24

Abonamos 11 dólares y esperamos diez minutos hasta que nos entregaron una copia certificada de la partida de nacimiento de Irene. Si no nos creía a nosotros, tendría que admitirlo con el documento delante. Al dirigirnos a la salida, me detuve ante el mostrador, donde la funcionaria que nos había atendido hojeaba un montón de impresos informatizados.

—¿No tendría usted un plano de la ciudad? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Puede que tenga uno el conserje que está en información, arriba, en la primera planta —dijo—. ¿Qué calle buscan? Puede que yo la conozca.

Le enseñé la dirección que figuraba en la partida de nacimiento.

—Aquí dice Varano Street, 1107, pero nunca había oído el nombre de esta calle. ¿Existe?

—Claro que sí, lo que pasa es que el nombre se cambió hace años. Ahora se llama Concorde.

—¿Concorde era antes Varano? —dije, repitiendo sus palabras con los ojos fijos en el vacío. Aquello era nuevo para mí. Entonces caí en la cuenta—. Dietz, es lo que Agnes estuvo diciendo en urgencias. No decía: «Entonces era verano», sino «Varano». Es la calle donde está el asilo. Agnes la conocía muy bien.

—Parece que tiene lógica —dijo Dietz.

Me cogió por el codo, salimos a la calle y dimos la vuelta para dirigirnos al aparcamiento público donde había dejado el Porsche.

Nos acercábamos a la solución y el entusiasmo me daba alas. Podía sentir mis células cerebrales bailando un zapateado de placer. La excitación me hacía flotar y cuando crucé la calle, lo hice casi patinando.

—Quiero información, la quiero, la quiero. ¿No es fabuloso? ¡Estoy que salto!…

Dietz, que no quería que le distrajeran mientras calibraba la situación, meditaba con el ceño fruncido sin dejar de vigilar la zona peatonal que había entre la biblioteca y el aparcamiento. Este constaba de tres plantas y cuando llegamos nos dirigimos a las escaleras exteriores.

—¿Lo sabes ya todo? —me preguntó al llegar al rellano del primer piso.

Yo iba tras él con la lengua fuera, esforzándome por mantenerme a su altura. Parecía estar en una forma envidiable y eso que sólo hacía cuatro días que había dejado de fumar.

—Todavía no —dije—. Patrick podría ser un hermano. Vivían en el mismo domicilio. El caso es que Emily murió durante el terremoto, tal como dijo Agnes. Por lo menos, es la impresión que dio…

—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Irene Gersh? Ni siquiera había nacido por entonces.

—Esa parte de la historia no la he resuelto aún, pero tiene que encajar. Estoy convencida de que presenció algún acto violento. Y no me refiero a Emily. Vayamos a Concorde 1107 y veamos quién vive allí. Puede que averigüemos algo sobre el tal Bronfen.

—¿No prefieres hablar antes con Irene?

—¿Para qué? Está demasiado deprimida. Ya se lo contaré todo más tarde.

Llegué a la última planta sin aliento y con el corazón en la boca. Me dije que tenía que recuperar cuanto antes la costumbre de hacer footing. Es sorprendente lo poco que tarda el cuerpo en habituarse a la mala vida. Al llegar al vehículo, Dietz se dedicó a inspeccionarlo mientras yo daba saltitos de impaciencia; revisó las puertas por si habían puesto alguna trampa explosiva, luego miró el motor, la parte inferior del chasis y la cara interior de los guardabarros. Por último, abrió con la llave la puerta del copiloto y me ayudó a entrar. Abrí yo la otra desde dentro, subió al vehículo, se puso al volante y encendió el motor.

—Te apuesto lo que sea a que no encontramos a nadie. Si el acontecimiento traumático tuvo lugar en enero de 1940, es decir, hace casi medio siglo, los principales actores del drama tienen que tener ahora más de cien años; eso en el caso de que quede alguno con vida.

Le tendí la mano.

—Cinco dólares a que te equivocas.

Me miró con sorpresa y sellamos la apuesta con un apretón de manos. Consultó la hora.

—Lo que hayamos de hacer, hagámoslo rápido. Dentro de una hora habrá llegado Rochelle Messinger.

Salimos del aparcamiento, recorrimos un pasaje que dividía en dos una manzana, giramos a la izquierda y accedimos a Santa Teresa Street. Concorde estaba a nueve manzanas del juzgado, en dirección norte; era la misma avenida silenciosa y flanqueada de árboles que los Gersh y yo habíamos recorrido la víspera en busca de Agnes. O me equivocaba de medio a medio, o Agnes estaba familiarizada con la zona. Era, ciertamente, la calle donde se encontraba el domicilio oficial de Emily Bronfen en la época de su fallecimiento. También allí había estado el domicilio de los padres de Irene cuando esta, diez años más tarde, había venido al mundo.

Dietz dobló a la derecha y entró en Concorde. Vi el asilo a media manzana de distancia, por encima de la copa de los árboles. Me puse a mirar el número de las casas, que, en la dirección que seguíamos, presentaba un orden ascendente. El estómago me gruñía con una mezcla de previsión y miedo. Por favor, que exista todavía, me dije. Por favor, déjanos llegar al fondo de este asunto…

Dietz redujo la velocidad y se detuvo junto a la acera. Paró el motor y me quedé mirando la casa. Era la que se alzaba inmediatamente a la derecha de aquella otra en que Mark Messinger me había salido al paso y se había puesto a vomitar fuego. Alargué la mano a Dietz sin mirarle siquiera.

—Para —dije, sin poder quitar los ojos de la casa de tres plantas y revestimiento exterior de madera—. Vi a Bronfen ayer mismo. Acabo de darme cuenta. Ha transformado la casa en una pensión. Lo conocí hace días, mientras acompañaba a una amiga que buscaba alojamiento para una hermana suya que va en silla de ruedas. —Durante una ráfaga de segundo vi una cara pegada a una ventana del primer piso. Abrí la puerta del coche y cogí el bolso—. Vamos, no sea que el tipo escape por la puerta de atrás.

Dietz me pisaba los talones cuando crucé la rechinante verja de hierro. Recorrimos el camino de entrada y subimos los peldaños del porche de dos en dos.

—Si quieres que intervenga, no tienes más que decirlo —murmuró Dietz—. Adelante. Tú mandas.

—De todos los hombres que he conocido, eres el primero que me concede el mando sin organizar una pelea.

—No puedo esperar a ver cómo peleas.

—Ni tú ni yo.

Llamé al timbre. El propietario tardó lo suyo en contestar. No había preparado nada y en el fondo no sabía qué decirle. Podía fingir que hacía una encuesta sobre la acogida de ciertos productos, pero seguramente no se lo creería.

Se abrió la puerta y vi a un setentón corpulento con la cabeza medio calva aureolada de reflejos. Me chocó comprobar cómo había cambiado en veinticuatro horas. Durante el encuentro de la víspera, había visto en su frente despejada un aire de inocencia infantil, pero el ceño fruncido del hombre que tenía delante en aquellos momentos indicaba más bien que se trataba de un ciudadano con muchas preocupaciones. Tuve que esforzarme seriamente para no quedarme mirando el lunar que tenía en la mejilla.

—¿Sí?

—Me llamo Kinsey Millhone. Nos vimos ayer, ¿lo recuerda?

Frunció los labios en una mueca poco cordial.

—Sería difícil olvidarla después del tiroteo que se organizó. —Sus ojos se desplazaron—. A quien no recuerdo es al caballero.

Señalé a Dietz con un movimiento de cabeza.

—Mi socio, Robert Dietz.

Dietz alargó la mano sin moverse de donde estaba y estrechó la que le tendía Bronfen.

—Encantado de conocerle, señor. Lamento lo del alboroto. —Se llevó la mano a la oreja—. No he oído bien su nombre.

—Pan Bronfen. Si están buscando todavía a la anciana, me temo que no voy a poder ayudarles. Ya le dije a usted que estaría al tanto, pero es todo lo que he podido hacer. —Retrocedió como si fuese a cerrar la puerta.

Le enseñé un dedo.

—Estamos aquí por otra cosa. —Saqué del bolso la partida de nacimiento y se la tendí abierta. No quiso cogerla, pero observó lo que ponía en el anverso de la hoja. Adoptó una expresión de cautela al ver de qué se trataba.

—¿Cómo ha llegado a sus manos?

El Espíritu Santo me iluminó en aquel preciso instante.

—Me la dio Irene Bronfen en persona. De pequeña la adoptó un matrimonio de Seattle y ahora quiere averiguar la identidad de sus padres verdaderos.

Me miró de hito en hito, pero no dijo nada.

—¿Me equivoco —añadí— o es usted el Patrick Bronfen que se menciona en el documento?

Vi que titubeaba antes de contestar.

—¿Y qué, si lo soy?

—¿Podría decirme dónde puedo encontrar a la señora Bronfen?

—No, señora. Me abandonó hace más de cuarenta años y se quedó con Irene —dijo con visible aire de enfado—. Desde entonces no he sabido nada ni de Sheila ni de la niña. Ni siquiera sabía que la hubiera cedido en adopción. Nadie me dijo una sola palabra. Eso va contra la ley, ¿no? Quiero decir el que ni siquiera me lo notificaran. No se puede ceder la hija de uno sin pedirle antes permiso como mínimo.

—No estoy al tanto de los detalles legales —dije—. Irene me contrató para que averiguara su paradero y el de su ex mujer.

—No es mi ex mujer. Ante la ley, sigo casado con ella. No he podido divorciarme si no sabía dónde estaba. —Hizo un ademán de impaciencia, pero advertí que el enfado empezaba a pasársele y que cambiaba de humor—. No sería Irene la mujer que estuvo sentada ayer en los peldaños del porche, ¿verdad?

—Pues sí.

Negó con la cabeza.

—Imposible. No puedo creerlo. La última vez que la vi era así de alta. Ahora tiene que tener cuarenta y siete años. —Su mirada se desplazó hacia el porche y su entrecejo pespuntó un par de costuras paralelas—. Mi propia hija y ni siquiera la reconocí. Y yo que pensaba que sería capaz de reconocerla en medio de una multitud.

—No se encontraba bien. En realidad, usted ni siquiera se fijó en ella.

Me miró con aire melancólico.

—¿Sabía ella quién era yo?

—No, estoy convencida. Tampoco yo he caído en la cuenta hasta hace unas horas. La partida de nacimiento habla de la calle Varano. Tardamos en comprender que la calle seguía existiendo.

—Me sorprende que ella no reconociera la casa. Tenía casi cuatro años cuando Sheila se la llevó. Solía sentarse ahí, en esos escalones, y se ponía a jugar con sus muñecas. —Hundió las manos en los bolsillos.

Se me ocurrió de pronto que el ataque de asma de Irene podía haberlo causado el reconocimiento inconsciente del lugar.

—Puede que recupere la memoria cuando sepa de la existencia de usted —dije.

Había vuelto a posar los ojos en mí y me miraba con curiosidad.

—¿Cómo han dado conmigo?

—Por la entidad que gestionó la adopción —dije—. En sus archivos constaba la partida de nacimiento de Irene.

—Bueno —dijo cabeceando—, espero que le digan que me gustaría mucho verla. A pesar de los años transcurridos, no he perdido la esperanza. Supongo que si les pido su dirección y su teléfono, no querrán ustedes dármelos.

—Sin permiso de ella, no —dije—. De todos modos, me interesa localizar también a la señora Bronfen. ¿No podría usted indicarnos por dónde comenzar la búsqueda?

—No, señora. Cuando se marchó, recurrí a todo lo imaginable para dar con ella: policía, detectives privados… Puse anuncios en todos los periódicos de la costa. Nadie me dio la menor noticia.

—¿Recuerda cuándo se marchó?

—No sabría decirle la fecha exacta. Fue en otoño de 1939. En septiembre, creo.

—¿Tiene algún motivo para creer que puede haber muerto?

Meditó unos segundos al respecto.

—La verdad es que no. Pero tampoco tengo ningún motivo para creer que siga viva.

Saqué del bolso un cuaderno de espiral y pasé un par de páginas. Lo que en realidad tenía ante los ojos era una antigua lista de la compra. También Dietz se puso a mirarla con atención por encima de mi hombro.

—Según la entidad que se encargó de la adopción —dije—, hubo por medio una persona llamada Anne Bronfen. ¿Era hermana de usted? El expediente es un poco ambiguo y no aclara la relación que tuvo con el caso. Supongo que se citó en calidad de pariente cercano cuando se tramitó el papeleo.

—Bueno, yo tenía una hermana que se llamaba Anne, pero falleció en 1940… tres o cuatro meses después de que Sheila se marchara.

Le miré con atención.

—¿Está seguro?

—Está enterrada en Mount Calvary, en una parcela familiar bastante grande que hay en la falda de la colina, nada más entrar. Sólo tenía cuarenta años, una verdadera desgracia.

—¿Cómo murió?

—De fiebre puerperal. En la actualidad ya no es tan frecuente, pero en aquella época todavía acababa con muchas mujeres. Se había casado años antes con un individuo de los alrededores de Tucson, un tal Chapman. Tuvieron tres hijos varones, los tres seguidos; mi hermana falleció muy poco después de dar a luz al tercero. Costeé el traslado del cadáver. Supuse que no quería que la enterrasen en Arizona, en mitad de aquellos campos dejados de la mano de Dios. Son feos y demasiado secos.

—¿Cabe la posibilidad de que supiese algo de Sheila durante aquellos meses?

Negó con la cabeza.

—A mí nunca me dijo nada. Vivía ya en Tucson cuando se marchó Sheila. Desde luego, cabe la posibilidad de que fuese a verla, pero a mí nunca me dijo nada. Oiga, le voy a hacer yo una pregunta a cambio. ¿Qué ha sido de la anciana que se fugó del asilo? No me ha dicho si ha aparecido o no.

—Pues sí, anoche, a eso de las once. La encontró la policía en esta misma calle. Murió en la sala de urgencias del hospital poco después.

—¿Murió? Vaya, es una lástima.

Nos despedimos con las frases de rigor. Volvimos al coche sin decir una palabra. Dietz abrió la puerta con la llave y me ayudó a subir. El silencio se prolongó hasta que se sentó al volante.

—¿Qué piensas? —dijo con la cabeza vuelta hacia mí.

Me giré para mirar la casa.

—Creo que nos ha mentido.

Puso en marcha el vehículo.

—Yo también lo creo. ¿Vamos al cementerio e inspeccionamos la parcela familiar de la que nos ha hablado?