10

Aparcamos el Porsche un par de casas más allá y sacamos los bultos del maletero. Ya habíamos cruzado la entrada y rodeado la esquina para entrar por detrás cuando apareció Henry por su puerta trasera para darme la bienvenida. Se detuvo en seco con sonrisa titubeante mientras sus ojos iban de mi cara a la de Dietz. Los presenté y se dieron la mano. Con un poco de retraso me di cuenta de la impresión que sin duda producía mi cara magullada.

—Sufrí un accidente —dije—. Un individuo me obligó a salirme de la carretera. Tuve que dejar el coche en Brawley y Dietz se ofreció a traerme.

Henry estaba consternado, en particular porque sólo le había contado la mitad de la historia.

—No entiendo nada. ¿Quién lo hizo? ¿No lo denunciaste a la policía?

Me quedé sin saber qué decir, ya que no tenía claro hasta qué punto podía informarle de los detalles en aquellas circunstancias. Dietz resolvió la situación.

—Vamos dentro y le contaremos lo demás. —Era evidente que le inquietaba que estuviéramos al descubierto, a merced de las miradas de cualquiera.

Empujé la puerta y entré en casa seguida de Henry, mientras Dietz se cuidaba de la retaguardia como un perro pastor que conduce el rebaño.

—Estaré lista en un minuto. Primero quiero poner las cosas en su sitio —dije a Henry. Y acto seguido, a Dietz—: La casa la proyectó Henry. Terminaron de construirla hace apenas un par de días. No he pasado en ella más que una noche.

Dejé el petate en el suelo y abrí una ventana para que entrara el aire. El apartamento olía aún a serrín y a paño de moqueta. Parecía una casa de muñecas metida en su propia caja: muebles en miniatura, accesorios empotrados, escalera de caracol y el desván que podía verse desde la planta baja.

—Te he recogido el correo —dijo Henry, sin apartar la mirada de mi huésped.

Tomó asiento en el sofá, confuso ante las libertades que parecía tomarse Dietz. Resultaba interesante constatar las diferencias que había entre ellos. Henry era alto y delgado, y parecía un asceta con aquellos ojos azules resaltando en la cara bronceada; un anciano lleno de sabiduría y entregado a las cosas del espíritu. Dietz era macizo y más musculoso, un toro bravo de pecho fuerte y actitud desenvuelta, con la experiencia pintada en las facciones, como si desde pequeño le hubieran enseñado a martillazos lo que era la vida. Henry tendía a la quietud mientras que Dietz era nervioso y enérgico y estaba siempre rodeado de una extraña tensión.

El segundo recorrió la casa sin hacer comentarios y se puso a comprobar su seguridad de manera automática. Había pestillos en las ventanas, pero aquí se acababa todo. Cerró las contraventanas, miró los armarios, se asomó al cuarto de baño de la planta baja. Se puso a golpear los dedos de una mano contra la palma de la otra, delatando con ello su agitación interior. Se movía con talante autoritario y Henry no hacía más que mirarme para ver qué hacía yo ante aquella conducta. Le devolví la mirada con una expresión que venía a decir: piensas lo mismo que yo, colega. No me hacía ninguna gracia que se metieran en mi casa dando órdenes, pero mi vida estaba en peligro y quejarme hubiera sido absurdo.

Cogí el correo. Parecía contener mucha publicidad, pero antes de que pudiera mirarlo con detenimiento, Dietz me lo quitó de las manos y lo puso en el banco de madera de la cocina.

—Deje que lo mire yo primero —dijo. Henry ya no pudo soportarlo.

—No entiendo nada. ¿Me podríais decir qué está pasando aquí?

—Hay un asesino suelto con instrucciones de matarla —le soltó Dietz a bocajarro. Yo no habría sido tan brusca, pero Henry tampoco cayó desmayado en el sofá; puede que no fuera tan delicado como pensaba. Dietz le puso al corriente, contándole por encima las circunstancias en que la fiscalía del distrito de Carson City se había enterado del complot criminal de Tyrone Patty—. La policía trata de controlar la situación en Carson City, en la medida de sus posibilidades. Pero la situación de Kinsey es un poco más problemática.

—¿Por qué está aquí entonces? —exclamó Henry—. ¿Por qué no se la lleva fuera de la ciudad?

—He estado fuera de la ciudad —dije— y no me ha servido de nada. Sólo tres personas conocían mi paradero y el individuo me descubrió. Mierda, se las apañó incluso para llegar antes que yo a la primera área de descanso de la carretera. —Le conté que había llegado al área de descanso próxima a Cabazon y cómo había sabido que se trataba de mi agresor.

—Tiene que haber algún sitio —dijo Henry con tenacidad.

—Hablando con sinceridad, creo que podríamos permanecer aquí, siempre que tomemos algunas precauciones —dijo Dietz—. He traído conmigo un sistema de alarma portátil… receptor, sirena, un mecanismo especial para que Kinsey lo accione en caso de que alguien quiera forzar la entrada y yo me encuentre fuera. También podemos instalar cables en el felpudo de determinadas puertas. Quiero que los dos estén atentos a la llegada de desconocidos, carteros, empleados del gas, mensajeros, inspectores de Servicios Públicos… absolutamente todos. —Se volvió hacia mí—. Modificaremos su agenda diaria al máximo. Vaya todos los días a la oficina por un camino diferente. La mayor parte del tiempo estaré con usted, pero quiero que asimile la estrategia básica. Manténgase alejada de acontecimientos y lugares públicos. Por el mismo motivo, no quiero que vaya a ningún paraje solitario ni muy alejado.

—¿Podré correr e ir al gimnasio?

—Olvídese de ello por ahora. Cualquiera puede entrar en un gimnasio con una bolsa de deportes.

—¿Me compro una pistola? —preguntó Henry con cara de estar en una película de policías y ladrones.

—¡Henry, usted detesta las pistolas!

—Podríamos llegar a ese extremo, aunque lo dudo —le dijo Dietz sin hacerme caso—. Lo fundamental es que seamos precavidos. Con un poco de suerte no hará falta disparar a nadie.

—Eh, eh, un momento. ¿Os importa que dé mi opinión?

Dietz se quedó mirándome.

—Si el tipo de la camioneta tiene intención de matarme, lo hará de todos modos. Yo quiero tomar precauciones, pero así nos vamos a volver todos locos.

Dietz negó con la cabeza.

—No estoy de acuerdo. Sólo lo conseguirá si comete usted imprudencias y le da una oportunidad, pero no le han pagado tanto como para jugarse el pellejo.

Me volví hacia Henry para explicárselo.

—Es un asesino a semisueldo. Mil quinientos dólares.

Dietz comentó la información.

—Por esa cantidad, no insistirá durante mucho tiempo. Puede que le resulte lucrativo si es rápido. Si no, acabará cansándose. No es un precio muy convincente.

—Y no nos gustaría que su contable le echara un rapapolvo —dije.

—Escuchen —dijo Dietz—, ese tipo quiere ganarse una pasta. Cada día que pasa en Santa Teresa le cuesta cierta cantidad. Comida, alojamiento, gasolina. Si encima va con un crío, los gastos se duplican. —Hizo tintinear las llaves del coche—. Voy a jefatura a charlar un rato con la policía. ¿Algún plan para esta noche?

Fui a responder cuando me di cuenta de que se lo había preguntado a Henry. Levanté la mano como una colegiala.

—No quisiera suscitar ninguna polémica, pero ¿puedo opinar yo también? —Yo no quería llamar tanto la atención, pero la situación me sacaba de quicio. Y a los dos parecía importarles un pimiento lo que yo pensara.

Dietz esbozó una ligera sonrisa.

—Disculpe, tiene usted razón. Tengo cierta tendencia a dar órdenes.

Murmuré no sé qué para salir del paso. Porque la verdad era que no tenía ni la más remota idea de lo que debía hacer. Lo que pasa es que no me gusta que me dejen de lado. Dietz se guardó las llaves en el bolsillo.

—¿Le hace falta comida? Dígame lo que necesita y al volver pasaré por el supermercado.

Ni siquiera fui a comprobarlo. El frigorífico estaba vacío y en la despensa no había nada.

—¿Algo en especial?

—Lo primero que se le ocurra. No sé cocinar.

—Yo tampoco, pero habrá que apañárselas. Comeremos aquí siempre que podamos. Mientras esté fuera, hágame el favor de no salir y de echar la llave de la puerta. Instalaremos la alarma a primera hora de la mañana. No quiero que salga. Y no coja el teléfono. ¿Tiene contestador automático? —Asentí—. Deje que responda el aparato.

—Me puedo quedar con ella, si a usted le parece aconsejable —dijo Henry.

Dietz me miró para ver cómo reaccionaba. Aprendía rápido el chico. Tenía que admitirlo.

—Me gustaría estar sola un rato —dije. ¿Quién sabía cuándo volvería a disponer de mi propio tiempo?

Dietz parecía dispuesto a respetar mi decisión. Henry se ofreció a hacernos la cena, pero no me sentía con fuerzas para asistir a un banquete. Estaba agotada. Molida. Irritable. Sólo quería comer lo que fuera y meterme en la cama. Mi sabiduría culinaria sólo daba para bocadillos de crema de cacahuete, pepinillos en vinagre y huevos duros con mucha sal y mayonesa. Tendría que sondear a Dietz para que me confesara sus especialidades. Seguro que sabía preparar algo.

Me duché en cuanto se marchó y empecé a pensar en un montón de cosas que me habría gustado encargarle. Vino, por ejemplo. Me lavé la cabeza a toda velocidad, dominada por una invencible sensación de impotencia. El sonido del agua amortiguaba cualquier otro ruido en el apartamento. Habrían podido romper cualquiera de las ventanas exteriores y yo ni me habría dado cuenta. Hubiera sido mejor decirle a Henry que se quedara a vigilar. Cerré la ducha, me envolví en una toalla y me asomé por la escalera. Todo seguía igual que antes: ninguna ventana rota, ninguna mano ensangrentada tanteando el pestillo.

Me puse unos tejanos y una camisa limpia, busqué sábanas limpias en el ropero y preparé el sofá-cama. Se me hacía extraño tener huéspedes, aunque se tratara de un guardaespaldas. Aún no me había acostumbrado a vivir en aquella casa y menos aún con un tipo al que había conocido aquel mismo día.

Deshice el petate y limpié la sala. Dietz me había dicho que no cogiera el teléfono, pero no había dicho nada sobre telefonear. Sólo eran las seis y cuarto. La rutina laboral me tranquilizaría.

Llamé a la señora Gersh.

—¿Irene? Soy Kinsey Millhone. Llamo por pura formalidad y para saber cómo está su madre. ¿Ha llegado ya?

—Es usted muy amable. Sí, ya está aquí. Llegó a eso de las tres de la tarde —dijo—. Enviamos una ambulancia para que la recogiera en el aeropuerto y la llevara directamente al asilo. Ahora mismo vengo de allí. Se encuentra perfectamente, aunque cansada, claro.

—El viaje ha tenido que resultarle agotador.

Bajó la voz un poco.

—Yo creo que le han dado tranquilizantes, pero nadie ha querido darme detalles. Creí que vendría hecha una furia, pero la he encontrado muy apagada. De todos modos, no sabe cuánto le agradezco que la haya localizado, y tan pronto además. Hasta Clyde parece ya más tranquilo.

—Yo también me alegro. Espero que todo salga bien.

—¿Y usted, querida? Me han contado lo de su accidente. ¿Se encuentra bien?

Fruncí el ceño con desconcierto.

—¿Qué dice que le han contado?

—Bueno, ha sido su socio. Ha llamado esta misma tarde para preguntar cuándo estaría usted de vuelta.

Todos mis procesos internos se detuvieron en seco.

—¿De qué socio habla?

—No lo sé, Kinsey. Supuse que estaría usted al tanto. Dijo que trabajaba con usted, en su agencia. Ahora que lo pienso, no entendí bien su nombre. —En su voz se introdujo un matiz de duda, probablemente como reacción al acento exasperado que se había introducido en la mía.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Hace una hora. Le dije que no había tenido noticias suyas, pero que estaba segura de que volvería esta tarde. Entonces me contó que había sufrido usted un accidente. ¿Pasa algo?

—Irene… yo no tengo ningún socio, sino un asesino a sueldo que me busca para matarme…

Creo que la oí parpadear y todo.

—Querida, no entiendo nada. ¿Quiere usted decir…?

—Exactamente lo que le he dicho. Un asesino a sueldo. Alguien que quiere matarme por dinero.

Se produjo una pausa, como si le estuvieran traduciendo lo que acababa de decirle.

—Usted bromea.

—Ojalá.

—Bueno, pues parecía saberlo todo de usted y era muy simpático. Yo no le habría dicho ni una sola palabra si no me hubiera dado la sensación de que la conocía a usted mucho.

—Espero que no le diera mi dirección ni mi teléfono —dije.

—Desde luego que no. Si me hubiera preguntado al respecto, me habría dado cuenta de que fallaba algo. Es espantoso. No sabe cuánto lo siento.

—No se preocupe. No es culpa suya. Si vuelve a tener noticias suyas o de algún sujeto semejante, por favor, avíseme.

—Lo haré. Y le pido mil perdones. Yo no sabía…

—Lo entiendo. Era imposible que usted lo supiera. Lo dicho. Si vuelve a tener noticias suyas, llámeme.

Nada más colgar, fui al cuarto de baño de la planta baja, me metí en la bañera y me puse a mirar la calle. Aún no había oscurecido del todo. Era esa hora crepuscular y confusa en que la claridad del día y las tinieblas de la noche parecen fundirse. Los vecinos empezaban a encender las luces. Pasó un coche despacio y retrocedí involuntariamente. No llegué a lanzar ningún gemido, pero no por falta de ganas. Me desconcertaba la rapidez con que perdía los nervios. Me considero una mujer valiente («con redaños» es la expresión que me viene a la cabeza), pero no me gustaba ni un pelo la idea de sentir en la nuca el aliento de aquel individuo. Volví a la sala y allí me puse a dar vueltas en un espacio poco más amplio que la alfombra de doce metros cuadrados.

A las siete menos cuarto oí un golpecito en la puerta. El corazón me dio un brinco y se me disparó la adrenalina. Pegué el ojo a la mirilla y vi a Dietz en el umbral con los brazos cargados de comestibles. Abrí la puerta y me hice a un lado. Cogí una bolsa de comestibles mientras él ponía la otra en el banco de madera de la cocina. No sé qué cara tendría yo, pero se percató al instante.

—¿Qué ocurre?

Me salió una voz rarísima, incluso a mí me lo pareció.

—Un tipo ha llamado a la mujer para la que he estado trabajando y le ha hecho preguntas sobre mí. Le contó lo del accidente y quiso saber si yo había vuelto ya.

La mano de Dietz corrió hacia el bolsillo donde guardaba el tabaco. Vi que ponía cara de enojo, al parecer consigo mismo.

—¿De qué la conoce?

—No lo sé.

—¡Mierda!

—¿Qué dice la policía?

—Poca cosa. Pero por lo menos ya saben lo que ocurre. Un coche patrulla pasará por aquí de vez en cuando.

—¡Bravo!

—Ahórrese los sarcasmos —dijo con irritación.

—Disculpe. Yo no sabía que las cosas fueran a salir de este modo.

Se concentró en una de las bolsas de comida y sacó una prenda parecida a un chaleco azul que nos poníamos en las competiciones deportivas escolares para diferenciarnos del otro equipo.

—El teniente Dolan dice que se lo ponga. Es un chaleco antibalas; es de hombre, pero servirá igual. Se lo dejó olvidado un novato cuando presentó la dimisión.

Cogí la prenda por una de las solapas adhesivas y la sostuve en el aire. Pesaba más de lo que parecía y tenía el mismo sex appeal que una rodillera ortopédica.

—¿Y a usted? ¿No le hará falta uno igual?

Se quitó la chaqueta.

—Ya tengo uno en el coche. Voy a lavarme un poco. Luego hablamos de la cena.

Saqué la comida de las bolsas mientras se duchaba en el lavabo de la planta baja. A juzgar por la compra, se había limitado a recorrer una sección tras otra y a coger un par de artículos de cada. Llevaba muy poco tiempo en la casa para saber dónde colocar las cosas, de modo que me entretuve un rato ordenando el embutido, los artículos de uso diario, las latas, los condimentos, las especias y los productos de limpieza. Por suerte había tenido la suficiente sangre fría para comprar una botella de Jack Daniel’s, dos de vino y una caja de seis latas de cerveza. Me da vergüenza decirlo, pero me entró una gran alegría al verlas. Con mi nivel actual de ansiedad, no estaba para despreciar un buen trago de alcohol. Guardé la cerveza y cogí el sacacorchos.

Se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció Dietz en tejanos y camisa, descalzo y envuelto en una indiscreta nube de loción para después del afeitado. Se estaba secando el pelo con una toalla y se la enrolló como un turbante. El gris de sus ojos era limpio como el hielo. Vio la radio encima del banco de la cocina, la encendió y sintonizó una emisora en la que daban música country con muchos acordes mayores y con un ritmo de caballo de juguete que ponía en peligro mi salud mental. Mi problema con la música country es que en la vida real trato de evitar justamente lo que lamentan las letras. Pero después de haberle hecho renunciar al tabaco no me parecía justo quejarme también de sus gustos musicales. Aquella convivencia forzosa le gustaba probablemente tan poco como a mí.

Llené un vaso de vino.

—¿Le apetece?

—¡Desde luego!

Le alargué el vaso y me serví otro. Pensé que podíamos brindar por alguna cosa, pero no se me ocurrió ninguna.

—¿Tiene hambre? He visto que ha traído huevos y beicon. ¿Quiere que preparemos algo?

—De acuerdo. No sabía qué más comprar. Espero que no sea usted vegetariana. Debería haberle consultado antes.

—Yo como de todo… salvo menudillos —dije. Dejé el vaso en el banco y saqué los huevos—. ¿Le gustan bien revueltos? Es que no sé cómo se fríen.

—Ya los hago yo.

—Pero si no me importa.

—No tiene usted por qué responsabilizarse. No estoy aquí como invitado.

Me revienta discutir sobre quién es más amable. Cogí la sartén y cambié de tema.

—Aún no hemos hablado de dinero. Lee no concretó cuánto cobraba usted por hora.

—No se preocupe por eso. Ya lo arreglaremos.

—Preferiría que llegáramos a un acuerdo.

—¿Para qué?

Me encogí de hombros.

—No sé —dije—, me parece más profesional.

—No pienso cobrarle nada. Lo hago por diversión.

Le miré sorprendida.

—¿Le parece esto divertido?

—Ya sabe a qué me refiero. He dejado la profesión y este trabajo lo hago porque quiero.

—No me gusta el planteamiento —dije—. Sé muy bien a qué se refiere y, créame, le agradezco la ayuda, pero no quiero deber nada a nadie.

—No hay ninguna deuda por medio.

—Pienso pagarle —dije con indignación.

—De acuerdo. Usted lo ha querido. Acabo de subir la tarifa. Quinientos pavos la hora.

Me lo quedé mirando y él hizo lo propio.

—Es ridículo.

—Exactamente. Es ridículo. Ya se nos ocurrirá algo. En este momento tengo hambre, así que no discutamos más.

Volví a la sartén cabeceando. La ventaja de la soltería es que siempre haces las cosas como quieres.

Me fui a la cama a las nueve. Estaba deshecha. Dormí de un tirón, consciente de que Dietz velaba y de que estaría ojo avizor hasta el amanecer.