Pasamos primero por la oficina. Comprobé el contestador automático (ningún mensaje) mientras Dietz miraba el correo de la víspera (ningún paquete bomba). Cerré y entramos en las oficinas de La Fidelidad de California. Vera acababa de llegar. Se había puesto un conjunto de seda roja, maxifalda flotante y blusa de manga larga, ceñido con un cinturón también de color rojo. Durante las veinticuatro horas que habían transcurrido desde que la viéramos por última vez, el pelo se le había vuelto de un rubio pajizo, con mechas de contraste, y había cambiado las gafas de la víspera por otras de sol de cristales azules. Como siempre, parecía la mujer perfecta con la que a cualquier hombre le gustaría saltar desde un avión, una imagen que no dejó de surtir efecto en Dietz. Llevaba en la mano una percha con ropa, protegida por una bolsa de plástico de lavandería.
—¡Ah!, hola. ¿Vais a ir esta noche?
—Precisamente veníamos a decírtelo —dije—. ¿Tengo que avisar al hotel?
—Ya lo he hecho yo —dijo Vera—. Supuse que acudirías. Esto es para ti. —Levantó la percha—. Ven a mi despacho, a ver qué te parece. Es cosa de mujeres —dijo a Dietz—. ¿Sigue sin probar el tabaco?
—Tres días —dijo Dietz.
No sabía que los hubiera estado contando.
—Yo ya llevo siete —dijo Vera.
—¿Y qué tal?
—Voy tirando. Me siento más dinámica, con ganas de hacer cosas. Parece que la nicotina me aplatanaba. ¿Y usted?
—Perfectamente —dijo Dietz con vocecita dulce—. Me gusta ponerme a prueba.
—Estoy convencida de ello —dijo y lanzó una sonora carcajada—. Volvemos enseguida. —Se alejó a buen paso hacia el fondo.
—¿Por qué le has dicho eso? A mí me ha parecido muy desagradable —le solté mientras corría para alcanzarla.
Me miró por encima del hombro.
—Oye, rica, el día que me ponga desagradable, no tendrás ninguna duda al respecto.
Colgó la percha en la mampara que definía su cubículo, se empotró en la boca un cigarrillo apagado y le dio unas chupadas en frío. Cerró los ojos, como si rezara.
—¡Oh, Señor, mi reino por un mechero… por una buena bocanada de humo, con mucha nicotina y mucho alquitrán…! —Abrió los ojos y cabeceó—. Esto de la salud es inaguantable. ¿Por qué se me ocurriría dejar el tabaco?
—Porque ya escupías sangre.
—Sí, es verdad. Había olvidado esa faceta. En fin. Dime qué te parece. —Cogió la percha, le quitó la bolsa y vi un vestido-pantalón de una sola pieza, de seda negra, con tirantes muy finos y cinturón estrecho. Conjuntaba con una chaquetilla de manga larga y cuello de uniforme chino—. ¿Qué dices, eh?
—Es perfecto.
—Claro que sí. Si no te viene bien, me lo dices y ya buscaré otra cosa. Te vienes a las seis y te lo pones en mi habitación. Estos días me alojo en el Edgewater, así que no tendré que coger el coche para volver. Eso de controlar la alcoholemia es una lata.
—Pero ¿no tienes pareja? Pensaba que ibas a ir con Neil.
—He quedado allí con él. De ese modo es libre de hacer lo que quiera. Esta noche me llevaré la bisutería y pensaré algo para tu pelo. Me temo que voy a tener que vestirte como a una muñeca.
—Oye, Vera, que no soy ninguna inútil.
—No, hija, inútil no. Sólo una ignorante total en lo que se refiere a la ropa. Seguro que ni siquiera se te ha ocurrido hacerte un tratamiento facial en toda tu vida.
Me encogí de hombros con indiferencia, como dándole a entender que me hacía un tratamiento facial dos veces por semana.
—No importa —añadió—. Tú eres tipo estival. Te ahorraré los cincuenta dólares. No deberías vestir de negro, pero lo pasaremos por alto. Estarás fabulosa. —Guardó silencio mientras me observaba la cara—. Muy apropiados, digo los cardenales… sobre todo el que se está poniendo verde. —Volvió a meter el vestido en la bolsa de plástico, el cigarrillo bailoteándole en la comisura de la boca—. ¿Cómo te sienta pasar las veinticuatro horas del día con un tío tan macizo?
—¿Te refieres a Dietz?
Vera suspiró y elevó los ojos al cielo.
—No, hija, me refiero a Jerry Lewis. Es igual, déjalo. Seguramente te gusta porque es competente, ¿verdad?
—Bueno, sí. De eso se trata, ¿no? —dije—. ¿Sabes lo que me intriga? Que siempre acabo rodeada de marimandones. Rosie, Dietz, Henry… y ahora tú.
—Muy amable, chica, muy amable. Tú sigue haciéndote la dura y verás.
—Soy una mujer dura —dije, poniéndome a la defensiva.
—Neil caerá rendido a tus pies. ¿Le has llamado ya?
—No he tenido ocasión. Hemos vuelto hace poquísimo.
—Si acude esta noche es sólo por conocerte. No lo olvides. Y no pruebes bocado.
Fruncí el ceño.
—¿A qué viene eso ahora? Es una cena de despedida, ¿no?
—¿Y si tienes ganas de acostarte con él?
—No ocurrirá —dije.
—Imagina que ocurre.
—Bueno, ¿qué tiene que ver eso con comer o no comer?
Se le estaba acabando la paciencia, pero se guardó de decirlo.
—Nunca te acuestes con un tío después de una comilona. Por los gases, ¿no lo entiendes?
—¿Y por qué me tendría que acostar con un individuo con el que no puedo atracarme antes?
—Ya te atracarás después, cuando estéis casados.
Tuve que echarme a reír.
—Te aseguro que no habrá boda, pero gracias por el consejo.
—De nada. Hasta la noche.
Vi a Dietz sentado en el escritorio de Darcy, hojeando un folleto sobre siniestros en propiedades no aseguradas. Bajamos a la calle y al llegar al coche metí el vestido en el maletero con sumo cuidado.
—No creo que pueda ponerme el chaleco antibalas debajo de esto —dije.
No hizo ningún comentario, pero quien calla otorga.
Antes de dirigirnos al campo de tiro pasamos por la armería y estuvimos una hora discutiendo sobre pistolas. Él sabía mucho más que yo y tuve que ceder ante su experiencia. Entregué una cantidad a cuenta de la Heckler und Koch P-7 de 9 milímetros y rellené la solicitud correspondiente. Y aboné 25 dólares por una caja de cincuenta cartuchos Winchester Silvertip, tal como Dietz me había indicado. A cambio de mi obediencia, tuvo el buen gusto de no alardear de que todo aquello era idea suya. Pensaba que seguir su consejo me iba a resultar irritante, pero al final me dije que no valía la pena. ¿Qué tenía yo que demostrar? Él llevaba en el oficio mucho más tiempo y sabía lo que se hacía.
Condujo el Porsche hasta el puerto de montaña como si alguien nos pisara los talones. Puede que estuviéramos practicando con vistas a una persecución posterior. El vehículo no disponía de frenos para uso del copiloto, pero hundí los pies en el hueco que se abría entre el chasis y la consola de mandos por si encontraba algún pedal escondido por allí. Desde mi posición, el paisaje se veía como a través de un visor de diapositivas, sólo que cuesta arriba y a toda velocidad. Deseé ardientemente creer en una vida ultraterrena por si despertaba en ella en el momento más inesperado. Dietz no pareció advertir el pánico que me embargaba. Como estaba totalmente concentrado en la carretera, no quise distraerle con los penetrantes alaridos de terror que pugnaban por salirme de la garganta.
En el club de tiro no había nadie, salvo el encargado que nos cobró la entrada. El sol de mayo apretaba lo suyo y la brisa era seca y olía a salvia y a laurel. No llovería hasta Navidad. En agosto, las montañas se secarían, la vegetación se pondría amarillenta y los árboles estarían listos para arder. Abajo en el valle se veía ya flotar una especie de neblina que parecía anunciar los incendios futuros.
Dietz colocó una diana humana, tipo B-27, a siete metros de distancia. Yo ya había practicado con la Davis a veinticinco metros, pero cuando se lo dije a Dietz, me respondió con un cabeceo.
—Las pistolas de calibre 0,32 sirven para defenderse a quince metros de distancia a lo sumo, preferentemente a menos de diez. La bala tiene que penetrar unos veinte centímetros aproximadamente, lo suficiente para alcanzar los órganos vitales. El cartucho Silvertip es muchísimo más eficaz.
—¡Cómo me gusta lo tranquilo de este trabajo! —dije.
—¿Por qué cree que lo voy a dejar?
Llené el cargador de la Davis mientras me explicaba un ejercicio denominado defensa Mozambique. Me hizo empezar por la posición de guardia: la pistola con el cargador puesto, el proyectil alojado ya en la recámara, el seguro echado, el dedo fuera del guardamonte y con la boca del arma mirando hacia abajo en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
—Levante el brazo hasta la posición de fuego y dispare dos veces seguidas al pecho, a la altura del esternón. Haga una rápida comprobación visual para saber dónde ha dado y efectúe un tercer disparo, más cuidadoso, a la cabeza, a este punto —y se señaló el entrecejo.
Me puse los auriculares e hice lo que me había dicho, sintiéndome al principio algo incómoda, ya que me estaba observando. Saltaba a la vista que había perdido facultades en los años transcurridos desde que estuviera en la academia. Subía al campo de tiro a menudo, una vez al mes aproximadamente, pero más en los últimos tiempos para entregarme a la meditación que para practicar. Abandonada a mi propia iniciativa, ni me sometía a una disciplina rigurosa ni mejoraba la puntería. Dietz era un buen profesor; era paciente y metódico y me corregía de tal modo que sus observaciones no me sonaban a críticas.
—Probemos ahora con la pistola que lleva en el bolso —dijo cuando quedó satisfecho.
—¿Cómo sabe tanto de armas?
Esbozó una ligera sonrisa.
—Porque me apasionan. Mi primera experiencia en el campo de la defensa personal armada fue un cursillo para guardas jurados. Apenas había clases prácticas, pero aprendí mucho sobre la legislación relativa a las armas de fuego. Después estuve en el Instituto Estadounidense de Armas Cortas. —Hizo una pausa—. ¿Pero hemos venido aquí a trabajar o a charlar?
—Ah, ¿puedo elegir? —dije.
Estaba claro que no. Me dijo que probara con el Colt 0,45, pero era mucho revólver para quien acababa de tirar con una pistola del 0,32. Se apiadó de mí y me dejó continuar con la Davis. Seguimos practicando. El olor de la pólvora perfumaba el aire. Ya no pensaba en Mark Messinger como en una persona. Se había convertido en una entidad abstracta, en poco más que una figura negra y plana situada a siete metros, con corazón de papel y cerebro de papel.
Dispararle, ver cómo se rompía y se pulverizaba era como un proceso curativo. El miedo empezó a desaparecer y fui recuperando la confianza. Disparaba al cuello de papel y le daba a una de las arterias dibujadas con tinta. Quise escribir mis iniciales en su pecho. Cuando recogimos las cosas y salimos del campo de tiro eran ya las doce y me sentía como si fuese otra vez la de antes.
Comimos en La Diligencia, un bar empotrado en la roca de la montaña, cerca de un arroyo, protegido y sombreado por los laureles y los robles virginianos. Lo único que rompía el silencio era el gorjear de los pájaros. De tarde en tarde aparecía un vehículo por la cuesta que conducía al establecimiento y se perdía en busca de la carretera principal. Dietz no había abandonado la actitud vigilante —miraba en derredor continuamente—, pero entre sorbo y sorbo de cerveza y con el pie apoyado en la madera sin desbastar de su banco, parecía un poco más tranquilo. Yo me había sentado a su izquierda, con la espalda en la pared, y hacía lo mismo que él: mirar, aunque había muy poco que ver. Sólo había otros tres clientes, tres motoristas sentados alrededor de una de las mesas rústicas de madera que había en la terraza.
La camarera nos trajo lo que habíamos pedido: guisado de cerdo con pimientos verdes, con una capa de salsa de cilantro encima y dos tortas de maíz dobladas y metidas hasta el fondo. De las cosas que podía alcanzar un pecador sin necesidad de arrepentirse, aquella era la que más se parecía al paraíso.
—¿Qué relación tiene con La Fidelidad de California? —preguntó Dietz mientras comíamos.
—La compañía me cede un despacho y yo le hago a cambio un par de servicios al mes. Por lo general investigo reclamaciones relacionadas con incendios y falsas defunciones, pero también muchas otras cosas.
—No está mal el arreglo. ¿Cómo lo consiguió?
—Mi tía trabajó en la empresa durante varios años y yo acabé por conocer a casi todo el personal. Cuando estudiaba en el instituto, mi tía me conseguía trabajos temporales en verano. Al cumplir los diecinueve años entré en la academia de policía, pero como no podía ingresar en las fuerzas de orden público hasta cumplir los veintiuno, trabajé mientras tanto en La Fidelidad de recepcionista. Luego, al dejar la policía, trabajé en una agencia de detectives hasta que me dieron la licencia; entonces me instalé por mi cuenta. Uno de mis primeros trabajos de importancia fue para La Fidelidad.
—El oficio está lleno de mujeres —dijo.
—¿Y qué? Es divertido y tiene su morbo. Se pasan momentos difíciles, pero por lo menos trabajas para ti y sin que nadie te dé órdenes. Es cuestión de carácter. Soy curiosa por naturaleza y me gusta meter la nariz donde no me llaman —dije—. ¿Y usted? ¿Qué hará si deja el oficio?
—No lo sé. Tengo que hablar con un tipo de Colgate que organiza planes de defensa antiterrorista para bases militares en el extranjero.
—¿Simulacros de ataque y todo eso?
—Exacto. Se acerca de noche con sus hombres, cruza las alambradas, se introduce en el complejo militar y filma toda la operación para que los mandos vean dónde hay que reforzar las defensas.
—Policías y ladrones, pero sin tiros.
—Más o menos. Con todo el estímulo y el vacío que entraña el peligro. —Guardó silencio mientras apuraba el fondo del plato con una torta de maíz—. Da la sensación de que usted tiene ya todo lo que quiere.
—Es verdad —dije—. Vera no estaría de acuerdo. Según ella, soy un caso perdido. Demasiado independiente, sin clase…
—¿Y ella? ¿De qué pie cojea?
—Si he de ser sincera, nunca me he detenido a pensarlo. Es la mejor amiga que tengo, pero ni siquiera puedo afirmar que nos conozcamos a fondo. Paso mucho tiempo por ahí y alterno muy poco. Ella frecuenta los centros de gente soltera y yo me desenvuelvo muy mal en esos sitios. La admiro. Es elegante. Tiene estilo. Y nunca pierde la calma…
—Pero ¿esto qué es? ¿Una campaña publicitaria?
Me eché a reír y me encogí de hombros.
—Fue usted quien preguntó.
—Sí, bueno, es de esas mujeres a las que nunca he acabado de entender.
—¿En qué sentido?
—No sabría decirle. Tampoco eso lo he entendido nunca. Pero tiene algo que me intriga —dijo.
—Es buena persona.
—No lo dudo. —Acabó de rebañar el plato, pero no volvió sobre el tema. A veces me resultaba difícil saber en qué estaba pensando y no lo conocía lo suficiente para apretarle las clavijas.