14

Nada más entrar en casa, subí al desván dando traspiés. Me quité las zapatillas deportivas. Me tendí en la cama, amontoné almohadas bajo la cabeza y me puse a hacer inventario de lo que me sucedía. Todos los pinchazos y dolores habían desaparecido, arrastrados por la ola de adrenalina que me había inundado durante la agresión. Me sentía vacía, aletargada, con todo el cuerpo insensibilizado; sólo el cerebro producía algún que otro chisporroteo. Oí abajo los murmullos de Dietz mientras hablaba por teléfono. Creo que me quedé dormida. Cuando abrí los ojos, vi a Dietz sentado en la cama. Tenía un puñado de papeles en una mano y una taza de té en la otra.

—Tómeselo —dijo.

Cogí la taza y me concentré en el calor que transmitía. El olor del té siempre me ha parecido más agradable que su sabor. Aún recuerdo el respingo que di de pequeña cuando me dejaron probarlo por primera vez. Alcé los ojos y miré el círculo negriazulado de la claraboya.

—¿Qué hora es?

—Las siete y diez.

—¿Ha llamado Clyde?

—Hace un rato. Irene está bien. La atendieron y la enviaron a casa. Aún no se sabe nada de Agnes. ¿Y usted? ¿Cómo está?

—Mejor.

—Estupendo. Cenaremos dentro de poco. Henry ha preparado no sé qué.

—Detesto que me cuiden.

—Yo también, pero no hay más remedio. A Henry le gusta sentirse útil, yo me muero de hambre y ni usted ni yo sabemos cocinar. ¿Le apetece charlar un rato?

Negué con la cabeza.

—Aún tengo el alma flotando lejos del cuerpo.

—Ya volverá. Gracias a la policía de Los Angeles hemos identificado a nuestro hombre. ¿Quiere echarle un vistazo?

—De acuerdo.

Me pasó unas seis o siete circulares y fichas identificativas del departamento de Policía de Los Angeles. Miré la primera, SOSPECHOSOS BUSCADOS POR DELITOS DE TRÁFICO. Había diez fotos, tipo ficha de comisaría, una de ellas señalada con un círculo trazado con bolígrafo. Era él. Parecía más joven. Pálido. Taciturno: un delincuente nato en los albores de su carrera. Se llamaba Mark Darian Messinger, alias «Mark Darian», alias «Darian Marker», alias «Buddy Messer», alias «Darian Davidson». Varón, blanco, treinta y ocho años, pelo rubio, ojos azules, con una mariposa tatuada en el dorso de la mano derecha, en la membrana entre el pulgar y el índice (a mí se me había pasado por alto). Había nacido el 7 de julio, cáncer, todo un devoto de la vida doméstica. Figuraba su número de carnet de conducir, el de la Seguridad Social, el del Servicio de Información Militar, el de la ficha del FBI, el de la ficha de la policía local y el de la orden de detención. Dicha detención, efectuada al parecer en el verano de 1981, había sido por infracción del artículo 201 del Código de Circulación (atropello mortal y fuga) y del apartado a del artículo 3, sección 192 del Código Penal (homicidio accidental conduciendo en estado de embriaguez). La foto, de unos nueve centímetros cuadrados, se le había hecho de frente y lo había reducido al tamaño de los enanos, como en los sellos. Parecía un golfo de mala muerte, aunque en blanco y negro era muchísimo menos siniestro que en la coloreada realidad.

La segunda circular decía: DETENCIÓN POR ASESINATO DE UN AGENTE DE POLICÍA, Orden de Detención de la Jefatura Superior de Los Angeles, una serie de cifras, acusaciones tocantes a la sección 187 (a) del Código Penal (homicidio intencionado) y a la sección 664/187 (intento de homicidio) y un informe de seis líneas: «El 9 de octubre de 1981, dos agentes de policía de Los Angeles se presentaron en un domicilio donde tenía lugar una pelea doméstica, durante la cual el sospechoso disparó contra su compañera oficial con una semiautomática de modelo desconocido. Cuando los agentes trataron de reducirle, el sospechoso disparó a uno de ellos en la cara, produciéndole la muerte. El sospechoso huyó corriendo a continuación».

Debajo se consignaba el nombre de los dos inspectores encargados del caso y una serie de teléfonos a los que llamar en caso de obtenerse alguna información. En la parte inferior de la circular había una frase en mayúsculas, POR FAVOR, COMUNÍQUENSE CON EL COMISARIO JEFE DE LA POLICÍA DE LOS ANGELES, decía. POR FAVOR, MÁTENLO EN CUANTO ASOME LA NARIZ, me dije yo.

La tercera circular era de hacía menos de dos meses, SE BUSCA INFORMACIÓN SOBRE EL ROBO DE UN MILLÓN DE DÓLARES. Allí estaba otra vez, en un retrato-robot de la policía, con un bigote que había tenido que afeitarse desde entonces. Según la declaración de la víctima, el 25 de marzo el sospechoso había seguido a un comerciante de oro al por mayor hasta el Mercado de Joyeros del centro de Los Angeles, punto donde se posesionó de todo el oro que la víctima llevaba encima y que se había valorado en más de 625.000 dólares. El sospechoso había sacado una pistola y había robado a la víctima y a un empleado 346.000 dólares más en oro granulado y 46.000 en metálico. Se había podido identificar a Mark Messinger por las huellas que había dejado en el lugar de los hechos.

Miré por encima las restantes circulares. Por lo visto no había delito que Mark Messinger no fuera capaz de cometer, desde homicidio hasta agresión con objeto contundente, pasando por atraco a mano armada. Sus movimientos parecían responder a una mezcla de impulso irracional y fuerza bruta. En sus operaciones no tenían cabida ni la elegancia ni el detalle intelectual. El robo del millón había sido probablemente lo más sutil que había hecho en toda su vida.

—Bueno, ya sabemos por qué se ha permitido el lujo de aceptar un encargo mal pagado —dije.

Dietz me señaló una de las últimas indicaciones que había en la circular. Al parecer, el sospechoso tenía parientes en Santa Teresa.

—Así se explica su relación con Tyrone Patty. Se conocieron aquí. Hace cuatro años fueron compañeros de celda en la penitenciaría del condado. Probablemente siguieron en contacto después.

—¿La policía de aquí ha hablado con su familia?

Dietz asintió.

—Pero sin resultado. Su padre dice que hace años que no sabe nada de él. Está claro que miente, pero nada se puede hacer al respecto. Dolan dice que le leyó la cartilla en lo tocante a complicidad y encubrimiento, pero el viejo hizo una cruz con los dedos, la besó, y juró que si aparecía daría parte inmediatamente.

Noté que se me formaba un nudo de miedo en la boca del estómago.

—Hablemos de otra cosa.

—Hablemos de repeler agresiones.

—Mañana —dije—. Ahora no estoy de humor.

—Acábese el té y dese una ducha. La espero abajo.

Henry había preparado una cena fuerte: chuletón con revoltillo de setas, puré de patatas, judías verdes naturales, bollos caseros, tarta de merengue al limón y café. Comió con nosotros y apenas pronunció palabra mientras me observaba con ojos de preocupación. Dietz tenía que haberle advertido que no me regañase por haberme ido de casa. Saltaba a la vista que quería guerra, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo como para mantener la boca cerrada. De todos modos me sentía culpable, como si yo fuera personalmente responsable de la agresión que había sufrido. Henry leyó las circulares de la policía, memorizó la cara de Mark Messinger y los detalles de sus (presuntos) delitos.

—Un pájaro de cuidado. Usted habló de un niño. ¿Qué pinta en todo esto? —preguntó a Dietz.

—Se lo quitó a su compañera oficial. La mujer se llama Rochelle. Trabaja en un salón de masaje de Hollywood. He hablado con ella hace un rato y no sabe qué pensar. El niño se llama Eric. Tiene cinco años. Estaba en una guardería del barrio donde vive Rochelle. Messinger lo raptó hace unos ocho meses y la madre no lo ha vuelto a ver desde entonces. Sé lo que es tener hijos y mataría a cualquiera que se atreviese a tocarlos.

Dietz comía con el mismo talante con que hacía todo lo demás, con gran concentración. Cuando apuró el último bocado, se retrepó en la silla y se tocó de manera automática el bolsillo donde había llevado el tabaco. Vi que sacudía la cabeza, como si se riera de sus propias reacciones.

Se puso a hablar de otras cosas: deportes, la bolsa, sucesos políticos. Mientras los dos se entretenían charlando, recogí los cubiertos y los platos y los llevé a la cocina. Llené el fregadero de agua y detergente y lo metí todo dentro. No hay nada tan relajante como fregar los platos cuando se busca el aislamiento. Es útil, entretenido y tan agradable como un baño de sales. Por lo pronto, me sentía segura. No me habría importado no salir de casa nunca más. ¿Qué tenía de malo permanecer en ella toda la vida? La pondría en orden y aprendería a cocinar. Plancharía la ropa (la que tuviera). También aprendería a coser, incluso podía construir cosas con los palitos de los polos. El caso era no volver a salir a la calle. Empezaba a pensar en el mundo real como si vivir en él fuera igual que nadar en el océano. Las aguas del Pacífico que bañan la costa de Santa Teresa son lóbregas y frías y están llenas de «oanis» (objetos amenazadores no identificados) susceptibles de causar daños de consideración: organismos de gelatina y barro, criaturas cubiertas de caparazón con aguijones y pinzas capaces de rebanarte el pescuezo. Mark Messinger era de la misma calaña: perverso, implacable e insensible.

Henry se fue a las diez. Dietz puso la televisión y esperó a que dieran las noticias mientras yo me iba a dormir. En dos ocasiones desperté sobresaltada, la primera a la una y cuarto, la segunda a las dos y treinta y cinco. Aún había luz abajo y comprendí que Dietz seguía despierto. Unas horas de sueño parecían bastarle, mientras que yo nunca tenía suficiente por mucho que durmiera. La luz que bañaba la barandilla de la escalera era de un tono amarillento y jovial. Quienquiera que entrase a buscarme tendría que vérselas antes con él. Me sentía seguirá. Volví a dormirme.

A pesar de la tensión general que me dominaba, dormí bien y al despertar noté que había recuperado parte de la vitalidad perdida, por lo menos hasta que pisé la planta baja. Dietz estaba en la ducha. Fui a la puerta para ver si seguía echado el pestillo. Acaricié la idea de apostarme en la puerta del cuarto de baño para oírle cantar, pero temía que me descubriese y se ofendiera. Hice café y preparé la leche, las cajas de cereales y las tazas. Entreabrí las contraventanas de madera para echar un vistazo al exterior, pero no vi más que un fragmento de un macizo de flores. Imaginé a Messinger en la acera de enfrente con un fusil de repetición y mira telescópica, con el dedo en el gatillo y dispuesto a volarme la cabeza en cuanto la asomara unos centímetros. Me retiré a la cocina y me serví un zumo de naranja. No sentía tanto miedo desde mi primer día de escuela.

Dietz salió del cuarto de baño y pareció sorprenderse al verme ya levantada. Llevaba un pantalón ancho de algodón y una camiseta ceñida. Parecía macizo y musculoso, sin un gramo de grasa de más. Desconectó la alarma, abrió la puerta y recogió el periódico. Me di cuenta de que me mantenía rezagada, fuera de la línea de fuego. Puede que ciertas enfermedades mentales conlleven una pauta de conducta parecida. Cogí un taburete y me senté.

Dejó el periódico en el banco de madera de la cocina y dio un pequeño rodeo por la sala. Volvió con la Davis, que por lo visto había cogido de mi bolso. La colocó en el banco, delante de mí. Se sirvió una taza de café y se sentó en el taburete que había al otro lado del banco.

—Buenos días —murmuré.

Señaló la Davis con la cabeza.

—No quiero verla con ese trasto.

—¿Por qué?

—Es una pistolita de bolsillo. Inútil en el caso presente.

Me entraron ganas de darle un corte, pero me contuve.

—¡Es la única que tengo!

—Pues cómprese otra.

—Pero ¿por qué?

—Es barata y poco segura. Es peligroso llevarla con un cartucho en la recámara, lo que significa que hay que llevarla con el cargador lleno, la recámara vacía y el seguro quitado. Si surge un imprevisto, antes de apretar el gatillo tendrá que tirar hacia atrás del cierre de culata para que entre un cartucho en la recámara. Y de paso cómprese otra sobaquera.

Lo fulminé con la mirada, pero ni se inmutó.

—¿Dónde está la armería más próxima?

—Todo lo que usted dice me costará quinientos o seiscientos dólares. No tengo tanto dinero.

—Más le vale que se compre un arma de mil cien.

—¿Cuál exactamente?

—Una Heckler und Koch P-7 de 9 milímetros. La puede comprar de segunda mano en cualquier parte. Es la que llevan los yuppies últimamente. Queda muy bien en la guantera de un BMW, pero a usted le puede ser útil y todo.

—¡Olvídelo! —dije. Esta vez fue él quien me fulminó con la mirada. Me entró la duda—. Aunque la comprara hoy mismo, tardarían dos semanas en entregármela.

—Utilice la Davis hasta entonces, pero no con esos cartuchos. Debería ponerle uno de punta hueca y de alta velocidad como el Winchester Silvertip, o un cartucho prefragmentado como el Glaser de seguridad. Le sugiero el Winchester Silvertip.

—¿Y por qué precisamente esos? —Me importaba un rábano. Yo sólo quería llevarle la contraria.

Me explicó los motivos, subrayándolos con los dedos.

—En primer lugar sale más barato y por otra parte son los que más utiliza la policía. Respecto al cartucho de 0,32 pulgadas, que tiene menos potencia, la capacidad de penetración es lo más importante de…

—Ya lo he entendido, ya lo he entendido —dije con irritación—. ¿Es a esto a lo que se dedicó anoche? ¿A preparar el sermón?

—Exactamente —dijo. Abrió el periódico y miró la primera página—. Yo tengo un Colt 0,45 en el coche. Puede practicar con las dos armas cuando vayamos al campo de tiro.

—¿Y cuándo vamos a ir?

—Las armerías abren a las diez, ¿no? Pues tendrá que ser después de las diez.

—No tengo ganas de salir.

—Ese tipo no tiene por qué modificar su vida hasta tal extremo. No se lo vamos a permitir. —Me miró con fijeza a los ojos—. ¿Está claro?

—Tengo miedo —dije.

—¿Por qué cree usted que hacemos todo esto?

—¿Y el banquete?

—Creo que deberíamos ir. Nuestro amigo estará unos días inmóvil. Quiere que usted piense en su propia vulnerabilidad. Quiere ponerla tan nerviosa que dé un salto cada vez que suene el teléfono.

—Ya lo hago.

—Tómese el desayuno. Se sentirá mejor.

Llené la taza de leche y vertí el cereal. Seguí dándole vueltas al asunto mientras comía.

Dietz levantó los ojos del periódico y rompió el silencio.

—Voy a decirle otra cosa, así que escúcheme con atención. Un auténtico asesino profesional mata de dos maneras: de muy cerca o de muy lejos. Si lo hace de cerca, podría utilizar un fusil de 0,22 pulgadas con silenciador y munición subsónica. De lejos, un fusil de repetición de 0,308 pulgadas. Messinger es un tarado y encima un aprendiz. Y me lo voy a cargar.

—¿Y si le alcanza él primero?

—No podrá. —Y se puso a leer las páginas deportivas.

Juro por lo más sagrado que me sentí mucho mejor.