12

Apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y me dediqué a mirar la calle mientras Dietz recorría los alrededores del hotel. Sin duda memorizaría distintos itinerarios y buscaría aquellos tramos en que se nos podría agredir más fácilmente. La verdad es que no tenía tantas ganas de asistir a la cena. En el fondo, ahora que lo pensaba, me traía sin cuidado. Jewel era una señora muy simpática, pero tampoco la conocía hasta tal extremo. No me sentía del todo animada y, si vamos a lo práctico, no tenía nada que ponerme. El vestido multiuso —el único que tenía— estaba en el coche en el momento del accidente. Recordaba que en el garaje de Brawley había guardado las prendas empapadas en una caja de cartón que aún no había llegado a Santa Teresa. Cuando llegase el vestido, seguramente olería a tarquín y estaría cubierto por esas formas de vida microscópica que cría la humedad. También es verdad que podía pedirle a Vera algún trapito. Era más alta que yo, pesaba diez kilos más que yo, pero cierta vez la había visto con una túnica de lentejuelas que le llegaba hasta la ingle y que a mí me llegaría seguramente hasta la rodilla. La verdad es que no estaba para lucir las piernas. Las tenía cubiertas de más magulladuras que un tomate podrido. Claro que, desde una perspectiva más optimista, una vez que me ciñese el chaleco antibalas, ¿qué importancia tendría que su pechuga abultara el doble que la mía?

Dietz no había encontrado nada objetable en los alrededores y nos dispusimos a comprobar los detalles. Estacionó el Porsche en el aparcamiento del hotel y le dio las llaves a un empleado junto con un billete.

—Vigílelo de cerca y avíseme si aparece algún curioso.

El empleado miró el tamaño del billete.

—¡Sí, señor! ¡Lo que usted mande, señor!

Nos dirigimos a la puerta.

—Está muy callada —dijo mientras me conducía por el vestíbulo cogido de mi codo como si fuera el timón de una lancha. Aparté el brazo de manera automática.

—Perdón —murmuré—. He estado pensando en el banquete y me ha puesto de mal humor.

—¿Puedo hacer algo al respecto?

Negué con la cabeza.

—¿Y a usted? ¿No le afecta todo esto?

—¿Se refiere al trabajo?

—Sí, a tener que ir conmigo a todas partes. ¿No le pone nervioso?

—Yo no tengo nervios —dijo.

Me volví y escruté sus facciones, preguntándome si sería verdad.

Buscó al gerente y estuvo charlando un buen rato con él a propósito del comedor donde iba a celebrarse el banquete, el médico más cercano y cosas por el estilo. Yo habría mandado al infierno la cena, pero habíamos invertido ya tanto tiempo y energía que me sentía obligada a seguir hasta el final. Dietz, entretanto, se las apañaba para potenciar las facetas más desagradables de mi ser. Empezaban a venirme a la cabeza ciertos rasgos personales que sin duda habían contribuido a mis dos divorcios. Yo, como es lógico, prefiero creer que la culpa fue exclusivamente de ellos, pero por otra parte, ¿a quién trato de engañar aquí?…

Dejé a Dietz en el despacho del gerente y anduve por el pasillo. Adjuntos al vestíbulo había una serie de establecimientos pequeños donde los ricos buscaban la manera de gastar el dinero sin necesidad de abandonar el edificio. Entré en una tienda de ropa y me puse a curiosear. Era fantástico, todos los vestidos se exponían con complementos que combinaban cromáticamente. La idea que yo tenía de combinar complementos no iba más allá de conjuntar los calcetines de ir al gimnasio con los calientapiernas. El aire olía a esos perfumes de película que valen 120 dólares la onza. Para divertirme un poco, miré en la sección de oportunidades. Aunque rebajadas, casi todas las prendas costaban más de lo que ganaba yo al mes. Pasé a la sección de trajes de noche: maxifaldas de brocado, canesúes de lentejuelas, todo bordado a mano, recamado a mano, pintado a mano, festoneado, entorchado, con argentería, abalorios y demás modalidades decorativas. La vendedora se volvió hacia mí con sonrisa experimentada. Al ver que le cambiaba la cara recordé por enésima vez lo desalentador que tenía que parecerles mi aspecto a los desprevenidos. Por lo menos esperaba dar la sensación de que acababa de hacerme la cirugía estética. Una ligera desviación de la nariz, unas arruguitas junto a los ojos. Por lo demás, saltaba a la vista que me había refugiado en el hotel con mi maduro protector en espera de que la hinchazón desapareciese.

Apareció Dietz en la puerta y fui a su encuentro. Me cogió, como de costumbre, por el codo y me arrastró sin ceremonias por el pasillo. Se conducía con brusquedad, abstraído, seguramente con la cabeza llena de movimientos alternativos.

—Vamos a comer.

—¿Aquí? —dije con estupefacción. A mí me gustaban más las hamburgueserías.

—Claro, ¿por qué no? Le levantará el ánimo.

Llegamos a la puerta del restaurante, una sala enorme, flanqueada de cristales, alfombrada de baldosas rojas y resplandecientes y con muebles blancos de mimbre. La vegetación lo llenaba todo: palmas, higueras del caucho y ficus en macetas que daban al ambiente un toque tropical. Los usuarios vestían todos de manera muy informal: conjuntos de tenis, polos y suéteres de diseño. Dietz llevaba aún los tejanos y la chaqueta de mezclilla que se había puesto hacía dos días, y yo seguía con mi pantalón vaquero y mis zapatillas deportivas. Exceptuando las ocasionales miradas de curiosidad a mi cara, nadie nos prestó la menor atención.

Localizó una mesa resguardada y próxima a una salida de emergencia que ostentaba en la parte superior un rótulo llamativo: NO CERRAR ESTA PUERTA EN HORAS DE ASISTENCIA AL PÚBLICO. Ideal si teníamos que salir corriendo. Cerca de allí se encontraba la zona reservada a los camareros, con sus montañas de manteles doblados, cubiertos, platos y bandejas, y una camarera condenada a hacer barquitos con las servilletas.

—Nos gusta aquella —dijo.

La jefa de comedor asintió, nos condujo a la mesa y nos apartó la silla, sin hacer el menor comentario sobre los gustos de Dietz. A continuación nos entregó sendas cartas de tamaño folio y encuadernadas en piel.

—Enseguida les atenderá el camarero —dijo y se alejó.

Confieso que miré la carta con cierta curiosidad. Me he acostumbrado a los establecimientos de comida rápida y la carta que dan en ellos suele estar ilustrada con fotos de la comida, como si la realidad fuera decepcionante por naturaleza.

Los platos se detallaban en pegatinas rectangulares, escritas a mano por algún escriba culinario que había estudiado jerga alimenticia. «… filetes de ternera de dehesa ligeramente salteados y servidos en hojas tiernas, cubiertos de bayas de zumaque indio y guarnecidos con hojuelas de queso de cabra de fabricación propia, setas, ñames y hierbas aromáticas», 21,95 dólares. Me quedé mirando a Dietz, pero no me pareció que estuviera afligido. Por lo que a mí respecta, volví a sentirme, para variar, como un pez fuera del agua. En mi vida había probado los ñames ni el zumaque indio.

Miré a los demás comensales. En realidad apenas podía verles porque tenía delante un helecho bostoniano. Junto al macetón había una jaula cilíndrica donde gorjeaban los jilgueros. Sujetas a los laterales metálicos había cestitas de bambú y los pájaros entraban en ellas y salían con trocitos de periódico con los que construían nidos. Había algo enternecedor en aquella actividad febril y de ojos relucientes. Los contemplamos con despreocupación mientras esperábamos al camarero.

—¿Sabe usted algo de cuervos? —preguntó Dietz.

—Sé muy poco de pájaros.

—Yo tampoco sabía mucho hasta que conocí a uno personalmente. Se llamaba Albert. Bertie, cuando nos hicimos amigos. Lo compré cuando era muy pequeño y lo tuve durante varios años. Los corvatos no saben volar y a veces se estrellan contra el suelo. A esa edad se les llama rameales, porque lo único que saben hacer es saltar con torpeza de rama en rama. A veces no saben bajar y se ponen a gemir como niños hasta que se sube a cogerlos. Creo que Bertie comió más de la cuenta y se cayó del árbol en que estaba. Por entonces tenía un gato que se llamaba Little John; Little John encontró el corvato y lo metió en casa mientras el pobre pájaro se rompía la garganta graznando. Tuvimos una pelea para ver quién se quedaba con él. Bertie tuvo suerte porque gané yo. El gato y el cuervo se hicieron amigos más tarde, pero durante una temporada tuvieron sus diferencias. Little John estaba muy enfadado porque pensaba que iba a ser su cena del día de Acción de Gracias y yo me había entrometido en su vida…

Levantó la cabeza. El camarero se acercaba; iba vestido como un almirante y llevaba guantes blancos.

—Buenas tardes. ¿A los señores les apetecerá beber algo antes de comer? —Era de modales sobrios y evitaba mirarnos a los ojos.

—¿Le apetece algo? —me dijo Dietz.

—Vino blanco —dije.

—¿Chardonnay, sauvignon blanc? —preguntó el camarero.

—Chardonnay.

—¿Y el señor?

—Una cerveza. ¿Tienen de importación?

—Amstel, Heineken, Beck’s negra, Beck’s rubia, Dos Equis, Bohemia, Corona…

Beck’s rubia —dijo Dietz.

—¿Van a pedir ya los señores?

—No.

El camarero se quedó mirando a Dietz, asintió y se fue.

—No volveremos a verle en media hora —dijo Dietz—, pero me revienta que me fuercen.

Siguió contándome la historia de Bertie. Le gustaba dar largos paseos a pie y se alimentaba a base de pastillas de chocolate M&M, huevos duros muy hechos y comida de gato seca. Mientras hablaba vigilaba el restaurante con ojos inquietos. No se fijaba en las caras, sino siempre en las manos, en busca de armas ocultas, atento a los movimientos imprevistos, señales tal vez. Apareció un mozo con las bebidas, pero no el camarero. Dietz recorrió el comedor con la mirada, pero no había el menor rastro de él. Transcurrieron veinte minutos. Vi que consultaba la hora y con gesto nervioso dejó un billete sobre la mesa y se puso en pie.

—Vámonos. No me gusta esto.

—¿Es que tiene que ver trampas en todas partes? —dije mientras trotaba tras él.

—Si seguimos con vida, puede que sea únicamente por eso.

Me encogí de hombros y lo dejé correr. Llegamos a la puerta principal y vimos el Porsche estacionado junto a los arbustos. Cogió él mismo las llaves del tablero y me abrió la puerta. Se sentó ante el volante y puso en marcha el vehículo.

Volvimos por la playa. Estaba rendida y otra vez empezaba a dolerme la cabeza. Cuando llegamos a mi casa, Dietz cogió la alarma portátil y me explicó cómo se conectaba y desconectaba. La instaló en la puerta.

—Le diré a Henry que vigile mientras estoy fuera…

—¿Se marcha? —Noté que me subía una ola de pánico que puso de manifiesto hasta qué extremo mi sentido de la seguridad dependía ya de él.

—Quiero tener otra charla con el teniente Dolan. Me dijo que hablaría con el fiscal del distrito de Carson City para saber si podía identificarse al tipo que iba con el niño. Alguien tiene que conocerle. Si estuviera fichado, por lo menos sabríamos qué aspecto tiene. Volveré dentro de media hora. Aquí estará usted a salvo. Procure descansar. Parece agotada.

Cuando se fue, me tomé un analgésico y subí al desván. Había prometido a Irene que la llamaría y en lo más profundo oí que se me quejaba la vocecita de la conciencia. Sonó el teléfono cuando me quitaba ya los zapatos. Dietz me había dicho que no contestara mientras él estuviese fuera, pero no pude evitarlo. Me eché sobre la cama y cogí el auricular. Era Irene Gersh.

—Ah, menos mal. La llamo desde el asilo. Me alegro de haberla encontrado. Tenía miedo de que no estuviera.

—Acabamos de llegar. Pensaba llamarla, pero me faltaban fuerzas.

—¿Soy inoportuna?

—No se preocupe por eso. ¿Se sabe ya algo?

—Nada. Eso es lo que me inquieta. Siento ser tan pesada, pero no hago más que darle vueltas al asunto. Hace ya ocho horas que desapareció mi madre y no hay ni rastro de ella. Clyde dice que deberíamos buscarla nosotros.

—No es mala idea —dije—. ¿Quieren que les eche una mano? —Sin darme cuenta siquiera, la preocupación por la seguridad de Agnes había eclipsado mis propios problemas.

—Es usted muy amable y no sabe cómo se lo agradezco. Cuanto más tardan en encontrarla, más asustada estoy. Alguien tiene que haberla visto.

—Es lo más lógico —dije—. ¿Cuándo quiere que vaya?

—Lo antes que pueda. Clyde me ha llamado desde el trabajo y ya está en camino. Yo no quisiera molestarla, pero… —Me dio un número de la manzana 1100 de Concorde.

—Ahora mismo voy para allá —dije y colgué. Llamé al teniente Dolan y le dije que comunicara a Dietz que se reuniera conmigo en el asilo; le di la dirección dos veces. Bajé las escaleras con cuidado. Necesitaba acción. Me sentía entumecida, con las articulaciones agarrotadas a consecuencia del accidente. Había ciertas posturas que me provocaban tanto dolor que la garganta se me llenaba de gemidos involuntarios. Esperaba que el analgésico surtiera efecto pronto.

Cogí una cazadora y el bolso, comprobé que la pistola seguía en este y mientras me dirigía a la puerta busqué las llaves del coche en el bolsillo exterior de piel. ¿Dónde diantres estaban? Me detuve en seco y llena de confusión. Entonces caí en la cuenta. No tenía medio de transporte. El VW seguía en el garaje de Brawley. Bueno, pues es igual, me dije.

Giré sobre mis talones, cogí el teléfono y llamé a un taxi. A estas alturas ya había asimilado las advertencias de Dietz. Nada de salir inmediatamente para ponerme al descubierto en plena acera. Lo que hice, por el contrario, fue meterme en la bañera del lavabo de la planta baja y esperar al taxi mientras vigilaba por la ventana. Cuando llegó, volví a coger la cazadora y el bolso. Al abrir la puerta se disparó la alarma y me llevé tal susto que estuve a punto de mojarme en los pantalones.

La puerta trasera de Henry se abrió de golpe y él salió corriendo con una cuchilla de carnicero en la mano. Sólo llevaba unos calzoncillos azul turquesa y estaba más pálido que la harina.

—¿Qué pasa, qué pasa? ¿Estás bien?

—No pasa nada, estoy bien. Yo misma he disparado la alarma sin darme cuenta.

—Pues vuelve a entrar enseguida. Me has dado un susto de muerte. Iba a darme una ducha cuando oí el ruido. ¿Qué haces aquí? Dietz me dijo que te habías echado un rato. Tienes muy mal aspecto. Anda, acuéstate. —Me pareció que el miedo le había desquiciado un poco.

—¿Quiere dejar de preocuparse? No nos pongamos histéricos. Me ha llamado Irene Gersh y voy al asilo para ayudarla a encontrar a su madre. Tengo un taxi esperándome.

Me cogió la cazadora.

—No te moverás de aquí —dijo con resolución—. Esperarás a que Dietz vuelva y él te acompañará.

Noté que se me despertaba la ira. Sujeté yo también la cazadora y nos pusimos a dar tirones como colegiales en el patio de recreo. Lo malo era que, como seguía con la cuchilla en la mano, la herramienta hacía a veces movimientos peligrosos. Me hice por fin con la prenda y la sostuve en alto y fuera de su alcance.

—Henry —le dije en son de advertencia—, soy una ciudadana libre. Dietz sabe que voy hacia allí. He llamado al despacho de Dolan y se lo he dicho personalmente. Él ya está en camino.

—No lo has hecho. Te conozco y sé que mientes como respiras —dijo.

—¡Le he llamado!

—Pero no has hablado con él.

—Bueno, pero le he dejado un mensaje, que es lo mismo.

—¿Y si no lo recibe?

—¡Entonces dígale usted dónde estoy! Adiós.

—¡No te irás!

Estuvimos discutiendo cinco minutos sin que me dejara salir. El taxista, mientras tanto, había hecho sonar el claxon dos veces y había entrado en el jardín en busca de su cliente. No sé lo que pensaría al vernos, yo con la cara magullada y Henry en calzoncillos y con una cuchilla de carnicero en la mano. Dio la afortunada casualidad de que Henry le conocía y tras formular una rápida promesa de seguridad a tres bandas, mi casero me dejó partir. No le gustaba la idea, pero era poco lo que podía hacer. El taxista no dejaba de cabecear con pudor fingido.

—Vamos, Pitts, ponte los pantalones, que te pueden detener.

Eran casi las dos cuando llegamos al asilo. Estaba en la parte alta del sector oriental y cuando paró el taxi recordé que conocía la zona. Rosie y yo la habíamos recorrido a conciencia en busca de una pensión para su hermana Klotilde. Casi todos los inmuebles del barrio se habían construido a gran escala: habitaciones laberínticas, techos altos, ventanas enormes, porches espaciosos; todas las casas estaban rodeadas de robles macizos y palmeras hirsutas.

Por el contrario, el asilo del que Agnes se había escapado era un edificio Victoriano de dos plantas, con una cochera antigua en la parte de atrás. El revestimiento exterior de los muros era de color gris claro y el marco de las puertas y ventanas se había pintado de blanco recientemente. La empinada techumbre a dos aguas consistía en una sucesión de tejas de pizarra, superpuestas como las escamas de un pez. En el primer piso se había añadido, a modo de salida de emergencia, una terraza en forma de L y una escalera de peldaños de madera. El edificio se alzaba en una parcela grande y triangular, sombreada por multitud de árboles, salpicada de macizos de flores y flanqueada por arbustos atravesados por las enhiestas lanzas de una decorativa verja de hierro.

Irene, al parecer, me había estado esperando. Pagué al taxista, bajé del vehículo y la vi avanzar hacia mí por el sendero, seguida por un hombre que supuse era Clyde Gersh. Otra vez me llamó la atención el aire enfermizo que la envolvía. Estaba flaca como un palillo y andaba con paso inseguro. Llevaba un vestido de seda entallado y de color verde jade que le realzaba la palidez espectral de la piel. Se notaba que se había preocupado por adecentarse, pero el resultado no podía ser más desastroso. Se había puesto una primera capa de maquillaje demasiado rojiza y por culpa de las pestañas postizas los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Y el colorete que le embadurnaba los pómulos le daba un aspecto decididamente griposo.

—Kinsey, Dios la bendiga. —Me tendió ambas manos. Las tenía frías y le temblaban.

—Hola, Irene. ¿Se sabe ya algo?

—Me temo que no. La policía ha tomado nota de la descripción y ha hecho circular una… ay, ¿cómo se dice?

—Una orden de búsqueda —dijo Clyde.

—Sí, eso es. El caso es que habrá un coche patrulla dando vueltas por los alrededores. No creo que la policía pueda hacer más por el momento. Yo ya no puedo con mi alma.

Clyde volvió a tomar la palabra mientras me tendía la mano.

—Clyde Gersh.

Irene pareció turbarse.

—Ah, disculpad. La señorita Millhone. No sé dónde tengo ya la cabeza.

Clyde Gersh tendría cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años, unos diez más que su mujer. Era alto y cargado de espaldas, y vestía un traje de aspecto caro que parecía colgarle de los hombros. Tenía el pelo gris y ralo, la cara llena de arrugas y la frente fruncida con preocupación. Sus facciones poseían la cualidad lánguida de los que aceptan su destino con resignación. La mala salud de su mujer, voluntaria o no, tenía que resultarle un calvario. Había adoptado una actitud paciente pero con señales de abatimiento. Caí en la cuenta de que ignoraba por completo en qué trabajaba. Seguramente en una profesión que compaginaba el horario flexible con los zapatos de punta calada. ¿Abogado? ¿Contable? Nos dimos la mano.

—Encantado de conocerla, señorita Millhone. Lamento que sea en estas circunstancias.

—Lo mismo digo. Si no le importa, por favor, llámeme Kinsey. Bueno, ustedes dirán en qué puedo serles útil.

Miró a su mujer como quien pide perdón.

—De ello hablábamos precisamente. Le decía a Irene que se quedara aquí. Ella puede defender el castillo mientras nosotros vamos de puerta en puerta. Ya le he dicho al director de esta institución de pacotilla que presentaré una demanda si le ha ocurrido algo a Agnes…

Irene lo fulminó con la mirada.

—Podríamos dejar eso para después —dijo. Y añadió, dirigiéndose a mí—: El personal del asilo se ha portado muy bien. Dicen que lo más probable es que mi madre haya sufrido un trastorno temporal. Ya sabe usted que es muy testaruda, pero estoy convencida de que se encuentra perfectamente.

—Desde luego —dije, aunque tenía mis dudas.

Por la cara que ponía Clyde, advertí que su fe era tan firme como la mía.

—Yo iba a salir ya —dijo—. Si quiere acompañarme… En primer término podríamos preguntar por Concorde hasta el cruce con Molina y luego continuar en dirección norte.

—Quiero ir con vosotros —dijo Irene—. No quiero quedarme aquí sola.

En la cara del marido se dibujó un asomo de exasperación, pero acabó por acceder asintiendo con la cabeza. Fueran cuales fuesen las objeciones que hubiera puesto con anterioridad, las arrinconó tal vez por respeto hacia mí. Me recordó a esos padres que no se atreven a castigar a los hijos delante de los demás. Quería quedar bien en público. Miré a ambos lados de la calle por si aparecía Dietz. Irene se dio cuenta de mi indecisión.

—¿Le ocurre algo? Parece preocupada.

—Tenía que reunirme aquí con una persona. No quisiera irme sin dejarle una nota.

—Esperaremos si usted quiere.

Clyde hizo un gesto de impaciencia.

—Obrad como os plazca. Yo me marcho —dijo—. Yo iré por este lado, vosotras por el otro. Nos reuniremos aquí dentro de treinta minutos.

Antes de partir, dio a su mujer un beso superficial en la mejilla. Irene lo vio alejarse con nerviosismo. Me pareció que iba a decir algo, pero dejó pasar la ocasión.

—¿Quiere dejar en el asilo alguna nota indicando adónde vamos?

—Es igual —dije—. Dietz lo adivinará.