13

Empezamos por la casa que en diagonal quedaba enfrente del asilo. Al igual que muchas otras de los alrededores, se había construido con solidez, probablemente a principios de siglo. Era de dos plantas, de fachada ancha y revestida de listones de cedro pintados de color verde claro. En el centro sobresalía un soportal rematado por un frontón, a tono con los grandes miradores cuyos vidrios reflejaban la amplia copa de un roble imponente. Al avanzar por el camino de entrada me pareció ver movimiento en una de las ventanas de arriba. Irene me había cogido del brazo para apoyarse. Por su culpa tenía que ir yo también a paso de tortuga, pero no me atreví a comentárselo. Esperaba que con la colaboración se le pasara un poco el nerviosismo.

Pulsé el botón de la puerta y sonó un timbrazo desagradable. Poco después se entreabrió la puerta y se asomó una anciana. Advertí que no había quitado la cadena de seguridad. Si hubiera sido una ladrona, me habría bastado una patada estratégica para abrir la puerta.

—¿Sí?

—Disculpe si la hemos molestado —dije—, pero estamos preguntando a todos los vecinos. Se trata de una señora mayor que ha desaparecido del asilo de enfrente y querríamos saber si la ha visto usted por casualidad. Creemos que se escapó a eso de las siete de la mañana.

—Últimamente no me levanto hasta las ocho. Ordenes del médico. Antes me levantaba a las cinco, pero dice que es absurdo, que a una hora tan temprana no ocurre nada que me pueda interesar a los setenta y seis años.

—¿Y los vecinos? Puede que le hayan comentado algo…

Hizo un ademán de rechazo con la mano. Tenía los nudillos hinchados y llenos de manchas.

—No nos hablamos. Hace quince años por lo menos que no cortan ese seto de ahí. Todos los meses le doy unas monedas al repartidor de periódicos para que le dé unos tijeretazos. Si no lo hiciera yo, ya habría llegado hasta los cables del teléfono. Y encima tienen un perro que se me cuela en el jardín y hace sus necesidades donde se le antoja. Cada vez que salgo, encuentro cagarrutas de perro por todas partes. Mi marido no hace más que burlarse de mí. «Méate encima, Ethel. Ya has vuelto a pisar mierda de perro».

Saqué una tarjeta y apunté en el dorso el teléfono del asilo.

—¿Le importa si le doy mi tarjeta? Así, si se entera de algo, puede usted llamarme. Se lo agradeceríamos.

La cogió a regañadientes. Saltaba a la vista que no le entusiasmaban las fugitivas de la tercera edad.

—¿Cómo se llama esa señora?

—Agnes Grey.

—¿Y qué aspecto tiene? No es fácil identificar a una persona que no se conoce.

Le hice una somera descripción de Agnes. Con Irene delante no le podía decir que tenía pinta de avestruz.

—Estaré al tanto —dijo y cerró la puerta.

Probamos en la casa siguiente, y en la otra, siempre con resultados parecidos. Cuando llegamos a la esquina habían transcurrido ya cuarenta y cinco minutos. Fue un trabajo lento e infructuoso. Nadie había visto a Agnes. Avanzamos por Concorde en dirección este. Se acercaba una camioneta de Correos y tuvimos que esperar en la acera hasta que pasó. Cogí a Irene del brazo y cruzamos la calzada, tan preocupada por su seguridad como Dietz por la mía.

A través de la seda verde del vestido percibía un temblor ligero. La observé con inquietud. Se había teñido tantas veces el pelo a lo largo de los años que se le había quedado como un estropajo blancuzco y raleante, como si su intención hubiera sido eliminar todo rastro de color. Carecía prácticamente de cejas y en su lugar no tenía más que dos curvas marrones que ella misma se había perfilado a mano, dos arcos de medio punto semejantes a los que habría trazado un niño al dibujar una cara risueña. Era evidente que en otra época habría podido pasar por hermosa. Tenía rasgos elegantes y unos ojos azules de claridad insólita. Se le había despegado una pestaña postiza, que le sobresalía como un plumón. Aunque de textura consistente, tenía la piel tan pálida que a la fuerza tenía que estar enferma. Era como esas oscuras actrices de los años cuarenta que hacían una película nada más y que al cabo de los años descubríamos con sorpresa que aún seguían vivas. Puso una mano temblorosa encima de la mía. Tenía los dedos tan helados que di un respingo. Su respiración era débil y entrecortada.

—Irene, por el amor de Dios, tiene usted las manos como témpanos. ¿Se encuentra bien?

—Me ocurre a veces, pero me recuperaré enseguida.

—Vamos a sentarnos —dije.

La casa más cercana era un edificio de madera, alto, estrecho y con tres porches, uno en cada lado. El sol daba de lleno en el jardín; la hierba se había cortado hacía muy poco, pero las flores parecían descuidadas. Sabía que era una pensión porque figuraba en la lista que Rosie y yo habíamos confeccionado. Yo no llegué a entrar en el edificio, pues una vez Rosie comprobó que no podía entrarse con silla de ruedas, la acabamos tachando de la lista. Recordaba que el patrón era un sujeto de setenta y tantos años, lleno de vitalidad y muy amable, pero no parecía estar preparado para tratar con huéspedes fijos. Cuando empujé la chirriante verja de la entrada, vi que se movían los visillos de la ventana y que una persona se ponía a espiarnos. Todo el mundo parecía estar alerta en aquel barrio. No podía creer que Agnes hubiese recorrido ni siquiera media manzana sin que la hubieran visto.

Llegamos al porche delantero e Irene se dejó caer en el peldaño inferior. Apoyó la cabeza en las rodillas. Le puse la mano en la nuca y la observé con atención. Podían oírse sus jadeos.

—¿Quiere echarse?

—No, por favor. Se me pasará enseguida. Es el asma. No quiero llamar la atención. Sólo quiero estar sentada un rato.

—Modere el ritmo respiratorio, de lo contrario se desmayará.

Busqué a Clyde en la calle, pero no lo vi por ningún lado. Subí los escalones del porche y me dirigí a la puerta. El propietario de la pensión apareció cuando me disponía a llamar.

Tenía que haber sido robusto de joven. Los hombros, antaño musculosos, se le habían ablandado y en la actualidad trazaban una curva que se perdía bajo la camisa. Recién afeitado, la calva incipiente y la frente despejada le daban un aire infantil. Tenía bolsas bajo los ojos y un lunar en la mejilla izquierda que le abultaba como una pasa.

—¿Buscan algo? —Posó los ojos en Irene y yo seguí la dirección de su mirada. Menuda complicación me iba a caer encima si Irene perdía el conocimiento.

—Se pondrá bien pronto. Se ha mareado y necesita estar un rato sentada —dije—. Ha desaparecido una mujer del asilo de aquí al lado y estamos preguntando a los vecinos si alguien la ha visto.

Arrugó el entrecejo mientras me miraba con fijeza.

—Yo a usted la conozco. ¿Nos hemos visto antes?

—Me llamo Kinsey Millhone —dije—. Estuve aquí hace quince días con una amiga…

—Exacto, exacto, exacto. Ya me acuerdo. Una pelirroja vivaracha con una hermana en silla de ruedas. Una lástima que no la pudiera alojar. ¿Es ella la que ha desaparecido?

—No, otra persona —dije. Me pasé la palma de la mano por encima de la cabeza y volví a describirla—. Alta, muy delgada. Se fue esta mañana y desde entonces nadie parece haberla visto. Pero no creo que haya ido muy lejos.

—Hay personas mayores que corren mucho —dijo—. Y si no se las vigila, dan esquinazo a cualquiera. Me gustaría ayudarlas, pero tengo trabajo dentro. ¿Han avisado a la policía?

—Fue lo primero que hicimos. Creo que ya han rastreado la zona, pero pensamos que no estaba de más intentarlo otra vez.

—Pasa de tarde en tarde y más en este barrio. Pero suelen aparecer.

—Esperémoslo. Gracias de todos modos.

Volvió a fijarse en Irene, que seguía sentada en el peldaño inferior.

—¿Le traigo un vaso de agua a su amiga?

—No hace falta, gracias, se pondrá bien. —Terminé la conversación con la habitual petición de ayuda—. Tenga mi tarjeta. ¿Sería tan amable de llamarme si la ve o habla con alguien que sepa algo? Si no me localiza, puede llamar también al asilo.

Cogió la tarjeta.

—De acuerdo —dijo. Le llamaron desde el interior, una voz débil y algo malhumorada. Murmuró una disculpa y entró.

Ayudé a Irene a ponerse en pie. Echamos a andar por el camino y cruzamos la entrada. Caminaba con pie inseguro, con la cara contraída y en tensión.

Cabeceó con movimientos exagerados.

—Todavía no. Ya me siento mejor. —Y estiró la espalda para convencerme.

Aprecié una fina película de sudor en su frente, pero parecía resuelta a continuar. Yo tenía mis dudas, pero no podía hacer gran cosa.

—Está bien —dije—. Una casa más y nos reunimos con Clyde.

La casa siguiente era un bungalow grande de tejado a dos aguas; constaba de planta baja y medio piso, y toda la estructura estaba revestida de tablas pintadas de color crema. El soportal, ancho y abierto, consistía en una cubierta apoyada en pilares de ladrillo unidos entre sí por una barandilla de madera. Avanzábamos ya por el sendero de entrada cuando vi que la pintura de una de las barandillas se resquebrajaba de repente, dejando al descubierto la madera desnuda, igual que una flor que abriera los pétalos a toda velocidad. Oí un taponazo y ruido de vidrios rotos. Di un salto, pensando que se trataba de un temblor de tierra capaz de derribar la casa. Oí rugir el Porsche de Dietz en la esquina de nuestra izquierda. Me volví y por el rabillo del ojo entreví el perfil de la camioneta de Correos que seguía estacionada junto a la acera. El conductor se acercaba a nosotras por el sendero. Me sonreía y de manera automática le devolví la sonrisa. Era un hombre corpulento, musculoso, recién afeitado, de pelo rizado y rubio, ojos azules que resaltaban en el bronceado de la cara, boca carnosa y con hoyuelos en las mejillas. Pensé que tenía que conocerlo porque parecía contento de verme, había bondad en sus ojos y toda su cara irradiaba a la vez simpatía y sensualidad. Llegó a mi altura y se inclinó como si fuera a besarme. Estaba tan cerca que percibí el denso olor de sus emanaciones corporales: pólvora, Aqua Velva y chicle de frutas. Retrocedí confusa. A mis espaldas volvió a crujir la madera como si un rayo hubiera caído sobre un árbol. Vi que se le encendía la cara, como un amante poco antes del orgasmo. Me dijo no sé qué. Le miré las manos. Parecía empuñar la boca de una manguera y ¿por qué el conductor de una furgoneta de reparto llevaba guantes de jardinero? De la manguera brotó un chispazo. Vacilé sin comprender y de repente se me hizo la luz. Cogí a Irene de un brazo, levantándola prácticamente del suelo. La arrastré por los peldaños del soportal, en dirección a la puerta. El ocupante de la casa, un cuarentón, abría el cancel en aquellos momentos, intrigado por el ruido. Deduje por su expresión que no esperaba a nadie. Le cogí por la pechera y le arrojé a un lado para apartarlo de la línea de fuego, mientras me arrojaba de cabeza contra la puerta, arrastrando a Irene conmigo. El cristal de una ventana saltó hecho añicos, cubriendo el suelo. Irene y yo aterrizamos en el suelo. La pobre estaba demasiado sorprendida para gritar, pero oí la ráfaga de aire que le brotó de la garganta cuando dio con sus huesos en el suelo de madera noble. La puerta golpeó con fuerza contra el tope, dejando al descubierto un pasillo y unas escaleras. El propietario de la casa se había refugiado en el salón y pude verlo agachado tras el sofá con las manos en la cabeza. Me recordó a esos niños que se creen invisibles sólo porque cierran los ojos con fuerza. Un proyectil agujereó la pared del fondo. Se formó un pequeño cráter en el yeso, como si hubiera explotado una bomba en miniatura, y se levantó una nubecilla de polvo blanco.

De pronto se hizo el silencio. Oí que alguien se alejaba corriendo por el jardín y supe de manera instintiva que Dietz iría en su persecución. Entré a gatas en el comedor y miré con cautela por la ventana lateral, con los ojos a la altura del alféizar. Vi que Dietz doblaba la esquina corriendo. Irene se puso a gemir a mis espaldas, de miedo, de dolor, a causa de la conmoción y el desconcierto. Noté que la adrenalina me inundaba y me ponía el corazón en la boca. La garganta se me secó. Me sujeté al alféizar y pegué la mejilla al papel frío que decoraba la pared, rosas de color carne en campo de plata. Cerré los ojos. Volví a ver lo ocurrido en el escenario de la imaginación. Primero el hombre… la calidez de su mirada, la boca que se le curvaba al esbozar una sonrisa de reconocimiento. La impresión de que iba a besarme, de que me decía algo con voz ronca, y luego el estampido amortiguado. A juzgar por el ruido, inferí que había puesto silenciador en la pistola, pero yo había visto salir una llama del cañón. Me pareció ilógico, ya que era de día; a no ser que el fogonazo lo hubiera añadido mi imaginación. ¿Cuántas veces había disparado? ¿Cinco? ¿Seis?

Entró Dietz y cruzó el salón a toda velocidad. Tenía la respiración jadeante, los músculos tensos pero bajo control, sudando y con un brillo inflexible en la mirada. Me puso en pie de un estirón sin parpadear siquiera. Noté sus manos hundidas en las axilas, pero fui incapaz de quejarme.

—¿Se encuentra bien?

Me zarandeó y asentí con la cabeza. Me echó a un lado como si fuera un oso de peluche y se acercó a Irene, que lloraba de un modo tan lastimero como una niña de tres años. Estaba sentada en el suelo con las piernas abiertas, la falda hacia un lado, los brazos pegados al vientre, las manos con la palma hacia arriba. Dietz le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Le habló en voz baja para que se calmara, con la boca pegada a su oído para que pudiera oírle. Le hizo una pregunta. Vi que ella negaba con la cabeza. Jadeaba y cada vez que formulaba una frase tenía que detenerse a respirar.

Vi al dueño de la casa en el umbral. Ya no estaba asustado, sino indignado.

—¿Se puede saber qué pasa? ¿Qué es esto, una reyerta entre traficantes de drogas? ¡Abro la puerta y por poco me matan! Fíjense qué destrozo. ¿Quién va a pagar la reparación?

—Cállese y llame a la policía —dijo Dietz.

—¿Quién es usted? ¡Estoy en mi casa y a mí no me habla nadie de ese modo!

Me dejé caer en una silla del comedor. Vi por la ventana que los vecinos empezaban a concentrarse, murmurando entre sí con nerviosismo; grupúsculos de dos y tres personas, algunos ya en el jardín.

¿Qué me había dicho el hombre? Traté de recordar: había oído el coche de Dietz en la calzada, me había vuelto y había sonreído al hombre que me sonreía. Ahora le oía con claridad, por fin comprendía lo que me había dicho al acercárseme. «Eres mía, nena», en tono insinuante, posesivo, y a continuación el inverosímil acaloramiento sexual de sus facciones. Las lágrimas me inundaron los ojos y empecé a verlo todo borroso. La ventana se llenó de brillos. Las manos me temblaban.

Dietz palmeó el brazo de Irene y volvió a mi lado. Se agachó ante mí y su cara quedó a la misma altura que la mía.

—Lo ha hecho usted muy bien. Se ha comportado de un modo magnífico. Usted no podía saber que sucedería una cosa así.

Tuve que meter las manos entre las rodillas y apretar con fuerza para que el temblor no se contagiara a los brazos. Le miré a la cara, los ojos grises, la nariz aplastada.

—Quería matarme.

—No, no quería matarla. Quería asustarla. Habría podido matarla desde el primer momento, en la carretera de Brawley. Habría podido matarla ahora, al hacer el primer disparo. Pero si la mata, el juego termina. Y no es eso lo que quiere. No es un profesional. Es un enfermo. Podemos utilizarlo en contra suya. ¿Comprende lo que le digo? Ahora conocemos su debilidad.

—Sí, yo —dije, todavía aturdida.

La verdad es que comprendía muy poco. Había visto la faz de la Muerte. Había creído que se trataba de un amigo. Otras personas también habían querido matarme, por venganza, por odio. Pero en ningún caso me había parecido que hubiera nada personal en el fondo; hasta que había visto al hombre del sendero. Nadie se había introducido tan profundamente en mí como aquel hombre.

Me volví hacia Irene. Sus dificultades respiratorias aumentaban en vez de remitir. Respiraba de un modo superficial, acelerado e inútil, y de la garganta le brotaba un gemido que recordaba las notas agudas de la gaita. Las yemas de los dedos se le habían coloreado de azul. Se estaba asfixiando.

—Hay que ayudarla —dije.

Dietz se volvió.

—Maldita sea…

Se puso en pie al instante y cruzó la habitación. El dueño de la casa hablaba por teléfono y volvió a dar su dirección al agente de guardia.

—Hay que pedir una ambulancia —me dijo Dietz. Y a Irene—: Tranquilícese. Se pondrá bien. Pronto llegará el médico. No se asuste…

Vi que Irene asentía; era lo máximo que podía hacer.

Clyde Gersh se presentó en plena confusión, atraído sin duda por los vecinos que rodeaban la casa. Más tarde me dijo que al ver los destrozos de la casa había pensado que habíamos encontrado a Agnes y que se había producido un forcejeo. Lo último que esperaba era ver a Irene en el suelo, en mitad de un ataque agudo de asma. Al cabo de unos minutos llegó la policía con una ambulancia. Los enfermeros pusieron a Irene una mascarilla de oxígeno y se la llevaron en camilla. Durante toda la operación me sentí extrañamente abstraída. Sabía lo que tenía que hacer e hice lo que se me indicó. Conté lo ocurrido a la policía con voz monocorde y dejé que Dietz explicara el contexto. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que Dietz estuvo en situación de llevarme a casa. El tiempo se había detenido como si cada minuto durase una hora. Ni siquiera supe cómo se llamaba el propietario de la casa. La última vez que lo vi estaba de pie en el soportal, como si fuese el único superviviente de un terremoto de intensidad 8,8 en la escala de Richter.