No dormí bien. Pensaba continuamente en Agnes, cuyos temores eran tan contagiosos que acabaron por sembrar en mí las semillas de la preocupación. La realidad de la amenaza de muerte consiguió filtrarse hasta lo más profundo de mi cerebro y se puso a absorber energía. Me volví sensible a todos los ruidos, a los cambios de temperatura que experimentaba la habitación a medida que avanzaba la noche, a las formas mudables que producía la luz en las persianas. A eso de la una de la madrugada aparcó un coche en la zona de estacionamiento que tenía enfrente de mi habitación, me levanté de un salto y me puse a espiar por entre los listones de la persiana a la pareja que bajó del vehículo, un Cadillac último modelo. Aunque todo estaba en sombras, me di cuenta de que estaban borrachos, ya que avanzaban tambaleándose, sosteniéndose mutuamente y con ostensible fricción de caderas. Me aparté de la ventana con los sentidos aguzados por la ansiedad mientras la pareja entraba dando trompicones en la habitación contigua a la mía. Si hubieran sido asesinos a sueldo, no habrían pospuesto mi liquidación para entregarse a los ruidosos movimientos que comenzaron nada más cerrarse la puerta. La cabecera de la cama se puso a golpear la pared igual que un niño cuando patalea. De tarde en tarde había intervalos de calma, motivados por las sugerencias que hacía la mujer a su desafortunado compañero. «Ahora al estilo de los perros», decía. Y «Trae aquí esa cabecita calva».
Y el alce del cuadro que colgaba en mi parte de pared reanudaba el retozo. Lo tenía que sujetar para que no se descolgara y me cayera encima. La mujer era de las chillonas, tanto que aquello parecía más un parto que un polvo. El ritmo se fue acelerando. De pronto, la mujer lanzó un aullido de pasmo, aunque no supe distinguir si se había corrido o si se había caído de la cama. Al cabo de un rato, el olor del tabaco se filtró por las paredes y escuché sus murmullos postmortem. Doce minutos después volvieron a la carga. Me levanté, descolgué el cuadro, cogí el sostén, lo rellené con calcetines, me encasqueté la prenda como unos auriculares y me até los tirantes bajo la barbilla. Fue inútil. Y así me quedé, con un cono en cada oreja, igual que una extraterrestre asombrada de las particularidades de la sexualidad de los humanos. Iba a tener mucho que contar cuando volviera a mi planeta.
A las cinco menos cuarto renuncié a toda esperanza de conciliar el sueño. Me duché, me lavé la cabeza y volví al dormitorio envuelta en una toalla del motel del tamaño de un salvamanteles. Mientras me vestía, ella empezó a gritar con gorgoritos a la tirolesa y él parecía imitar a una zorra. Jamás había escuchado tantas variantes de la expresión ah. Cerré la puerta a mis espaldas y crucé el aparcamiento.
El aire del desierto era fresco y dulce. El cielo estaba aún negro como el carbón, aunque las nubes bajas del horizonte aparecían surcadas ya de franjas rojizas. Estaba mareada de no dormir, pero me había abandonado la sensación de peligro. Si me hubieran estado esperando entre los matorrales con un fusil de precisión, me habría ido de este mundo sin enterarme siquiera.
Acababan de abrir la cafetería y el parpadeante anuncio de neón deletreaba en verde vibrante la palabra CAFETERÍA, que trazaba una línea tan sinuosa como el dentífrico cuando se aprieta el tubo. Una camarera con uniforme rosa se rascaba las nalgas mientras daba un bostezo. No circulaba ningún vehículo y crucé la carretera con despreocupación. Necesitaba café, beicon, tostadas, zumo y no sabía qué más, pero sin duda algo que me recordase mi infancia. Tomé asiento al extremo del mostrador, con la espalda contra la pared, consciente pese a todo de la existencia de la ventana y de la luz grisácea del amanecer. La camarera, que resultó llamarse Frances, tendría mi edad y tenía una larga historia que contar a propósito de un sujeto llamado Arliss, que incurría en la infidelidad de manera sistemática y que últimamente se la pegaba con Charlene, una amiga suya.
—Esta vez lo he perdido para siempre —dijo mientras me ponía delante un tazón de leche humeante con cereales.
Cuando hube terminado el desayuno, sabía ya todo lo que había que saber acerca de Arliss y ella sabía otro tanto sobre Jonah Robb.
—Yo de ti, me pegaba a él como una lapa —dijo—, aunque antes tendrías que conocer a ese médico que tu amiga Vera quiere endosarte. Yo no dejaría escapar la oportunidad. A mí me parece una ocasión única, aunque tengo por norma no salir con hombres que me conozcan por dentro mejor que yo. Una vez salí con un médico. Bueno, la verdad es que era estudiante de medicina. Cuando nos dimos el primer beso, me dijo el nombre de una cosa que pasa cuando un pelo del pubis se te pega al fondo de la garganta. Que se adhiere o algo así. Vamos. ¿Por quién me tomaría? —Se inclinó con desgana sobre el mostrador y pasó por encima un trapo húmedo para dar la impresión de que estaba ocupada si llegaba el jefe.
—Un médico ligando con una detective. En mi vida he oído cosa igual. ¿Y tú?
—Querida, tú eres la primera detective que conozco. A lo mejor se ha cansado de las enfermeras, las expertas de los laboratorios, las abogadas y todo eso. Ya ha salido con Vera, ¿no? ¿Y qué hace Vera? ¿Es arregladora de pólizas o algo así?
—Directora de reclamaciones —dije—. Despidieron a su jefe.
—A eso es a lo que voy. ¿A que cuando han estado en la intimidad, los dos solitos, no se han puesto a hablar de las meteduras de pata de los médicos? El está harto de eso y busca una persona distinta. Además, fíjate en lo que te digo: seguro que no tiene ninguna enfermedad contagiosa.
—Sí, hay que tener mucho cuidado últimamente —dije.
—Por supuesto que sí. ¿Con los tiempos que corren y a nuestra edad? Yo exigiría un análisis de sangre antes del primer chupetón.
Se abrió la puerta y entraron dos parroquianos.
—No te olvides de lo que te digo —añadió mientras se alejaba—. Ese tipo te conviene. Y antes de terminar el año podrías ser la señora del doctor “Como Se Llame”.
Aboné la consumición, compré un periódico en la máquina que había fuera y volví al motel. En la habitación contigua reinaba el silencio. Me recosté en la cama y leí el Brawley News, que traía un largo artículo sobre los «jardines de palmeras», que por lo visto eran la designación oficial de los palmerales que bordeaban el mar de Salton. Los árboles, trasplantes exóticos traídos de África del Norte hacía un siglo, transpiraban nada menos que quinientos sesenta litros de agua al día y tenían que polinizarse a mano. Las diversas variedades de dátiles que producían —Zahid, Barhi, Kasib, Deglet Noor y Medjool— me sonaban a partes del cerebro relacionadas con los ataques de apoplejía.
Esperé a que fuera una hora civilizada, llamé al hospital de convalecencia y hablé con la señora Haynes a propósito de Agnes Grey. Por lo visto, el resto de la noche había estado más mansa que un cordero. Habían concluido las gestiones para trasladarla a Santa Teresa en helicóptero y la paciente lo había aceptado sin protestar. Al parecer ni siquiera recordaba lo que la había puesto fuera de sí durante la víspera.
Colgué, llamé a Irene y le comuniqué las últimas noticias. El arrebato de Agnes me inquietaba todavía, pero por otro lado tampoco comprendía el sentido de mis aprensiones.
—Bueno, mi madre es así —dijo Irene cuando le manifesté mi preocupación—. Se siente culpable si no organiza algún escándalo.
—La vi muy asustada y por eso se lo he contado. A mí me puso los pelos de punta.
—Se pondrá bien. No se preocupe. Ha hecho usted un trabajo excelente.
—Gracias —dije. Como no me pareció que hubiese ningún motivo para seguir en la zona, le dije que me marcharía enseguida y que la llamaría en cuanto llegase a Santa Teresa.
Hice el petate, cogí el maletín, la máquina de escribir y los demás objetos y lo guardé todo en el coche. Acto seguido me dirigí a recepción para pagar la cuenta.
Al volver al coche vi salir a los dos enamorados de la habitación contigua. Tendrían cincuenta y tantos años, a los dos les sobraban más de veinte kilos y vestían sendos tejanos de tamaño extragrande y camisa vaquera a tono con el pantalón. Hablaban sobre la tasa de interés de los bonos del Tesoro a corto plazo. En la ventanilla trasera del Cadillac había un rótulo que decía: RECIÉN EMPAREJADOS. Los vi alejarse por el aparcamiento, cogidos por la cintura o por lo menos hasta donde la mano alcanzaba. Mientras se calentaba el motor del coche, saqué la pistola del maletín, donde la había guardado la noche anterior, y la metí en el bolso de mano, que había puesto en el asiento del copiloto.
Me dirigí directamente a Westmoreland por la nacional 86. Durante los primeros quince kilómetros no hice más que mirar por el retrovisor. El día era soleado y la abundancia de vehículos resultaba tranquilizadora, pero el tráfico empezó a menguar en los alrededores de Salton City. Manipulé el sintonizador de la radio en busca de una emisora que me ofreciera algo más que electricidad estática o el precio de la soja, la alfalfa y la remolacha azucarera. Oí de pronto unos acordes de los Beatles y me concentré en la radio unos segundos, tratando de sintonizar bien la emisora.
Cuando alcé los ojos de nuevo y miré automáticamente por el retrovisor, vi que la camioneta Dodge de color rojo me seguía a toda velocidad. Estaría a lo sumo a cincuenta metros de distancia y corría a ciento treinta por hora mientras que yo no iba ni siquiera a ochenta. Lancé un ladrido de sorpresa y pisé a fondo el acelerador, en un intento inútil de ganar terreno. El motor estuvo a punto de calarse a causa de aquel apremio inesperado, el coche se estremeció, dio un brinco, patinó y saltó hacia delante. La rejilla del radiador de la camioneta apareció en la ventanilla de atrás, ocultando el resto del paisaje. Estaba claro que el conductor se proponía subir tubo de escape arriba para aplastarme en la operación. Giré el volante a la derecha, pero me faltó rapidez. La camioneta me dio un testarazo en el parachoques trasero, el VW dio un giro de 180 grados y donde antes estaba el norte apareció de pronto el sur. Pisé el freno y el coche patinó en el arcén levantando una cortina de grava. El bolso saltó del asiento y se me puso en el regazo por propia iniciativa. El motor se paró. Giré la llave de arranque y animé al coche para que se pusiera en marcha. Advertí por encima que la carretera estaba vacía. No había nadie que pudiera ayudarme. Un poco más adelante, a la izquierda, un camino de carros trazaba una curva siguiendo el trazado de una acequia que bordeaba un campo en barbecho, pero no vi ninguna granja ni la menor señal de vida.
A mis espaldas, la camioneta había dado media vuelta y corría otra vez hacia mí. Volví a girar la llave con insistencia, medio canturreando de miedo y con la mirada fija en el retrovisor, donde la camioneta aumentaba de tamaño a una velocidad espeluznante. El impacto me lanzó a diez metros de distancia con un boom ensordecedor. Me di con la frente en el parabrisas con tal fuerza que el golpe estuvo a punto de dejarme fuera de combate. El parabrisas se resquebrajó y se transformó en telaraña. El asiento se partió en dos y, libre de la contención del cinturón de seguridad, salí disparada hacia delante. Lo que impidió que me clavara el volante en el pecho fue el bolso, que funcionó como una cámara de aire y amortiguó el golpe.
El otro conductor puso el vehículo al revés y apretó el acelerador. La camioneta saltó hacia atrás, luego hacia delante y me golpeó como si estuviéramos en una pista de autochoques. El VW salió por los aires y aterrizó en la acequia rodeado de salpicaduras. A punto estuve de morderme la lengua al rebotar en el borde superior del asiento y salir disparada hacia la consola de mandos. Me llevé la mano a la boca y de manera automática me tanteé los dientes para comprobar que no me faltaba ninguno. El coche flotó durante unos instantes y se hundió hasta tocar el fondo embarrado. No había más que un metro de agua, pero las puertas se habían abierto a causa del impacto y el vehículo empezó a llenarse de líquido cenagoso.
Mi agresor bajó de la camioneta, que se había detenido en el arcén, y avanzó hacia la parte trasera con una palanqueta en la mano. Tal vez pensara que machacarme el cráneo pegaba más con un accidente de tráfico que agujereármelo de un tiro. Era un hombre corpulento, de piel blanca, y llevaba gafas de sol y gorra de béisbol. Gimiendo de pánico, busqué la pistola en el bolso y salí arrastrándome del coche. Me acuclillé, escudada por el vehículo, mientras montaba el arma. Apoyé el cañón en el techo y lo puse en posición de tiro con ayuda de ambas manos.
Como por un milagro, el individuo dejó la palanqueta en la parte de atrás de su vehículo, se puso ante el volante y cerró la puerta de un golpe. La ventanilla del copiloto estaba cerrada y encima se había pegado una hoja de papel. Como si estuviera en el oculista para someterme a una prueba oftalmológica, descifré en la parte superior del papel las palabras AS IS, seguidas a continuación por varios renglones; era la pegatina provisional de las casas de vehículos usados. Me pareció ver que otra cara se asomaba rápidamente para mirarme en el momento en que el motor se ponía a rugir y la camioneta arrancaba. Creí reconocerla en el curso de un chispazo intuitivo que no tuve tiempo de procesar. El dolor hizo acto de presencia y las tinieblas empezaron a rodearme, encogiendo mi campo visual y reduciéndolo a un túnel negro y largo en cuyo extremo titilaba la luz del sol. Aspiré una profunda bocanada de aire para despejarme y alcé los ojos con la prontitud suficiente para ver en el último instante que la camioneta partía en dirección norte, hacia Mecca. Habían manchado con barro la matrícula para ocultar el número.
Pasaron dos turismos en dirección sur. El conductor del segundo, un Ford ya antiguo, pareció darse cuenta de lo que pasaba al ver el VW medio sumergido en la acequia. Dio un frenazo, los gemidos de la transmisión acusaron el cambio de marcha y el vehículo empezó a recular. La descarga de adrenalina que me recorría el organismo avanzó con ímpetu como si fuera una ola y me eché a temblar. Ya había pasado todo. Me di cuenta de que lloraba ruidosamente, de dolor, de miedo, de alivio.
—¿Necesita ayuda? —El anciano se había desplazado hasta el arcén en sentido transversal y había bajado la ventanilla.
Me di cuenta por encima de que podía borrar las huellas de los neumáticos de la camioneta, aunque también es verdad que la grava del arcén era demasiado compacta para registrar nada. Al carajo con las huellas. Estaba a salvo y eso era lo más importante. Guardé la pistola en el bolso, me enderecé tambaleándome y avancé por la acequia en dirección a la carretera. Tuve que subir el terraplén arrastrándome porque las zapatillas deportivas resbalaban en el barro. Al acercarme al Ford, el anciano advirtió que tenía un chichón en la frente, el pelo revuelto, la cara ensangrentada y los tejanos empapados. Me limpié la nariz con la manga y me di cuenta de que lo que había tomado por lágrimas era un reguero de sangre. Apenas me podía tener en pie.
Sentía en la frente las palpitaciones del bulto que me crecía como si se tratara de un cuerno. De pronto tuve ganas de vomitar. Avancé hacia el coche y vi que la cara del conductor se contraía con preocupación creciente al comprobar mi estado.
—Hermana, a usted le pasa algo gordo.
—¿Podría avisar a la patrulla de carreteras? He sufrido un accidente provocado.
—De acuerdo, pero ¿no prefiere que la lleve antes a cualquier sitio? A juzgar por su aspecto, necesita una cura de urgencia. Yo vivo un poco más adelante.
—Estoy bien. Sólo necesito una grúa…
—Mire, jovencita, llamaré al sheriff y le conseguiré una grúa, pero no pienso dejarla tirada en la cuneta.
—No quiero abandonar el coche.
—No se preocupe que no se moverá, ni yo tampoco si no hace lo que le digo.
Titubeé. El VW estaba destrozado. Toda la parte trasera parecía haberse encogido y el guardabarros derecho estaba aplastado. Desde tiempos inmemoriales venía sufriendo toda clase de roces y abolladuras, la primitiva pintura beige había adquirido un matiz blanco sucio y el óxido había acabado por comérselo. Me había durado casi quince años. Me di la vuelta con una punzada de pesar y avancé cojeando hacia el asiento del copiloto del Ford. Me sentía como si me estuviera despidiendo de un amigo. Al parecer me había dado un golpe en la rodilla izquierda y me notaba el muslo agarrotado. Cuando reuniese fuerzas suficientes para bajarme los pantalones, seguro que vería una moradura del tamaño y el color de una berenjena. El anciano me abrió la puerta.
—Me llamo Carl LaRue —dijo.
—Kinsey Millhone —contesté. Subí al vehículo y me arrellané en el asiento para apoyar la cabeza en el respaldo. Nada más cerrar los ojos se me pasaron las ganas de vomitar.
El Ford volvió a pisar la carretera y anduvo en dirección sur algo menos de un kilómetro, punto en que giró a la izquierda para tomar una carretera secundaria. Deseaba con toda el alma que no fuera un plan preconcebido y que el viejo no estuviera compinchado con el conductor de la camioneta. Volví a ver la pegatina que decía AS IS y la cara que había vislumbrado. Me incorporé con cuidado al recordar dónde había visto antes aquella cara. Había sido al dirigirme al desierto, en el área de descanso donde había tomado el bocadillo. Había visto un niño por allí, un niño de unos cinco años que se entretenía con unos coches de juguete. El padre dormía la siesta con una revista sobre la cara… un sujeto de piel blanca, de brazos gruesos, vestido con una camiseta estampada sin mangas. Nada más establecer la relación, recordé que les había vuelto a ver. Era el mismo hombre que había cruzado el aparcamiento del motel con el niño sobre los hombros, en dirección a la máquina de refrescos. Sufrí una sacudida al acordarme de las cosquillas que el adulto hacía al pequeño. Lo que resonaba en mi cabeza era el campanilleo de la picara risa infantil, que ahora se me antojaba tan impúdica y perversa como la de un demonio. ¿Qué clase de asesino a sueldo sería el que complicaba a su propio hijo?