16

Salimos hacia el hotel a las seis. Dietz se había aseado y acicalado para la ocasión con unos pantalones informales, camisa de vestir, corbata con estampados y una chaqueta deportiva de tono oscuro, diseñada según el estilo del oeste: ancha por los hombros y ajustada por la cintura. Al final de la pernera podía vérsele el nacimiento de la caña de las botas negras que calzaba y cuya punta había cepillado a más no poder. Debajo de la chaqueta llevaba un chaleco Kevlar, capaz de detener un proyectil de calibre 0,357 Mágnum a diez metros de distancia. Además, le había visto ceñirse la pistolera y colocarse detrás de la cadera derecha la funda donde había guardado su 0,45.

Yo me había duchado, me había puesto unos tejanos, un suéter de cuello alto y unas zapatillas deportivas, con la intención de cambiarme en cuanto llegase a la habitación de Vera. Me había probado el vestido-pantalón poco antes de salir. Los pantalones me quedaban un poco largos, pero podía solucionarlo dándoles un par de vueltas por la cintura. Había metido en un neceser unos zapatos negros y planos, unos pantis, unas bragas negras y una serie de pertrechos secundarios. Dietz me había dispensado de la obligación de ceñirme el chaleco antibalas, ya que llamaría absurdamente la atención bajo los tirantes del vestido. La Davis la había guardado en un bolsillo exterior del enorme bolso de cuero, que más que un bolso de mano parecía una valija diplomática. Habitualmente lleno de por sí, Dietz me había dicho que guardara también en él un nictaloscopio. El aparato sólo pesaba medio kilo, pero abultaba igual que el zoom de una cámara de 35 milímetros y me hacía escorar hacia un lado.

—¿Para qué lo llevamos? —le pregunté.

—Es mi último juguete. Lo suelo llevar en el coche, pero no quiero dejarlo en el aparcamiento del hotel. Me costó trescientos dólares.

—¡Ah!

Fuimos dando un rodeo y sin apenas hablar. A pesar de que me había asegurado que Mark Messinger no daría señales de vida durante un par de días, Dietz parecía tener los nervios en tensión y eso repercutía en mi estómago. Se le notaba concentrado, vigilante y dispuesto a entrar en acción. Hundió el encendedor empotrado en la consola y con aire meditabundo se llevó la mano al bolsillo del tabaco.

—Mierda —dijo. Cabeceó, irritado consigo mismo. Dobló una esquina y redujo la velocidad—. En situaciones así envidio a los que trabajan para el Estado. Usted debería estar protegida por un pelotón de agentes. La administración cuenta con recursos ilimitados, tiene acceso a los archivos de seguridad y autoridad legal para dar patadas en las puertas…

No supe qué decir y guardé silencio.

Nos detuvimos en la ancha calzada de ladrillo que se extendía delante del hotel, Dietz bajó del vehículo y deslizó en la mano del mozo del aparcamiento el consabido billete doblado, mientras le indicaba que no perdiera de vista el coche. Aún no había oscurecido y la luz del sol crepuscular bañaba el paisaje. El césped, de un verde profundo, se había cortado casi a ras del suelo y estaba bordeado de balsaminas rosáceas y blancas y matas de ceragallos de un azul casi fosforescente. Al otro lado de la avenida, las olas golpeaban contra el dique, inundando el aire con el perfume salobre del belicoso Pacífico.

El hotel Edgewater, además del ancho edificio principal, constaba de una serie de bungalows del tamaño de una vivienda unifamiliar, que se alzaban en la parte trasera. La arquitectura dominante era de estilo colonial español, fachadas enlucidas, vigas gruesas, tejados de tejas rojas descoloridas ya por los años y patios interiores. Bajo la entrada abovedada por la que se accedía a los jardines se estaba congregando un cortejo nupcial: cinco damas de honor vestidas de rosa con reflejos grises y una florista histérica que iba de un lado para otro con una cesta de pétalos de rosa. Dos jóvenes vestidos de esmoquin, ujieres seguramente, contemplaban la escena mientras meditaban sobre la eficacia del control de natalidad.

Como de costumbre, Dietz me cogió por el codo y me condujo hacia la entrada manteniéndose unos centímetros por delante de mí mientras avanzábamos. Al igual que él, escrutaba con ojos rápidos la cara de las personas que teníamos más cerca. Su actitud denotaba concentración y vigilancia cuando entramos en el gran vestíbulo flanqueado por dos mesas enormes de mármol rosado de importación. Nos dirigimos al conserje y sostuvimos una breve charla. Según parece, Dietz había vuelto a hablar con el gerente porque Charles Abbott, el jefe de seguridad, se presentó minutos más tarde. Tendría sesenta y tantos años y con el traje, la corbata y el chaleco, las uñas arregladas y el Rolex en la muñeca, parecía un ejecutivo de Fortune 500 ya jubilado. Era de esos a los que nunca hay que llamar Charlie o Chuck. Tenía el pelo del mismo matiz grisáceo que el traje y en el centro de la corbata centelleaba un alfiler de diamantes. Me dio la sensación de que en la actualidad se lo pasaba muchísimo mejor que en los trabajos que había desempeñado anteriormente. Nos condujo a un rincón del vestíbulo donde tres grandes sillones de orejas vegetaban a la sombra de una higuera del caucho de tres metros de altura.

Dietz había hecho fotocopias de la circular donde aparecía la cara de Mark Messinger.

—Este es el individuo que nos preocupa. Me gustaría repartir las fotocopias entre el personal encargado de servir el banquete de esta noche.

Abbott miró por encima las fotocopias y se las devolvió a Dietz. Tenía los ojos de un azul brillante y miraba mucho a los de los demás.

—Quisiera recordarle, señor Dietz, que no estamos preparados para adoptar medidas especiales con las que proteger a un ciudadano particular. Colaboramos con el Servicio Secreto cuando las circunstancias lo exigen, pero el hotel no puede responsabilizarse en el caso de que ocurra alguna desgracia. Estamos aquí fundamentalmente para encargarnos de la seguridad de los huéspedes inscritos. Mientras estemos informados de lo que ocurre, haremos con mucho gusto lo que esté en nuestra mano, pero no puedo prometerle nada más.

Dietz sonrió.

—Lo comprendo —dijo con amabilidad—. Por nuestra parte se trata únicamente de precaución. No está previsto que suceda nada, pero la prudencia nos exige tomar ciertas medidas elementales para que no haya ninguna sorpresa.

—Desde luego —dijo Abbott.

Dietz era cortesía pura, estaba tranquilo, incluso se mostraba casi indiferente. Saltaba a la vista que necesitaba la ayuda de aquel hombre.

La cara de Abbott delataba confusión. Tenía aspecto de fumar con boquilla y de encenderse los cigarrillos con un pequeño Dunhill de oro.

—No sé qué más puedo hacer. Si quiere, puedo poner a su disposición a un miembro de mi equipo.

—Se lo agradezco, pero no creo que sea necesario. Por indicación nuestra, Vera Lipton, una empleada de La Fidelidad de California, se ha inscrito en el hotel por una noche. Me gustaría saber el número de su habitación y el nombre de los huéspedes que ocupan las habitaciones contiguas. ¿Puede encargarse usted de ello?

Abbott meditó la petición. Debajo de su educación y cortesía había hielo y pedernal.

—Supongo que sí. —Murmuró una disculpa y se dirigió al mostrador de recepción. Tras cruzar unas palabras con el recepcionista, apuntó algo en un pequeño cuaderno de piel que había sacado del bolsillo derecho. Volvió junto a nosotros, arrancó la hoja y se la entregó a Dietz.

—¿Conoce usted a alguna de estas parejas? —preguntó Dietz.

—A las dos. Los Clark se han hospedado aquí en múltiples ocasiones. Y los señores de Thiederman da la casualidad de que son mis tíos.

Dietz se guardó el papel y estrechó la mano de Abbott.

—Le estamos muy agradecidos.

—Celebro haber podido serles útil —dijo el hombre.

Recorrimos el pasillo alfombrado que se abría a la derecha, siguiendo en sentido descendente el orden numeral de las habitaciones. Dietz miraba atrás de vez en cuando sin dejar de conducirme con la sempiterna mano en el codo. Así, si ocurría algo imprevisto, podía controlar la situación inmediatamente.

La habitación de Vera se encontraba en la misma ala que el comedor donde iba a celebrarse el banquete.

—¿Ha sido idea suya? —le pregunté al ver lo cerca que estaba.

—No me hacía gracia que entre unas cosas y otras tuviese usted que recorrer el hotel entero.

Llamó a la puerta. Guardamos silencio. Supongo que Vera atisbaría primero por la mirilla de la puerta. Oímos descorrer el cerrojo y apareció tras la cadena de seguridad. Vestía un kimono de seda verde y llevaba la pechera prácticamente al descubierto. Bajó la vista y cerró las solapas con la mano.

—Había puesto la cadena. Hay que ser prudentes, ¿no?

—Vera —dijo Dietz—, es usted una joya. Ahora déjenos entrar.

Ella ladeó la cabeza tratando de ver el pasillo.

—¿Cómo sé que no hay nadie detrás de vosotros con una pistola en la mano?

Dietz se echó a reír. Le miré intrigada. Era la segunda vez que le oía reír desde que le conocía.

—Buen detalle —dijo.

A mí no me pareció que el detalle fuera tan bueno; también es verdad que nadie me pidió mi opinión.

Vera volvió a cerrar para quitar la cadena y nos hizo pasar al interior. La habitación era enorme: supercama de matrimonio y aparador gigante de estanterías con un televisor empotrado de ochocientas pulgadas por lo menos. El color dominante era el amarillo claro: la gruesa alfombra lo proclamaba y el papel de la pared estaba sembrado de azucenas dibujadas con trazo muy fino. El motivo del papel reaparecía en la brillante colcha de algodón que cubría la cama y en las cortinas que, sujetas por sendos aros de bronce, hacían juego con la colcha. La luz exterior que se filtraba por los visillos indicaba que la habitación daba a la entrada del hotel. La tapicería de los dos sillones era de color verde pálido con una franja de cuadrículas blancas en diagonal. Me asomé por una puerta y vi un cuarto de baño con la misma planificación cromática: un jarrón con flores blancas de seda, gruesas toallas de manos de color amarillo y dobladas en una cesta de mimbre que había encima de la pila.

Vera había puesto sus efectos personales en todos los sitios imaginables: encima de la cama había ropa tirada de cualquier manera y de las puertas del armario colgaban algunas prendas. La cómoda estaba cubierta de cosméticos, había visto rulos y unas tenacillas de rizar el pelo en la repisa del cuarto de baño y una toalla húmeda encima de la tapa del retrete. En el bastidor del equipaje había un maletín abierto con mucha ropa interior de seda y nailon. Sobre uno de los sillones habían aterrizado unos pantis, que habían quedado con las perneras abiertas y con el rombo de la horcajadura apuntando al cielo, igual que una flecha. Dietz fue derecho a la puerta que comunicaba con la habitación contigua para comprobar que estaba cerrada. Acto seguido corrió las cortinas.

Vera se acercó a la mesita de servicio. Le habían subido una bandeja con una botella de champán en un cubo plateado con hielo y cuatro copas alargadas. Cogió la botella por el gollete y empezó a quitar el papel de estaño del tapón.

—Sentaos. Vamos a tomar una copa.

—Yo no, gracias. Tengo que trabajar —le dijo Dietz. Y a mí—: Tenga siempre echado el pestillo. Si suena el teléfono, cójalo si quiere, pero no se identifique. Si es una persona a quien usted conoce, procure que la conversación no se prolongue. No dé a nadie ninguna clase de información. Si se trata de una equivocación, dígamelo. Puede que sea para saber si hay alguien en la habitación. —Consultó la hora—. Volveré a las siete en punto para llevarla al comedor.

Vera alzó los brazos cuando Dietz se hubo ido y se puso a bailar, agitando los hombros y toda la anatomía.

—¡A deprimirse tocan! —exclamó, trazó un par de círculos con las caderas, dio una culada al aire y lanzó un grito. Quitó la funda de alambre de la botella de champán, cubrió el tapón con una toalla y empujó el corcho con los pulgares hasta que saltó. Llenó un par de copas y me alargó una—. Yo ya me he maquillado —dijo—. ¿Por qué no te metes en la ducha mientras me visto? Luego nos encargaremos de tu pelo.

—Ya me he duchado. Sólo me falta ponerme el vestido y estoy lista.

Me dirigió una mirada de reproche para hacerme comprender que estaba muy equivocada. Me quité los tejanos y deslicé las piernas en el pantalón del vestido. Hizo una ligera mueca mientras me observaba las moraduras. Yo tenía que tener una expresión parecida a la de un perro achacoso cuando lo llevan al veterinario. Uf. Maquillaje. Acabé de ponerme el vestido y empecé a remeter el pantalón por la cintura. Me dio un golpe en la mano.

—No hagas eso —dijo. Se arrodilló, remetió el dobladillo de las perneras hasta donde creyó oportuno y los sujetó por dentro con cinta adhesiva que llevaba en el bolso.

—Estás en todo —dije.

—En casa me llamaban la Prevenida, tesoro.

Hecho lo cual, empezó a transformarme.

Me senté en la tapa de la taza del inodoro con una toalla alrededor del cuello mientras Vera se ponía delante del espejo que abarcaba toda la anchura del poyo de mármol.

—¿Qué vas a hacer con los cardenales?

—Confía en mí, criatura.

Tenía frascos, polvos, lociones, cremas, cepillos, pinceles, aplicadores, esponjas. Trabajaba con la cara pegada a la mía, murmurándome instrucciones: «Cierra los ojos. Ahora mira al techo… ¡No parpadees, diantre! Lo vas a estropear». Me aplicó el lápiz de labios con ayuda de un pincel, poniendo la boca tal como quería que la pusiese yo.

Cuarenta minutos más tarde retrocedió para contemplar su obra a una distancia prudencial. Se puso a enroscar la barra de labios para devolverla a la funda cilíndrica.

—Sí. Me gusta —dijo—. ¿Qué te parece? —Se apartó para que pudiera verme en el espejo.

Me observé. ¿De verdad eran míos aquellos ojos apasionados? ¿Aquel rosicler que despuntaba en mis mejillas como si fuese una doncella impúber? ¿Aquella boca escarchada? ¿Aquel pelo hueco como el algodón de azúcar? Me dio un patatús.

—Anda, ríete —dijo con resentimiento—. Pero estás inmejorable.

Dietz volvió a las siete y nos miró sin hacer el menor comentario. Vera se había vestido en seis minutos escasos, todo un récord, según ella. Se había puesto un vestido negro con el escote rebosante hasta el borde de sus turgentes pechugas, pantis negros con costura y zapatos negros de tacón alto. Al entrar en la habitación se detuvo en seco con los brazos en jarras.

—¿Qué le parece, Dietz? Vamos, escúpalo.

—Muy bien. De verdad. Las dos están muy elegantes.

—«Elegante» es quedarse corto —le dijo Vera. Y a mí—: Seguro que este es de los que aún llaman «chavalas» a las mujeres.

—Hasta ahora no —dije.

Dietz sonrió para sí, pero no quiso comprometerse. Nos hizo salir al pasillo y tras pasar delante de tres puertas desembocamos en la seguridad del comedor, que era pequeño y lujoso: candelabros, ebanistería blanca, paredes acolchadas con seda de color carne. Había seis mesas de seis personas cada una y en todas destacaba un centro de orquídeas. Las mesas estaban numeradas, en cada sitio había una tarjeta y en cada tarjeta un nombre.

Casi todos los empleados de La Fidelidad de California habían llegado ya y formaban grupos de tres o cuatro personas, con la correspondiente copa en la mano. Vi a Mac-Voorhies y a Marie, su mujer; a Jewel y a su marido (al que sólo había visto en una ocasión); a Darcy Pascoe y su novio, el cartero del que se decía que traficaba con drogas al por menor. Vera cogió a Dietz del brazo y los tres recorrimos la sala presentándonos unos a otros y olvidándonos inmediatamente de los nombres. Advertí que Vera recorría el comedor con la mirada para ver si Neil Hess había llegado ya. Esperaba que fuese lo bastante alto para no pasar desapercibido.

Dietz se encargó de servirnos la primera ronda. Su vaso contenía zumo de lima con gaseosa, el mío vino blanco y el de Vera un combinado de tequila. Vera apuró su bebida de un trago y se sirvió otra. La observé con atención. Nunca la había visto tan nerviosa.

—¿Cómo puede beber sin fumar? —preguntó a Dietz.

—Esto no es alcohol.

Vera alzó los ojos al techo.

—Peor todavía. Yo voy a encender uno —dijo—. Bueno, no. O quizá sí. Una calada.

—¿Es Neil el de allí? —le pregunté. En la puerta había aparecido un hombre con cara de médico que buscaba entre el gentío una cara conocida. Sin ningún punto de referencia era imposible saber lo bajo que era, pero a mí me gustó su aspecto. Rostro agradable, pelo negro y cortado a la moda. Vestía traje azul marino y camisa azul claro; y seguro que con sus iniciales bordadas en los puños. La pajarita me chocó; hacía años que no veía una. Vera levantó la mano. La cara del hombre se iluminó al verla. Se abrió paso entre la concurrencia mientras Vera hacía lo propio; cuando se encontraron en el centro, se cogieron del brazo. Vera tenía que inclinarse un poco para hablar con él, pero la diferencia de estatura no me pareció digna de nota. Traté de imaginármelo con la cabeza apoyada en mi almohada, pero la verdad es que no pegaba.