La sala de publicaciones periódicas de la Biblioteca Municipal de Santa Teresa se encuentra en el sótano y es un recinto amplio cubierto de alfombras cobrizas lleno de sillas tapizadas en azul oscuro y de estanterías hasta el techo que contienen multitud de revistas y periódicos. La luz del día entra a raudales por una fila de ventanas y las lámparas laterales incrementan la iluminación general. Recorrimos la sala en sentido longitudinal y nos dirigimos al mostrador en forma de L que había a la izquierda.
El bibliotecario tendría cincuenta y tantos años, iba en mangas de camisa, llevaba corbata, pero se había despojado de la chaqueta. Tenía el pelo rizado y gris y llevaba gafas de montura de concha con la media luna típica de las bifocales adosada a la parte inferior de cada lente.
—Ustedes dirán.
—Queremos averiguar la identidad de una mujer que por lo visto murió en Santa Teresa durante un terremoto. ¿Por dónde cree usted que podríamos empezar la búsqueda?
—Un momento, por favor —dijo. Consultó con otro miembro del personal, una señora mayor, se dirigió luego a su mesa, revisó un montón de folletos y cogió uno. Al volver traía en la mano una publicación local titulada Manual de historia sísmica de Santa Teresa—. Veamos. Hubo terremotos en 1968, 1952, 1941…
—Es una posibilidad —dije a Dietz.
Negó con la cabeza.
—Demasiado posterior. Si tomamos las hojas de periódico como punto de referencia, ha de ser anterior a 1940. ¿En qué otras fechas hubo corrimientos de tierras?
El bibliotecario abrió el folleto por un diagrama que enumeraba los seísmos ocurridos entre la costa de Santa Teresa y las islas.
—El cuatro de noviembre de 1927 hubo un terremoto de 7,5, pero fue al oeste de Punta Arguello y causó pocos daños.
—¿Hubo víctimas? —preguntó Dietz.
—Parece que no. Hubo otro en 1812 que destruyó la misión de La Purísima. Y varios entre julio y diciembre de 1902…
—Buscamos uno más reciente —dije.
—Bueno, en tal caso tal vez deberían empezar con el gran terremoto de 1925.
—Está bien. Seguiremos su consejo.
El bibliotecario asintió, se dirigió a una fila de archivadores anchos de color gris y volvió poco después con un microfilm.
—Aquí tenemos desde el 1 de abril hasta el 30 de junio. El terremoto tuvo lugar el 29 de junio, pero lo lógico es que se comentara en la prensa al día siguiente. —Señaló a nuestra izquierda—. Las máquinas están allí. Consulten el diagrama para insertar la cinta.
—Si encontrase algo de interés, ¿podría obtener una copia?
—Desde luego. Basta con colocar el artículo en cuestión entre los dos puntos rojos de la pantalla y apretar el botón blanco que hay delante.
Tomamos asiento ante una de las cuatro máquinas, insertamos el carrete en el eje de la izquierda, pasamos la cinta por el visor y la fijamos al carrete que había a la derecha. Giré el disco de pase automático hasta la posición de avance lento. En la pantalla apareció la primera página del periódico enmarcada por el fondo negro. En el borde de algunas páginas había arrugas y muescas, pero la imagen era diáfana en términos generales. Dietz estaba detrás de mí y miraba por encima de mi hombro mientras yo giraba el disco para acelerar el avance.
Los días desfilaron por la pantalla como una estela de imágenes borrosas, igual que en ciertos efectos cinematográficos. De vez en cuando detenía el pase de la cinta para ver dónde estábamos. 22 de abril. 14 de mayo. 3 de junio. Aminoré la velocidad. Por fin apareció en la pantalla el 30 de junio. El gran terremoto había tenido lugar a las seis y cuarenta y dos minutos de la mañana del 29 de junio. Según el periódico, había sido tal la potencia del seísmo que se había levantado el asfalto y los postes callejeros se habían desplomado como si fueran mondadientes. El dique del pantano se había roto y Montebello se había inundado de barro y agua. El gas y la electricidad se habían cortado en el acto, por lo que no hubo más que un incendio, que se apagó enseguida. Muchos edificios del centro sufrieron daños de consideración, se desplazaron los raíles de los tranvías y el suelo se hundió hasta quince centímetros en algunos lugares. Los vecinos durmieron al sereno aquella noche y un ejército de vehículos partió hacia el sur por la autopista. Se habían producido treinta víctimas en total y se daba el nombre tanto de los muertos como de los heridos. En algunos casos se especificaba la edad y el empleo, así como la dirección, cuando se sabía. No había nadie, en la lista de fallecidos, que pareciera estar relacionado ni de lejos con lo que Agnes Grey me había contado.
Accionaba ya manualmente el pase de la cinta y la detenía cada tanto para inspeccionar una columna tras otra. Una viuda muy conocida había muerto aplastada al caérsele encima las paredes de un hotel. De entre los escombros de un edificio se había recuperado el cadáver de un dentista. No se mencionaba a nadie que se llamara Emily.
—¿Tú qué dices? —pregunté a Dietz.
Señaló el suelo con los pulgares. Rebobiné el microfilm y saqué el carrete del eje. Lo dejamos dentro del estuche correspondiente en el mostrador principal y parlamentamos en voz baja para ver qué hacíamos a continuación, en el caso de que hubiera algo más que hacer.
—¿En qué año nació Agnes? —preguntó Dietz.
—Parece que en 1900… aunque hay dudas. Puede que naciera en 1913.
—En ese caso, en 1925 tendría entre doce y veinticinco años. Si partimos de la hipótesis de que su hermana era cinco o seis años mayor o menor que ella, entonces tendría entre seis y treinta años.
—Entre las víctimas del terremoto no figuraba ninguna persona de sexo femenino de esas características —dije.
Dietz arqueó una ceja.
—Por los datos que tenemos, Emily podía ser tanto su hermana como la perra de la familia.
El bibliotecario se nos acercó esbozando una sonrisa de cortesía.
—¿Han encontrado lo que buscaban?
—Pues no —dije—. ¿Podría indicarnos otra fecha?
Volvió a coger el folleto con paciencia servicial.
—Vamos a ver. Vaya, parece que el terremoto de 1925 tuvo una secuela. Sí, fíjense. El 29 de junio de 1926… exactamente un año después. Una víctima. Hubo otro seísmo digno de nota el 4 de noviembre de 1927, pero según parece no hubo ninguna víctima. ¿Quieren echar un vistazo al del 26?
—Desde luego.
Volvimos a la máquina de antes y repetimos las operaciones para insertar la cinta. Otra vez pasamos las páginas a toda velocidad y el tiempo desfiló como una tromba blanquinegra. Reduje la velocidad hacia el final de la cinta y accioné a mano el pase de los días de modo que pudiéramos ver cada columna por separado. Dietz se había apoyado en mi hombro para cerciorarse de que no se me escapaba nada. Yo empezaba a perder ya la esperanza. Al principio había creído que era una buena teoría…, como que no tenía otra. Si no encontrábamos nada allí, no íbamos a tener más remedio que confiar en la suerte.
Leí el caso de Babe Ruth, que había conseguido dar allá en Filadelfia su vigésimo sexta vuelta de la temporada de béisbol. Leí el caso de una mujer que llevaba seis años casada y cuyo matrimonio tuvo que anularse al descubrirse que su marido anterior seguía vivo. Leí el caso de Aimee Semple McPherson, que se había defendido con gallardía de sus presuntos secuestradores…
—Ya lo tenemos —dijo Dietz y señaló la pantalla con el dedo.
Di un grito y me eché a reír. Seis usuarios se volvieron a mirarme. Me llevé la mano a la boca, llena de vergüenza. Me concentré en la pantalla. Fue como un don del cielo, como un placer inesperado y los renglones parecían saltar de la página. Era un artículo breve y de estilo algo anticuado, pero los hechos eran contundentes y todo parecía encajar.
MUJER SEPULTADA POR UN ALUD DE LADRILLOS
Se desploma una chimenea y mata a una vecina de la localidad
La señorita Emily Bronfen, de 29 años de edad, que trabajaba de contable en Brookfield, McClintock and Gaskell, falleció al derrumbarse sobre ella la chimenea de su domicilio, sito en Varano Street, número 1107, a consecuencia del temblor de tierra que se produjo ayer a las tres y veinte de la tarde. El cadáver se trasladó a la funeraria de los Hermanos Donovan y será incinerado hoy a las 16 horas.
Según noticias difundidas por la agencia Associated Press, los vecinos de Pasadena advirtieron que las puertas se abrían y cerraban solas, los de Santa Mónica vieron oscilar las torres del tendido eléctrico y en muchas oficinas de Los Angeles las sillas giratorias se desplazaron por el suelo siguiendo una trayectoria caprichosa, a consecuencia del mencionado temblor.
En Ventura se registraron dos temblores independientes que duraron entre cuatro y cinco segundos cada uno. Y en Santa Mónica se produjo otro poco después de las siete de la tarde de ayer.
L. L. Pope, inspector de Edificios y Construcciones del Ayuntamiento de Santa Teresa, hizo un recorrido por la ciudad ayer por la tarde e informó que no ha encontrado desperfecto alguno en los edificios construidos según la nueva normativa urbanística. «Ninguno ha sufrido daños estructurales dignos de tenerse en cuenta», afirmó. «Las chimeneas de construcción antigua, de las cuales se agrietaron algunas durante el terremoto del año pasado, han sido las más afectadas».
Alcé la cabeza y me quedé mirando a Dietz. Nos sostuvimos la mirada durante unos segundos y su boca se acercó a la mía hasta fundirse con ella. Levanté el brazo, le puse la mano en la nuca y la cerré con fuerza. Él me deslizó la suya por debajo de la camiseta y me recorrió el pecho izquierdo con la yema de los dedos.
—Saca una copia —dijo con voz gutural.
—Oh, cielos —dije sin aliento.
El bibliotecario, que estaba tras el mostrador, se bajó las gafas y nos miró por encima de la montura.
Roja como un tomate, me subí el escote y me recompuse la camiseta. Apreté el botón. Al devolver el microfilm, cogimos del mostrador el abono de la fotocopia. Salimos de la sala de publicaciones periódicas sin despedirnos de los dos bibliotecarios, enfrascados a la sazón en una charla sobre un tema que tenía que resultarles muy ameno.
—Bronfen —dije mientras subíamos las escaleras—. Me gusta. Se parece a Brontë. A los padres tenía que chiflarles la literatura victoriana.
—Es posible —dijo Dietz—. Pero no sé qué demuestra a estas alturas.
Ya en la planta baja, consultamos diversos directorios municipales. En la edición de 1926 figuraba una tal Maude Bronfen (de profesión, viuda) domiciliada en la dirección consignada en el periódico.
—Qué chasco —dije—. Yo esperaba ver el nombre de Anne.
—Puede que Maude fuera su madre —dijo Dietz—. ¿Y ahora?
—Probemos en el Registro Civil. Está ahí enfrente. A lo mejor encontramos la partida de nacimiento de Irene.
Abonamos el importe de la fotocopia, salimos de la biblioteca y para dirigirnos a los juzgados cruzamos la calzada unidireccional. Dietz me había cogido por el codo y repartía la atención entre los coches que venían por la izquierda, los peatones más próximos y los puntos estratégicos en que podía haberse apostado Mark Messinger en el caso de que hubiera decidido tirotearme en aquella zona.
—¿Sobre qué base teórica hemos de actuar ahora? —pregunté.
Dietz reflexionó durante unos segundos.
—Bueno, si yo quisiera falsificar un documento como el que nos ocupa, procuraría no hacer demasiados cambios para limitar las posibilidades de meter la pata.
—¿Crees entonces que el nombre de pila de Irene es auténtico?
—Es muy probable. Pienso que el nombre del médico y la fecha y hora del nacimiento son exactos también, al igual que la fecha de la inscripción y el nombre del juez de paz o el del secretario.
—¿Por qué cambiaría Agnes su edad? Me parece un detalle significativo.
—¿Quién sabe? Puede que fuera mayor que el padre de la criatura y demasiado vanidosa para permitir que constara en un documento oficial. Puestos a modificar la realidad, se puede suprimir también todo lo que no gusta o no conviene.
Los registros civiles del condado se encuentran en unas dependencias adjuntas al Palacio de Justicia de Santa Teresa, en la planta baja de la esquina noroccidental del edificio. Atravesamos la amplia plaza bordeada de césped y cruzamos la puerta de cristal y madera, de cinco metros de altura. A la izquierda había un antedespacho con un mostrador de atención al público, el suelo era de baldosas rojas, había una mesa y sillas para los usuarios que necesitaban cumplimentar solicitudes y formularios y a la derecha se sucedía una profusión de pequeñas vitrinas, adosadas a la pared, con un amplio muestrario de monedas extranjeras. Detrás del mostrador se abría un espacio despejado, compartimentado en esas omnipresentes «áreas de trabajo» que parecen ser el distintivo de todas las oficinas que he visto últimamente.
Ante el mostrador había ya una pareja que por lo visto quería obtener una licencia de matrimonio. El futuro marido era uno de esos sujetos delgadísimos de culo estrecho que tienen los brazos cubiertos de tatuajes. La novia abultaba el doble que él y su embarazo estaba en una etapa tan avanzada que seguramente asistía ya a las últimas clases de ejercicios para partos sin dolor. Se sujetaba al mostrador con ahínco, tenía la cara húmeda de sudor y jadeaba con esfuerzo visible mientras la funcionaria se afanaba por acelerar las gestiones.
—¿De verdad se encuentra bien? Si quiere, le busco una silla de ruedas —decía.
La funcionaria tendría sesenta y tantos años y se notaba que más que estar nerviosa, lo que quería era ser eficaz. Sin duda tenía la cabeza llena de imágenes relacionadas con pleitos y denuncias. Por otra parte, tampoco tenía por qué estar licenciada en obstetricia. Me pregunté si Dietz sabría algo de partos.
La novia, en lo más duro de una contracción, negó con la cabeza y con los dientes apretados.
—Estoy… bien… ah, ah, ay… estoy bien… —Llevaba una gardenia en el pelo. Imaginé la noticia de la boda en los ecos de sociedad. «La novia, con una elegante bata de parturienta de raso y lamé, entró en la iglesia del brazo de su tocólogo…».
—El juez Hopper nos espera arriba —dijo el novio. Olía a tabaco y a Brylcreem y se sujetaba los tejanos con una cuerda que le arrugaba la cinturilla como un acordeón.
La funcionaria les dio la licencia.
—¿No les resultaría más cómodo que June llamara al juez por teléfono para decirle que baje y les atienda aquí?
La funcionaria aludida, con los ojos girando en las órbitas, cogió el teléfono y marcó a toda prisa una extensión mientras la novia avanzaba dando traspiés hacia la puerta. Se habría dicho que se daba ánimos canturreando.
—Ah… ah… ah…
El novio estaba totalmente tranquilo. Se limitaba a ir al mismo paso que ella con los ojos puestos en los titubeantes pies de su futura.
—No respiras como es debido —dijo con voz enfadada.
La funcionaria se volvió hacia nosotros.
—Ustedes dirán.
Dietz seguía mirando a la pareja con expresión intranquila. Enseñé a la funcionaria la fotocopia de la partida de nacimiento.
—¿Podría hacernos un favor? —dije—. Creemos que esta partida se ha falsificado y quisiéramos cotejar el original de Sacramento. ¿Podría hacerse desde aquí? Como ve, figuran los números de referencia.
La funcionaria estiró el brazo para ver el papel de lejos y lo recorrió de arriba abajo con la uña del pulgar.
—No va a ser tan fácil. Fíjese en el número de distrito. Está mal. Aquí pone Brawley, pero el número de distrito no es el de Brawley. El número del condado de Imperial es el mil trescientos y no sé qué más. El 5.950 corresponde al condado de Santa Teresa.
—¿De veras? Eso es fabuloso —dije—. ¿Quiere usted decir que tienen aquí una copia?
—Desde luego. El 2 pequeño del margen se refiere al tomo y este otro número se refiere a la página. Si tienen la bondad de esperar un poco, enseguida les traerán el microfilm. Las máquinas están allí detrás. Tomen asiento y dentro de nada se reunirá con ustedes otra funcionaria.
Esperamos alrededor de cinco minutos, transcurridos los cuales la otra funcionaria, June, se presentó con un carrete y lo introdujo en la máquina.
Como sabíamos el número de página, no nos costó mucho dar con el nombre de Irene. Dietz tenía razón. La fecha y hora de nacimiento y el nombre del médico eran los mismos. También coincidían el nombre de pila de Irene, la edad de los padres y la ocupación de la madre. Todo lo demás se había cambiado.
El padre se llamaba Patrick Bronfen y era a la sazón vendedor de coches. El nombre de pila de la madre era Sheila y su apellido de soltera Farfell.
—Pero ¿quién diantres es esta Sheila? —dije con incredulidad—. Yo ya daba por sentado que el nombre de la madre sería Anne.
—¿No fue Sheila el nombre que mencionó Agnes al policía que la llevó a urgencias?
Me volví y me quedé mirando a Dietz.
—Es verdad. Lo había olvidado.
—Si no hay aquí ningún error, es lícito pensar que Agnes y Sheila son la misma persona. Hice una mueca.
—Eso tira por tierra la teoría de las Brontë. Eh, eh, eh, mira esto. —Señalé un punto de la pantalla.
El domicilio consignado era el mismo que el de la Emily Bronfen que había fallecido diez años antes de nacer Irene: es decir, catorce años antes de embalar el juego de té en la caja de cartón. Fruncí el ceño. La cosa se complicaba cada vez más. Dietz parecía igualmente intrigado. ¿Qué pasaba allí?