Cuando llegamos a casa eran casi las once y Dietz estaba de un humor de perros. Había permanecido callado en el taxi y sin decir palabra había abierto la puerta y entrado en casa. Se quitó la chaqueta con furia. La manga derecha se le enganchó en el gemelo de la camisa. La soltó de un tirón, hizo un hato con la prenda y la arrojó al otro extremo de la sala, aunque aterrizó mucho antes de llegar al punto de destino. Se dirigió a la cocina, abrió la botella de Jack Daniel’s, se sirvió un chorro de whisky en un vaso de plástico y apuró el licor sin pestañear. Recogí la chaqueta del suelo y me la colgué del brazo.
—No es culpa suya —dije.
—¿De quién es, si no? Fui yo quien insistió en que fuéramos a la cena. Era ridículo… demasiado peligroso… ¿y para qué? Messinger habría podido presentarse con una Uzi y freímos a todos.
La verdad es que me resultaba difícil rebatirle aquel punto, ya que también se me había ocurrido a mí.
—Bueno, pero no pasó nada.
Fue a echar mano del tabaco, pero se detuvo a medio camino.
—Me voy —dijo.
—¿Y me va a dejar aquí sola? —exclamé.
Me miró con cara de pocos amigos y con los dedos tan crispados alrededor del vaso que temí fuera a romperlo. Su reacción tuvo la virtud de sulfurarme.
—¿Quiere dejar de comportarse así? El tipo vuelve a poner en práctica otro de sus trucos llamativos. Genial. Quiere ponerme nerviosa y que usted se suba por las paredes. Hasta aquí se sale con la suya. Usted se va corriendo ahora a comprar tabaco, él entra y me liquida sin contratiempos. Muchísimas gracias.
Estuvo callado unos momentos. Dejó el vaso y se apoyó en el banco de la cocina con los brazos rígidos y la cabeza gacha.
—Tiene razón.
—Sí, la tengo, la tengo —dije con saña—. Y hay que descubrir la manera de darle por el culo. Estoy harta de desgraciados que quieren matarme. Tenemos que adelantarnos a él.
Mis palabras le subieron un poco el ánimo.
—¿Cómo?
—No lo sé.
Sonó un golpe en la puerta y dimos un respingo. Dietz empuñó su arma y me indicó por señas que me escondiese en la cocina. Se dirigió a la puerta principal y se pegó a la pared de la derecha.
—¿Quién es?
—Clyde Gersh —dijo una voz apagada. Eché a andar hacia la puerta, pero Dietz me indicó con la mano y el ceño fruncido que retrocediese.
—¿Qué quiere?
—Han encontrado a Agnes. Está en la sala de urgencias del St. Terry y quiere ver a Kinsey. Dejamos un par de recados en su contestador automático, pero al no tener noticias suyas, hemos venido personalmente. Vamos camino del hospital. ¿Está ella en casa?
—Un momento —dijo Dietz.
Señaló el contestador automático, que se encontraba en la estantería que había detrás del sofá. Me acerqué al aparato, miré la ventanilla de las llamadas y vi un 2 iluminado. Bajé el volumen, pulsé la tecla de playback y escuché las grabaciones. El primer mensaje era de Irene, el segundo de Clyde y los dos venían a decir lo mismo. Habían encontrado a Agnes y preguntaba por mí. Cambié una mirada con Dietz. Arqueó las cejas. Encendió la luz exterior, pegó el ojo a la mirilla y abrió la puerta con precaución. Vi a Clyde en el umbral, bañado por un haz de luz mortecina. Detrás de él, todo era oscuridad. Se estaba levantando la niebla, distinguía algunas volutas transparentes bailoteando en las cercanías de la bombilla exterior.
—Disculpen la intromisión —dijo—. No me gusta molestar a la gente a estas horas, pero Irene insistió.
—Pase —dijo Dietz, retrocediendo para que Clyde pudiese entrar. Dietz cerró a sus espaldas e indicó a Clyde que tomara asiento, invitación que el aludido declinó con un ligero movimiento de cabeza.
—Irene espera en el coche. No quisiera dejarla sola mucho tiempo. Está ansiosa por llegar al hospital.
Parecía agotado y el nerviosismo le acentuaba las bolsas de los ojos. Llevaba una gabardina de color tabaco y tenía las manos hundidas en los bolsillos. Su mirada tropezó con la pistolera de Dietz, pero no hizo ningún comentario, como si hablar de armas fuera de mala educación.
—¿Cómo está Agnes? ¿Han podido informarse? —pregunté.
—No lo sabemos con seguridad. El médico dice que ha sufrido heridas y golpes insignificantes… nada serio… pero el corazón le late de manera irregular y supongo que le pondrán un monitor o algo por el estilo. La admitieron en cuanto firmamos los papeles. Creo que su vida no corre peligro, pero hay que tener en cuenta que tiene ya más de ochenta años.
—¿La encontró la policía?
Asintió.
—Una mujer la vio vagando por la calle y avisó a la policía. Según dijo el agente que nos llamó, está desorientada, no sabe en absoluto dónde se encuentra ni dónde ha pasado todo este tiempo. El médico dice que desde que la ingresaron no ha hecho más que hablar de usted. Le agradeceríamos que nos acompañara, si no es mucha molestia.
—Desde luego que sí —dije—. Pero permítame cambiarme antes. No quisiera ir así.
—Voy a decírselo a Irene —me dijo. Y acto seguido, a Dietz—: ¿Viene con nosotros o prefiere hacerlo en su coche?
—Iré con ustedes. Ya volveré en taxi.
Mientras subía la escalera de caracol me quité la chaquetilla de seda negra e hice lo propio con los zapatos al llegar arriba. Me asomé apoyada en la barandilla.
—¿Dónde la encontraron?
Clyde alzó la cabeza para mirarme y se encogió de hombros.
—En el mismo barrio donde está el asilo… cerca de allí… no fue muy lejos, por lo que parece. Es inconcebible que no la viéramos. A no ser que nos viese ella y se escondiera.
—La creo muy capaz de hacer una cosa así.
Me aparté del hueco de la escalera, me quité el vestido-pantalón y salté a la pata coja mientras me enfundaba los tejanos encima de los pantis negros. Me puse un sostén, cogí un polo de la cómoda, me lo puse y me sacudí el pelo. Me calcé las Reedbok sin atarme los cordones por el momento y dos segundos después bajaba por la escalera y cogía el bolso de mano.
—Andando —dije mientras Dietz abría la puerta.
El Mercedes blanco de Clyde estaba estacionado junto a la acera. Irene, sentada en la parte de delante, se volvió cuando nos acercamos y nos miró con cara de preocupación.
Quince minutos tardamos en llegar al St. Terry y la tensión fue la tónica dominante del trayecto. Dietz y yo nos habíamos sentado detrás, él de lado, para no perder de vista la ventanilla trasera y comprobar si nos seguían. Yo había apoyado los brazos en el respaldo del asiento delantero e Irene me cogió una mano como si fuera un salvavidas. Tenía los dedos helados y sin darme cuenta me puse a escuchar su ritmo respiratorio, en busca de los síntomas de otro ataque de asma. Apenas hablamos. Ya se había dicho todo lo que se sabía de Agnes y repetirlo carecía de sentido.
La zona de estacionamiento que había delante de la sala de urgencias estaba llena. Un coche de la policía ocupaba el extremo. Clyde se detuvo delante mismo de la puerta, esperó a que bajáramos y se alejó a continuación para buscar sitio en la calle. Irene se demoró, reacia a entrar sin el marido. Llevaba un abrigo cruzado de entretiempo, de paño ligero y color rojo; se subió el cuello como si tuviera frío. Advertí que no quitaba los ojos de la calle.
—Vendrá enseguida —dije.
Se cogió de mi brazo mientras Dietz vigilaba la retaguardia. Las puertas deslizantes se abrieron automáticamente cuando nos aproximamos. Entramos en el vestíbulo, donde no vi ni un alma. Me chocó el silencio reinante. En el fondo esperaba ver actividad, carreras, palabras de apremio, ese ambiente dramático que solemos atribuir a toda sala de urgencias: pacientes con huesos rotos, heridas profundas, cortes, picaduras de insectos, reacciones alérgicas, quemaduras superficiales. Sin embargo, daba la sensación de que todas las salas estaban vacías y no veía la menor señal indicadora de que nadie cuidara de nadie. Puede que fuera la hora; tal vez se tratase de un hiato imprevisto en el curso normal de los acontecimientos.
Irene y yo esperamos en recepción, cerca de un mostrador curvo en cuyo interior había una mesa llena de formularios. A la derecha teníamos las dos ventanillas donde se gestionaban los ingresos, cerradas a aquella hora. A la izquierda discurría un tabique en sentido horizontal; en la parte exterior había dos teléfonos públicos; detrás se encontraba la sala de espera. Vi un televisor en color que en aquel instante daba las noticias, pero habían bajado tanto el volumen que no se oía nada. Cuanto se veía era azul y gris. Todo estaba en orden, tranquilo y silencioso. Por el vano de una puerta abierta entreví la sala de enfermeras, rodeada de cubículos de reconocimiento. No había el menor rastro ni de la policía ni del personal hospitalario.
Dietz estaba nervioso y se golpeaba ruidosamente la palma de una mano con los dedos de la otra. Se dirigió a la puerta del fondo y se asomó para comprobar la situación de los pasillos y las habitaciones, para idear rutas de escape en caso de que Messinger volviera a hacer acto de presencia. Tuvo que verle la recepcionista porque segundos después apareció por la puerta del fondo y nos sonrió con educación.
—Disculpen si les he hecho esperar. ¿Querían algo?
—Hemos venido a ver a Agnes Grey —dije.
Era una cuarentona vestida con ropa de calle normal: pantalón de poliéster, suéter de algodón, zapatos de suela de goma. Del cuello le colgaba un fonendoscopio como si fuese un collar de perlas. Tenía los ojos de un castaño que tiraba a chocolate y que le llenaba de simpatía toda la cara. Consultó unos papeles de la mesa y miró a Irene.
—¿Es usted la señora Gersh?
—En efecto —dijo Irene.
La mujer hablaba con cordialidad, pero advertí que le temblaba la sonrisa. Su actitud general revelaba esa neutralidad cuidadosamente controlada que parece de rigor cuando los resultados de los últimos análisis no corresponden con lo que se esperaba.
—Por favor —dijo—, pase al despacho del fondo. El doctor estará con usted enseguida.
Irene la miró con ojos angustiados. Cuando habló, lo hizo entre susurros.
—Quisiera ver a mi madre. ¿Se encuentra bien?
—Sería conveniente que hablara antes con el doctor Stackhouse —dijo—. Sígame, por favor.
No me gustó aquello. Aquella mujer se comportaba con bondad excesiva. Disponía de un amplísimo repertorio de comentarios y respuestas y habría podido elegir cualquiera.
Tal vez le habían recomendado que no discutiera los pormenores médicos. Tal vez había sufrido ya alguna reprimenda por opinar antes que el especialista. Puede que la política de la institución le prohibiese detallar la situación de los enfermos por complejos motivos de prudencia. Era posible que Agnes Grey hubiera muerto. La mujer se quedó mirándome.
—Su hija puede venir también…
—¿Quiere que vaya? —pregunté a Irene.
—Sí, por favor —me dijo Irene. Y a la recepcionista—: Mi marido ha ido a aparcar el coche. ¿Tendría la bondad de indicarle dónde estamos?
—Ya se lo diré yo —dijo Dietz—. Vayan ustedes. Yo me quedaré aquí.
Irene le dio las gracias con un murmullo. Dietz y yo intercambiamos una mirada.
La recepcionista nos abrió la puerta y pasamos al interior. Tomó la delantera y la seguimos por un pasillo de suelo blanco y reluciente. Llegamos a un despacho de los que suelen utilizar los médicos de guardia.
—Enseguida las atenderán. ¿Les apetece algo? ¿Café? ¿Té?
Irene negó con la cabeza.
—No, gracias.
Nos sentamos en sendas sillas tapizadas en tela azul, con cojín en el asiento. No había ventanas. La mesa de formica estaba completamente vacía. En los cojines del sofá de cuero gris se notaba una depresión que coincidía con el tamaño de una persona. Era demasiado pequeño para hacer las veces de cama y en uno de los brazos vi rozaduras producidas por el calzado. Había manuales de medicina en una estantería. La planta de la maceta era una hiedra artificial, tenía las hojas de papel y las ramas más tiesas que el alambre. Los únicos cuadros que había en las paredes parecían reproducciones de la Anatomía de Gray. Admito que eso de tener las extremidades totalmente despellejadas tiene que ser un fastidio. Las venas ilíacas y femorales y sus correspondientes ramificaciones parecían la red de carreteras del área metropolitana de Los Angeles, a vista de pájaro.
Irene se abrió el abrigo sacudiendo los hombros y se estiró la falda.
—Me cuesta creer que la hayan admitido sin presentar ninguna solicitud.
—Ya sabe usted cómo son los hospitales. Cada cual sigue su propio procedimiento.
—Clyde lleva los papeles del seguro en la cartera. Cruz Azul, según creo, pero no sé si ella está incluida.
—Pásenle la factura al asilo —dije—. Ha sido culpa suya.
Estuvimos un rato en silencio. Me pregunté si tener familia consistiría en aquello. Crisis geriátricas y discusiones caseras a propósito de lo que convenía hacer con la abuelita. Oímos pasos en el pasillo y el médico apareció en la puerta. Como en el fondo esperaba que se presentara también la recepcionista, seguida de Clyde y Dietz, tardé unos segundos en prestar atención al recién llegado. Tendría treinta y tantos años, pelo rizado de color zanahoria y cara rojiza. Vestía el típico uniforme verde de los hospitales, compuesto por una camisa de algodón de manga corta, cerrada por delante y con el cuello en forma de V, pantalones a tono y zuecos blancos de suela blanda. Del cuello le colgaba un fonendoscopio y en la pechera llevaba un pequeño rectángulo de plástico blanco que decía: «Warren Stackhouse, doctor en Medicina». Entre el pelo de panocha, las pecas rojizas y el uniforme verde manzana, parecía salido de una película de dibujos animados en technicolor. Olía a esparadrapo y a mentol y parecía haberse lavado las manos recientemente. Traía un sobre marrón que no contenía más que una hoja. Lo puso encima de la mesa de manera que coincidieran los bordes de uno y otra.
—¿Señora Gersh? Soy el doctor Stackhouse. —Estrechó la mano de Irene y se apoyó en la mesa—. Lamento decirle que la hemos perdido.
—Dios mío, otra vez no —exclamó Irene—. ¿No saben dónde puede estar?
—Creo que no lo ha dicho en ese sentido —murmuré.
—La señora Grey sufrió un paro cardíaco —continuó el médico—. Lo siento. Hicimos lo que pudimos, pero no fuimos capaces de reanimarla.
Irene se quedó inmóvil, la cara sin expresión y la voz algo malhumorada.
—¿Quiere decir que ha muerto? Eso es imposible, no tiene sentido. Tiene que ser una equivocación. Clyde me dijo que sólo había sufrido lesiones insignificantes. Cortes y magulladuras. Tengo entendido que habló con usted.
Observé al médico y me di cuenta de que elegía cuidadosamente las palabras.
—Cuando la ingresaron ya presentaba síntomas de arritmia. Estaba confusa y desorientada, y sufría insolación y estrés. A su edad, y con una salud tan frágil…
Irene dio un suspiro y acabó por aceptarlo.
—Ay, pobrecita.
Las lágrimas le inundaron de súbito los ojos y le corrieron por las mejillas. La cara y el cuello se le habían cubierto de manchas rojas. Se echó a temblar, sin poder dominarse, igual que un perrito empapado mientras lo bañan. Le cogí la mano.
Clyde apareció en la puerta. A juzgar por su expresión sabía ya lo sucedido. Seguramente la recepcionista se lo había dicho nada más llegar. Irene se dirigió a él en tono suplicante.
—Clyde… mi madre ha muerto.
Le tendió ambas manos, se levantó de la silla y cayó en brazos del marido, que la estrechó con fuerza. En aquel momento me di cuenta de que era mucho más delgada de lo que había creído. No quería entrometerme en su intimidad y desvié la mirada.
Vi a Dietz apoyado en la pared del pasillo, en la misma postura en que lo había visto por primera vez. Botas camperas, chaqueta de mezclilla. Como en el hospital de Brawley. Sólo le faltaba el cepillo de dientes asomando por el bolsillo igual que una estilográfica. Su mirada se detuvo en mí, luego en Irene y otra vez en mí. En sus ojos había una expresión de extrañeza y perplejidad que oscilaba entre la convicción y la incertidumbre. Me sentí sofocada de pronto y aparté la mirada, consciente de que me había ruborizado. Cuando volví a mirarle, vi que seguía con los ojos clavados en mí con un aire melancólico que no le había visto hasta entonces.
Esperamos con cierta turbación a que Irene dejara de llorar. El doctor Stackhouse se dirigió a la puerta y fui tras él. Echamos a andar por el pasillo. Al acercarnos a la sala de urgencias, Dietz nos alcanzó y me puso la mano en la nuca de un modo que me despertó la curiosidad y la alarma. Fue un gesto posesivo y tan bruscamente cargado de electricidad que el aire que había entre ambos se llenó de zumbidos.
—Lo siento. Sí que ha sido mala suerte —dijo el doctor Stackhouse cabeceando—. ¿Es usted nieta suya? Lo digo porque habrá que comunicarlo a la policía.
Me concentré en lo que me decía como quien sube corriendo a la superficie en busca de aire.
—Soy amiga de la señora Gersh. Kinsey Millhone —dije.
Me miró un momento.
—Ah, sí. Estuvo preguntando por usted.
—Eso me dijeron. ¿Sabe por casualidad para qué?
—Bueno, puedo repetirle sus palabras, pero no sé qué sentido pueden tener. Decía una y otra vez que era verano. «Díganle que entonces era verano». ¿Significa algo?
—Para mí no —dije. Tal vez estuviese relacionado, en la imaginación de la anciana, con la extraña y deshilachada historia que me había contado en el desierto. Emily y el terremoto, las Arpista y Arthur James—. ¿No dijo nada más?
—Es lo único que le oí decir.
—¿Se le hará la autopsia?
—Es probable. Llamaremos al juez de instrucción y de paso al ayudante del sheriff. El hablará con el patólogo y decidirá si la medida está justificada.
—¿Qué patólogo? ¿Yee o Palchak?
—Palchak —dijo—. Por supuesto, el ayudante del sheriff puede saltarse estos trámites y autorizarnos a firmar el certificado de defunción.
—¿Podemos ver a Agnes?
—Desde luego —dijo asintiendo con la cabeza—. Está precisamente al final de este mismo pasillo. La enfermera les conducirá cuando la señora Gersh esté preparada.
Habían trasladado provisionalmente a Agnes a una sala de observación que apenas se utilizaba y que estaba al final del pasillo. Cuando nos marcháramos, la llevarían al sótano y la dejarían en la congelada oscuridad del depósito de cadáveres. Dietz y Clyde esperaron en el pasillo mientras Irene y yo permanecíamos en silencio junto a la camilla en que yacía la anciana. La muerte le había alisado muchas arrugas faciales. Debajo del sudario blanco parecía pequeña y frágil, y la nariz ganchuda le sobresalía de modo llamativo de entre los apacibles pliegues de la cara.
Sonó un leve golpe en la puerta. Entró un joven policía de uniforme y se presentó. Era el agente que había conducido a Agnes al hospital y cambió con Irene unas palabras en relación con el episodio.
—Era una persona muy simpática, señora. Yo sólo quería que usted supiese que no me causó ningún problema.
Los ojos de Irene volvieron a humedecerse.
—Gracias. Es usted muy amable. ¿Sabe si sufrió mucho? No quiero ni pensar en todo lo que tuvo que haber pasado.
—Yo creo que no, señora. Puede que estuviera un poco ida, pero a mí no me pareció que sufriera ni nada por el estilo.
—Gracias a Dios. ¿Preguntó por mí?
Las mejillas del agente se colorearon.
—No estoy seguro. Sólo sé que hablaba de una persona llamada Sheila.
—¿Sheila? —dijo Irene sin comprender.
—Ese fue el nombre que oí. Lloró durante unos momentos. Dijo que lamentaba ser una molestia. Yo quise tranquilizarla y le dije que no pasaba nada. Se calmó y todo fue bien hasta que llegamos. Sé que en el hospital han hecho todo lo posible por salvarla. Pero las personas se mueren a veces sin ninguna causa.
La barbilla de Irene se puso a temblar. Se llevó un pañuelo a la boca mientras cabeceaba y murmuraba:
—Yo no sabía que se estaba muriendo. Señor, si nos hubiéramos dado prisa habríamos llegado a tiempo…
El agente se removió con incomodidad.
—Me voy a la sala de espera a terminar el informe. Supongo que el ayudante del sheriff habrá llegado ya. Les tomará declaración cuando ustedes lo crean oportuno. —Salió al pasillo y dejó la puerta entornada.
Minutos más tarde entraba Clyde. Pasó el brazo por el hombro de Irene y se la llevó hacia el vestíbulo. Antes de que la puerta volviera a cerrarse entreví al ayudante del sheriff hablando en el pasillo con un colega del departamento de Policía de Santa Teresa. Supuse que la policía del municipio habría notificado el fallecimiento al juzgado de instrucción del condado, puesto que la desaparición de Agnes se había denunciado en su momento y oficialmente aún no se sabía nada sobre lo ocurrido durante sus últimas horas de vida. Era el juez quien tenía la última palabra en lo tocante a las circunstancias, modo y causa de la defunción. Si se la clasificaba oficialmente como víctima de homicidio, la responsabilidad de las investigaciones recaería sobre la policía del municipio. Supuse que la muerte se consideraría «indeterminable», en términos judiciales, pero eso estaba aún por ver. En última instancia siempre se le podía hacer la autopsia.
A solas todavía con el cadáver, levanté un extremo de la mortaja y alargué los dedos para tocar la carne fría y dura de la mano izquierda de Agnes. Tenía los nudillos arañados. Dos uñas se le habían roto. Bajo las uñas de los dedos anular y meñique había tierra incrustada. La recepcionista abrió la puerta a mis espaldas. Cubrí la mano de Agnes con la mortaja y me volví.
—Hola.
—El señor Gersh me ha encargado que le diga que ha ido a buscar el coche con su mujer. El otro caballero está esperándola.
—¿Y los efectos personales de la difunta?
—No los tenía. El doctor Stackhouse ha guardado su ropa hasta que el juez decida. Cuando la trajeron, no llevaba nada encima.
Escribí una nota para la doctora Palchak en la que le pedía por favor que me llamara. Se la entregué a la enfermera de la sala de urgencias. Dietz quería pedir un taxi, pero Clyde insistió en llevarnos de vuelta a casa. Irene lloró desconsoladamente durante el trayecto. Me sentí aliviada cuando Dietz abrió la puerta por fin y entramos en casa. En el asiento trasero del Mercedes, su mano había estado muy cerca de la mía y nuestros meñiques se habían rozado de tal modo que fue como si me hubieran magnetizado todo el costado izquierdo.