—Lo rellenaremos como si fuera un examen escolar —dije—. Primero contestaremos las preguntas fáciles y dejaremos para después las difíciles. Empezaremos por el «Nombre del/la fallecido/a». ¿Tenía segundo nombre?
Negó con la cabeza.
—Que yo sepa, no.
Escribí «Agnes… APELLIDO… Grey».
Con la cabeza pegada a la suya fui consignando en cosa de un minuto la escasa información que recordaba y que se refería a la raza (blanca), el sexo (mujer), servicio militar (—), número de la Seguridad Social (—), estado civil (viuda), profesión (jubilada) y distintos subapartados bajo «Domicilio habitual». Lo que le angustiaba era no saber cuándo ni dónde había nacido su madre, y tampoco recordaba el nombre de los padres de la difunta, datos que, según ella, cualquier persona que tuviera un poco de responsabilidad recitaría de memoria.
—Deje de torturarse, por el amor de Dios —dije—. Vayamos al revés y veamos hasta dónde llegamos. Puede que recuerde usted más cosas de las que cree. Por ejemplo, todo el mundo dice que tenía ochenta y tres años, ¿no?
Asintió sin mucha seguridad, deseando probablemente que las preguntas del formulario contasen ya con varias respuestas optativas. Se notaba sin embargo que pensar en su propia ignorancia le seguía resultando turbador.
—Irene, no puede usted suspender este examen —dije—. ¿Entiende lo que quiero decir? O lo aprueba o no la entierran. —No quería ser brusca, pero sólo con un buen zarandeo se podría liberar de la autocompasión.
—Es que no quiero que salga mal —dijo—. Hacerlo bien es fundamental. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Lo comprendo, pero no se va a terminar el mundo por dejar una casilla en blanco. Sabemos que era ciudadana norteamericana, así que consignémoslo… La información restante podemos obtenerla por la partida de nacimiento de usted. En ella constará el lugar de nacimiento de sus padres y la edad que tenían cuando usted nació. ¿Sabe dónde la tiene?
Asintió y se sonó la nariz con un pañuelo que se guardó en el bolsillo del albornoz.
—Estoy casi segura de que la puse en el archivador de aquí —y señaló la solana, que por lo visto había transformado en despacho—. En el cajón de arriba hay una carpeta con una etiqueta que dice «Documentos importantes».
—No se levante. Ya lo busco yo.
Pasé a la solana y abrí uno de los cajones archivadores. «Documentos importantes» era una gruesa carpeta marrón situada en primer término. Saqué la carpeta entera y se la llevé a Irene para que buscara ella el documento. Cogió una partida de nacimiento y me la entregó. La miré por encima, fruncí el ceño y volví a mirarla.
—Esto es una fotocopia. ¿Dónde está el original?
—No lo sé. Este es el papel que he tenido siempre.
—¿Qué hizo a la hora de solicitar el pasaporte? Porque hay que entregar una partida certificada.
—No tengo pasaporte. Nunca me ha hecho falta.
La miré con asombro.
—Creí que la única persona que no tenía pasaporte en este país era yo —comenté.
Me pareció que se excusaba.
—No me gusta viajar. Me da miedo ponerme enferma y no tener un buen médico a mano. Siempre que Clyde ha tenido que viajar al extranjero por motivos de trabajo, lo ha hecho solo. ¿No sirve acaso? —Sospechaba que había discutido más de una vez con Clyde acerca de aquella actitud suya.
—Sí, por supuesto que sí, pero me parece extraño. ¿Cómo cayó en sus manos la fotocopia?
Cerró la boca y las mejillas se le tiñeron de rosa, como si hubiese recuperado de pronto la salud. Al principio pensé que no iba a decir nada; frunció la boca.
—Me la dio mi madre cuando estudiaba secundaria. Fue uno de los momentos más humillantes que me hizo pasar. En clase de lengua nos habían puesto como tema de redacción la historia de nuestra propia vida y el profesor quiso que incluyéramos la partida de nacimiento. Recuerdo que mi madre no encontró la mía y tuve que entregar la redacción sin ella. El profesor la calificó de «insuficiente»… el único de mi vida estudiantil… y encima mi madre se enfadó. Fue espantoso. La llevó al instituto al día siguiente y se la tiró al profesor a la cara. Había bebido, claro. Y todos los alumnos mirando. Fue una de las situaciones más vergonzosas que me ha tocado vivir.
La observé con curiosidad.
—¿Y su padre? ¿Dónde estaba mientras tanto?
—No me acuerdo de él. Mis padres se separaron cuando yo tenía tres o cuatro años. Murió en la guerra tiempo después. En 1943, según creo.
Me dispuse a continuar lo que habíamos empezado y consulté la partida de nacimiento. Era una auténtica mina de datos. Irene había nacido en Brawley el 12 de marzo de 1936, a las dos y media de la madrugada. Su padre era Herbert Grey, natural de Arizona, blanco, de treinta y dos años de edad, de profesión soldador de una compañía aérea. El apellido de soltera de Agnes era Branwell, había nacido en California, profesión sus labores.
—Estupendo —dije, pero entonces leí lo que ponía debajo—. Un momento. Qué raro. Aquí dice que cuando usted nació, Agnes tenía veintitrés años… o sea que en la actualidad habría tenido que tener setenta. Esto no coincide.
—Tiene que ser una errata —dijo acercando la cabeza. Me quitó el papel de las manos y se quedó mirando el renglón que acababa de leerle—. La diferencia es de varios años. Si mi madre tiene ahora ochenta y tres, cuando nací tenía que tener treinta y seis, no veintitrés.
—Igual era más joven de lo que pensábamos.
—Pero no tanto. No tenía alrededor de setenta, ni por asomo. Usted la vio personalmente.
Medité el asunto un momento.
—Bueno, no creo que tenga tanta importancia.
—¡Y tanto que la tiene! Se mire como se mire, la diferencia sigue siendo de trece años.
Desconecté la clavija del enfado. No tenía sentido sulfurarse.
—No hay forma de comprobarlo —dije—. Por lo menos no se me ocurre ninguna. Dejémoslo en blanco.
—No quiero —dijo con tozudez.
Ya la había visto en aquella actitud y sabía que podía ponerse muy pesada.
—Haga lo que le parezca. No es asunto mío.
Oí una llave en la cerradura. Se abrió la puerta principal y entró Clyde vestido, como de costumbre, con traje, corbata y chaleco. Arrastraba la caja de cartón que yo había dejado en la puerta. Se acercó al sofá, me saludó con un murmullo y puso la caja encima de la mesita de servicio. Se inclinó para dar un beso a Irene en la mejilla, un gesto ritual sin ningún afecto perceptible.
—Estaba en la entrada…
—Es de Irene —dije—. La encontré debajo del remolque de Agnes e hice que me la mandaran por correo. Ha llegado esta mañana. —La acerqué, abrí las tapas y metí la mano entre las tazas, envueltas todavía en papel de periódico—. Puede que no sea el mejor momento, pero es lo único que los intrusos no destrozaron.
Desenvolví una taza y se le di a Irene. El asa de porcelana tenía una grieta fina como un cabello en la parte inferior, pero por lo demás estaba impecable: rosas pintadas a mano sobre fondo blanco, pero a la manera infantil. Irene la miró sin comprender y de pronto se le iluminaron los ojos. Del fondo de su ser pareció brotar un rumor. De pronto la tiró lejos de sí con un inesperado alarido de repugnancia. Noté un escalofrío de miedo al ver el suyo. Clyde y yo dimos un respingo y automáticamente murmuramos interjecciones de asombro. Su alarido rasgó el aire trazando en espiral una melodía aterrorizada. La taza, como si se moviese a cámara lenta, rebotó en el borde de la mesita de servicio y se partió en dos tan limpiamente como si la hubieran cortado con un cuchillo.
Irene se puso en pie con los ojos que se salían de las órbitas. Su respiración se había vuelto tan rápida y superficial que la cantidad de oxígeno que aportaba a la sangre tenía que ser insuficiente. Vi que se tambaleaba sin apartar los ojos de mí. Me alargó los brazos mientras caía entre convulsiones que la sacudían de pies a cabeza. Clyde fue más rápido que yo y la sujetó a tiempo. La tendió en el sofá y le levantó los pies.
Jermaine llegó corriendo con un paño de cocina en la mano. Sus ojos se abrieron alarmados:
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué pasa? Dios mío…
Irene tenía las pupilas escondidas bajo el párpado superior y sufría sacudidas rítmicas a instancias de algún terremoto íntimo que la obligaba a contraer espasmódicamente la frágil envoltura corporal. El olor penetrante de la orina impregnó el aire. Clyde se quitó la chaqueta y se puso de rodillas a su lado, tratando de contenerla para que no se lesionara involuntariamente. Jermaine parecía petrificada; retorcía el paño con las manos grandes y morenas mientras emitía sonidos guturales de ansiedad.
El ataque cedió poco a poco. Irene se puso a toser con arranques tan crujientes e infructuosos que acabaron por perforarme las entrañas. Después de la tos vino un gemido agudísimo que tuvo la virtud de ponerme otra vez en movimiento. Le puse una mano bajo el brazo derecho y me volví hacia Clyde.
—Sentémosla. Así respirará mejor.
La pusimos en posición sentada. La operación se caracterizó por su torpeza, dado que pesaba muy poco, seguramente menos de cuarenta y cinco kilos. Se conducía como si estuviera paralítica y mareada y sus ojos iban de una cara a otra sin dar muestras de saber ni dónde se encontraba ni qué sucedía.
—¿Quiere el señor que llame al hospital? —preguntó Jermaine.
—Aún no. Tengámosla así un rato. Parece que ya vuelve en sí —dijo.
La cara de Irene se cubrió de una finísima capa de sudor. Tanteó en mi dirección como si estuviera ciega. Tenía las manos frías y húmedas, como un pez que da las últimas boqueadas en el fondo de una barca de pesca.
Jermaine desapareció y volvió al cabo de unos segundos con un paño frío y mojado que entregó a Clyde sin decir nada. Este lo pasó por la cara de su mujer. Irene se puso a emitir sonidos apagados, gimoteantes, impotentes e infantiles, como si despertara de una pesadilla de efectos catastróficos.
—Había arañas. Olía el polvo…
—Siempre ha tenido pánico a las arañas —me dijo Clyde.
De manera instintiva, recogí las dos mitades de la taza, preguntándome si no habría visto algo en el fondo de la misma. Casi esperaba ver una de esas arañas que llevan muertas un montón de meses y que yacen panza arriba, con las patas encogidas sobre el vientre como una flor que se cierra al anochecer. Pero no vi nada. Irene, mientras tanto, seguía con su delirio.
—La pintura chorreaba por la pared y era horrible. Echaba a perder las violetas y yo estaba muy asustada… No quería portarme mal…
Clyde le murmuraba palabras de consuelo mientras le acariciaba la mano.
—Estás bien, Irene. Ya ha pasado todo. Estoy aquí contigo.
En los ojos femeninos había una expresión de súplica y su voz era un susurro lastimero.
—Era el juego de té que tenía mamá desde pequeña… A mí no me dejaban jugar con él. Me escondí para que no me pegaran una vez y otra, y otra. ¿Para qué lo quería ella?
—Voy a llevarla a la cama —dijo Clyde. Le pasó un brazo por debajo de las rodillas, el otro por debajo de la espalda y la levantó con algún esfuerzo. Se apartó poco a poco de la mesa de servicio y avanzó de lado hasta que tuvo el camino libre; entonces se dirigió a la escalera. Jermaine iba con él y le ayudaba a equilibrar la carga.
Me dejé caer en el sofá y apoyé la cabeza en las manos. El ritmo cardíaco volvía a normalizarse, lo que no era pequeña hazaña habida cuenta de la subida de adrenalina que había experimentado. El miedo de los demás es contagioso y la proximidad magnifica el fenómeno; no por otro motivo causan un impacto tan notable las películas de terror en los cines abarrotados. Percibía el olor de la muerte, el olor de una experiencia aterradora que ni Irene ni Agnes habían podido afrontar racionalmente al cabo del tiempo. En cuanto a las proporciones del acontecimiento, sólo podía formular conjeturas. Ahora que Agnes había fallecido, dudaba que la realidad pudiera reconstruirse.
Me estremecí con inquietud y miré la hora. Habían pasado sólo treinta minutos. Dietz no tardaría en llegar y me sacaría de aquel infierno. Hojeé una revista que había en la mesita de servicio. En las últimas páginas había una lista de recetas de cocina, muy nutritivas y equilibradas, cuya preparación costaba sólo unos centavos. El nombre que habían puesto a los platos se me antojaba espantoso: eran frecuentes las «sorpresas de atún» y los «sofritos de leche de soja cuajada con salsa agridulce». Abandoné la revista. Por hacer algo, volví a coger la taza rota, la envolví en el papel de periódico y la metí en la caja. Me levanté y trasladé la caja a la puerta. Era una insensatez dejarla a merced de Irene. Ya se la devolvería si me la pedía más adelante. Alcé la vista y vi que Clyde bajaba la escalera con aire abatido.