Nada más entrar, me dirigí a la escalera. Estaba demasiado cansada para entretenerme con cortesías.
—¿Le apetece un vaso de vino? —preguntó.
Me cogió por sorpresa y titubeé. Parada en el descansillo me volví para mirarle. Tenía ya un pie en el primer peldaño y la mano en la barandilla curva de la escalera.
—No, gracias.
Se produjo una pausa.
—¿Se encuentra bien? —dijo.
Hablábamos de un modo que se me antojaba extraño, como si cada frase contuviera un mensaje oculto. Su cara parecía la misma, pero había algo nuevo en los ojos. Allí donde su mirada había sido como un muro infranqueable, había ahora una intención, una llamada que no podía expresar del todo verbalmente. La sexualidad agitaba el aire como las aspas de un ventilador. El cansancio se me desvaneció. Todo el peligro, toda la tensión se había transformado en aquello, en deseo silencioso. Sentía la lengua de la ansiedad subiéndome por las piernas, calándome la ropa, un sentimiento antiguo y misterioso como el mundo, el único antídoto de la humanidad contra la muerte. El calor parecía trazar un arco en el espacio que nos separaba, igual que en un experimento de antaño, como nacido de las entrañas de la noche. He aquí lo que yo entendía: aquel hombre era igual que yo, mi hermano gemelo, y de súbito supe que lo que veía en él era el reflejo deformado de mí misma, de mi arrojo, de mi competencia, de mi temor a depender de otros. Había estado con él tres días, aislada por circunstancias externas, inmovilizada por el instinto de supervivencia. Sólo el deseo podía darnos la valentía necesaria para salvar la distancia, pero ¿cuál de los dos daría el primer paso?
Vi que echaba el cerrojo de la puerta. Vi que apagaba las luces y cruzaba el salón. Subí por la escalera y me volví en el tercer peldaño. Me sujeté a la barandilla y me senté en el escalón al ver que se acercaba. Se detuvo ante mí, con la cara a la altura de la mía. A sus espaldas reinaba la oscuridad. La luz procedente del piso superior le bañaba las facciones, envolviéndolas en un aire de seriedad. Se acercó para besarme, su boca fría al principio, los labios suaves. Mi deseo de él era tan tangible como un hierro al rojo que me traspasara las entrañas. Me recosté en la escalera. Las aristas de los peldaños se me clavaron en la espalda y el dolor y el deseo acabaron por fundirse en una sensación indiferenciable. Le acaricié la mejilla, le acaricié las mechas sedosas del cabello mientras pegaba su cara a la mía y me frotaba los pechos por encima de la camiseta. Nos movimos como en un simulacro de coito, con la ropa puesta, con el cuerpo arqueado. Oía el murmullo de la ropa al rozarse, de su respiración, de la mía. Alargué la mano y le acaricié. Emitió un gemido animal, se irguió para pasar por encima y me instó a seguirle mientras subía. Era preferible la cama y nos desnudamos por etapas sin dejar de besarnos. El primer ramalazo de calor que sentí cuando su carne desnuda entró en contacto con la mía me hizo decir «Ay… Señor» con voz apagada. Pero después ya no hubo palabras hasta el instante del olvido. Hacer el amor con aquel hombre fue una experiencia única en su especie… como la resolución natural de un acorde en el momento culminante, como una música sin tiempo que vibrara en nuestros huesos, comunicación de secretos, carne contra carne, momento tras momento hasta la fusión total. Caí en un sueño profundo abrazada a él y no desperté hasta que despuntó el nuevo día. Me removí a las seis en punto, vagamente consciente de que estaba sola en la cama. Le oí moverse en la planta baja. Había puesto la radio y a mis oídos llegaron los compases de una canción de Tammy Wynette que me partieron el alma. Por una vez no me importó.
Poco más tarde sonó el timbre… un cartero (auténtico) que traía la caja facturada en Brawley. Yo no estaba para nadie y Dietz se hizo cargo de la entrega. Minutos después percibía el aroma del café recién hecho. Me levanté, hice la cama, fui al cuarto de baño y me cepillé los dientes. Me duché, me lavé la cabeza y volví a ponerme los tejanos y la camiseta de la víspera. No tenía ganas de aumentar la cantidad de ropa sucia. Bajé a la planta inferior.
Dietz estaba junto al banco de la cocina, encaramado en un taburete, con el periódico abierto ante sí y, al lado de este, ya vacíos, un vaso de zumo y una taza de cereales. Alargó la mano y le abracé por detrás. Me besó con una boca tan fresca que percibí el sabor de los cereales.
—¿Estás bien? —dijo.
—Sí. ¿Y tú?
—Ajá. Ha llegado el paquete.
La caja estaba al lado mismo de la puerta y ostentaba la etiqueta en la que yo misma había escrito mi dirección.
—¿Has mirado si contiene alguna bomba?
—No contiene ninguna —dijo con indiferencia—. Puedes abrirlo.
Cogí del cajón de la cocina un cuchillo de pelar patatas y corté la cinta adhesiva. Las prendas estaban tal como yo las había puesto, con el vestido multiuso encima de todo. Lo saqué para inspeccionarlo. Fue un alivio comprobar que no había acabado en tan mal estado como pensaba. Sólo un poco manchado de barro, aunque desprendía un tufo que oscilaba entre el olor de los huevos podridos y el de las tazas de retrete en desuso.
Dietz percibió el olor y se volvió con una mueca de asco.
—¿Qué es esa porquería?
—Mi mejor vestido —dije—. Lo meteré en la lavadora y quedará como nuevo.
Lo puse a un lado y seguí sacando prendas y objetos. En el fondo vi la caja de cartón con el juego de té que había sacado de debajo del remolque de Agnes Grey.
—Tendré que devolverle esto a Irene —comenté mientras dejaba la caja junto a la puerta.
Los objetos personales que quedaban para recordar los ochenta y tres años que Agnes Grey había estado en este mundo eran escasos, pero pensé que a Irene le gustaría conservarlos.
Dietz levantó la vista del periódico.
—Por cierto. La doctora Palchak llamó a las siete y media. Ya ha hecho la autopsia. Dijo que la llamases en cuanto te levantaras.
—Sí que ha ido rápida la cosa.
—Eso pensé yo. Dijo que entra de guardia a las cinco y que puso manos a la obra de inmediato.
Marqué el número del St. Terry y pedí que me pusieran con Patología. Ya había hablado con Laura Palchak un par de veces. Es baja, fea, gorda, competente, laboriosa, concienzuda y muy lista; está contratada por las autoridades del condado y hace autopsias para el juzgado de primera instancia.
—Palchak —dijo una voz al otro extremo de la línea.
—Hola, Laura. Soy Kinsey Millhone. Gracias por haber respondido a mi nota. ¿Qué se sabe de Agnes Grey?
Se produjo una breve pausa.
—El juzgado no ha notificado aún el resultado de la autopsia a la señora Gersh, o sea que lo que voy a decirte es confidencial, ¿de acuerdo?
—Tranquila.
—El resultado es negativo. Hasta dentro de unas semanas no tendremos el resultado de los análisis toxicológicos, pero en términos generales no hay nada anormal.
—¿Cuál es entonces la causa del fallecimiento?
—Básicamente, paro cardíaco, pero no sé… todo el mundo muere de paro cardíaco o respiratorio, si vamos a ello. El caso es que no hay prueba alguna de que padeciera una enfermedad cardíaca orgánica ni he encontrado nada susceptible de haber contribuido a la defunción de manera natural. Técnicamente, no hay más remedio que calificar de indeterminable la causa del fallecimiento.
—¿Qué quieres decir con eso de «técnicamente»? No me gusta cómo lo has dicho.
Se echó a reír.
—Buena pregunta. Es verdad lo que dices. Tengo una corazonada, pero he de hacer antes ciertas averiguaciones. He pedido al bibliotecario del hospital que me encuentre cierto artículo que se publicó hace unos años. No sé por qué me vino a la cabeza, pero en este asunto hay una especie de alarma sonando al fondo.
—¿A qué te refieres? ¿Puedes darme algún detalle?
—Todavía no. He encargado a mi ayudante que me prepare unas muestras de tejido que analizaré seguramente esta misma tarde. Tengo dieciséis casos en lista de espera y todos estaban por delante de este, pero me pica la curiosidad.
—¿Puedo echarte una mano?
—Hay algo que quizá podrías hacer. Sería interesante averiguar qué le ocurrió a la anciana durante el tiempo que anduvo perdida. Si pudieras enterarte de lo sucedido durante esas horas, me sería muy útil.
—Lo intentaré —dije—, pero te advierto que podemos llevarnos un chasco. ¿He de buscar algo concreto?
—En la muñeca derecha presenta rozaduras producidas al parecer por una cuerda; y tiene un par de uñas rotas en…
—Sí, ya me di cuenta —dije, acordándome de pronto—. Y arañazos en los nudillos de la mano izquierda.
—Exacto. Es posible que estuviese retenida contra su voluntad en alguna parte. Busca un cobertizo con herramientas de jardinería o un invernadero. He cogido muestras de la tierra que tenía en las uñas y podemos compararlas con lo que encuentres. Tenía además rozaduras y contusiones menores en la espalda. La semana pasada atendí a un niño con señales muy parecidas en los muslos y las nalgas. Le habían pegado con una percha… y otros objetos.
—¿Quieres decir que fue golpeada?
—Es posible.
—¿Lo sabe el teniente Dolan?
—Él y el fotógrafo de la policía estuvieron presentes durante la autopsia, o sea que vieron lo mismo que yo. Lo que ocurre es que no había traumatismo interno y las lesiones eran demasiado insignificantes para considerarse causa de la defunción.
—¿Y tú qué opinas?
—Nada en absoluto hasta que haya comprobado más cosas. Llámame esta tarde; mejor aún, ya te llamaré yo cuando haya visto lo que todavía me queda por analizar. Puede que entonces ya hayas averiguado algo.
Colgó. Devolví el auricular a la horquilla del aparato. Me sentía confusa. Dietz me observaba. Por lo que inevitablemente había escuchado, tenía que saber ya que el caso había experimentado un giro imprevisto.
—¿Qué ocurre?
—Vamos por tu coche. Quiero ir a casa de Irene. Me gustaría hablar con Clyde.
Les llamé para decirles que iba a verles y a continuación llamé a un taxi.
Le expliqué los detalles de la nueva situación mientras nos dirigíamos al hotel con la caja de Irene en el regazo. Llegamos al Edgewater y Dietz estuvo un rato inspeccionando el motor y el sistema eléctrico del Porsche. El mozo que estaba a cargo del aparcamiento no era el mismo que el de la noche anterior y aunque juró que nadie se había acercado al vehículo, Dietz prefirió no fiarse.
—No creo que en cuestión de bombas Messinger sepa distinguir un culo de una calabaza, pero tampoco estamos ahora para sorpresas —dijo.
Esperé mientras se tendía en el suelo y se metía a medias bajo el coche para inspeccionar la parte inferior del chasis. No encontró cables misteriosos ni detonadores ni cartuchos de dinamita. Satisfecho de la revisión, se puso en pie, se sacudió la ropa y me abrió la puerta del copiloto. Arrancó y salimos del aparcamiento. Excepcionalmente, condujo despacio. Tenía pintada la preocupación en la cara.
—¿En qué piensas? —dije.
—En Messinger. Me pregunto si no sería interesante hablar con su ex mujer.
—¿En Los Angeles?
—Podríamos hacer que viniera. Sabemos que su hijo Eric está con él, por lo menos anoche estaba. Si le decimos a ella que puede recuperarlo, es posible que quiera aprovechar la oportunidad. Incluso podríamos ayudarla y pedirle a cambio que nos ayude.
—¿Cómo?
Se encogió de hombros.
—No lo sé aún, pero es mejor eso que nada.
—¿Sabes cómo localizarla?
—Tengo una idea: te dejo en casa de los Gersh y voy a hablar con Dolan.
—De acuerdo.
Nos detuvimos delante de la casa de los Gersh. Dietz me sostuvo la caja mientras yo liberaba mi cuerpo de las reducidas dimensiones del vehículo. Al llegar al soportal, dejó la caja junto a la puerta y yo pulsé el timbre. Habíamos acordado que le esperaría allí hasta que pasara a recogerme.
—Date prisa —murmuré—. No quiero cargar con Irene todo el día.
—Tres cuartos de hora a lo sumo. Si veo que voy a tardar más, te llamaré. Ten cuidado. —Me clavó en la pared con un beso que me levantó los dedos de los pies, me dijo adiós con la mano y se alejó hacia el coche.
Jermaine abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar. Oí que el Porsche se ponía en marcha y se alejaba. Traté de concentrarme e hice un esfuerzo por parecer una investigadora seria, porque si he de ser franca notaba la humedad en mis bragas. Cambié con Jermaine el saludo de rigor. Oí que sonaba el teléfono en el interior de la casa. Ella lo oyó igualmente y exclamó a voz en cuello «¡Voy a ver quién es!», como si hablase para el fondo de la platea. Murmuró una disculpa y se alejó hacia la cocina con andares insospechadamente graciosos.
La casa, por lo demás, estaba totalmente en silencio. Los enebros del jardín oscurecían la sala de estar. Me acerqué a una mesita y encendí una lámpara. Me asomé a un pasillo abovedado que tenía a la izquierda. Vi a Irene sentada junto a un escritorio en una solana adjunta a la sala. Una pequeña radio portátil emitía música clásica y supuse que no había oído mi llegada por aquel motivo. Estaba envuelta en un albornoz y calzaba zapatillas y con peor aspecto que la noche anterior. Su cara parecía más blanca que nunca, como si se la hubieran cubierto con esparadrapo. Saltaba a la vista que había llorado a moco tendido y supuse que había dormido poco. Se había quitado las pestañas postizas y parecía tener los ojos hinchados y perdidos.
—¿Irene?
Alzó la vista con un sobresalto y buscó el origen de la voz con la mirada. Al verme, se incorporó apoyándose en la mesa. Entró en la sala con paso inseguro y me tendió los brazos como un niño de pocos meses que acaba de descubrir la posición erguida, emitiendo sonidos lastimeros como si le dolieran todos los músculos. Se cogió a mí igual que la víspera, pero con una desesperación que no le había visto la noche precedente.
—Ah, Kinsey, gracias a Dios. Qué alegría verla. Clyde tenía una reunión en el banco. Dijo que regresaría en cuanto terminara.
—Estupendo. Quería hablar con él. ¿Cómo se encuentra?
—Fatal. No me siento capaz de hacer nada a derechas ni soporto estar sola.
La acompañé al sofá, asombrada de la fuerza bruta de su estado menesteroso.
—Se diría que apenas duerme usted.
Se dejó caer en el sofá sin querer soltarme las manos. Me atrajo hacia sí como si estuviera borracha, con sensiblería empalagosa y con el aliento cargado de amargura como si de alcohol se tratase.
—He estado aquí casi toda la noche para no molestar a Clyde. Ya no sé qué hacer. He ido a rellenar el certificado de defunción de mi madre y de pronto me he dado cuenta de que no me acuerdo de nada. No lo comprendo. Es vergonzoso. Mi propia madre… —Otra vez se echó a llorar.
—Tranquila, mujer. Le ayudaré, que para eso estoy aquí. —Alcé una mano con la palma hacia ella—. Usted quédese aquí quietecita. Y relájese. ¿Está allí el papel?
Pareció esforzarse por recordar. Asintió con la cabeza, sin decir nada y con los ojos clavados en mí con gratitud mientras me dirigía a la estancia contigua. Cogí de la mesa una pluma y el formulario y volví junto al sofá, preguntándome cómo soportaría Clyde la impotencia de su mujer. La compasión que sentía por ella empezaba a ceder ante la impresión de que se estaba convirtiendo en una carga inaguantable.