Vera, que se encargaba de la distribución de los comensales, arregló las cosas para que Neil y yo nos sentáramos juntos. Ella y Dietz lo hicieron en la mesa de nuestra izquierda. Dietz, según parece, había intervenido en el reparto hasta cierto punto, ya que por razones de seguridad le interesaba que yo estuviese en una esquina de la sala, de cara a la puerta. Dietz me daba la espalda para poder vigilar la puerta igualmente. Vera se había sentado a su izquierda, justo enfrente de mí, mientras que de Dietz sólo alcanzaba a ver la nuca. Las dos mesas flanqueaban una salida de emergencia que, según había dicho a Dietz el jefe de seguridad, estaría abierta durante el banquete.
A las ocho habían llegado ya todos los invitados y cada cual estaba en su silla. El ruido había subido unos cuantos decibelios a consecuencia del alcohol ingerido. La relación que teníamos todos era estrictamente de trabajo y, como es lógico, no se podía pasar bruscamente de los temas laborales a los mundanos sin acusar cierta extrañeza. La cena constaba de tres platos, que se sirvieron a ritmo lento: ensalada de repollo, pechuga de pollo sazonada con limón y alcaparras, verdura, panecillos calientes y pastel de chocolate con vainilla. Comí como una bestia salvaje, sin levantar la cara del plato más que para vigilar la puerta y temiendo que Mark Messinger apareciese de pronto con una ametralladora Uzi y nos cosiera a todos contra la pared. A juzgar por la inmovilidad de los hombros de Dietz, él estaba más tranquilo que yo, aunque lo cierto es que se entretenía mirando el escote de Vera, un espectáculo que habría distraído a cualquier hombre.
Me concentré en la conversación de mi mesa. La compartíamos con dos suscriptores de pólizas de seguros y sus respectivas señoras, un cuarteto que hablaba del bridge con un entusiasmo que me despertó la envidia. Por lo que decían, deduje que acababan de regresar de una especie de crucero organizado por algún club de bridge, en el que había habido tantos platos de alta cocina como «pequeños slams». Y no paraban de hablar de sin triunfos, impases, pujas y repujas, y sus posibles estrategias. Puesto que Neil y yo no sabíamos jugar, quedamos a merced de nuestros propios recursos, posibilidad que Vera, sin duda, había tenido muy en cuenta.
De cerca era un hombre muy atractivo, aunque no vi ninguna señal que corroborase la presencia de las virtudes que Vera le había atribuido. Manos elegantes. Boca agradable. Algo pagado de sí mismo tal vez, aunque podía tratarse de incomodidad disfrazada de arrogancia. Advertí que, cuando hablábamos de asuntos profesionales (de su trabajo, vamos), era la seguridad en persona. En cambio, cuando tocábamos su vida privada, se mostraba inseguro y por lo general cambiaba de conversación y abordaba temas menos comprometedores. Cuando llegó el postre, seguíamos dando rodeos, en busca de unos intereses comunes que no acababan de perfilarse satisfactoriamente.
—¿Y dónde estudiaste?
—En el instituto de Santa Teresa.
—Digo en qué universidad.
—No he ido a la universidad.
—¿En serio? Es extraño. Pareces muy lista.
—No me contratan para que sea «lista». Me contratan porque soy demasiado tonta para saber cuándo hay que dar marcha atrás. Además, como soy mujer, los clientes piensan que cobro menos.
Se echó a reír. Yo lo había dicho totalmente en serio y me encogí de hombros. Apartó el postre con la mano y tomó un sorbo de café.
—Si obtuvieras algún título, podrías dictar tú las condiciones.
Lo miré de frente.
—¿Qué clase de título?
—No sé. De criminología, quizá.
—La única salida sería trabajar en el FBI o en la policía local. Ya lo hice y no me gustó. Prefiero estar donde estoy. Además, la escuela acabó con mis ganas de estudiar. Lo único que hacía era fumar hierba. —Me acerqué a él—. ¿Puedo preguntar yo ahora?
—Claro.
—¿Cómo conociste a Vera?
Pareció ligeramente desconcertado y noté que se removía en la silla.
—Un amigo común nos presentó hace un par de meses. Desde entonces nos hemos visto… en plan amistoso, desde luego. Nada serio.
—Desde luego, desde luego —dije—. ¿Y qué piensas?
—¿De Vera? Que es fabulosa.
—Entonces, ¿por qué te has sentado conmigo?
Volvió a echarse a reír, con un graznido más falso que Judas y que quería soslayar la respuesta.
—Hablo en serio —dije. La sonrisa se le enfrió poco a poco. Pero como seguía sin decir nada, tuve que estimularle—: ¿Sabes qué pienso yo? Yo creo que le interesas pero que no sabe cómo plantearlo.
Me miró como si le estuviera hablando en chino.
—Me cuesta creerte —dijo. Sin embargo, reflexionó unos segundos y añadió—: En cualquier caso, es demasiado alta para mí, ¿no te parece?
—En absoluto. Formáis una pareja perfecta. Me di cuenta cuando llegaste.
Movió la cabeza en sentido negativo.
—Sé que le molesta. Bueno, no me lo ha dicho directamente, pero…
—Lo superará.
—¿Lo crees de veras?
—¿Te molesta a ti?
—De ningún modo.
—¿Cuál es el problema entonces?
Se quedó mirándome. Su cara empezaba a resultarme atractiva. Sus ojos despedían una luminosidad encantadora que hacía pensar en cualidades como la sinceridad y la buena disposición. Seguramente era de esos médicos a los que se puede dar un telefonazo a las dos de la madrugada, un hombre capaz de cuidar de un niño hasta que le bajara la fiebre. Me entraron ganas de subirme la pernera del pantalón para enseñarle el cardenal, pero me pareció un poco grosero.
—Tendrías que verla cuando habla de ti —continué—. «Ocho y medio en una escala del uno al diez». Así es como te describe. Te lo juro por lo más sagrado.
—¿Bromeas?
—Neil, yo no bromearía con una cosa así. Está totalmente colada por ti. Lo que pasa es que aún no se ha dado cuenta.
La nueva carcajada que lanzó fue de las que le iluminaban las facciones. Transparentaba tanta alegría infantil que habría dicho que se ruborizaba y todo. Era un hombre realmente encantador. Al levantar la vista de pronto sorprendí a Vera observándome con expresión ceñuda. Le enseñé un dedo retozón y volví a concentrarme en Neil.
—A ver si nos entendemos —proseguí—. ¿Qué es una relación en el fondo?
—Pero es que ella nunca me ha dado a entender que…
—Ya te lo estoy diciendo yo. La conozco desde hace siglos y nunca ha hablado de un hombre en los términos en que habla de ti.
Me di cuenta de que reflexionaba al respecto, pero también de que no se lo acababa de creer.
—¿Cuánto mides? —le pregunté—. A mí no me pareces bajo.
—Uno sesenta y nueve.
—Ella sólo mide uno setenta y cuatro. ¿Dónde está el inconveniente?
En aquel momento, Mac Voorhies se puso a golpear su vaso con una cucharilla.
—Señoras y caballeros —dijo—, si tienen la bondad…
Mac Voorhies y Marie estaban en la mesa dos, más o menos en el centro de la sala. Jewel y su marido estaban en la misma mesa y vi que Jewel se removía con modestia nerviosa, en previsión del discurso que íbamos a escuchar. Maclin Voorhies es uno de los vicepresidentes de La Fidelidad de California, es delgado, de pelo canoso que empieza a clarear, carece de sentido del humor y siempre va con un puro entre los dientes. Es inteligente, sincero, honrado, tradicional y a veces se muestra irritable pero es muy competente. La idea de recibir en público los elogios de aquel hombre había teñido ya de escarlata las mejillas de Jewel.
Poco a poco se impuso el silencio.
Mac observó a los reunidos.
—Estamos aquí esta noche para rendir homenaje a una de las mujeres más admirables con las que he tenido el honor de trabajar. Como todos sabéis, Jewel Cavaletto deja la compañía después de veinticinco años de servicio…
Hay algo hipnótico en el tono y carácter de los discursos de sobremesa, tal vez porque en esos momentos los comensales ya están saturados de comida y licores y la sala se ha caldeado demasiado. Por suerte Mac se saltó los chistecitos baratos de rigor y fue directo al grano. No sé qué fue lo que me obligó a mirar hacia la puerta. Todos miraban a Mac. Pero percibí algo por el rabillo del ojo y me volví.
Era el niño. Al principio lo miré sin comprender, como si se tratara de una alucinación. Entonces me venció el pánico.
La única vez que lo había visto con claridad había sido en el área de descanso de la carretera. Mark Messinger se encontraba echado en un banco, fingiendo dormir con una revista sobre la cara, mientras Eric, de rodillas en el suelo, jugaba con camiones de juguete, emitiendo ruidos bucales, reproduciendo con onomatopeyas los crujidos y chasquidos del cambio de marchas. Había vuelto a verlo de noche, en el aparcamiento del motel, con los rasgos confundidos entre las sombras del recodo donde el padre le había comprado un refresco. Sus risas habían resonado en la oscuridad como un repique maligno que me había recordado el inframundo tenebroso de los elfos y las hadas. Lo había visto por última vez con la cara medio oculta por el papel pegado al parabrisas de la camioneta con que su padre quería enviarme al otro mundo.
Para tener cinco años era muy pequeño. La luz del pasillo brillaba en su pelo rubio y largo. Tenía los ojos clavados en mí y en sus labios bailoteaba una sonrisa. Se volvió para mirar a una persona que estaba en el pasillo y a quien yo no alcanzaba a ver. Obedecía instrucciones, igual que un niño que interpreta un papel totalmente nuevo para él en una obra de teatro escolar. Me di cuenta de que preguntaba: «¿Qué?». No quise esperar para saber lo que le indicaba el apuntador.
Cogí el bolso y me incorporé y a punto estuve de tirar la silla mientras lo hacía. Dietz se volvió y siguió la dirección de mi atónita mirada. Pero cuando puso los ojos en la puerta, ya no había nadie allí. Rodeé la silla de Neil, cogí a Dietz del brazo y eché a andar hacia el pasillo.
—El niño —le murmuré.
Desenfundó la pistola, me cogió del brazo y de un tirón me situó a sus espaldas mientras avanzaba hacia la puerta. Mac se dio cuenta de que pasaba algo y se interrumpió en mitad de una frase, mirándonos con asombro. Los demás se volvieron también. Una mujer lanzó un grito al ver el Colt de Dietz, pero este se encontraba ya en la puerta, con la espalda pegada a la pared. Asomó la cabeza, miró a la derecha, luego a la izquierda y retrocedió.
—Vamos —dijo.
Me empujó con la mano en el brazo y anduvimos aprisa por el pasillo de la izquierda. Nuestros pasos resonaban en las baldosas del suelo. Creí que iba a encerrarme en la habitación de Vera mientras él rastreaba los alrededores, pero me condujo hacia la salida que se abría al extremo del pasillo. Nos detuvimos con brusquedad en la puerta y comprobó que no había nadie en la zona. El aire de la noche nos sentó como un jarro de agua fría tras haber estado en el ambiente caldeado del comedor. Evitamos la luz y al doblar la esquina, camino del aparcamiento, buscamos la protección de los arbustos.
—¿Está segura de que era él? —me preguntó en voz baja.
—Por supuesto que sí.
Nos encontrábamos en un sendero mal iluminado que bordeaba uno de los patios interiores. Los grillos cantaban y percibí el olor ligeramente fétido de las damasquinas. Oímos voces delante. Nos acuclillamos tras unos arbustos que crecían pegados al edificio. Yo empuñaba la Davis con la mano metida en el bolsillo exterior del bolso. El único indicio de la tensión que dominaba a Dietz era la fuerza con que me clavaba los dedos en la carne del brazo derecho. Pasaron dos mujeres; las había visto antes, en el grupo de las damas de honor. Oí el frufrú de sus maxifaldas de tafetán mientras se alejaban.
—Lo que me faltaba… un tipo con una Fourex —decía una.
—Vamos, olvídalo. Es un fantasma… —dijo la otra y las voces se perdieron cuando doblaron la esquina y entraron en el pasaje abovedado que teníamos a la izquierda.
Dietz volvió al sendero sin soltarme.
—Vamos a inspeccionar el aparcamiento —dijo—, no sea que el tipo esté allí esperándonos.
En la puerta había un grupo de huéspedes aguardando a que los tres mozos de chaqueta blanca que se habían desplegado al trote por el aparcamiento volvieran con sus respectivos vehículos. La zona estaba bien iluminada. Las ventanas del ala de nuestra izquierda proyectaban rectángulos de luz amarilla sobre el césped, cortados a intervalos regulares por las palmeras. A la derecha, sobre el telón de fondo de la oscuridad, había un macizo de aves del paraíso iluminadas por focos exteriores azules y verdes y que parecían pájaros picudos con los ojos fijos en el vacío. Salió un vehículo del aparcamiento y abandonó el camino de entrada para girar a la derecha, barriendo con los faros los erguidos contrafuertes del dique. El océano que se extendía al otro lado era una masa batiente, miniada por el claro de luna.
Desde donde estábamos se veía con toda claridad la parte trasera del Porsche rojo de Dietz, estacionado junto a la línea de arbustos que bordeaba el camino circular.
Dietz me indicó por señas que le diese el nictaloscopio que llevaba en el bolso. Pegó el ojo al visor e inspeccionó los alrededores.
—Mire. Ahí —murmuró.
Me pasó el aparato y miré por el visor. La claridad verdosa y fantástica que de pronto adquirió el paisaje resultaba increíble. Allí donde la oscuridad parecía densa e impenetrable se apreciaba ahora una fina película verdosa sobre la que resaltaban los objetos como si fueran anuncios de neón. El niño estaba agachado entre los helechos que había junto a una palmera, sentado sobre los talones y abrazándose las rodillas huesudas, visibles a causa del pantalón corto. Mientras le espiaba, levantó la cabeza y miró hacia la entrada con la esperanza tal vez de localizarnos. El frágil cuerpecillo acusaba la tensión de quien juega al escondite. No vi a Messinger, pero no tenía que andar lejos. Rocé el brazo de Dietz y señalé al niño con el dedo. Cogió el nictaloscopio y volvió a mirar por el visor.
—Ya lo veo —murmuró.
Miró sin el aparato y luego otra vez con el ojo pegado al visor. Retrocedimos sin decir palabra y volvimos por donde habíamos llegado. Rodeamos el edificio principal y entramos por una puerta de servicio. Dietz llamó a un taxi desde un teléfono público que había cerca de la cocina. Minutos más tarde nos recogía en una travesía próxima a la parte trasera del hotel.