8

Mientras el señor LaRue llamaba por teléfono a la comisaría del sheriff del condado, me doblé como una navaja, vencida por el deseo de dormir, en el incómodo sofá de su salita. Tenía la cabeza a punto de estallar. Notaba el cuello agarrotado a causa del rebote sobre el apoyacabezas y las costillas me dolían por los cuatro puntos cardinales. Me sentía helada y pequeña, igual que tras el accidente en que habían muerto mis padres. Sin que pudiera explicármelo, el cerebro se puso a repetir con voz cantarina el artículo que había leído aquella mañana en el periódico. «Las palmeras pueden superar los veinte metros de altura y producir alrededor de 150 kilos de dátiles. La palmera adulta produce entre 15 y 18 racimos. Cuando el dátil ha alcanzado el tamaño de un guisante, los racimos han de envolverse con papel de estraza para protegerlos de los pájaros y la lluvia…». Lo que ya no alcanzaba a recordar era dónde estaba ni por qué me dolía todo.

Carl me sacudía el hombro con insistencia. Al parecer había llamado al hospital y el personal de urgencias le había dicho que me llevara con el coche. Su mujer, cuyo nombre no acababa de archivar yo en la memoria, había humedecido un paño con agua fría para limpiarme la suciedad y la sangre de la cara. Me habían levantado los pies y tapado con un edredón. Me incorporé ante su insistencia y me arrastré otra vez hacia el coche, envuelta aún en el edredón como un gusano con patas.

Cuando llegamos a urgencias, estaba ya bastante despejada, lo suficiente para identificarme y para responder bien a preguntas tales como «¿Cuántos dedos hay aquí?», y otros acertijos neurológicos que me plantearon mientras permanecía en posición horizontal. El techo era de color crema, los armarios azules. Entraron el equipo móvil de rayos X. Primero me radiografiaron el cuello, dos veces, para comprobar que no se me había roto, y a continuación el cráneo, que al parecer no presentaba fracturas.

Luego me incorporaron y un médico joven me observó los ojos, mezclando su aliento con el mío en rara intimidad, mientras comprobaba los reflejos de la córnea, el tamaño de la pupila y mis reacciones ante la luz. Rondaría los treinta años y tenía el pelo castaño y rizado, con algunas entradas en la frente surcada por finas arrugas horizontales. Debajo de la bata blanca llevaba una camisa beige y una corbata de lunares pardos. Su loción de afeitado olía a hierba recién cortada, aunque la afeitadora eléctrica se había olvidado de dos pelos exactamente debajo de la barbilla. Me pregunté si se daba cuenta de que yo comprobaba sus constantes vitales mientras él comprobaba las mías. Mi presión sanguínea estaba entre los 110 de máxima y los 60 de mínima, y tenía la temperatura, el pulso y la respiración normales. Lo sé porque cada vez que anotaba algo leía lo que escribía. En una casilla que había en la parte inferior de la hoja garabateó la expresión «síndrome postraumático». Me llenó de alegría comprobar que el accidente no había alterado mi capacidad de leer al revés. Me administraron remedios de primera necesidad, casi todos dolorosos, entre ellos una inyección antitetánica que estuvo a punto de hacerme perder el conocimiento.

—En mi opinión, sería conveniente que pasara aquí la noche —dijo—. No parece tener lesiones de consideración, pero ha recibido un fuerte golpe en la cabeza. En cualquier caso, me quedaría más tranquilo si nos permitiera tenerla en observación durante las próximas doce horas. ¿Quiere que avisemos a alguien?

—No, no hace falta —murmuré.

Lo cierto es que me sentía demasiado magullada para protestar y demasiado asustada para enfrentarme al mundo exterior. Se fue por la puerta que comunicaba con la sala de enfermeras, que entreví por una ventana interior, protegida, para salvaguardar la intimidad, por persianas de listones parcialmente cerrados. En el pasillo había aparecido un ayudante del sheriff. Lo vi fragmentado en secciones horizontales mientras charlaba con una joven que señaló por encima del hombro la sala en que me encontraba. Los demás receptáculos de la sala de urgencias estaban vacíos y el silencio reinaba en la zona. El agente conferenció con el médico, que sin duda le comentó que me encontraba en condiciones de responder a preguntas relativas al motivo por el que mi coche había aterrizado en una acequia.

El agente se llamaba Richie Windsor, uno de esos polis con cara de niño, nariz respingona y mejillas redondas y enrojecidas por el sol. Tenía que ser un pardillo con no más de veintiún años, la edad mínima que se exigía para ser ayudante de sheriff. Tenía los ojos de color avellana, el pelo castaño claro y cortado a cepillo. Todavía le faltaba experiencia para adoptar la actitud distante y paranoica que caracteriza a casi todos los polis. Le describí lo ocurrido de manera ordenada, sin ahorrarle detalles, mientras tomaba notas y lanzaba exclamaciones ocasionales en una mezcla de inglés y español mexicano. «¡Guau!», decía, o «¡Mi madre, qué listo!». Habría jurado que le daba envidia que hubieran querido matarme.

Terminado el informe, me dijo que avisaría para que se diese orden de «estén alerta» por si la Dodge se encontraba aún en la zona. Los dos sabíamos que la posibilidad de localizar al sujeto era muy pequeña. Si efectivamente era un tío «listo», habría abandonado el vehículo a la primera de cambio. Al ver que se disponía a marcharse, no pude contenerme y lo cogí por la manga del uniforme.

—Una cosa —dije—. El médico quiere que pase aquí la noche. ¿Se podría arreglar para que mi ingreso no se registrara oficialmente? Este es el único hospital que hay por aquí. Al individuo le bastaría con llamar a información para saber dónde estoy.

—Bien pensado, amigo. Voy a averiguarlo —dijo y se guardó el bolígrafo.

Al cabo de unos minutos, me enviaron a una joven empleada con una silla de ruedas, una carpeta llena de formularios que había que rellenar y una cinta identificadora de plástico que la joven me puso en la muñeca con un aparatito que parecía un taladro.

Carl LaRue y su mujer habían estado pacientemente sentados en el pasillo durante todo el tiempo transcurrido. Por fin se les permitió verme mientras se gestionaban los últimos detalles para asignarme una cama. El agente, por lo visto, les había dicho ya que fueran prudentes en lo tocante a mi paradero.

—Nadie sabrá nada por nosotros —dijo Carl—. No diremos ni una palabra.

Su mujer me palmeó la mano.

—Descanse, recupérese y no se preocupe por nada más.

—Les agradezco todo lo que han hecho —dije—. Sinceramente. Creo que nunca podré pagar la deuda que he contraído con ustedes. De no haber pasado por allí, seguramente habría muerto.

Carl se removió incómodo.

—Vamos, olvídelo. Ha sido un placer ayudarla. Sabemos lo que es tener hijos y nos gustaría que en una situación así les ayudaran también.

La mujer se cogió al brazo del marido.

—Será mejor que nos vayamos. Querrán que descanse.

En cuanto se marcharon, me metieron en el montacargas, me subieron al primer piso y me condujeron a una sala privada, perteneciente sin duda al pabellón de enfermedades contagiosas, donde no se permitían las visitas. No eran más que las tres de la tarde, pero el día duraba ya una eternidad. No me habían administrado calmantes a causa de la herida de la cabeza, ya que si me dormía podía entrar en coma. Cada sesenta minutos se comprobaban mis constantes vitales. Los carritos de la comida hacía rato que habían dejado de circular, pero una enfermera muy amable me trajo un tarro de comida infantil y un paquete de galletas saladas. Imaginé a la empleada de la oficina rellenando un vale por 26 dólares. Esperaba que la factura del hospital no excediera de 700 u 800 dólares, aunque no estaba segura, porque a lo mejor me ponían una tirita o un imperdible y la cuenta se disparaba. Estaba asegurada, como es lógico, pero que me cobrasen lo que me costaría la entrada de un coche nuevo me parecía indignante.

Me quedé mirando el teléfono. Había una guía en la parte inferior de la mesita de noche. Busqué el prefijo de Carson City, Nevada (el 702 para todas las poblaciones, por si le interesa a alguien), llamé a Información, me dieron el número de Investigaciones Decker-Dietz y lo marqué a continuación. Oí cinco timbrazos. Esperaba ya que se pusiera la operadora o un contestador automático cuando descolgaron de pronto y respondieron con brusquedad y tono de fastidio.

—¡Sí!

—¿Podría hablar con Robert Dietz?

—Yo soy Dietz. ¿Qué se le ofrece?

—No sé si se acordará de mí —dije—. Me llamo Kinsey Millhone, soy amiga de Lee Galishoff y le llamo por indicación suya. Hablé con usted hace cosa de un año, desde Santa Teresa. En aquella ocasión me ayudó usted a localizar a una mujer que se llamaba Sharon Napier…

—Sí, sí. Ya me acuerdo. Lee me dijo que a lo mejor llamaba usted.

—Bueno, pues parece que voy a necesitar ayuda. Estoy en Brawley, California, retenida por el momento en la cama de un hospital. Un tipo me obligó a salirme de la carretera…

—¿Son de gravedad las lesiones? —dijo, interrumpiéndome.

—No, estoy bien. Creo. Cortes y chichones, pero ningún hueso roto. Aún estoy en observación. El coche quedó destrozado, pero por suerte pasó un vehículo antes de que el tipo aquel acabara de…

—¿Dónde está Brawley? —interrumpió de nuevo—. Refrésqueme la memoria.

—Al sur del mar de Salton, a hora y media de San Diego, yendo hacia el este.

—Voy para allá.

Fruncí el ceño, incapaz de contener la sorpresa.

—¿De veras va a venir?

—Dígame cómo encontrarla. Un amigo tiene un avión y me puede llevar a San Diego. Alquilaré un coche en el aeropuerto y estaré ahí alrededor de medianoche.

—Yo, bueno, eso es estupendo. Quiero decir que le agradezco la rapidez, pero si viene mañana es igual. En cualquier caso no creo que me den de alta hasta las nueve.

—No se ha enterado usted de lo del juez —dijo sin ninguna inflexión en la voz.

—¿Qué juez?

—Jarvison. Le han dado el pasaporte. El primero de la lista. Lo cosieron a balazos esta mañana delante del garaje de su casa.

—Creí que tenía protección policial.

—Sí, la tenía. Por lo que sé, debía permanecer oculto con los otros dos, pero insistió en quedarse en casa. Su mujer acababa de dar a luz y no quería dejarla sola.

—¿Dónde ha sido, en Carson City?

—En Tahoe, a unos veinte kilómetros.

Dios mío, pensé, más o menos a la misma hora que habían intentado matarme a mí.

—¿A cuántos matones ha contratado Tyrone Patty?

—Por lo que parece, a más de uno.

—¿Y Lee? ¿Se encuentra bien?

—No lo sé. No he hablado con él. Pero seguro que está bien protegido.

—¿Y el asesino? ¿Consiguió escapar?

—La asesina. Se hacía pasar por inspectora de Servicios Públicos y se había apostado con una furgoneta al otro lado de la calle.

Sentí una sacudida de rabia.

—Oiga, Dietz, no soporto esta situación. ¿Me puede usted decir qué pasa? El tipo que trató de matarme iba con su hijo, un niño pequeño.

Invertí unos minutos en ponerle al tanto de lo sucedido. Me escuchó con atención, haciéndome preguntas ocasionales para aclarar algún que otro pormenor. Cuando hube terminado, se produjo una pausa que me indicó que había encendido un cigarrillo.

—¿Tiene pistola? —preguntó. Casi percibí el olor del tabaco a través de la línea.

—En el bolso. Pequeña, de 0,32 pulgadas. No es gran cosa, pero donde pongo el ojo pongo la bala.

—¿Y no se la han confiscado? —dijo con incredulidad.

—¿Por qué habían de hacerlo? Cuando se ingresa en un hospital, se hacen preguntas relacionadas con la medicina; a nadie se le ocurre preguntar si una va armada o no.

—¿Quién sabe que está usted ahí?

—No puedo saberlo. Esto es un pueblo. Le dije al ayudante del sheriff que fuera discreto, pero siempre hay rumores. En realidad me sentía segura hasta que he hablado con usted.

—Estupendo. Siga con el nerviosismo. Llegaré lo antes que pueda.

—¿Cómo me encontrará? No creo que le dejen entrar a las tantas de la noche.

—No se preocupe. Tengo mis métodos —dijo.

—¿Cómo sabré que es usted y no un colega de Tyrone Patty?

—Elija una contraseña.

—Pepinillos en vinagre.

Se echó a reír.

—¿Significa algo?

—Nada. Es lo primero que me ha venido a la cabeza.

—Pepinillos en vinagre. Hacia la medianoche. Tenga cuidado.

Nada más colgar, me levanté de la cama y me dirigí a la sala de enfermeras, sujetándome por detrás la bata que me habían dado. Detrás del mostrador había tres enfermeras, una administrativa y una asistenta. Las cinco levantaron la vista y a continuación posaron los ojos en un punto situado a mis espaldas. Me volví. El agente novato estaba sentado en un banco con la espalda apoyada en la pared. Levantó la mano con apocamiento y un asomo de rubor en las mejillas.

—Me ha descubierto. Estoy avergonzado —dijo—. Pensé que sería mejor cuidar de usted por si volvía el chulo ese. Supongo que no le importará.

—¿Bromea? De ningún modo. Le agradezco el interés.

—Le presento a mi novia, Joy…

La asistenta me dedicó una sonrisa. Acto seguido me presentaron a las otras cuatro mujeres.

—Hemos avisado a seguridad —dijo una de las enfermeras—. Si lo desea, puede dormir un rato.

—Gracias, no es mala idea. Más tarde vendrá un detective privado que se llama Robert Dietz. Avísenme cuando haya llegado y procuren que esté solo. —Les dije la contraseña y la hora aproximada a la que llegaría.

—¿Qué aspecto tiene?

—No lo sé. No lo he visto en mi vida.

—Esté tranquila. Ya nos ocupamos nosotros de todo —dijo Richie.

Dormí hasta la hora de la cena, momento en que me incorporé lo suficiente para engullir un plato de comida hospitalaria que me sirvieron tapada con una campana de aluminio. Volvieron a comprobarme las constantes vitales y caí dormida de nuevo hasta las once y cuarto de la noche. Había notado, en medio del sueño, que de vez en cuando se acercaba alguien para tomarme el pulso con dedos tan tibios como los de un ángel. Cuando desperté, advertí que habían recogido los enseres que llevaba en el coche. La máquina de escribir y el petate estaban apoyados en la pared. Apreté los dientes y salté de la cama. Al agacharme para bajar la cremallera del petate, sentí en la cabeza una punzada como si tuviera resaca. Saqué unos tejanos limpios y un suéter de cuello alto y los puse encima de la cama. En el cajón de la mesita de noche había jabón, un cepillo de dientes, dentífrico y una botellita de plástico de Lubriderm. Entré en el cuarto de baño y me cepillé los dientes, contenta de estar rodeada de gente y de poder contar con ella. Tomé un prolongado baño caliente en una bañera que tenía asas en todos los puntos imaginables de la pared. Falta me hacían. El hecho de entrar y salir en la bañera me sirvió para recordar el doloroso mapa de magulladuras que me cubría todo el cuerpo.

Mientras me secaba, me contemplé en el espejo, pero lo que vi me llenó de desánimo. Además del chichón de la frente, alrededor de los ojos se me habían formado sendas moraduras rubricadas por riachuelos de color rojizo; un maquillaje ideal para la fiesta de Halloween, lástima que faltasen seis meses. Tenía la rodilla izquierda violeta y el tórax moteado de manchas del color del hollín. Al peinarme me deshice en muecas mientras sorbía el aire por entre los dientes apretados. Pasé a la otra habitación y tardé una eternidad en vestirme porque después de ponerme una prenda tenía que descansar. La operación fue agotadora, pero a fuerza de tenacidad conseguí rematarla. Todos los daños sufridos en el accidente querían pasarme factura.

Volví a estirarme en la cama mientras miraba la hora. Las doce en punto. Dietz llegaría de un momento a otro. No sé por qué, pero suponía que querría ponerse en camino inmediatamente, cosa que también a mí me interesaba.

Si había sufrido una conmoción, tenía que haber sido leve. Ni siquiera estaba segura de haber perdido el conocimiento y, que yo supiera, no sufría ningún síntoma de amnesia postraumática; claro que, si había olvidado algo, ¿cómo iba a saberlo en el fondo? La cabeza seguía doliéndome, pero no me importaba. El dolor podía durar semanas y yo quería largarme en el ínterin. Necesitaba que cuidaran de mí, a ser posible alguien con una pistola de las grandes y que no tuviera reparos en utilizarla. Me di cuenta de que trataba de no pensar en el juez Jarvison.

Abrí los ojos al oír el suave campanilleo con que se anunciaba el servicio del hospital y el rumor metálico de los carritos del desayuno que circulaban por el pasillo. Ya era de día y había una mujer delante de mí. Tardé un minuto en recordar dónde estaba.

—¿Señorita Millhone? Es la hora de tomarle la temperatura…

Abrí la boca mecánicamente y me puso un termómetro frío y húmedo bajo la lengua. No lo habían lavado bien y sabía a alcohol. Me sujetó el brazo derecho, pegándolo contra sí, mientras me ajustaba el manguito del esfigmomanómetro para medirme la presión arterial. Me colocó el disco del estetoscopio en la sangría del brazo y se puso a dar aire con la pera. Abrí los ojos. Era la primera vez que veía a aquella chicana esbelta de labios carnosos, pintados de rojo chillón, y con el largo pelo castaño recogido en una coleta. La aguja del esfigmomanómetro bajaba en sentido contrario a las agujas del reloj y ella no despegaba los ojos del aparato. Supuse que tenía la presión normal porque no dijo absolutamente nada. No estaría mal que los médicos nos explicaran cosas de vez en cuando.

Me volví hacia la ventana y vi a un hombre apoyado en la pared con los brazos cruzados a la altura del pecho. Dietz. Cuarenta y siete o cuarenta y ocho años, alrededor de uno setenta, tejanos, botas camperas y chaqueta deportiva de mezclilla de cuyo bolsillo superior sobresalía un cepillo de dientes azul como si fuera un bolígrafo. Estaba recién afeitado, llevaba el pelo ni largo ni corto y le encanecía ya alrededor de las orejas. Me observaba con ojos grises e inexpresivos.

—Soy Dietz —voz ronca, registro intermedio.

La enfermera me quitó el manguito con ruido rasgante y apuntó algo en una gráfica. Me saqué el termómetro de la boca con la mano libre.

—¿A qué hora llegó?

—A la una y cuarto. Dormía usted como un ángel y no quise despertarla.

La enfermera cogió el termómetro y lo observó con el ceño fruncido.

—Tendría que haberlo tenido en la boca un poco más.

—No tengo fiebre. Estoy aquí por un accidente —dije.

—La enfermera jefe se enfadará conmigo si no le tomo la temperatura.

Me empotré el termómetro en la comisura de la boca como si fuera un cigarrillo y se puso a bailotear cuando me dirigí a Dietz.

—¿Ha dormido?

—¿Aquí?

—En cuanto venga el médico, nos largamos de este lugar —dije—. El tipo que iba con el niño estaba en el mismo motel que yo. Podríamos volver para hablar con el encargado. Puede que averigüemos el número de matrícula de la camioneta.

—Caballero, ¿tendría la bondad de esperar en el pasillo?

—Han encontrado la camioneta. Nada más llegar, llamé al sheriff del condado desde una cabina. El vehículo fue abandonado en las afueras de San Bernardino. Han ido a ver si encuentran huellas, pero creo que nuestro hombre es demasiado listo para haber dejado alguna.

—¿Qué me dice de las casas de coches usados de los alrededores?

—Podemos probar, pero me da la sensación de que si seguimos la pista de la camioneta, nos encontraremos en un callejón sin salida.

La enfermera se estaba poniendo nerviosa.

—Caballero…

Dietz le dirigió una mirada fugaz. Fui a protestar, pero en aquel instante se apartó de la pared.

—Me voy al salón de abajo a fumar un cigarrillo —dijo.