Le pregunto si no exigen ustedes ninguna prueba. Si basta con venir aquí para rellenar una cartulina de estas y comprar una lápida.

—No es tan sencillo, pero sí —dijo—, básicamente…

Dio comienzo a una serie de explicaciones a propósito de los detalles, pero yo ya iba camino de la puerta.

Puse rumbo a la pensión con el ánimo en suspenso. Había ido al cementerio para que me confirmaran la versión de Bronfen y de pronto me había encontrado con una historia completamente distinta. Puede que, a fin de cuentas, Agnes Grey y Anne Bronfen fuesen la misma persona. Al doblar a la derecha y entrar en Concorde, hice un gesto levantando el puño —«para que te enteres»— hacia donde supuse que estaría Dietz en aquellos momentos.

Detuve el vehículo junto a la acera y bajé. En aquella ocasión, milagrosamente, no vi moverse las cortinas al cruzar la entrada del jardín. Subí los peldaños del porche y llamé al timbre. Esperé. Pasaron varios minutos. Me desplacé hasta el extremo del porche y me asomé a la parte trasera. Al final del sendero vi un garaje monoplaza. Adosados al mismo había una estructura construida con listones y un cobertizo pintado de verde oscuro, de cuya puerta colgaba abierto un enorme y precioso candado. Oí que se abría la puerta principal de la casa.

—Ah, hola, ¿es usted, señor Bronfen? —dije mientras me volvía.

El hombre que había en el umbral era un anciano de aspecto frágil y espíritu indeciso, delgado, cargado de espaldas, de hombros estrechos y con los dedos agarrotados por la artritis. Vestía una gastadísima camisa de franela a cuadros, raída por los codos, y unos pantalones que le llegaban hasta la mitad del pecho.

—Está fuera —dijo—, vuelva más tarde. —Su voz era una mezcla pastosa de aspereza y temblor.

—¿Sabe cuánto tardará en regresar?

—Cosa de una hora —dijo—. Acaba de salir.

—Vaya, qué lástima. Soy la contratista de obras —dije con el más cordial de mis tonos fingidos—. Creo que el señor Bronfen quiere ampliar el cobertizo y me pidió que echara un vistazo. Ya que estoy aquí, podría aprovechar la visita, ¿no le parece?

—Como usted quiera —dijo y cerró la puerta.

Me lancé en picado sobre el patio trasero, con el corazón a cien por hora y obsesionada por la idea de que disponía de un escaso margen de tiempo. Patrick Bronfen no me felicitaría precisamente por la intrusión, pero si actuaba con rapidez, no tenía por qué enterarse. El cobertizo se alzaba de cualquier manera sobre un macizo de hormigón que trazaba una especie de Z entre el garaje monoplaza y la estructura de listones. Tenía todo el aspecto de haberse construido sin los permisos municipales correspondientes y contraviniendo la legislación sobre seguridad. Puesto que aquel sector del patio estaba en pendiente y su límite era un muro de contención, habría hecho falta llamar a un equipo de arquitectos y aparejadores antes de abrir el primer saco de portland.

Quité el candado del cierre y entré. El interior tendría dos metros y medio por tres y olía a marga, a turba, a tierra de maceta, a abono y a comida líquida para peces. No había ventanas y se filtraba muy poca luz exterior. Tanteé en la oscuridad en busca de un interruptor, pero al parecer no se había instalado ninguna bombilla. Metí la mano en el bolso, encontré la linterna de bolsillo y la encendí. El haz de luz iluminó un ancho bastidor adosado a la pared del que colgaban aperos de jardinería. Contra la pared había un cortacésped con briznas de hierba en el filo de las cuchillas. Vi un banco de carpintero de dos metros cubierto de macetas, paletas, tierra y bolsas de semillas desechadas. Sentía la humedad en los pies y los tobillos. Al mirar debajo del banco, cuya madera estaba medio podrida, advertí que faltaba una tabla.

A la derecha había una caja rectangular de madera con la tapa sujeta con goznes; tendría medio metro de altura y era el típico lugar donde se guardan herramientas. En un extremo se había clavado hacía poco una tabla de conglomerado. Encima de la tapa había varias bolsas de plástico con mantillo y Bandini 101. Una de las bolsas estaba rota por debajo y del agujero partía un reguero de tierra y hojarasca que llegaba hasta el agrietado suelo de cemento. En el suelo había una huella de forma triangular que permitía suponer que la caja se había movido hacia delante y vuelto a poner en su sitio. Pensé en los nudillos arañados y las uñas rotas de Agnes.

—Hola —dije, aunque solamente para comprobar el nivel de resonancia. Oí la palabra de un modo apagado, como si la hubieran amortiguado las sombras. Probé otra vez—: ¿Hola?.

No había eco. Era muy probable que a dos metros del cobertizo no se oyera ruido alguno. Si tuviera que secuestrar a una anciana medio loca, aquel podría ser el lugar idóneo para tenerla escondida hasta que decidiera otra cosa.

Apoyé la linterna de bolsillo en el banco de carpintero, quité de encima de la caja las bolsas de plástico, cada una de las cuales pesaba alrededor de diez kilos, y las fui amontonando a un lado. Cuando la tapa estuvo despejada, la quité y miré dentro. Nada. Recogí la linterna y escruté la superficie desigual del fondo. La caja tenía más o menos el tamaño de un ataúd y se había construido de un modo tan chapucero que se colaba aire suficiente para mantener con vida, al menos durante un tiempo, a cualquiera que permaneciese encerrado en su interior. Recorrí todos los rincones con la linterna, pero no vi nada que delatase ninguna presencia humana. Volví a colocar la tapa y a poner encima las bolsas de mantillo tal como estaban antes. Me puse a gatas e inspeccioné los alrededores de la caja. Nada tampoco. Nunca podría demostrar que Agnes Grey había estado allí.

Retrocedía ya hacia la puerta cuando percibí un hedor a podrido, un olor rancio y dulzón, tangible como una hebra de humo. Las células cutáneas se me contrajeron en señal de reconocimiento y los pelos de la nuca se me pusieron más firmes que un pelotón de soldados. La boca se me torció en una mueca de asco. Era el típico olor que producen las ardillas que han muerto atrapadas en la chimenea, los putrefactos restos ratoniles que deja el gato en un rincón del porche, todas esas criaturas que nos garantizan un sinfín de noches perfumadas hasta que la naturaleza completa el proceso de descomposición. Dios mío. ¿De dónde vendría?

Me erguí y, de rodillas como estaba, tanteé encima del banco de carpintero hasta que di con la paleta de hacer trasplantes. Volví a agacharme bajo el banco y pasé los dedos por el suelo de cemento. Era de textura porosa y el tiempo lo había vuelto frágil y quebradizo. Di con un punto donde la argamasa era particularmente desmenuzable y me puse a cavar con la paleta hasta que abrí un agujero. Apagué la linterna y seguí cavando con las dos manos, guiándome por el tacto. Debajo de la dura capa exterior había otra húmeda y de naturaleza arenosa, como si las aguas subterráneas se hubieran filtrado y corroído el cemento. El hedor se hizo más intenso. Había algo muerto allí debajo.

Volví a encender la linterna y seguí cavando hacia mi derecha, donde distinguía a la perfección dos grietas horizontales. Me puse a golpear el suelo como si tuviera un pico entre las manos, causando más destrozos en la paleta que en el cemento. Me puse en pie y busqué una herramienta más eficaz en el banco de carpintero. Vi un zapapico de mango corto en el bastidor de la pared. Volví a mi pequeño tajo y me puse a cavar con tesón. Hacía ya tanto ruido que era asombroso que los vecinos no se quejaran. Saltó un pedazo de cemento. De vez en cuando quitaba los escombros con el extremo plano del hierro y utilizaba el pico para cavar. Noté algo duro debajo, una raíz tal vez, o el extremo de algún hierro de refuerzo. Encendí la linterna otra vez e iluminé el punto de resistencia.

—No, mierda —murmuré.

Era la falange de un dedo humano. Di un salto hacia atrás y me golpeé contra el cortacésped. Tragué un chorro de aire por entre los dientes apretados mientras el codo lesionado me cantaba un aria entera. Dadas las circunstancias, sentir dolor era un entretenimiento que no había que despreciar. Apagué la linterna y me puse en pie. Puse una bolsa de mantillo encima del agujero y recogí el bolso de mano.

De la boca me brotaban sonidos gimoteantes mientras cruzaba la puerta a toda velocidad. Puse el candado como estaba y me alejé del cobertizo dando saltitos espasmódicos de repugnancia. Lo único que pude hacer durante unos instantes fue temblar, y me di palmadas en los brazos como para estimular la circulación. Me puse a dar vueltas en círculo, calculando cuál sería mi siguiente movimiento. Aspiré una bocanada de aire. Cuánta vileza, Dios mío. Por lo que había visto, el hueso tenía que estar allí desde hacía años. Ahora bien, si tenemos en cuenta que los esqueletos no apestan, ¿qué más había enterrado en aquel lugar? El anómalo macizo de cemento parecía brillar a la luz menguante del atardecer. Las construcciones accesorias habían ido creciendo con el discurrir de los años. Primero se había adosado al garaje la estructura de listones y luego se había añadido a esta el cobertizo de las herramientas. A un lado de este último había una especie de tablero donde se amontonaba la leña. Si Anne Bronfen era Agnes Grey, el cadáver tenía que ser el de Sheila. Bronfen había dicho que su mujer se había fugado con Irene, pero no me lo creía. Al pensar en el dedo sufrí uno de esos escalofríos que nos sacuden de pies a cabeza. Estaba totalmente mondo, sin una brizna de carne. Di una cabezada al aire y respiré dos veces a pleno pulmón para quitarme de encima la sensiblería. En algún otro lugar de la casa tenía que haber más respuestas.

Volví a la puerta principal y llamé con los nudillos. Deseaba ardientemente que Bronfen no hubiera regresado aún. Oí que el viejo de antes se acercaba arrastrando los pies y vi que se entreabría la puerta. Tuve que carraspear para adoptar lo que esperaba fuese un tono de voz normal.

—Soy yo otra vez —dije—. ¿Le importa si espero dentro al señor Bronfen?

El anciano se llevó a los labios un dedo sarmentoso en actitud de quien medita. Asintió por fin y se hizo a un lado con torpeza, como si lo estuvieran moviendo con una serie de alambres. Consulté la hora mientras avanzaba tras él. Había estado en el cobertizo unos veinte minutos. Tenía tiempo de sobra; siempre que supiera lo que andaba buscando. El anciano se dirigió a la sala de estar.

—Siéntese aquí si quiere. Soy Ernie.

—Mucho gusto en conocerle, Ernie. ¿A dónde se fue el señor Bronfen? ¿No se lo dijo?

—No, creo que no. Pero vendrá enseguida. No tardará.

—Bonita casa —dije, echando un vistazo a la sala de estar.

Puestos a contar mentiras, una más no se notaría. El edificio estaba destartalado y olía a col hervida y a calzoncillos meados. Los muebles parecían estar allí desde principios de siglo. Las cortinas, antaño blancas, colgaban hechas jirones. El papel de las paredes del pasillo, con sus violetas estampadas, estaba lleno de agujeros, como si estuviera infestado de bichos. Menuda suerte había tenido Klotilde cuando la habían descalificado como huésped.

A la izquierda, una escalera sin alfombra conducía al primer piso. Vi un comedor con las paredes decoradas con platos de adorno. Me dirigí hacia el fondo y pasé ante una puerta pequeña que seguramente daba a un cuarto trastero construido bajo la escalera. Enfrente de dicha puerta se encontraba la del sótano.

—¿Está aquí la cocina? Quisiera lavarme las manos. —En realidad hablaba conmigo misma; Ernie se había metido en la sala de estar y ya se había olvidado de mi existencia.

La cocina era el arquetípico «antes» que aparecía en las revistas especializadas en reconstrucciones domésticas al lado del «después». Bancos cubiertos de azulejos resquebrajados, suelo de baldosas blancas y negras, carpintería marrón, el fregadero lleno de manchas, un grifo que goteaba. En un sagaz intento de modernizar el lugar se había cubierto el papel pintado original con un equivalente vinílico de última hora: fruta y legumbres de color verde claro combinadas con margaritas blancas y amarillas. En la parte inferior, las tiras de vinilo se estaban doblando hacia dentro igual que las insignias de los partidos políticos. Inspeccioné el recodo de la despensa. Los estantes estaban llenos de latas de maíz y guisantes de tamaño industrial. Me introduje en el recodo y me puse de cara al resto de la cocina con la puerta entornada.

Irene Bronfen tenía cuatro años cuando se la llevó su madre. Me agaché hasta quedar con los ojos a la altura del tirador de la puerta; olía a orín. Volví al pasillo. La puerta del cuarto trastero que había debajo de la escalera estaba cerrada con llave. Me pregunté si Irene lo habría utilizado para jugar. Me agaché otra vez y me puse de cara a la izquierda, hacia la cocina. No se veía gran cosa en aquella posición. Los homicidios son conflictos domésticos casi siempre. El alcohol es un factor determinante en más del 60 por ciento de los casos. Los cuchillos comprenden la tercera parte del armamento habitual; a fin de cuentas, son anteriores a la invención de la pólvora y no figuran en ninguna lista de la policía. Por razones de comodidad, la cocina es el escenario preferido de los crímenes pasionales de nuestros días. Uno, o una, está en la cocina con la mujer, el marido, los hijos; se sacan unas cervezas del frigorífico, se pone hielo al whisky; desde el momento en que uno de los cónyuges hace una observación mordaz, las réplicas y contrarréplicas pueden subir de tono hasta que se empuña el cuchillo para decir la última palabra.

Avancé por la cocina. En la parte de atrás había un porche cerrado, construido con tablas y listones de madera, donde podía verse un lavadero de los antiguos. El calentador de agua se encontraba allí, aunque parecía demasiado pequeño y decrépito para abastecer a los huéspedes.

Irene había estado a los cuatro años en aquella casa. Y seguro, seguro que jugando con su juego de té. ¿Qué me había dicho? Que la pintura chorreaba por las paredes y echaba a perder las violetas. Pensé en sus fobias: polvo, arañas, espacios cerrados. Me situé en el umbral y miré hacia el pasillo a través de la cocina. El techo era alto y estaba totalmente cubierto con un papel que repetía el mismo motivo floral que el del pasillo. Las paredes de la cocina habían vuelto a empapelarse, pero el techo no. Paredes y techo tenían que haber sido iguales en otra época. Inspeccioné el suelo en el espacio ocupado antaño por la antigua nevera. Encima, en la pared, estaba la trampilla por donde el repartidor del hielo entregaba las barras desde el exterior. Salvo en aquel punto, la pared discurría sin interrupciones entre el suelo y el techo.

El papel de vinilo se había despegado a la altura del suelo. Me agaché y tiré de una punta. Debajo había otro papel con ramilletes de rosas. Debajo, otro con las consabidas violetas. Cogí con firmeza el borde inferior del papel de vinilo y tiré hacia arriba. Produjo un ruido rasgante al despegarse de la pared, llevándose consigo algunos fragmentos del papel de los ramilletes. Quedaron al descubierto los regueros de color ocre, riachuelos tristes que discurrían por entre un campo de violetas, salpicaduras de color marrón oscuro que habían calado el papel y manchado el yeso de debajo. El chorro de sangre había trazado un arco al saltar y había alcanzado la parte superior de la pared, empapándolo todo. No habían dado resultado los iniciales intentos de lavar la sangre y a la primera capa de papel se había superpuesto otra. Y más tarde la tercera. Me pregunté si los laboratorios actuales contarían con recursos técnicos lo suficientemente avanzados para establecer un nexo entre la sangre de la pared y el cadáver enterrado bajo el cobertizo. Lottie había sido la primera en desaparecer. Su muerte tenía que haberse considerado natural puesto que yacía enterrada con el resto de la familia. La segunda había tenido que ser Emily, cuyo cráneo había quedado «aplastado» por los ladrillos de la chimenea. Y luego Sheila, cuya desaparición se había explicado con una patraña. Este era seguramente el asesinato que habían presenciado Agnes e Irene. Bronfen había inventado lo de la fuga de Sheila. Dudaba que siguiera con vida algún vecino contemporáneo que pudiera confirmar la sucesión cronológica de los acontecimientos. No hacía falta imaginar lo que en su momento les habría contado Bronfen. Alguna anécdota sencilla y convincente que explicara la desaparición.

Agnes se había desterrado voluntariamente para proteger a Irene. Me pregunté qué la habría empujado a volver a la casa. Puede que, después de más de cuarenta años, pensara que ya no había ningún peligro. Fueran cuales fuesen sus móviles, ahora estaba muerta también. Y Patrick, el querido hermano Patrick, era el único que quedaba con vida.

Oí cerrarse la puerta principal de la casa.