21

Parecía un zombie. Se dirigió a un sillón de orejas, tomó asiento y me acerqué a él. Se frotó los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Tenía la camisa arrugada y a la altura de las axilas, abarcando varias rayas azules, sendas manchas de sudor.

—Le he dado un Valium. Jermaine se quedará con ella hasta que se duerma.

Yo seguía de pie, dispuesta a aprovechar la ventaja psicológica que tal vez me diera el estar a mayor altura que él.

—¿Qué es lo que ocurre, Clyde? Jamás he visto a nadie reaccionar así.

—Irene es de naturaleza enfermiza. Ya lo era cuando la conocí. —Lanzó un bufido—. Es increíble… Y yo que pensaba que su inutilidad resultaba incluso encantadora…

—Es algo más que inutilidad. Está aterrorizada. Y a Agnes le pasaba lo mismo.

—Siempre ha sido así. Todo le da pánico… los espacios cerrados, las arañas, el polvo. ¿Sabe qué le asustan? Los pestillos de las puertas. Y las violetas. Dios mío, las violetas. Y cada día que pasa se pone peor. Es hipocondríaca, sufre alergias y depresiones. Vive medio muerta de miedo y seguramente es adicta a todos los medicamentos que le recetan. La he llevado a todos los especialistas habidos y por haber y todos se llevan las manos a la cabeza. Los psiquiatras se relamen durante la primera visita, pero cuando ven que no les funciona el vudú de costumbre, acaban por aburrirse. Lo que pasa es que no quiere ponerse bien. Es la verdad.

Le gusta sentirse llena de achaques. He intentado compadecerla, pero sólo he conseguido desesperarme. Mi vida se ha convertido en una pesadilla, pero ¿qué más puedo hacer? ¿Divorciarme? No tengo valor para hacer una cosa así. No me lo perdonaría nunca si lo hiciera. Es como una criatura. Creía que cuando muriese su madre… que cuando Agnes desapareciera de este mundo, mejoraría. Que sería como un exorcismo. Pero ya ve usted.

—¿No sabe en absoluto cuál puede ser la causa?

Negó con la cabeza. Parecía sentirse más impotente que un ratón acorralado por un gato.

—¿Y su padre? ¿Podría estar relacionado con él lo que le ocurre? Me ha dicho que murió en la guerra…

—Mis sospechas van también en esa dirección —dijo sonriendo con melancolía—. Es muy probable que se casara conmigo a causa de él.

—¿Porque necesitaba un padre?

—Pues claro. En realidad necesitaba de todo: comodidad, protección, seguridad. ¿Sabe qué es lo que quiero yo? Vivir una semana sin histerias ni dramatismos… siete días sin lágrimas ni disgustos, sin notar que depende de mí para todo, que es incapaz de hacer nada sola. Siete días sin chuparme la sangre. —Volvió a cabecear—. No viviré para verlo. Ni ella tampoco. A veces pienso que si me pegase un tiro, por lo menos se acabaría todo de una vez.

—Tiene que tratarse de un trauma de la infancia…

—No me venga con esas ahora. ¿Después de cuarenta años? Sería imposible llegar hasta el fondo de la cuestión, y aunque se consiguiera, ¿qué importancia tendría ya? Irene es lo que es y yo estoy atrapado, sin poder hacer nada.

—¿Por qué no se marcha?

—¿Y dejar a Irene? ¿Cómo voy a hacer una cosa así? Cada vez que hablo de irme, cae enferma y no hay quien la saque de la cama. No puedo mandarla a paseo en plena depresión…

Oí un tamborileo en la ventana próxima a la puerta y vi a Dietz escrutando el interior. Di un suspiro de alivio. Nunca me había alegrado tanto de ver a alguien.

—Yo abriré.

Me dirigí a la puerta e hice pasar a Dietz, que inmediatamente posó los ojos en Clyde. Este había recostado la cabeza en el respaldo del sillón y cerrado los ojos, haciéndose el muerto. La sola presencia de Dietz despejó la tensión acumulada en el ambiente, aunque se dio cuenta en el acto de que algo iba mal. Arqueé las cejas para darle a entender que se lo explicaría todo cuando no hubiera nadie delante.

—¿Qué tal ha ido? —le pregunté.

—Luego te lo cuento. Vámonos.

—Clyde… —dije.

—Lo he oído. Ande, váyase. Seguiremos hablando en otra ocasión. Irene dormirá varias horas. Las aprovecharé para dar una cabezada yo también.

Vacilé.

—Una pregunta. Ayer, cuando peinábamos el barrio en busca de Agnes, ¿recuerda haber visto alguna casa donde hubiera un invernadero o un cobertizo para herramientas?

Abrió los ojos y se quedó mirándome.

—No. ¿Por qué?

—La patóloga lo mencionó. Le dije que la tendría al tanto.

Negó con la cabeza.

—Yo me limité a llamar a las puertas. Todas las casas tienen patio trasero y en cualquiera podía haber un cobertizo.

—Si recuerda algo en este sentido, ¿me lo dirá?

Asintió resignadamente con la cabeza, deseando que le dejaran solo.

Recogí la caja del suelo y nos dirigimos al coche. Dietz me ayudó a subir al vehículo.

—¿Qué pasa? ¿No le ha gustado el juego de té? —dijo.

Cerró la puerta de mi lado, pero no pude responderle hasta que dio la vuelta al coche y se hubo sentado al volante. Puso en marcha el motor y arrancó. Le describí brevemente el ataque que había sufrido Irene.

—¿Qué crees tú que le pasa a esa mujer? —preguntó cuando hube terminado.

—No sé qué pensar. Se me ocurren varias posibilidades. Por ejemplo, malos tratos —dije—. Puede que fuera testigo de algún acto de violencia o puede incluso que ella cometiese alguna barrabasada de la que se siente culpable.

—¿Una niña?

—Bueno, los niños, a veces, hacen cosas sin mala intención. Nunca se sabe. En cualquier caso, si tiene recuerdos conscientes, jamás ha dicho una palabra. Y Clyde dice que no tiene ni la menor idea.

—¿Crees que Agnes lo sabía?

—Pues claro. Creo incluso que quiso decírmelo, pero que no se atrevió. Estuve con ella una noche en un hospital de convalecencia de Brawley y me contó una historia larga y confusa; estoy casi convencida de que la verdad se encuentra oculta en esa historia. Lo que no estoy dispuesta a hacer es volver al desierto para investigar.

—En cualquier caso sería absurdo después del tiempo transcurrido.

—Eso mismo dice Clyde. ¿Qué hay de Rochelle Messinger?

Sacó un pedazo de papel del bolsillo de la camisa.

—Vive en Hollywood Norte. He conseguido su teléfono. Dolan no quería dármelo al principio, pero le convencí. Dice que si localizamos al tipo, que nos mantengamos al margen y no intervengamos bajo ningún concepto.

—Claro, hombre —dije—. ¿Qué hacemos ahora?

Me miró sonriendo de lado.

—¿Te apetece una superhamburguesa con queso?

Me eché a reír.

—Vale.

Volvimos a casa a la una, con el depósito de los lípidos repleto. Tenía las arterias endurecidas, las placas ateromatosas se me acumulaban en los tejidos como los troncos en las angosturas de los ríos madereros y el sodio ingerido me había disparado la presión arterial.

Dietz llamó a Rochelle Messinger. Dejó que el teléfono sonara quince veces y al ver que no contestaban, me pasó el auricular. Yo me moría por echar la siesta, pero estimé oportuno averiguar si la doctora Palchak había analizado ya los tejidos. No me hacía ninguna gracia tener que volver al barrio del asilo para ponerme otra vez a aporrear puertas. Con un poco de suerte, no habría necesidad de hacerlo.

Marqué el número del St. Terry, pedí que me pusieran con el departamento de Patología y pregunté por Laura Palchak. Tenía en el regazo la caja de cartón de Irene. Con sólo proponérmelo, habría apoyado en ella la cabeza y me habría quedado dormida allí mismo. A veces añoro la sencillez de las guarderías; fue en una de ellas donde aprendí a dormirme cuando me apetecía.

Oí la voz de Palchak al otro extremo del hilo.

—Hola, Laura, soy Kinsey Millhone —dije—. ¿Has analizado ya los tejidos?

—Puedes apostar a que sí —dijo. Percibí en su voz una satisfacción morbosa.

—Y tu corazonada ha resultado cierta.

—Pues claro. Era la primera vez que veía algo de tal naturaleza, pero recordaba haber leído hace años un artículo sobre el asunto en cuestión. El bibliotecario del hospital me buscó la revista; la tengo precisamente en mi mesa. Aguarda.

—¿A qué asunto te refieres?

—A ello voy. El artículo se titula «Cardiopatía del estrés humano» y lo escribieron dos médicos de Ohio. Del artículo se desprende —dijo— que la señora Grey sufrió una lesión típica en el corazón, una degeneración de las células de las miofibrillas cardíacas producida por la tensión nerviosa que origina el miedo.

—Traduce, por favor.

—Es muy sencillo. Cuando el organismo acumula un nivel excesivo de adrenalina, esta empieza a destruir las células del corazón. El vacío dejado por las células muertas impide la transmisión normal de los impulsos eléctricos que regulan el músculo cardíaco. Al destruirse las fibras nerviosas, el corazón se pone a latir de manera arrítmica y esto fue lo que, en el caso que nos ocupa, provocó el paro cardíaco.

—Ya —dije con cautela. Me dio la sensación de que había más—. ¿Cuál es la conclusión entonces?

—Que la ancianita murió de miedo.

—¿Qué?

—Como suena. La asustó tanto lo que le ocurrió durante las horas en que anduvo perdida que el miedo le produjo la muerte.

—¿Te refieres al hecho de haberse perdido o a otra cosa?

—Sospecho que a otra cosa. En teoría, la tensión nerviosa y el sufrimiento psicológico, cuando se acumulan en determinadas circunstancias, pueden generar cargas mortales en el tejido cardíaco.

—Ponme un ejemplo.

—Imagínate una niña pequeña. El padre le pega con el cinturón, la ata y la encierra toda la noche en una habitación vacía. A la mañana siguiente, está muerta. Las lesiones físicas no son suficientes para causar la muerte. Y no me refiero a la tensión que siente casi todo el mundo en el curso de la vida cotidiana. No sé si lo entenderás, pero ciertos experimentos con animales han puesto de manifiesto la relación existente entre la tensión nerviosa y la necrosis miocardial.

—¿Me estás diciendo que ha sido un homicidio?

—Básicamente, sí. No creo que Dolan lo considere como tal, pero es lo que yo pienso.

Guardé silencio mientras asimilaba la información.

—No me gusta.

—Ya lo suponía —dijo—. Si no has averiguado aún dónde estuvo, podrías intentarlo otra vez.

—Sí.

Sentí una opresión en el pecho, un temor ancestral activado por la vecindad del homicidio. Había hecho bien el trabajo que me habían encargado. Había localizado a la anciana. Había colaborado en el plan para trasladarla a Santa Teresa a pesar de sus temores, a pesar de sus súplicas. Ahora estaba muerta. ¿También era yo responsable involuntaria de su muerte?

Después de colgar permanecí inmóvil durante tanto tiempo que de pronto advertí que Dietz me miraba con ojos intrigados. Manoseé las tapas de la caja de cartón y me puse a arrancar la capa de papel que cubría las ondulaciones. Traté de imaginar cómo había sido el último día de Agnes Grey. ¿Se la habían llevado a la fuerza? Si fue así, ¿con qué objeto? No se había recibido ninguna petición de dinero. Que yo supiera, no había habido ni cartas ni telefonazos de aquel juez. ¿Quién tenía motivos para matarla? Las únicas personas que conocía en la ciudad eran Irene y Clyde. Bueno, también me conocía a mí. Casi todos los homicidios son de índole personal: la gente muere a manos de parientes próximos, de amigos y conocidos… razón por la cual no quiero tener muchos.

Me miré las manos, totalmente abstraída. El papel de periódico que envolvía la taza rota estaba medio abierto. El tiempo lo había vuelto amarillo. Parpadeé y me concentré en el titular, visible a medias, que recorría a lo ancho la parte superior de la hoja. Incliné la cabeza para leerlo. La página pertenecía a la sección financiera del Santa Teresa Morning Press, el antepasado del actual Santa Teresa Dispatch. Intrigada, saqué el papel de la caja y lo alisé apoyándolo en el muslo. 8 de enero de 1940. Miré la caja por fuera, pero no vi matasellos ni etiquetas de facturación. Qué extraño. ¿Había estado Agnes en Santa Teresa alguna vez? Me parecía recordar que Irene me había dicho que no.

Alcé los ojos. Dietz se había acuclillado y me miraba con las manos apoyadas en las rodillas.

—¿Te encuentras bien?

—Mira. —Le di el pedazo de papel.

Le dio la vuelta para leer ambas caras. Se fijó en la fecha, como yo, y frunció los labios en actitud meditabunda. Asintió varias veces con la cabeza.

—¿Qué piensas?

—Creo que lo mismo que tú. Todo parece indicar que las tazas se empaquetaron en Santa Teresa en enero de 1940.

—El 8 de enero —puntualicé.

—No necesariamente. Mucha gente guarda los periódicos durante un tiempo. Puede que este estuviera amontonado con otros en cualquier rincón. Ya sabes. Tienes que envolver platos o lo que sea, vas al montón de periódicos y arrancas unas páginas.

—Es verdad —dije—. ¿Crees que fue Agnes quien lo hizo? ¿Estaba en esta ciudad por aquellas fechas? —Era, como es lógico, una pregunta imposible de responder por el momento, pero tenía que formularla.

—¿Estás segura de que la caja era suya? Puede que fuera de otra persona y se la estuviese guardando.

—Irene reconoció la taza. Lo vi en su cara medio segundo antes de que se pusiera a gritar.

—Veamos qué contiene —dijo Dietz—. Tal vez haya más.

Estuvimos unos minutos sacando el contenido de la caja. Todas las piezas de porcelana —las tazas, los platitos, el recipiente de la leche, el azucarero, la tetera de tapa decorada con motivos florales de color de rosa, quince unidades en total— estaban envueltas con distintos fragmentos del mismo periódico. En la caja no había ninguna otra cosa de interés y las noticias por sí mismas no revelaban nada significativo.

—Vamos a sacar a Irene de la cama y a averiguar qué pasa aquí —dije.

Dietz cogió las llaves del coche y nos dirigimos a la puerta.

Pulsamos el timbre de la casa de los Gersh y esperamos con impaciencia a que Jermaine nos abriese. Me la había imaginado poniéndolo todo en orden durante nuestra ausencia, pero la sala de estar tenía el mismo aspecto que una hora antes. Los cojines del sofá seguían tan torcidos como cuando los había desplazado Irene durante sus convulsiones, y la partida de nacimiento, el certificado de defunción y la carpeta de «Documentos importantes» todavía estaban de cualquier manera encima de la mesita de servicio. Percibí un olor a orina seca. El silencio que parecía caracterizar la casa volvía a enseñorearse de ella, como si la vida fuera allí algo confuso y apagado.

Las facciones morenas de Jermaine se volvieron impenetrables cuando le dije que queríamos ver a Clyde o a Irene. Se cruzó de brazos, reflejando con el gesto su intención de no colaborar en la empresa. Dijo que la señora Gersh dormía y se negó a despertarla. En cuanto al señor Gersh, había ido a «echarse un rato» y tampoco quería molestarle.

—Es un asunto de importancia —dije—. Cinco minutos serán suficientes.

Vi la determinación en su cara.

—Lo siento, señora. No pienso molestarles. Déjeles descansar.

Miré a Dietz. Tenía la resignación pintada en las facciones. Volví a mirar a Jermaine y le señalé con la cabeza la mesita de servicio.

—¿Puedo llevarme los papeles que dejé aquí?

—¿Qué papeles? No sé nada de eso.

—Por el momento, sólo necesito los documentos que estaba revisando con Irene —dije—. Ya volveré más tarde para hablar con ella.

Me miraba con fijeza y suspicacia. Procuré no alterar la actitud amable que había adoptado.

—Bueno —dijo—. Si eso es todo lo que quiere…

—Gracias. —Me acerqué a la mesita con indiferencia y cogí la partida de nacimiento y la carpeta con los documentos. Treinta segundos después estábamos de lluevo en la entrada.

—¿Para qué has cogido eso? —preguntó Dietz mientras bajábamos los peldaños del soportal.

—Se me ocurrió de pronto que podía ser interesante —dije.