22

Le dije que doblase la esquina y se detuviera en un callejón. A la sombra calada de un roble de copa ancha me puse a mirar los papeles que contenía la carpeta de «Documentos importantes» de los Gersh. Su importancia me pareció más bien relativa. Vi una copia del testamento y se la pasé a Dietz.

—Mira si dice algo anormal.

Cogió las páginas grapadas y automáticamente se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Creí que buscaba por enésima vez el tabaco, pero se trataba de unas gafas de montura semicircular. Se las caló y se volvió a mí.

—¿Qué tal estoy? —dijo.

Asentí valorativamente.

—Son bonitas. Así pareces una persona mayor y juiciosa.

—¿De verdad? —Estiró el cuello para mirarse en el espejo retrovisor. Bizqueó y sacó la lengua para demostrar lo mayor que era.

Se puso a hojear las páginas del testamento mientras yo repasaba pólizas de seguros, la escritura de la casa, una copia del certificado de la inspección a que se había sometido un vehículo que tenían, un seguro de American Express contra accidentes aéreos.

—Qué pesadez —dije.

—Pues mira que esto…

Vi que miraba por encima las cláusulas del documento. Volví a fijarme en los papeles que tenía yo. Cogí la partida de nacimiento de Irene y la inspeccioné desde varios ángulos.

—¿Qué es eso?

—La partida de nacimiento de Irene. —Le conté lo que la aludida me había explicado sobre la redacción autobiográfica de la clase de lengua—. En este papel hay algo que me molesta la vista, pero no acabo de cogerlo.

—Es una fotocopia —dijo.

—Ya, pero no es eso.

—Trae a ver. —La pegó al parabrisas para mirarla a contraluz. El encabezamiento decía: DEPARTAMENTO DE SANIDAD DEL ESTADO DE CALIFORNIA. SECCIÓN DE ESTADÍSTICA. CERTIFICACIÓN DE EXTRACTO DE INSCRIPCIÓN DE NACIMIENTO. El resto era una serie de casillas de dos líneas que se habían rellenado a máquina con los datos correspondientes. Dietz acercó la cara como si sufriese miopía galopante.

—Algunas líneas están partidas y la tipografía parece algo sucia. Tal vez deberíamos ponernos en contacto con Sacramento y localizar el original.

—¿Crees que es una falsificación?

—Es posible. Se cubren las frases del original con cualquier líquido corrector. Luego se escribe encima y se hace una fotocopia. Es un poco burdo, pero en una escuela puede dar el pego. Puede que eso explique por qué Agnes tardó un día en encontrarla. Lo fundamental de las partidas certificadas es que están certificadas, ¿no? —Me sonrió con picardía y un destello de malignidad en los ojos grises.

—Vaya montaje —dije—. ¿Qué tendría que ocultar la anciana?

Dietz se encogió de hombros.

—Puede que Irene sea hija ilegítima.

—Eso es —dije—. ¿Conoces a alguien en Sacramento?

—¿En el departamento de Sanidad? Directamente no. Pero podemos hablar con los funcionarios del Registro Civil de aquí y sugerirles que llamen ellos.

—¿Crees que lo harán?

—Claro, ¿por qué no?

—Bueno, podemos intentarlo —dije—. Además, si lo hacemos ahora, Irene correrá con los gastos. Si dejamos pasar dos semanas, ya se habrá olvidado de que fue ella quien me contrató.

—Intentémoslo pues —dijo—. ¿Quieres que mire más papeles?

—No, es suficiente.

—Qué alivio. —Me pasó el testamento y la partida de nacimiento y los metí en la carpeta. Puso en marcha el coche y salimos a la calle principal.

—¿Adónde vamos?

—Pasemos antes por tu despacho. Vamos a llamar otra vez a Rochelle Messinger.

Dejamos el coche en el aparcamiento de la parte trasera y subimos por las escaleras exteriores. Dietz, como de costumbre, se comportaba como si tuviera cien ojos. Me cogió por el codo y no dejó de mirar a todas partes hasta que estuvimos dentro del edificio. El pasillo del primer piso estaba vacío.

—Necesito entrar un momento —dije cuando pasamos ante los lavabos—. ¿Quieres las llaves?

—Sí. Te esperaré en el despacho. —Fue a comprobar el interior de los excusados y le respondieron con un grito de indignación. Siguió andando por el pasillo y yo entré en los lavabos.

Darcy estaba ante una pila remojándose la cara. A juzgar por su palidez y por la hinchazón de los ojos, aún le duraba la resaca de la borrachera que había cogido la noche anterior. Se miró en el espejo. Tenía el pelo amazacotado y aplastado en un par de sitios.

—Cuando el pelo se te rebela, mal asunto —dijo, hablando más consigo misma que conmigo.

—¿A qué hora te acostaste? —pregunté.

—No muy tarde, pero estuve bebiendo anís dulce y cogí una de miedo. Empecé a vomitar a medianoche y aún no he parado —dijo. Se frotó la cara y tiró hacia abajo de los párpados inferiores para observarse la conjuntiva—. No hay nada mejor que una resaca para desear la muerte…

Oí el agua a presión de una cisterna y Vera salió de uno de los cuatro excusados abotonándose un vestido-pantalón cortado como un uniforme militar de camuflaje, de color caqui y verde oliva, con hombreras enormes y galones. Parecía como si fuese a participar en la invasión paracaidista de Anzio. Me miró con cara de pocos amigos.

—¿Qué te pasó anoche? —dijo con mordacidad. Yo estaba cansada y con los nervios a flor de piel, su retintín me sentó como un tiro y no me gustaba su actitud.

—Tú siempre tan discreta —dije—. Pues ocurrieron muchas cosas. Por ejemplo, que Agnes Grey se murió. No me acosté hasta las tres de la madrugada. ¿Y tú?

Se acercó a una pila, dando sonoros taconazos contra las baldosas. Abrió el grifo, pero el agua salió con demasiada fuerza y le salpicó la ropa. Retrocedió de un salto.

¡Mierda! —exclamó.

—¿Agnes Grey? —dijo Darcy. Nos miraba por el espejo con expresión recelosa.

—La madre de mi cliente —dije—. Sufrió un ataque al corazón.

Darcy frunció el ceño.

—Qué raro.

—Sí, fue muy raro, pero ¿cómo lo sabes tú?

—¿Te importaría…? —dijo Vera a Darcy con segundas. Por lo visto, quería hablar conmigo a solas. Se me ocurrió de pronto que podían haber estado hablando de mí poco antes de aparecer yo. Ay, madre.

Darcy se excusó con la mirada. Puso las manos bajo el chorro de aire caliente del aparato adosado a la pared y terminó de secárselas frotándoselas en las posaderas.

—Hasta luego, pandilla —dijo. Cogió el bolso y se marchó con cara de alivio.

Antes de que la puerta acabara de cerrarse, Vera se dio la vuelta y me clavó su mirada.

—Lo que le dijiste a Neil anoche no me hace ninguna gracia —dijo con la cara en tensión y los ojos echando chispas.

Me inundó una ola de calor. Tenía ganas de mear, pero me parecía inoportuno hacerlo en aquel momento.

—¿De veras? ¿Y qué le dije?

—Yo no estoy colada por él. Somos amigos y nada más. ¿Estamos?

—Pero ¿por qué te pones así?

Se apoyó en la pila con una mano en la cadera.

—Te lo presenté porque creí que podías ligar con él, no para que le dieras la vuelta a la situación.

—¿Eso hice?

—Lo sabes muy bien. Le dijiste que estaba loca por él y no veas cómo se puso.

—Dejó de hablarte.

—¡No dejó de hablarme! ¡Se me declaró!

—No me digas. Pero eso es magnífico. Enhorabuena. Supongo que le dirías que sí.

Le temblaron las comisuras de la boca y se echó a llorar de pronto. La reacción me cogió por sorpresa. Con lo mundana que era y gimoteando como una niña. La abracé como pude y le palmeé la espalda con torpeza. No es fácil consolar a una persona que abulta el doble que nosotros. Ella tuvo que encorvarse y yo me tuve que poner de puntillas. Tampoco fue ese abrazo cerrado que se da la gente que se conoce desde la infancia. Sólo estábamos en contacto por la zona de la axila, como si mis clavículas fueran una prolongación de las suyas.

—No sé qué haceeeer —gimoteaba en mi oído derecho.

—¿Por qué no os casáis? —le sugerí con la mejor intención.

—No pueeeedo.

—Claro que puedes. La gente lo hace todos los días.

—Soy demasiado mayor y demasiado alta y él quiere tener hijos.

La risa pugnaba por salírseme a borbotones y tuve que morderme la lengua para no hacer un chiste a su costa. Opté por murmurarle frases maternales de consuelo. «Vamos, vamos» y «Tranquila, ya encontraremos la solución». Todavía me cuesta creerlo, pero dio resultado. Al cabo de un minuto se contentaba con emitir hipidos y sollozos. Dejó escapar un suspiro fuerte y prolongado y se sonó la nariz con un pañuelo de papel que sacó del bolsillo del uniforme. Se pasó el pañuelo por los ojos y estalló en carcajadas mientras se miraba el maquillaje.

—Cuando os vi tan juntos y hablando tan en secreto, me entraron ganas de sacarte los ojos.

—Sí, ya me di cuenta de que te pasaba algo —dije—. Pero no acababa de entender qué era.

—Mac se puso entonces a soltar su discurso y cuando me di cuenta ya te habías ido. ¿Qué pasó?

Le detallé algunas de las actividades que me habían tenido ocupada la noche anterior y cuando terminé le pregunté por las suyas. Me contó lo sucedido después de nuestra partida. Mientras Mac continuaba el discurso, Neil ocupó furtivamente la silla de Dietz. Estaba tan enfadada con él creyendo que era yo quien le interesaba que se puso a beber un brandy tras otro y cuando se dio cuenta estaba en su habitación haciendo el amor con Neil. Estalló otra vez en carcajadas.

—Ni siquiera llegamos a la cama. Cuando entró la doncella a la mañana siguiente para cambiar las sábanas, aún estábamos abrazados en el suelo. Ni siquiera la oímos llamar. Por una maldita casualidad, resultó que la mujer era paciente de Neil. ¿Sabes esas situaciones en que estás sentada en la taza y suena el teléfono? Pues tenías que haberlo visto correr hacia el lavabo con los pantalones en las rodillas.

—Vera, si me río, me mearé encima. —Le di una palmadita y me metí corriendo en el excusado más próximo, desde donde continué la charla a través de la puerta—. ¿Y la doncella? Le tuvo que dar un telele. Ver nada menos que a su médico de cabecera con el culo al aire. Jesús.

—Salió de la habitación como una flecha. Fue entonces cuando Neil se me declaró. Se puso a gritarme que la culpa era mía. Que si nos casábamos, por lo menos follaríamos en el suelo de nuestra propia casa sin que nadie nos interrumpiera…

—Ese hombre sabe hacer bien las cosas.

—¿Tú crees?

Tiré de la cadena y salí del excusado.

—Vera, hazme un favor. Cásate con él. Es una monada de hombre. Serás feliz hasta el fin de los tiempos. Te lo prometo. —Me lavé las manos, me las sequé y cogí el bolso—. Dietz me espera. Si tardo un poco más, creerá que me han secuestrado. Quiero reservarme el derecho de ser la madrina, pero no pienso ponerme un vestido rosa pálido. Ya me dirás cuándo es la boda.

Cuando salí, me miraba con cara de aturdimiento.

Pasé ante la puerta de La Fidelidad de California y vi a Darcy ante el archivador que había detrás de la mesa de recepción. Estaba prácticamente inmóvil y me dio la sensación de que en realidad se limitaba a apoyar la cabeza en el metal del mueble para refrescarse la frente. Crucé la puerta. Me buscó con los ojos sin apartar la cabeza del archivador.

—¿Te ha echado un rapapolvo?

—Qué va. Lo que pasa es que quiere casarse. Tú podrías ser la que lleva las flores. Por cierto, cuando mencioné la muerte de Agnes Grey, dijiste que era raro. ¿Qué quisiste decir exactamente?

—Ah, bueno, pero yo no me refería al fallecimiento de esa señora, sino al título del libro.

—¿Qué libro?

Agnes Grey, una novela que escribió Anne Brontë en 1847. Lo sé porque fue el tema de una tesina que hice cuando estaba en la Universidad de Las Vegas.

—¿Estudiaste en la Universidad de Las Vegas?

—¿Qué tiene de malo? Me crie allí. En cualquier caso, me había especializado en filología inglesa y fue la única vez que me dieron matrícula.

—La escritora esa, ¿no se llamaba Charlotte?

—Anne era la menor de las tres hermanas. Lo que ocurre es que la gente conoce más a las dos mayores, Charlotte y Emily.

Sentí que me recorría un escalofrío como si fuese una araña de patas largas.

—Emily…

—La autora de Cumbres borrascosas.

—Ya, ya —dije con la cabeza en otra parte. Darcy siguió dándome detalles de las hermanas Brontë mientras yo recordaba lo que Agnes me había contado a propósito de la muerte de Emily, de la desdichada Lottie, que tenía menos cabeza que un clavo y que cuando salía por una puerta se olvidaba de cómo se volvía a entrar. ¿Sería Charlotte el verdadero nombre de Lottie? ¿Podía ser Anne el verdadero nombre de Agnes? ¿O era todo una coincidencia? Di media vuelta y me dirigí al pasillo.

—¿Kinsey?

Darcy parecía asustada, pero no tenía tiempo para explicarle lo que ocurría. Entre otras cosas porque ni yo acababa de entenderlo.

Dietz colgaba el teléfono cuando entré en el despacho.

—¿Has hablado con Rochelle? —le pegunté distraída.

—Todo ha salido a pedir de boca. Dice que se pone en camino inmediatamente. Tiene un amigo que dirige un motel en Cabana que se llama Vista del Océano. Tenemos que reunirnos allí a las cuatro. ¿Conoces el lugar?

—Da la casualidad de que sí —dije.

El Vista del Océano había sido justamente el motel donde había tenido lugar mi último y más esclarecedor encuentro con mi ex marido Daniel Wade. No fue el mejor día de mi vida, pero en cierto modo supuso una liberación. ¿Qué había dicho Agnes sobre Emily? Que había muerto durante un terremoto. ¿En Brawley o en otro sitio? Lottie había sido la primera en morir. Luego, la chimenea se había desplomado sobre Emily. Había más, pero ya no recordaba qué. Dietz consultó la hora.

—¿Qué hacemos hasta que llegue? ¿Quieres pasar por tu casa?

—Déjame pensar un minuto.

Me senté en el sillón de los clientes y me pasé la mano por el pelo. Dietz tuvo la sensatez de no abrir la boca mientras meditaba. No estaba yo en aquellos momentos para interrupciones y menos aún para ponerme a pensar por los dos. ¿Habría sido la muerte de Emily el factor que había inducido a Agnes Grey a marcharse de Santa Teresa, en el caso de que hubiera vivido aquí por entonces? Si Agnes Grey era un nombre falso, ¿cómo se llamaba realmente? ¿Y por qué había adoptado un nombre falso?

—Escucha, a ver qué te parece —dije. Antes le conté lo que me había dicho Darcy—. Supongamos que no se llamaba realmente Agnes Grey. Supongamos que empleaba este nombre como una especie de clave…

—¿Con qué objeto?

—No lo sé —dije—. Creo que estaba deseosa de contar la verdad, de que los demás la supieran, pero que no se atrevía a decirla. Venir a Santa Teresa le daba miedo, de eso estoy segura. Yo creía entonces que lo que la ponía nerviosa era la idea de viajar y que la perspectiva de ir a un asilo le disgustaba. Suponía que su inquietud estaba relacionada con el presente, pero ahora creo que no. Puede que viviera aquí en otra época. Creo que tenía dos hermanas, Emily y Lottie. Y cabe la posibilidad de que en su momento conociera algún detalle importante relacionado con la muerte de Emily…

—¿Y qué? ¿Te das cuenta de que ni siquiera sabemos cómo se llamaba en realidad?

Levanté un dedo.

—Pero sabemos que hubo un terremoto.

—Kinsey, en California hay siete u ocho al año.

—Lo sé, pero casi todos son insignificantes. Este tuvo intensidad suficiente para matar a una persona.

—¿Y?

—Vayamos a la Biblioteca Municipal, documentémonos sobre los terremotos de Santa Teresa y tal vez descubramos quién fue la persona que falleció.

—Tienes intención de investigar todos los terremotos locales que hayan causado víctimas —dijo con la voz crispada por la incredulidad.

—Todos no. Empezaré por el 6 o el 7 de enero de 1940… un día antes de que embalaran el juego de té.

Se echó a reír.

—Me encanta.