Todos estaban allí. Había algo fantástico en las tumbas de las tres hermanas —Charlotte, Emily y Anne—, cuyas lápidas seguían un orden cronológico. Las inscripciones eran muy sencillas y no daban más que la información imprescindible. Los padres, Maude y Herbert, estaban enterrados en tumbas adyacentes, a la derecha de otras dos hijas que al parecer habían fallecido en la infancia. A un lado se abría un espacio vacío que supuse ocuparía Patrick cuando le llegara la hora. En el otro lado estaban las tres hijas que conocíamos: Charlotte, nacida en 1894, fallecida en 1917; Emily, nacida en 1897, fallecida en 1926; y Anne, nacida en 1900, fallecida en 1940.
Eché a andar colina abajo. Mount Calvary era una sucesión de lomas verdes, flanqueadas por un bosque de coníferas y eucaliptos. Casi todas las lápidas del cementerio se habían colocado en sentido horizontal, pero había otros sectores donde dominaban las esculturas funerarias y los panteones de fines del siglo XIX. La intensidad del calor vespertino comenzaba a mitigarse. Aunque la noche tardaría horas en caer, empezaría a refrescar muy pronto, como era habitual en la temporada. Oí trinar a un pájaro en algún punto del bosque. Sacudí la cabeza, deseosa de poner orden en la información que tenía. Dietz, tan sensato como siempre, había guardado silencio, pero en su cara leí una pregunta, «Y ahora ¿qué?», con la misma claridad que si la hubiera formulado en voz alta.
—Esto no tiene sentido. Si Sheila Bronfen y Agnes Grey eran la misma persona, ¿por qué no coincide su edad? Es imposible que Agnes tuviera setenta años. Tenía ochenta y tantos. Eso es un hecho.
—Bueno, pues no eran la misma persona. ¿Y qué? Formulaste una hipótesis y se ha comprobado que no es cierta.
—Quizá —dije.
—Nada de quizá. Date por vencida, Millhone. No puedes alterar los hechos para que encajen en tu teoría. Parte de lo que sabes con certeza y concede a la verdad una oportunidad para salir a flote. No fuerces las conclusiones sólo para satisfacer tu vanidad.
—Yo no fuerzo nada.
—Y todavía dices que no. Reconoce que no te gusta admitir que te equivocas.
—No es verdad.
—Sí lo es. A mí tú no me engañas.
—¡Se trata de otra cosa! Si no eran la misma persona, pues de acuerdo. Pero entonces ¿quién era Agnes Grey y cómo se quedó con Irene Bronfen?
—Puede que Agnes fuera una prima o una amiga de la familia. Podía ser incluso la criada…
—Está bien, está bien. Supongamos que fue la criada quien se fugó con la niña. ¿Por qué no nos lo ha dicho Patrick en tal caso? ¿Por qué ha fingido que lo hizo su mujer? Patrick está convencido de que fue Sheila quien se la llevó; a no ser que mienta como un bellaco.
—Kinsey, la solución de un caso no te la puedes jugar a los chinos, ¿me comprendes?
Me agaché en el suelo y me puse a dar tirones a la hierba. Me sentía frustrada e impotente. ¡Me había sentido tan cerca de desenredar la madeja! Solté un bufido. En todo momento había estado convencida de que Agnes Grey y Anne Bronfen eran la misma persona. Deseaba que Bronfen hubiera mentido en lo de la muerte de Anne, pero al parecer había dicho la verdad… ¡el muy cabrito! Vi por el rabillo del ojo que Dietz consultaba la hora.
—¡Maldita sea, estate quieto! —exclamé—. No me gusta que me presionen. —Me tragué la irritación—. ¿Qué hora es? —dije con voz más tranquila.
—Casi las cuatro. No quiero meterte prisa, pero hay que moverse.
—El Vista del Océano está cerca de aquí.
No dijo nada y se puso a contemplar la pendiente de la loma, seguramente sintiendo por dentro su pequeña dosis de irritación. Era un hombre inquieto, un hombre de acción, y estaba más preocupado por Mark Messinger que yo por la historia de Agnes Grey. Se agachó, cogió un terrón, lo lanzó a lo lejos y se quedó mirando como si esperase que rebotara en la hierba igual que un guijarro en la superficie del agua. Se metió las manos en los bolsillos.
—Te espero en el coche —dijo con sequedad. Y echó a andar colina abajo.
Le observé durante unos segundos.
—Mierdaaaa —murmuré y eché a andar tras él.
Me sentía como una adolescente sin coche propio. Como me había dicho en repetidas ocasiones que no me separase de él bajo ningún concepto, no tenía más remedio que seguirle allí donde iba, depender de su medio de transporte, detenerme donde no quería estar y abandonar las pistas que me interesaban. Aceleré el paso y le alcancé en la carretera.
—Oye, Dietz. Déjame en casa, ¿quieres? Le pediré el coche a Henry y tú mientras tanto te vas a hablar con Rochelle.
Me ayudó a subir al vehículo.
—No.
Le miré ofendida.
—¿No? —Tuve que esperar a que diera la vuelta al coche y se sentara ante el volante—. ¿Qué significa esa respuesta?
—Que no voy a dejar que te vayas por ahí. No es seguro.
—¿Quieres abandonar esa actitud? Tengo cosas que hacer.
No respondió. Fue como si se lo hubiera dicho a la pared. Salimos del cementerio y enfilamos Cabana Boulevard, en dirección a la ristra de moteles que hay enfrente del puerto. Me entretuve mirando por la ventanilla, con inconcretas intenciones de fuga.
—Y no cometas ninguna tontería —dijo.
No le manifesté en voz alta lo que me vino instantáneamente a la cabeza, aunque era breve y muy a propósito.
El Vista del Océano es uno de esos moteles anodinos y de una sola planta que bordean a cierta distancia el ancho paseo que discurre en sentido paralelo a la costa. Aún no había comenzado la temporada turística, la afluencia de clientes era escasa y toda la acera estaba jalonada de rótulos de neón que anunciaban HABITACIONES LIBRES. La única vista que en realidad se disfrutaba desde el Vista del Océano era la fachada trasera del motel que se alzaba al otro lado del callejón divisorio. El edificio, construido básicamente con piedra artificial, se había envuelto en una capa de yeso de fingida antigüedad, ya que las tejas rojas que lo coronaban poseían la homogeneidad cromática y formal que delata la fabricación reciente.
Dietz detuvo el coche delante de la oficina de recepción, dejó el motor en marcha y entró en el motel. Me quedé mirando las llaves que colgaban debajo del volante. ¿Lo había hecho para probar mi carácter, que todo el mundo sabe lo malo que es? ¿Me invitaba Dietz a robarle el Porsche? Me moría de ganas de saber el mes y el día en que Anne Bronfen había fallecido y rabiaba por comprobarlo. Necesitaba un coche. Yo estaba dentro de uno. Así pues…
Miré la puerta de la oficina en el momento justo en que salía Dietz. Subió, cerró de un portazo y dio la vuelta al coche.
—Habitación 16, en la parte trasera —dijo. Me sonrió con picardía mientras ponía la primera—. ¿Todavía estás aquí? Si te dejé las llaves puestas y todo.
No dije nada. Las réplicas ingeniosas se me ocurren siempre cuando ya es demasiado tarde para que surtan efecto.
Aparcamos en el espacio reservado a la habitación 18, ya que era el único vacío en toda la parte trasera. Fue Dietz quien llamó. Por hacer algo, metí la mano en el bolso y palpé la pistola para tranquilizarme. Se abrió la puerta. Como Dietz se me había puesto delante, no pude ver a la persona que había abierto y yo tengo demasiada clase para ponerme de puntillas y fisgar por encima de los hombros ajenos.
—¿Rochelle? Soy Robert Dietz. Ella es Kinsey Millhone.
—Hola. Pasen.
Vi a Rochelle Messinger cuando cruzamos la puerta y entramos en la habitación.
—Gracias por haber accedido a venir con tan poco margen de tiempo —dijo Dietz.
Yo no sé qué esperaba. Admito que soy tan dada a prejuzgar como cualquiera y siempre había pensado que las mujeres que trabajan en los salones de masaje tenían que ser más bien horteras, desgarbadas y (seamos realistas) de baja estofa. Ver un tatuaje no me habría sorprendido… una popa bien hinchada y enfundada en unos tejanos, zapatos de tacón altísimo, el pelo negro y estropajoso con una goma.
Rochelle Messinger era de mi estatura y muy delgada. Tenía el pelo rubio y arreglado al estilo surtidor y con un aire de descuido que probablemente le costaba 125 dólares mantener y retocar cada cuatro semanas. Su cara era ese óvalo perfecto que vemos en los cuadros renacentistas. Tenía la piel inmaculada, muy blanca y de textura finísima; los ojos eran de color castaño claro; y los dedos largos y con muchos anillos de plata, caros a juzgar por su aspecto. Vestía de azul claro; la blusa y la chaqueta eran de seda y los pantalones anchos le realzaban la estrechez de la cintura y las caderas huidizas. Olía a una mezcla exquisita de jazmín y lirio de los valles. A su lado me sentía tan elegante y femenina como un filete de ternera. Cuando fui a hablar, tuve miedo de decir muuuu. Pero no fue un mugido lo que me salió:
—Maldita sea, ¿cómo se le ocurrió a usted liarse con ese tipejo de mierda que es Mark Messinger? —barboté.
No reaccionó. Dietz se quedó mirándome con seriedad.
—Es que me gustaría saberlo —añadí, a la defensiva.
—Comprendo su curiosidad —dijo por fin—. Lo conocí en Palm Springs, en una fiesta nocturna. Era guardaespaldas de un actor muy conocido entonces y me pareció un hombre con clase. Cuando descubrí que me había equivocado, ya llevábamos una semana juntos y estaba embarazada.
—Eric —dije.
Asintió de un modo casi imperceptible.
—Lo que les cuento ocurrió hace seis años. Me habían dicho que era estéril y para mí fue como un milagro. Mark quería que nos casáramos, pero no quise agravar el primer error con otro. Cuando nació Eric, ni siquiera dejé que lo viese. Yo ya sabía lo retorcido que era. Contrató a un abogado muy hábil y me demandó. El juez le concedió el derecho de ver al niño. Una vez conseguido aquello, lo demás fue cuestión de tiempo. Yo sabía que trataría de llevarse a Eric, pero no podía hacer nada.
Hasta aquí había dejado más incógnitas en el aire que respuestas sobre la mesa, pero me dije que era el momento de retirarse para que Dietz pudiese actuar. No lo habíamos convenido de antemano, pero así como yo había tenido la iniciativa durante la entrevista con Bronfen, ahora le tocaba a él tenerla. Vi que se preparaba, que cargaba las baterías mientras su inquietud iba en aumento. Otra vez volvía a golpear los dedos de la mano derecha contra la palma de la izquierda, produciendo un ruido hueco y resonante.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con él? —le preguntó.
—¿Con Mark? Hace ocho meses. En octubre, recogió a Eric en la guardería y se lo llevó a Colorado, en teoría para pasar el fin de semana. Me llamó poco después para decirme que no pensaba devolvérmelo. De vez en cuando le deja llamarme, pero por lo general desde un teléfono público, y son conversaciones breves, para impedir que se localice la llamada. Esta es la primera vez que he sabido realmente dónde estaba. Quiero recuperar a mi hijo.
—Lo comprendo —dijo Dietz—. Sabemos que Mark tiene familia en esta zona. ¿Sabrán sus familiares dónde se encuentra?
Sonrió con actitud despectiva.
—No lo creo probable. Su padre lo echó de casa hace años y su madre ya no vive. Tiene una hermana, pero no creo que tengan ningún trato. Lo denunció a la policía la última vez que la llamó.
—¿Ningún otro pariente? ¿Amigos con los que pueda entrar en contacto?
Negó con la cabeza.
—Es un hombre solitario. No confía en nadie.
—¿Se le ocurre alguna manera de dar con él?
—Hay una y muy fácil. Llamar a todos los grandes hoteles. La policía me interrogó después de lo del robo en el mercado de joyeros. Estará forrado de dinero y, créame, es un hombre a quien le gusta vivir bien. Probablemente se habrá inscrito en cualquier hotel de cinco estrellas.
—¿Hay guía telefónica aquí? —preguntó Dietz.
Rochelle se acercó a la mesita de noche y abrió el cajón. Dietz tomó asiento en el borde de la cama de matrimonio y se puso a mirar las páginas amarillas. Me di cuenta de que se moría por fumar. Seguro que yo también, si hubiera sido fumadora. En aquella misma habitación y en aquella misma cama, en Navidad, había sorprendido a mi ex marido con su amante. Fueron unas fiestas divertidísimas.
Dietz se volvió a mirarme.
—¿Cuántos hoteles de lujo hay en la ciudad?
Medité unos instantes.
—De los que le pueden interesar, sólo hay tres o cuatro —dije. Y a Rochelle, a continuación—: ¿Se habrá inscrito con su nombre verdadero?
—Lo dudo. Cuando está de viaje, suele utilizar uno de sus alias. Los que más le gustan son Mark Darian y Darian Davidson. Puede haber inventado uno nuevo últimamente.
Dietz miraba ya los hoteles/moteles que figuraban en las páginas amarillas.
—Dietz. —Me miró—. Yo probaría primero en el Edgewater —dije—. Puede que su aparición de anoche en el salón del banquete fuera pura casualidad.
Se quedó mirando al vacío hasta que la lógica de la observación se abrió paso en su cabeza. Se echó a reír.
—No está mal. Me gusta. —Encontró el número, lo marcó y se concentró en la persona que estaba al otro extremo del hilo—. Por favor, ¿podría hablar con Charles Abbott, de seguridad? Sí, gracias. —Puso la mano en el auricular y dedicó la espera a informar a Rochelle de lo acontecido hasta la fecha. Se interrumpió con brusquedad—. ¿Señor Abbott? Soy Robert Dietz. Estuvimos hablando ayer acerca de las medidas de seguridad que convenía tomar a propósito del banquete… Exacto. Siento molestarle, pero quisiera pedirle un pequeño favor. Se trata de averiguar si hay cierta persona hospedada en el hotel. Se llama Mark Darian o Darian Davidson… puede que con alguna variante. El mismo. Pensamos que puede estar con su hijo pequeño. Claro…
Por lo visto tenía que esperar mientras Charles Abbott hacía las comprobaciones pertinentes en recepción. Dietz volvió a aprovechar la pausa para seguir contando a Rochelle lo que había comenzado. No me pareció que a Rochelle le costara entenderle. Cuanto más la miraba, más cuenta me daba de que, a pesar de su fachada serena, era un manojo de nervios. Seguramente era de las que no comían cuando se angustiaban, de las que sobrevivían a base de café y calmantes. Ya había visto madres así en otras ocasiones: dentro de una jaula del zoológico, siempre paseándose arriba y abajo. Por mucho que en apariencia se las domesticara, jamás se acabaría con su rabia ni con su salvajismo. Personalmente me sentía muy contenta de no haberle puesto la mano encima a su lobezno.
Cuando Dietz terminó de hablar con ella, en la cara de Rochelle se había dibujado una expresión sombría.
—Ustedes no saben lo despiadado que es —dijo—. Mark es muy listo y posee toda la siniestra intuición de un psicópata. ¿Han tratado alguna vez con un psicópata? Es como sufrir una especie de sondeo telepático…
Dietz fue a replicar, pero Charles Abbott se puso otra vez al teléfono.
—Exactamente —dijo Dietz—, el chico tiene cinco años. —Prestó atención unos instantes—. Muchísimas gracias. Descuide. —Colgó el auricular con un cuidado excesivo—. Está hospedado en el hotel con el chico, en uno de los bungalows de la parte trasera. Según parece, en este momento se encuentran en la piscina dándose un chapuzón. Le he dicho a Abbott que no habría problemas.
—Claro que no —dijo Rochelle.
—¿Quiere avisar a la policía?
—Yo no. ¿Y usted?
Por la mirada que cambiaron, se entendían a la perfección. Rochelle cogió de la mesa un bolso de piel y sacó una pistola de bolsillo de cañón muy corto, con cachas de níquel. De dos tiros. Miré a Dietz con sonrisita engreída, pero mantuvo una expresión neutral. Vaya por Dios. ¡Y se había metido con mi pistola!
—¿Qué hará si conseguimos recuperar a Eric? —le preguntó Dietz—. No puede volver a su casa.
—He alquilado un coche que tengo que devolver en el aeropuerto. Mi hermano es piloto y nos recogerá en un lugar donde fletan aviones y que llaman Aeródromo Neptuno. Mark y yo lo utilizamos en una ocasión.
—¿Lo conoces? —me preguntó Dietz.
—Más o menos. Está pegado a Rockpit Road, a este lado del aeropuerto.
—¿A qué hora tiene que llegar su hermano? —preguntó a Rochelle.
—A las nueve. Tenemos tiempo de sobra, ¿no?
—En teoría, sí. ¿Y después?
—He comprado una casa donde podemos ocultarnos todo el tiempo que queramos.
Dietz asintió.
—Muy bien. Todo parece estar en orden. Andando.
Levanté un dedo para llamar la atención de Dietz. Señalé la puerta con la cabeza.
—¿Podemos hablar un momento?
Se quedó mirándome, pero no movió ni un músculo. No tuve más remedio que decírselo allí.
—Hay algo que quiero comprobar y necesito un coche. ¿Cojo el vehículo de alquiler y os vais vosotros con el Porsche? Como ya sabéis dónde está Messinger, podéis ir directamente a buscarlo. Yo no hago ninguna falta allí.
Se produjo un momento de silencio. Tuve que morderme la lengua para no enzarzarme en una discusión absurda. Soy demasiado mayor para gemir y suplicar. Y no me imaginaba participando en un secuestro, en una persecución automovilística o en un tiroteo con Mark Messinger. Estaba claro que yo sobraba allí. Tenía otro asunto que resolver. Rochelle cargó la pistola, un cartucho en cada cámara. Hay cosas que cuando se expresan con palabras resultan ridículas, pero en aquel gesto hubo algo que hizo que se me revolvieran las tripas.
Vi que Dietz calibraba los pros y los contras de mi proposición. En virtud de un repentino fenómeno de percepción extrasensorial, supe que Dietz se sentiría más seguro si les acompañaba. Me tendió las llaves sin mirarme a los ojos.
—Llévate el mío. Messinger podría reconocerlo si fuéramos con él al hotel. Iremos con el alquilado. No olvides lo que te dije antes. Nada de tonterías.
—Lo mismo te digo —repliqué, acaso con más mordacidad de la que debía—. Nos veremos en el aeródromo.
—Cuídate.
—Tú también.