Me desperté de manera automática a las seis en punto y salté de la cama dispuesta a iniciar la sesión matutina de ejercicio al aire libre. ¡Oh, ay, mierda, qué daño! Me encontraba ya a gatas en el suelo y respirando por entre los dientes apretados cuando recordé el consejo de Dietz. Ni footing ni levantar pesas. No había dicho nada sobre levantarse. La verdad es que yo no estaba en condiciones ni de mover un dedo. El segundo día (en cualquier cosa) siempre es el peor. Me levanté tambaleándome, renqueé hasta la barandilla de la escalera y eché un vistazo a la sala. Ya se había levantado. Había recogido el sofá-cama. Percibí el aroma del café recién hecho y le vi sentado a la mesa de la cocina, leyendo el Times de Los Angeles y añorando sin duda el primer cigarrillo del día. Desde donde me encontraba lo veía en escorzo, destacando en primer término la frente arrugada y la saliente barbilla, encima de la ancha plataforma de los hombros y los bíceps. Pasaba las páginas al revés, de atrás hacia delante, y no se detuvo hasta que llegó a la sección central, que es la dedicada al área metropolitana y donde se recoge con todo lujo de detalles la vida delictiva de Los Angeles. Me aparté de la barandilla, volví a tumbarme en la cama y estuve unos minutos contemplando el cielo a través de la claraboya, que la niebla del mar había cubierto con una capa blanquecina. Imposible vaticinar cómo iba a ser el día. En mayo no llueve apenas. Lo más probable era que el cielo se despejara y tuviéramos mucho sol, brisas suaves, el verde lujuriante de costumbre. A veces no es tan fácil soportar la perfección. En fin, no podía estar tumbada todo el día, aunque confieso que la idea me tentaba.
Si bajaba, tendría que ser educada, cooperar con Dietz y cambiar breves frases sobre temas sin concretar aún. Las relaciones recientes, aunque hayan de durar poco, están determinadas por el temor y el desánimo. La gente se ve obligada a proporcionar detalles aburridos sobre su vida anterior. Me fastidiaba el solo hecho de pensar en lo cuantitativo del trato. Ya habíamos abordado los preliminares durante el trayecto, pero aún quedaban zonas informativas que cubrir. Chismes aparte, Dietz podía encender otra vez la radio… más Roy Orbison. Me sentía incapaz de afrontar una cosa así a las seis y cinco de la mañana.
Por otro lado, estaba en mi casa y tenía hambre, de modo que era absurdo no bajar a comer algo. Tampoco tenía por qué hablar con él. Aparté las frazadas, me levanté, me dirigí cojeando al cuarto de baño y me cepillé los dientes. Mi cara seguía pareciendo un espectáculo en technicolor, un arco iris de magulladuras después de una lluvia de golpes. Arqueé varias veces las cejas y me observé con detenimiento. La contusión de la frente quería pasar del azul oscuro al gris y en los ojos amoratados asomaba ya una claridad verdosa que no era de este mundo. He visto sombras de ojos del mismo matiz y nunca he acabado de comprender el motivo por el que las mujeres quieren tener un aspecto que parece decir: «Anoche me asestaron correazos en la cara». Como acababa de levantarme, tenía el pelo aplastado. Ya me había duchado por la noche, pero volví a meterme en la bañera, no por amor a la higiene, sino para ver si me animaba un poco. El saber que Dietz y yo vivíamos bajo el mismo techo me producía picores en toda la anatomía.
Me puse los tejanos y un suéter viejo, metí la ropa sucia en la cesta de la colada, guardé el petate vacío en el ropero e hice la cama. Bajé a continuación. Dietz me dio los buenos días con un murmullo sin levantar los ojos de las páginas deportivas. Me serví café, me preparé un tazón de leche con cereales, cogí las páginas de las tiras cómicas y me lo llevé todo a la sala; allí tomé asiento y mientras, tazón en mano, comía los cereales con la cuchara, me puse a leer las historietas. Las tiras cómicas nunca me han hecho gracia, pero las leo siempre por si algún día se produce el milagro. Me puse al corriente sobre las aventuras de Rex Morgan, doctor en medicina, de las chicas del Apartamento 3G y de Mary Worth. Es tranquilizador ver con qué lentitud discurre la vida en las tiras cómicas. Hacía unos cuatro días que no leía el periódico y el profesor parecía sorprendido por algo que le había dicho Mary. Qué guasona era. Sabía que él estaba desconcertado por las líneas onduladas alrededor de su cabeza.
Advertí vagamente que Dietz había abierto la puerta y salido al patio de atrás. Cuando terminé los cereales, lavé la taza y la cuchara y las puse en el escurridor. Sin tenerlas todas conmigo, me dirigí a la puerta y me asomé, sintiéndome como una gata doméstica que descubre que se han dejado una puerta abierta por casualidad.
La niebla marina había empezado a disiparse, pero el patio tenía el aspecto blancuzco que la niebla deja tras de sí. La sirena del puerto mugía de vez en cuando —como un ternero al que separan de la madre— en el aire inmóvil de la mañana. El patio olía intensamente a agua salobre. Hay veces que me da la sensación de que las olas van a golpear contra la acera de un momento a otro.
Dietz se había acuclillado junto a los macizos de flores. Henry había plantado rosas el año anterior y ya habían florecido: Sonia, Park Place, Lady X, nombres que ni por asomo sugerían el resultado final.
—Tienen pulgones —dijo—. Tu amigo debería traer mariquitas.
Me apoyé en la jamba de la puerta; tenía encima demasiada paranoia para arriesgarme a cruzar el patio.
—¿Volvemos a hablar de seguridad o quedó resuelto el tema anoche?
Se puso en pie y se concentró en mí.
—De su agenda es de lo que podríamos hablar. ¿Tiene compromisos regulares? ¿La sauna, el salón de belleza?
—¿Acaso tengo aspecto de ir con regularidad a un salón de belleza?
Me observó la cara con atención, pero se abstuvo de hacer comentarios.
—Lo importante es no hacer movimientos previstos de antemano.
Me froté la frente. La tenía aún tan sensible que me dolía sólo con tocarla.
—Eso ya había quedado claro. Está bien, cancelo la cita con el masajista, con la depiladora y con el pedicuro al que voy todas las semanas. ¿Algo más?
Sonrió.
—Agradezco su cooperación. Me facilita el trabajo.
—¿Me creerá si le digo que la idea de morir no me hace ninguna gracia? Pero tengo que ir a la oficina.
—¿A qué hora?
—Eso es lo de menos. Lo que quiero es coger el correo y pagar algunas facturas. No son más que minucias, pero no quiero descuidarlas.
—No hay ningún inconveniente. Me gustaría ver el lugar.
—Muy bien —dije. Me volví para entrar.
—Kinsey. No olvide la armadura.
—De acuerdo. Tampoco se olvide usted de ponerse la suya.
Una vez arriba, me quité el suéter y me coloqué el chaleco antibalas, que cerré presionando las solapas adhesivas. Dietz me había dicho que aquel chaleco concreto era útil para detener los proyectiles de 9 milímetros y de calibre inferior. Al parecer daba por sentado que un pistolero a sueldo no utilizaba calibres superiores. Traté de no pensar en estrangulaciones, mazazos en la cabeza, rótulas astilladas, la fuerza penetrante de un pico… en todas las clases posibles de agresión que no podría detener aquel babero gigante que acababa de ponerme.
—Cíñaselo al máximo —dijo Dietz desde la planta baja.
—Ya lo he hecho —dije.
Me puse el suéter encima y me miré en el espejo. Parecía que tuviese once años otra vez.
A las nueve menos cuarto cruzamos la puerta principal. Dietz había salido primero para inspeccionar el coche y la calle. Al regresar me indicó por señas que podía avanzar. Echó a andar con paso enérgico, un tanto adelantado y con los ojos alerta mientras recorríamos el trecho que había hasta el Porsche. La operación revistió tal premura que me sentí igual que una estrella de rock.
—Yo creía que los guardaespaldas tenían que pasar desapercibidos —dije.
—Hay otras teorías.
—¿Y si todo el mundo se da cuenta?
Giró la cabeza para mirarme.
—Plantéeselo de otro modo. Mi objetivo no es llamar la atención sobre lo que hago, pero si el tipo nos vigila, quiero que sepa que no le va a ser fácil salirse con la suya. Casi todas las agresiones se producen de manera repentina y desde muy cerca. Procuraré no ser molesto, pero pienso pegarme a usted como una ventosa.
Bueno, era una respuesta.
Condujo con su determinación habitual. La verdad es que era un sujeto de cuidado, uno de esos individuos que viven como si siempre llegaran tarde a una cita y que se enfadan con todos los que le obligan a retrasarse. Los malos conductores le llenaban de asombro, como si fueran la excepción y no la regla. Le indiqué cómo llegar al centro, que afortunadamente estaba sólo a diez minutos de distancia. Si se dio cuenta de que me encogí entre la puerta y la consola de mandos, no hizo ningún comentario.
Al entrar en el aparcamiento redujo la velocidad y escudriñó la explanada.
—¿Suele dejar aquí el coche?
—Tengo el despacho aquí mismo.
Le vi meditar. Estaba claro que buscaba un modo de cambiar mi rutina, pero aparcar más lejos era sólo prolongar la caminata, lo que a su vez significaba permanecer más rato al descubierto. Cruzó la entrada, me dio el comprobante y buscó un espacio.
—Si ve algo extraño —dijo—, póngase a gritar inmediatamente. A la menor señal de peligro, nos largamos pitando.
—De acuerdo.
Era asombroso el efecto que empezaba a surtir aquel «nos». No se me conoce precisamente por dejar que los tíos me digan lo que tengo que hacer y esperaba no acostumbrarme.
Una vez más bajó y dio la vuelta al coche para abrirme la puerta y barrió el aparcamiento con los ojos mientras yo bajaba. Me cogió por el codo y me hizo cruzar la explanada con rapidez. Me entraron ganas de reír. Me sentía como esas jovencitas a quienes el padre les ordena subir a su habitación. Entró él primero en el edificio. El pasillo del primer piso estaba vacío. La Fidelidad de California no había abierto aún. Abrí la puerta de la oficina. Dietz se me adelantó, inspeccionó el despacho con rapidez y comprobó que no había ningún matón escondido detrás de los muebles.
Cogió el correo que se había amontonado en el suelo, debajo mismo de la ranura del buzón. Se puso a mirar las cartas con rapidez.
—Le diré lo que buscamos por si tiene que hacerlo usted sola en otra ocasión. Remites desconocidos o escritos a mano. Sobres que pongan «personal». Franqueo superior al normal por exceso de peso. Manchas de grasa…
—Paquetes grandes con un trozo de mecha colgando —dije.
Me tendió el fajo de cartas con expresión indiferente. Cuesta animarse cuando una persona nos mira así. Por lo visto no me encontraba tan graciosa como yo suponía. Cogí las cartas y me puse a mirarlas como había hecho él. Casi todo era correo comercial, pero por aquellas fechas esperaba recibir algunos cheques; todos con un remite que yo podía reconocer de un vistazo. Escuchamos los mensajes del contestador automático. Ninguno era amenazador. Como Dietz necesitaba tiempo para familiarizarse con el edificio y sus alrededores, se fue a husmear mientras yo preparaba una cafetera.
Abrí las puertas de cristales y me detuve, extrañamente reacia a salir al balcón. Veía con toda claridad, al otro lado de la calle, los distintos niveles del garaje del aparcamiento y se me ocurrió que cualquiera podía subir a la altura de mi balcón, parar el coche y descerrajarme un tiro. Probablemente ni siquiera haría falta un fusil de matar elefantes. Casi se me podía tirar una piedra desde allí y abrirme la cabeza. Me aparté de la puerta y me refugié en las seguras sombras del despacho. Qué rabia me daba aquello.
A las nueve y cinco llamé a mi compañía de seguros e informé del accidente. La encargada me dijo que el VW no constaba en el registro de reclamaciones a causa de su antigüedad. Tal como me lo planteó, al final tendría que dar las gracias y todo si me daban 200 dólares de indemnización; así pues, no tenía sentido alquilar una grúa para que me trajeran el coche. Buscar un mecánico en Brawley para que le echara un vistazo era demasiada complicación para lo que valía el vehículo. La encargada me dijo que lo consultaría y que se pondría en contacto conmigo. La conversación no me colmó de alegría que digamos. Tengo algunos ahorrillos, pero comprar otro coche me podía dejar la cuenta en números rojos.
Dietz llegó corriendo y estuvo a punto de detener a Vera, que se había asomado para saludarme antes de entrar en las oficinas de al lado.
—Santo cielo, ¿qué te ha ocurrido? —dijo al verme la cara.
—Mi coche acabó en una acequia de los alrededores de Brawley —dije—. Te presento a Robert Dietz. Ha tenido la amabilidad de traerme. Vera Lipton, de las oficinas de al lado.
Se dieron la mano. Vera llevaba una minifalda de cuero negro más ajustada y tirante que la tapicería de un coche; emitió un crujido cuando se dejó caer en el sillón de los clientes. Dietz se acercó y apoyó la cadera en el borde del escritorio. Fue divertido ver cómo se calibraban con la mirada. Como no la conocía, Dietz la tenía por una homicida en potencia mientras que ella evaluaba sin duda sus cualidades con vistas a un revolcón en el pajar; si había de ser con ella o conmigo es algo que no habría sabido concretar. Por la cara que ponía, Vera pensaba probablemente que Dietz me había recogido mientras hacía autoestop y como me considera una tradicional impenitente en lo relativo a los hombres, supuse que el malentendido me hacía ganar puntos a sus ojos. Traté de comportarme como la típica mujer que para a cualquier desconocido en plena carretera, pero no me prestó la menor atención; en realidad no dejaba de mirarle a él. Al final tendría que llamar a su amigo el médico para que saliéramos los cuatro juntos.
Metió la mano en el bolso con movimiento mecánico, sacó un paquete de tabaco y cogió un cigarrillo.
—No es para fumármelo —dijo al ver cómo la miraba—. Es sólo para tenerlo entre los dedos. Dejé el tabaco la semana pasada —informó a Dietz en un aparte.
Miré a Dietz para ver cuál era su reacción. Hacía más de veinticuatro horas que no fumaba, todo un récord personal tal vez. Por suerte, parecía distraído por las feromonas que impregnaban el ambiente. No es que Vera hubiese colgado la pierna en el brazo del sillón, pero en su forma de sentarse había un no sé qué provocativo. Aunque la he visto en acción muchas veces, aún no acabo de comprender cómo lo hace. Sea cual fuere su conducta, casi todos los hombres acaban corriendo en pos del hueso que ella les arroja.
—Espero que no te hayas olvidado de la cena de mañana por la noche —dijo. Advirtió por mi expresión que no tenía ni la menor idea de qué me estaba hablando—. La despedida de Jewel. Se jubila —dijo con sencillez para que lo comprendiéramos los que habíamos sufrido conmoción cerebral.
—¡Ah, es verdad! Lo había olvidado por completo. Lo siento de veras, pero creo que me va a ser imposible —dije, señalando a Dietz con la mirada. Por nada del mundo me iba a permitir que apareciera en público.
Vera se percató de la mirada y dijo a Dietz:
—Usted está invitado, naturalmente. Jewel deja la compañía después de veinticinco años de servicio. La asistencia es obligatoria… sin peros ni quizás.
—¿Dónde se celebra? —preguntó Dietz.
—En el hotel Edgewater. En un comedor privado. Tiene que ser elegantísimo. Nos ha costado un riñón.
—¿Cuántos asistirán?
Vera se encogió de hombros.
—Treinta y cinco personas más o menos.
—¿Exclusivamente con invitación?
—Claro. Empleados de La Fidelidad de California y sus invitados. ¿Por qué?
—Imposible —dije.
—Podríamos arreglarlo —dijo Dietz al mismo tiempo—. Sería preferible que no hubiera publicidad por anticipado.
Vera se puso a mirarnos alternativamente.
—¿Qué pasa aquí?
Dietz se lo dijo.
Me mantuve al margen con extraña irritación mientras ellos repasaban la lista de las preguntas incrédulas y las respuestas confirmadoras. Vera se hizo eco de todas las actitudes posibles.
—Dios mío, es espantoso. No puedo creer que estas cosas ocurran realmente. Si preferís no arriesgaros, lo comprenderé.
—Tendré que hacer ciertas comprobaciones —dijo Dietz—, pero ya veremos. ¿Le podemos notificar por la mañana lo que decidamos?
—Por supuesto. Mientras lo sepa hacia mediodía, no habrá ningún problema.
—¿A qué hora es la cena?
—El cóctel a las siete. La cena a las ocho. —Miró el reloj—. Caramba, qué tarde. Ha sido un placer conocerle.
—Lo mismo digo.
Vera se dirigió a la salida.
—Ah, Vera, por favor… —dijo Dietz—. Preferiríamos que nada de esto se supiera.
Vera dejó resbalar las gafas sobre el puente de la nariz y miró a Dietz por encima de la montura. Se produjo un refinado momento de expectación mientras arqueaba una ceja.
—Pues claro —dijo, dejando en el aire la palabra tontorrón. Abandonó el despacho con coquetería. Señor, por ligarse a Dietz lo iba a echar todo a rodar.
Me pareció que Dietz se ruborizaba. Era la primera vez que le veía perder el control. Detrás de todo hombre imperturbable hay siempre un pánfilo a quien le gusta sufrir.
Cuando cerramos la puerta, me dirigí a él con indignación.
—¿No había dicho usted que nada de apariciones en público?
—Es verdad. Lo siento. Veo que no se lo esperaba usted. Pero no quiero seguir entrometiéndome en su vida. Si tenía intención de acudir, encontraremos la manera.
—No quiero arriesgar el pellejo por una cosa así.
—Mire, no hay forma de prever todas las posibilidades de agresión. Yo sólo estoy aquí para reducir esas posibilidades, nada más. Pero hasta el presidente se deja ver en público, maldita sea. —Cambió de tono—. Por otra parte, no estoy convencido de que nuestro hombre sea realmente un profesional.
—Oh, vaya. Ahora resultará que es un chiflado.
Se encogió de hombros con indiferencia.
—Si jugamos bien nuestras cartas, no correrá usted peligro. La lista de invitados es limitada y usted los conoce a todos. Con la situación bajo control, el problema se plantea en otros términos; es decir: ¿quiere ir usted o no? Responda. Yo no estoy aquí para imponerle pautas de conducta.
—Aún no lo sé —dije, un poco más calmada—. Lo de la cena no me parece nada del otro mundo, pero salir un rato podría sentarme bien.
—Veamos entonces cómo se presentan las cosas y ya decidiremos.
Hacia las doce había terminado ya lo que tenía que hacer y volví a guardar los expedientes. Sonó el teléfono cuando nos dirigíamos ya hacia la puerta. Fui a responder yo, pero me lo impidió levantando una mano. Cogió el auricular.
—Investigaciones Millhone. —Prestó atención durante unos segundos—. Un momento. —Me pasó el auricular.
—¿Diga?
—Kinsey, soy Irene Gersh. Siento molestarla. Ya sé que está ocupada, pero…
—No se preocupe. ¿Ocurre algo?
—Mi madre ha desaparecido. Supongo que no se habrá puesto en contacto con usted.
—Pues no, y no creo que hubiera sabido adónde llamar aunque tuviera intención de hacerlo. Sólo la he visto un par de veces. ¿Cuánto hace que ha desaparecido?
—No se sabe exactamente. La supervisora del asilo jura que estaba presente a la hora del desayuno. Una enfermera la llevó al comedor en una silla de ruedas y fue a atender a otra persona. Le dijo que sería sólo un minuto, pero cuando volvió ya no estaba. Mi madre se había levantado de la silla y se había marchado a pie. Se cree que no ha podido ir muy lejos. Registraron el edificio y los alrededores y ahora se han puesto a buscar por el barrio. Yo ya me iba para allá, pero se me ocurrió llamarla por si sabía algo.
—Lo siento, pero no sé nada en absoluto. ¿Necesita ayuda?
—No, ahora ya no. Han avisado a la policía y ya hay un coche patrulla vigilando la zona. Aún no la han localizado, pero no creo que tarde en aparecer. No quería pasar por alto la posibilidad de que estuviera con usted.
—Me gustaría serle útil. Ahora tenemos que solucionar un encargo, pero la llamaremos más tarde para saber cómo están las cosas. Deme la dirección y el teléfono del asilo. —Sujeté el auricular entre la mandíbula y el hombro mientras garabateaba en un pedazo de papel—. La llamaré en cuanto volvamos.
—Gracias por su interés.
—Y no se preocupe. Seguro que no ha ido muy lejos.
—Eso espero.
Le conté a Dietz de qué se trataba mientras nos dirigíamos a las escaleras de atrás. Tuve la tentación de decirle que me llevara al asilo, pero en el fondo no me parecía urgente. Dietz quería ver el Edgewater y los preparativos del banquete. Me sugirió que llamase a Irene desde el hotel cuando hubiera hecho las comprobaciones de rigor. La sugerencia tenía lógica y asentí, aunque en el fondo sabía que si hubiera estado sola habría actuado de otro modo. Todo aquello me distraía y, por una vez, su forma de llevar las cosas no me molestó. Me costaba imaginar adónde habría podido ir Agnes. Sabía que era capaz de organizar un escándalo cuando le convenía, pero Irene me había dado a entender que había aceptado el traslado. No tuve más remedio que encogerme de hombros. Ya aparecería.