Serían poco más de las diez y media cuando me ayudó a introducir los vapuleados huesos en el asiento delantero de un Porsche de color rojo subido. Le vi rodear el vehículo por la parte delantera y sentarse ante el volante.
—¿Es alquilado?
—Es mío. He venido con él. No quise esperar a mi colega del avión. Le era imposible despegar enseguida.
Me abroché el cinturón de seguridad y me hundí en el asiento de cuero negro. Arrancó con un rugido y salimos de la zona de estacionamiento mientras conectaba la refrigeración. El sólido interior del vehículo olía a cuero y tabaco. Como las ventanillas ahumadas estaban subidas para preservar del calor del desierto, me sentía aislada de la cruda realidad de la vida rural.
—¿Adónde vamos?
—Al taller donde llevaron su coche.
—¿Estará abierto en domingo?
—Hoy sí.
—¿Cómo lo ha conseguido?
—Llamé al número de urgencias. El tipo nos está esperando.
Entramos en Brawley y nos dirigimos a un garaje situado en el recinto de una antigua gasolinera que estaba en una travesía de la calle principal. El VW se encontraba en una sección lateral, detrás de una valla de tela metálica. Al entrar en el área de servicio, el propietario salió de la oficina con un manojo de llaves en la mano. Abrió el candado que cerraba la valla y empujó la puerta. Entramos, Dietz estacionó el coche y me puso una mano en el brazo cuando ya me disponía a salir.
—Bajaré yo primero —dijo.
Por su tono de voz, no me pareció que se tratara de una cuestión de galantería. Esperé y vi que se ponía delante de mi puerta para protegerme mientras yo salía. El dueño del establecimiento no pareció advertir nada raro en nuestras operaciones. Dietz le entregó un billete doblado, pero no alcancé a distinguir su valor. Supuse que lo bastante elevado para que el individuo hubiera aceptado abrir el negocio en un día de fiesta.
Rodeamos el VW para comprobar los desperfectos. Apenas había un centímetro cuadrado que no hubiera resultado afectado de un modo u otro.
—Por lo visto recibió un trompazo de aúpa —dijo el propietario a Dietz.
No supe si se refería al coche o a mí. Abrí de un tirón la abollada puerta derecha y vacié la guantera; la documentación del coche me la guardé en el bolso; los albaranes de las gasolineras eran de hacía mucho tiempo y los tiré. Aún quedaban objetos personales en el asiento trasero: libros jurídicos, herramientas manuales, el equipo fotográfico, diversas prendas de vestir, un par de zapatos. Muchos se habían caído del asiento durante la embestida y estaban húmedos y sucios del agua fangosa de la acequia. Comprobé la maltrecha caja de objetos de porcelana y vi con alegría que no se había roto ninguno. Trasladé lo que pude al maletero del Porsche de Dietz. Lo que no tiré allí mismo, lo metí en una caja grande de cartón que me proporcionó amablemente el propietario del garaje. En ella metí la caja que contenía el juego de té. Pagué con un cheque el importe de la grúa y convine con el propietario que me lo enviaría todo a Santa Teresa. En cuanto volviera, solicitaría a mi compañía de seguros la indemnización pertinente, aunque no esperaba que me dieran mucho por el coche.
Diez minutos más tarde nos dirigíamos al norte por la nacional 86. Nada más coger la carretera, Dietz se puso un cigarrillo entre los labios y levantó de un golpe el capuchón de un Zippo. Me miró de soslayo y titubeó.
—¿Le molesta que fume?
Tenía intención de ser educada, pero me pareció absurdo. ¿De qué sirve la comunicación si no hay intercambio de verdades?
—Supongo —dije.
Bajó la ventanilla, tiró el mechero, a continuación el cigarrillo y acto seguido el paquete de Winston que llevaba en el bolsillo de la camisa.
Le miré atónita mientras se me escapaba una risa nerviosa.
—¿Qué hace?
—Dejar el vicio.
—¿Así, sin más?
—Yo hago todo lo que me propongo.
Parecía una fanfarronada, pero estoy convencida de que lo dijo muy en serio. No intercambiamos palabra durante quince kilómetros. Al aproximarnos a Salton City le dije que redujera la velocidad. Quería ver el lugar donde me había agredido el individuo de la Dodge. No nos detuvimos (carecía de sentido), pero no podía pasar de largo sin sacar a relucir el incidente.
Al llegar a Indio, nos dirigimos a una pequeña arteria comercial y estacionamos el coche delante de un restaurante mexicano empotrado entre un videoclub y el consultorio de un veterinario.
—Supongo que tendrá hambre —dijo Dietz—. No quisiera parar cuando lleguemos al área metropolitana de Los Angeles. El tráfico está imposible los domingos.
—De acuerdo —dije.
La verdad es que me sentía en tensión y necesitaba estirar las piernas. Dietz conducía bien, pero con talante competitivo, y perdía la paciencia cada vez que se le ponía alguien delante. La autopista no tenía más que dos carriles y su forma de adelantar me obligaba a sujetarme al asiento. Prestaba una atención obsesiva a la carretera, la que teníamos delante y la que dejábamos atrás, atento (digo yo) a la aparición de vehículos sospechosos. No encendía la radio y el silencio absoluto que reinaba en el interior del coche sólo se rompía cuando se ponía a tamborilear con los dedos en el volante. Era una forma de vitalidad que me sacaba de quicio. Supongo que al aire libre no me molestaba, pero en las reducidas dimensiones del coche me ponía al borde de la claustrofobia. Me inquietaba la idea de tenerlo pegado a mí las veinticuatro horas del día durante un período de tiempo incalculable.
Empujamos las puertas de cristal y accedimos a un espacio rectangular, largo y sin características especiales, sin duda construido expresamente para instalar un pequeño comercio. La cocina estaba separada de las mesas del comedor por un tabique insuficiente. Desde la puerta se veía la cocina y un frigorífico abollado que habría podido comprarse perfectamente en la tienda de cualquier área de servicio de una autopista. Dietz me recomendó que esperara mientras se dirigía al fondo y miraba por la puerta trasera. Hacía frío en el local y cuando apartamos las sillas para sentarnos, el eco resonó en todas partes. Dietz se situó de manera que pudiera vigilar el coche a través del ventanal de la entrada.
El cocinero asomó la cabeza y nos miró con desconfianza. Quizá pensara que éramos inspectores de Sanidad en busca de excrementos de rata. Oí un cambio de murmullos y apareció una camarera. Era baja y gorda, una cuarentona mexicana envuelta en un delantal grande y adornado con manchas. Ensayó su habilidad políglota con no poca timidez. Mi dominio del español se reduce (aproximadamente) a tres palabras, pero habría jurado que nos quería servir un plato de sopa de ardilla. Dietz la miraba de reojo mientras negaba con la cabeza. Por último se enzarzaron en una conversación en español que duró unos minutos. Dietz no parecía dominar el idioma, pero se las arregló para hacerse entender.
Le observé por encima mientras conjugaba el vocabulario que sabía. Tenía aspecto cascado, la nariz un poco aplastada y con un bulto en el puente. La boca era grande y de trazo recto, y perdía la simetría cada vez que esbozaba una sonrisa. Tenía la dentadura completa y en buen estado, pero recelaba que con alguna prótesis por medio. Me parecía demasiado imperturbable y su piel demasiado blanca. Se volvió hacia mí.
—El local se inauguró ayer mismo. La camarera nos recomienda menudillos o el plato combinado.
Me incliné hacia él para evitar los brillantes ojos de la camarera.
—No aguanto los intestinos de animal. ¿Los ha visto alguna vez? Son blancos y parecen trozos de esponja, con agujeros y bultitos. Yo creo que los seres humanos no tenemos esas cochinadas.
—La señorita tomará el plato combinado —dijo a la camarera con amabilidad. Y le enseñó dos dedos para que le sirvieran otro a él también.
La camarera se alejó arrastrando los guaraches que llevaba encima de los calcetines blancos. Al cabo de unos minutos volvió con una bandeja con vasos, dos cervezas, un platito de salsa y una cestita con tortas de maíz cubiertas de aceite que todavía crepitaba.
Mientras esperábamos la comida nos entretuvimos con las tortas y la salsa.
—¿De qué conoce a Lee Galishoff? —pregunté.
En la boca de la botella de cerveza descansaba una rodaja de lima y la exprimí en el interior. Hicimos caso omiso de los vasos, que acababan de lavarse y todavía estaban calientes.
Se llevó la mano al bolsillo para coger el tabaco, sin recordar que había tirado el paquete. Cuando se dio cuenta, cabeceó y esbozó una sonrisa.
—Me contrató para que le buscara a un testigo que necesitaba en uno de sus primeros juicios. Luego nos vimos para jugar al racquetball y nos hicimos amigos. ¿Y usted?
Le expliqué con brevedad las circunstancias por las que había acabado buscando a Tyrone Patty por cuenta suya.
—Tengo entendido que ya ha trabajado usted antes en servicios de seguridad.
Asintió.
—Es una ocupación secundaria, pero lucrativa, sobre todo en los tiempos que corren. Limita un poco las actividades personales, pero por lo menos te ahorra la rutina detectivesca, que es un aburrimiento, como usted bien sabe. La semana pasada me pasé seis horas mirando microfilms en una delegación de Hacienda. Así no se puede trabajar.
—Lee me dijo que estaba usted harto.
—Harto no. Aburrido. Hace diez años que trabajo en esto y ya va siendo hora de cambiar.
—¿A qué? —La cerveza estaba muy fría y contrastaba de un modo exquisito con la salsa picante, que me había aflojado el moquillo. De vez en cuando me pasaba con disimulo una servilleta de papel por la nariz; parecía una yonqui que necesitara una dosis.
—Aún no lo sé —dijo—. Entré en el oficio porque no tenía un empleo mejor. Al principio elaboraba informes y entregaba citaciones a cuenta de un tipo que tenía una agencia y que al final me contrató en firme. A Ray no le gustaba el trabajo de campo, era demasiado vulgar para su gusto; él se encargaba del papeleo y yo de los morosos. Era de los que trabajan con la cabeza, tenía mucho de aquí —se tocó la sien.
—Habla usted en pasado. ¿Qué le pasó?
—Se quedó frito de un ataque al corazón hace diez meses. Hacía footing y levantaba pesas. Se casó, dejó de beber y de fumar, no probó más drogas y renunció a la vida nocturna. Compró una casa, tuvo un hijo, era más feliz que un cerdo comiendo mierda y la palmó. A los cuarenta y seis años. Hace un mes, la viuda empezó a hablarme como si estuviese esperando que yo ocupara la plaza vacante. La rehostia. No, gracias. La obligué a despedirme.
—¿Ha vivido en California?
Hizo un ademán de indiferencia.
—He vivido en todas partes. Nací en una furgoneta, en las afueras de Detroit. Mi madre estaba a punto de parir y el viejo no quería detenerse. De pequeño me llevaron de aquí para allá. Mi padre trabajaba en la construcción de torres y plataformas petrolíferas y estuvimos bastante tiempo en Los Angeles… Esto fue entre fines de los cuarenta y principios de los cincuenta, cuando el negocio estaba en auge. Texas, Oklahoma. Era un trabajo peligroso, pero se ganaba mucho. Mi padre era un pendenciero y un fanfarrón, y se deslomaba por mí, por lo menos mientras le imité. Era de esos que se entrometen en las peleas de los bares y lo ponen todo patas arriba; le gustaba. Si tenía algún roce con el jefe o no le gustaba la faena concreta que le encargaban, cogíamos los trastos y volvíamos a la carretera.
—¿Y podía compaginarlo con los estudios?
—Evitaba la escuela siempre que podía. Me reventaba estudiar. Me parecía absurdo. Era como prepararse para algo que no me interesaba. No entraba en mis proyectos trabajar en una tienda de comestibles, ¿para qué tenía que aprender entonces cuántos centímetros hay en un pie? ¿Es acaso un tema de debate? ¿Y que dos trenes salgan de ciudades diferentes a cien kilómetros por hora? No podía aguantar esas estupideces. A los chicos que eran como yo les llaman hoy hiperactivos. Todo se reducía a reglas, leyes y normas, y sin el menor objeto. No lo soportaba. No terminé los estudios, pero al final saqué el graduado escolar. Me presenté a un examen escrito y aprobé sin abrir un libro. Los planes de estudios no se hacen para los tránsfugas. Me gustaban la educación física y las manualidades, ebanistería, mecánica automovilística, cosas por el estilo. Pero de lo académico, nada. No tiene sentido, a menos que empieces por el principio y sigas con ello hasta el final. Yo siempre aparecía a mitad de curso y me marchaba antes de que terminara. Es la historia de mi vida.
Llegó la comida y nos entretuvimos adivinando sus ingredientes. Había arroz, un charco de sustancias refritas, un objeto doblado del que chorreaba queso y una cosa plana. Identifiqué un tamal porque estaba envuelto en una hoja de maíz. Todo natural y sin aditivos: ni perejil, ni rodaja de naranja encima. Mi plato quemaba tanto que habría podido planchar una camisa con él. El cocinero salió de la cocina con timidez y nos sirvió, envuelta en un paño, una humeante torre de tortas de maíz. Las dos comidas del hospital me habían dejado en las papilas un deseo vehemente de productos exóticos. Devoré lo que tenía delante y sólo me detuve los segundos que necesité para engullir otra cerveza fría. Todo estaba excelente y con un sabor como para chuparse los dedos. Llegué a la meta un poco antes que Dietz y me limpié los labios con una servilleta de papel.
—¿Y su madre? ¿Qué hacía mientras?
Se encogió de hombros con la boca llena y no habló hasta tragarse el bocado.
—Estaba allí. Mi abuela también. Los cuatro viajábamos en una furgoneta antigua con las herramientas amontonadas en la parte de atrás. Todo lo que sé me lo enseñaron mi madre y mi abuela mientras recorríamos el país. Geografía, geología. Comprábamos libros de texto y los leíamos por el camino. Siempre estaban bebiendo cerveza, gastando bromas y riéndose como locas. Lo normal para mí era aquello y aprender resultaba divertido. Pero en cuanto me metía en un aula, el silencio me deprimía.
Sonreí.
—Seguramente era usted el típico alumno que me atemorizaba cuando yo iba a la escuela. Los chicos me desconcertaban. No acababa de comprender de dónde habían salido. Cuando estaba en quinto, los viernes por la tarde representábamos obras de teatro. Argumentos improvisados que ensayábamos en los vestuarios. Las chicas preferían las historias de amor con mucha tragedia y autosacrificio. A los chicos les gustaba hacer de espadachines, daban saltos y volteretas y hacían muchos ruidos con la boca. Se quedaban pegados a la pared y se desplomaban muertos. No entendía qué diversión se podía encontrar en aquello. Tampoco me gustaba lo que hacían las chicas, pero por lo menos no morían acuchilladas por bandidos imaginarios.
Sonrió.
—¿Se crio usted en Santa Teresa?
—Siempre he vivido allí.
Cabeceó con asombro fingido.
—Yo ni siquiera podría enumerar todos los lugares en que he estado.
—¿Ha estado en alguna guerra?
—Me libré, gracias a Dios. Demasiado joven para la de Corea y demasiado mayor para la de Vietnam. En cualquier caso, no creo que hubiera pasado el examen médico. De pequeño sufrí fiebre reumática…
Volvió la camarera para llevarse los platos.
—¿Dónde está el lavabo de señoras, por favor? —le pregunté.
—Gracias —dijo, sonriéndome con alegría mientras cargaba la bandeja.
—El cuarto de damas —tradujo Dietz.
—¡Aaaah! —Se echó a reír al darse cuenta de la confusión. Me hizo una seña en dirección a la cocina.
Eché atrás la silla. Dietz casi se incorporó como si quisiera acompañarme, pero se lo impedí.
—Por el amor de Dios, hombre. Todo tiene un límite, ¿no?
Lo dejó correr, pero advertí que me observaba con atención mientras me dirigía hacia la puerta del fondo. Por lo visto, las mujeres hacían sus necesidades en el cuarto de las escobas que había en la parte trasera. Mientras me lavaba las manos poco después, me vi en el trozo de espejo que había apoyado sobre la pila. Tenía peor aspecto que la noche anterior. La frente se me había puesto de color morado y las cuencas de los ojos estaban teñidas de añil. Y con aquellas rayas rojas en los párpados, parecía que tuviese conjuntivitis. La sequedad del desierto me había afectado al pelo, dándole el aspecto de esos ovillos de polvo que salen cuando se pasa la escoba por debajo de la cama. No podía creer que hubiera estado en público sin que nadie gritara y me señalase con el dedo. Volvía a sentir martillazos en la cabeza.
Dietz había pagado ya la cuenta cuando volví a la mesa.
—¿Todo bien? —dijo.
—¿No tendría por casualidad un analgésico?
—En el coche tengo Darvocet.
Compró una lata de Coca-Cola y nos la llevamos al marcharnos. Mientras desechaba la llave del vehículo vi que inspeccionaba los alrededores. Me abrió la puerta y antes de subir esperó a que lo hiciera yo. Cuando se hubo abrochado el cinturón de seguridad, buscó las pastillas en la guantera.
—Si no surte efecto, dígamelo. Tengo de todo. —Miró un par de frascos, encontró el que buscaba, lo inclinó y se puso una pastilla en la mano. Le di las gracias con un murmullo. Me abrió la lata de Coca-Cola y me tragué la pastilla. Al cabo de unos minutos empezó a remitir el dolor. Poco después me quedaba dormida.
Desperté al cruzar la frontera del condado de Ventura. Aspiré el aroma del océano antes siquiera de abrir los ojos. El aire era húmedo y salobre, y el paisaje, cubierto de enebros y palmeras, combinaba todos los matices del verde. Me había acostumbrado hasta tal punto a la escueta monotonía del desierto que la vegetación de la costa me parecía de cine. Notaba que todas mis células respondían a aquel cambio y absorbían la humedad. Dietz se volvió hacia mí.
—¿Mejor?
—Bastante.
Me incorporé, me pasé la mano por el pelo y me ordené las mechas aplastadas. La pastilla me había quitado el dolor, pero me sentía un poco mareada. Volví a apoyar la cabeza en el respaldo y dejé resbalar el trasero.
—¿Cómo ha estado el tráfico?
—Ya hemos pasado lo peor.
—Si no me doy una ducha pronto, voy a reventar.
—Quedan menos de cuarenta kilómetros.
—¿No nos ha seguido nadie?
Desvió la mirada hacia el retrovisor.
—¿Para qué? Es probable que el tipo sepa dónde vive.
—Una pregunta tonta —dije—. ¿Cuánto cree usted que durará esto?
—Es difícil decirlo. Hasta que desista o hasta que lo atrapen.
—¿Quién lo atrapará?
Sonrió.
—Yo no. Mi trabajo es cuidar de usted, no perseguir a los malos. Dejemos que lo haga la policía.
—¿Y qué hago yo mientras tanto?
—Ya hablaremos de eso por la mañana. Lo que yo exijo se resume en una frase: obedecer sin protestar. Aunque pocas mujeres lo consiguen.
—Me conoce usted muy poco.
Me recorrió las facciones con la mirada.
—No la conozco en absoluto.
—Bueno, ahí va una pista —dije sin mucho entusiasmo—. Me crio la hermana de mi madre. Mis padres murieron en un accidente y viví con ella desde los cinco años. ¿Y sabe qué es lo primero que me dijo? «Regla número uno, Kinsey… regla número uno…», me puso el índice muy cerca de la cara y añadió: «Nada de lloriqueos».
—Joder.
Sonreí.
—No fue un mal consejo. He salido morbosa, pero no mucho. Además, tuve ocasión de desquitarme. Murió hace diez años y lloriqueé durante meses. Lloré todo lo que no había llorado hasta entonces. Hacía dos años que trabajaba en la policía y presenté la dimisión. Devolví el uniforme, devolví la porra…
—Muy simbólico —dijo.
Me eché a reír.
—Desde luego. Seis meses después me casé con un bala perdida.
—La historia tiene un final feliz por lo menos. ¿Hijos?
—Ninguno —dije negando con la cabeza.
—A mí me ha pasado al revés. No me he casado, pero tuve dos hijos.
—¿Cómo?
—Vivía con una mujer que no quería casarse, alegando que al final la abandonaría. Y acertó, porque eso es lo que hice.
Le observé durante un rato, pero no dijo nada más. Poco después comenzaron a correr hacia nosotros las afueras de Santa Teresa y el corazón me dio un ridículo salto de alegría al saber que volvía a estar en casa.