6

Volví a El Vagabundo y me aseé de arriba abajo. Metí la camisa en el petate, me cambié de camiseta y me ceñí la sobaquera. Puse el maletín en la cama, cogí una caja de cartuchos de 0,32 pulgadas de calibre, cargué la pistola y me la enfundé bajo el brazo izquierdo. Saber que la propia vida está amenazada produce extraños efectos. Parece a la vez ridículo e inconcreto. No tenía ningún motivo para negar lo evidente. Estaba en la lista de víctimas de Tyrone Patty. Un tipo que conducía una camioneta me había reventado una rueda de un balazo en una carretera solitaria. Puede que hubiera sido un bromazo sin ninguna relación en absoluto, pero me temo que si el camión lleno de braceros no se hubiera detenido cerca de donde me encontraba, el tipo de la camioneta habría dado media vuelta para rematarme. Era la monda. Salvada por un montón de mexicanos que me hacían gestos obscenos. Habrían podido secuestrarme o liquidarme sin más, y sin embargo, providencialmente, seguía vivita y coleando. El problema ahora era qué hacer a continuación. No podía ir a la policía local. Ignoraba la marca, el modelo y la matrícula de la camioneta y del conductor tenía una imagen muy confusa. Dadas las circunstancias, puede que los polis se solidarizaran conmigo, pero nada podían hacer para ayudarme. Al igual que los de Santa Teresa, se preocuparían mucho y solucionarían poco.

Entonces, ¿qué? Una posibilidad era meterlo todo en el coche y volverme a Santa Teresa a toda pastilla. Por otra parte, no me parecía prudente ponerme al volante de noche, en particular en un territorio como aquel, donde podía recorrer perfectamente quince kilómetros sin ver una sola luz eléctrica. El colega de la camioneta lo había intentado ya una vez. Era preferible no darle otra oportunidad. Otra alternativa era llamar al detective de Nevada y pedirle ayuda. La cofradía de los detectives privados es pequeña y sus miembros tienden a protegerse entre sí. Si había alguien capaz de ayudarme, tenía que ser una persona que jugase al mismo juego que yo y con las mismas cartas. Aunque me enorgullezco de mi independencia, no soy idiota y no me da vergüenza pedir ayuda cuando la situación lo exige. Es lo primero que se aprende cuando se ingresa en la pasma.

De todos modos, y he aquí lo extraño, la coyuntura no me parecía tan apurada. La amenaza era auténtica, pero no acababa de asociarla con mi seguridad personal. Sabía que el peligro estaba allí, pero no me sentía realmente en peligro, distinción que me podía costar muy cara si no me andaba con pies de plomo. La prudencia me aconsejaba tomarme la situación en serio, pero no sentía la menor inquietud. Supongo que los que se enteran de que sufren una enfermedad mortal reaccionan del mismo modo. «¿Que yo…? Usted bromea, oiga».

Tendría que trazar algún plan en cuanto me llamara Irene Gersh. Mientras tanto, como me moría de hambre, me dije que lo mejor sería tomar un bocado. Me puse una cazadora de nailon para que no se notaran la pistola ni la sobaquera.

En la otra parte de la carretera había una cafetería con un parpadeante rótulo de neón que decía COMIDA RÁPIDA. Exactamente lo que necesitaba. Crucé la carretera con mucha precaución, mirando a ambos lados, igual que una niña. Cada vehículo que pasaba se me antojaba una camioneta roja.

La cafetería era pequeña. Había demasiada luz, pero el detalle resultaba tranquilizador. Después de varias generaciones de películas de miedo, tiendo a creer que lo malo sólo ocurre en la oscuridad. Peor para mí. Opté por sentarme pegada a la pared del fondo y lo más lejos posible de la ventana. No había más que seis clientes y los seis parecían conocerse. Ninguno me pareció de mal agüero. Consulté el menú, una fotocopia metida en una funda de plástico. Los platos parecían divididos equitativamente en colesterol y grasa. Era mi restaurante ideal. Pedí un combinado de hamburguesa con queso, que además incluía patatas fritas, unas hojas de lechuga y una rodaja de tomate maduro. Lo regué todo con una Coca-Cola doble y de postre me tomé una ración de tarta de cerezas que me hizo lanzar un gemido en voz alta. Era la tarta de cerezas de mi infancia, rellena de fruta, con gelatina y corteza rociada con azúcar quemado. Parecía cocida con un soplete de acetileno. El banquete me sumió en un estupor químico. Tenía la impresión de haber consumido aditivos y conservantes en cantidad suficiente para prolongar mi vida durante un par de años… si no me mataban antes.

Al volver al motel, pasé por recepción por si había recibido alguna llamada. Había recibido dos del hospital de convalecencia y una de Irene, esta última hacía diez minutos más o menos. El mensaje de las tres era idéntico: que llamase a mi vez lo antes posible. Vaya, vaya. Me guardé las notas en el bolsillo y me dirigí a la puerta. Nada más salir me detuve en seco, vencida por la impresión inconcreta de que me espiaban. Fue como si un temblorcillo intangible me recorriera de la cabeza a los pies, y tan frío como un copo de nieve que se me derritiera en la nuca. Me fijé de pronto en el resplandor de las ventanas que tenía detrás de mí. Me aparté de la luz y me detuve en la oscuridad. El aparcamiento estaba mal iluminado y mi habitación estaba en el extremo del motel. Agucé el oído, pero sólo alcancé a oír los ruidos de la carretera: el gemido de los camiones, el resonante bocinazo de un volquete lanzado a toda velocidad que avisaba a los demás vehículos para que se apartasen. No sabía qué me había alarmado. Escruté las sombras mientras me giraba a derecha e izquierda, esforzándome por situar los sonidos concretos en la confusa niebla de los ruidos de fondo. Esperé con el corazón retumbándome en los oídos. No me gustaron los ecos que se me produjeron en la cabeza. A lo lejos capté el campanilleo musical de un crío que se reía en alguna parte. Era una risa picara, aguda, el chillido entrecortado e impotente que lanza la persona a quien hacen cosquillas de un modo inmisericorde. Me acuclillé junto a un seto.

En el otro extremo del aparcamiento, envuelto en sombras, apareció un hombre que avanzaba hacia mí con un niño sobre los hombros. Iba con los brazos levantados, tanto para sujetar al niño como para torturarle, ya que se dedicaba a hundirle los dedos en las costillas. El niño, muerto de risa, se agarraba al pelo del hombre y oscilaba a idéntico ritmo que el paso del adulto, como si estuviera montado en un camello. El hombre se agachó al llegar a un recodo iluminado donde había unas máquinas de helados y refrescos. Momentos después oí el conocido cacharreo que producen las latas al caer por la obertura. Reaparecieron cogidos de la mano y charlando con espíritu de camaradería. Expulsé el aire que había contenido mientras les veía girar la esquina para subir por las escaleras exteriores. Volví a verles en la primera planta; entraron en la tercera habitación, empezando desde el fondo. Fin del episodio. Sin darme cuenta siquiera, me había bajado la cremallera de la cazadora y empuñado la pistola. Me enderecé mientras volvía a enfundar el arma. El corazón se me calmó un poco y sacudí los brazos y las piernas para eliminar parte de la tensión, tal como hacen los corredores al final de una carrera.

Volví a mi habitación por el estrecho camino que discurría por la parte de atrás. Estaba muy oscuro, pero parecía más seguro que el aparcamiento. Rodeé el extremo del edificio, abrí la puerta, alargué la mano y encendí la luz antes de cruzar el umbral. Todo estaba tal y como lo había dejado al salir. Cerré a mis espaldas y eché las cortinas. Al tomar asiento junto a la mesita de noche y coger el teléfono, me di cuenta de que tenía los antebrazos húmedos de sudor, miedo de efecto retardado y comparable a las convulsiones finales de un terremoto. Tardé un rato en conseguir que las manos dejaran de temblarme.

Llamé a Irene en primer lugar. Descolgó al instante, como si hubiera estado de guardia junto al aparato.

—Ay, Kinsey, gracias a Dios —exclamó en cuanto le dije que era yo.

—Parece usted inquieta. ¿Qué ocurre?

—Hace una hora me han llamado del hospital de convalecencia. Esta misma tarde estuve hablando con la señora Haynes y llegamos a un acuerdo para que trasladaran a mi madre en helicóptero. A Clyde no le resultó fácil encontrar plaza en los asilos privados de aquí. La verdad es que es un sitio encantador y nos queda muy cerca de casa. Pensé que le gustaría, pero cuando se lo comunicó la señora Haynes, se puso hecha una furia… perdió totalmente la cabeza. Tuvieron que darle calmantes, pero sigue alborotando. Es necesario que alguien vaya y la haga entrar en razón. Espero que no le importe.

Joder, me dije.

—Mire, Irene, no quiero discutir, pero no creo que yo pueda solucionar nada. Su madre no tiene ni la menor idea de quién soy y, además, le importa un comino. Cuando me vio esta tarde, me tiró un orinal desde el otro extremo de la sala.

—Le pido mil perdones. Ya sé que es una molestia, pero yo tengo la cabeza a punto de estallar. Quise hablar con ella por teléfono, pero no decía más que incoherencias. La señora Haynes dice que la medicación produce a veces estos efectos, que en vez de tranquilizar a los ancianos, parece más bien estimularles. Ya hay una enfermera en camino, pero vive en El Centro y no llegará hasta las once. La sala es un auténtico caos y necesitan ayuda.

—Está bien, haré lo que pueda, pero no tengo la menor experiencia en estas cosas.

—Ya lo sé —dijo—, pero es que no sé a qué otra persona pedírselo.

Le dije que iría al hospital enseguida y colgué. Me parecía increíble que quisieran endosarme aquella papeleta. Mi presencia en el pabellón geriátrico iba a ser tan eficaz como el candado en la puerta del remolque. Pura formalidad y ninguna sustancia. Pero lo que en el fondo me sulfuraba era la sospecha de que ni siquiera se les habría ocurrido encargarme la gloriosa misión si yo hubiera sido un hombre. No tenía ganas de volver a ver a la vieja. Admiraba su fuerza, pero no quería responsabilizarme de ella. Ya tenía bastantes preocupaciones. ¿Por qué se supondrá sin más que todas las mujeres tenemos instintos maternales? A mí me desaparecieron por culpa de mi muñequita meona. Cada vez que mojaba las braguitas de lana, me enfadaba terriblemente. Dejé de darle el biberón y se curó, pero el hecho hizo que reflexionara, ya a los seis años, acerca de mis aptitudes maternales.

Partí hacia el hospital Río Vista con este piadoso enfoque. Conduje sin apartar los ojos del espejo retrovisor, por si me seguían, y atenta a la aparición de camionetas de cualquier color y tamaño. Creía que la que había visto era una Dodge, pero como no me había fijado bien en su momento, no habría podido jurarlo.

Llegué sin contratiempos. Entré en el recinto hospitalario, dejé el coche en el aparcamiento de las visitas, crucé la puerta principal y subí las escaleras. Reinaba un silencio inquietante. Ningún indicio del estado de Agnes. Aunque no eran más que las ocho de la tarde, la iluminación general se había reducido y sólo se oían los apagados murmullos que constituyen la tónica nocturna de los hospitales. Los ancianos duermen mal, ya que los miembros se quejan cuando sufren. Las noches tienen que ser infinitas, llenas de sueños espantosos, el temor a la muerte o, lo que sin duda es peor, la convicción de que habrá un nuevo despertar y otro día interminable. ¿Qué esperaban? ¿Qué ilusiones podían alimentar en aquel limbo de luz artificial? Percibía el silbido del oxígeno en las paredes, el sudario químico de los fármacos que les introducían en el organismo. Los corazones seguirían latiendo, los pulmones bombeando, los riñones filtrando las toxinas de la sangre. Pero ¿quién diagnosticaría sus sentimientos de temor? ¿Y quién pondría remedio a su enfermedad más profunda, la desesperanza?

Cuando llegué a la sala, advertí que sólo había luz en la cama de Agnes. Una joven enfermera de color puso a un lado la revista que estaba leyendo y se me acercó de puntillas con un dedo en los labios. Hablamos en voz baja. Me dijo que la medicación había acabado por surtir efecto y que la anciana dormía. Ahora que había llegado yo, podía cumplir con sus restantes obligaciones. Añadió que si necesitaba alguna cosa, que la buscase en la sala de enfermeras del pasillo. Salió de la estancia.

Me acerqué despacio al charco de luz en que Agnes dormía. La manta que la cubría era de algodón, muy gruesa y pesada, de un blanco deslumbrante y de superficie apenas accidentada por el magro cuerpo de la mujer. Roncaba con suavidad. Parecía tener los ojos entornados y los párpados se le contraían como si estuviera concentrada en algún fenómeno interior. Su diestra aferraba la sábana con fuerza y los nudillos artríticos le sobresalían como si fueran sabañones. Tenía el pecho inmóvil. De la barbilla le brotaban pelos gruesos y ásperos, como si la vejez le estuviera cambiando el sexo. Me di cuenta de que contenía el aliento mientras la observaba, deseando que respirase de manera visible y preguntándome si no se estaría muriendo ante mis ojos. Por la tarde me había parecido animada y llena de energía, pero en aquellos momentos me recordaba a ciertos gatos viejos que he visto: sus huesos parecen huecos y menudos y tienen un aspecto tan sobrenatural que se diría que son capaces de levitar en el aire.

Consulté la hora. Habían transcurrido doce minutos. Volví a mirarla y vi sus ojos negros clavados en mí con un asombroso despliegue de vitalidad. Había algo sobrecogedor en aquel despertar inesperado, como una visita procedente del mundo de los espíritus.

—No me saques de aquí —murmuró.

—Yo no me preocuparía. Me han dicho que es un asilo precioso. De verdad. Mucho mejor que este lugar.

Su mirada se volvió penetrante.

—No lo entiendes. Quiero quedarme.

—Lo entiendo, pero no puede ser. Usted necesita que la atiendan. E Irene quiere tenerla cerca para cuidarla personalmente.

Cabeceó con actitud quejumbrosa.

—Me moriré. Me moriré. Es demasiado arriesgado. Ayúdame a escapar.

Los pelos se me pusieron de punta.

—No pasa nada. Todo está bien —dije. Había levantado la voz y me acerqué a ella para reducir el volumen—. ¿Se acuerda de Irene?

Me observó por un momento. Habría jurado que no sabía si admitirlo o negarlo. Asintió con la cabeza.

—Mi pequeña —dijo con voz entrecortada.

Alargó la mano temblorosa y se la cogí. Era huesuda y cálida y revelaba una fuerza sorprendente.

—He hablado con Irene hace un rato —dije—. Clyde ha encontrado un sitio cerca de casa. Irene dice que es muy bonito.

Cabeceó. Las lágrimas se le saltaron y le bajaron por las profundas arrugas que le cuarteaban las mejillas. Agitó los labios y en la expresión se le dibujó un deseo que por lo visto no era capaz de expresar con palabras.

—¿Por qué no me dice de qué tiene miedo?

Me di cuenta de que se debatía por dentro y cuando por fin pudo articular sonidos, su voz era tan frágil que tuve que despegarme de la silla para entender lo que decía.

—Emily ha muerto. Quise avisarla. La chimenea se hundió durante el terremoto. La tierra temblaba. Ah, yo misma lo vi… fue como si la tierra formase olas. Un ladrillo la alcanzó en la cabeza. No quiso escucharme cuando le dije que era peligroso. Déjalo estar, le dije, pero no me hizo caso y siguió adelante. Vender la casa, vender la casa. No quería echar raíces, pero allí fue donde murió, en la misma tierra.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté, con la esperanza de que la conversación no decayera. Cabeceó sin responder.

—¿Por eso está preocupada? ¿Por lo que le pasó a Emily?

—Me contaron que la sobrina del dueño de la vieja casa que había al otro lado de la calle había muerto hacía unos años. Era de los Arpista.

Agnes había puesto la directa.

—¿Tocaba el arpa? —pregunté.

Negó bruscamente con la cabeza.

—Era de la familia de los Arpista, Arpista era el apellido. Ocupaba un puesto importante en el Citizens Bank y no se casó nunca. Él tenía una novia que se llamaba Helen. Lo dejó por culpa de su carácter y entonces apareció Sheila. Era muy joven. No sabía nada de nada. La otra Arpista era bailarina y se casó con Arthur James, un acordeonista profesional que tenía una casa de instrumentos musicales. Yo lo conocía porque las chicas de la Asociación Juvenil solíamos ir a la tienda para verle tocar después de cerrar —dijo—. El mundo es un pañuelo. Las chicas decían que la casa de su tío era una segunda casa para ellas. Si se la dejó en herencia, puede que ella siga allí. Ella me ayudaría.

La observé con atención, esforzándome por comprender lo que pasaba. ¿Hablaba de aquel modo porque su miedo tenía una causa real?

—¿Fue Emily la que se casó con Arthur James?

—Siempre había alguna historia… siempre alguna explicación. —Sacudió la mano en el aire con talante resignado.

—¿Fue en Santa Teresa? Tal vez pueda ayudarla, si me lo acaba de explicar.

—Santa Teresa, Santa Claus nos visitaba expresamente y nos regalaba muchos juguetes a todas. Yo la dejaba jugar con los míos.

—¿A quién? ¿A Emily?

—No hablemos de Emily. Ni una palabra más. Fue el terremoto. Todos lo dijeron. —Se soltó la mano y en sus ojos se aposentó una expresión de astucia—. La artritis la tengo en el hombro y en la rodilla. Me he dislocado el hombro dos veces. El médico ni siquiera me lo ha tocado, sólo lo ha visto con rayos X. Me han operado de cataratas por lo menos dos veces, pero jamás he necesitado que me empastaran ninguna muela. Mira. —Abrió la boca.

No tenía ningún empaste, efectivamente, pero la cosa carece de mérito cuando no hay dientes que empastar.

—Para la edad que tiene, su aspecto es estupendo —dije para ganarme su confianza. Nuestro tema de conversación parecía dar más vueltas que la bola de una máquina de billar.

—La otra era Lottie. Era más tonta que nadie y siempre sonreía de oreja a oreja. Tenía menos cabeza que un clavo. Salía por la puerta trasera y se olvidaba de cómo se volvía a entrar. Se sentaba en los peldaños del porche y se ponía a gemir como un cachorro hasta que la llevaban de la mano hasta la puerta y se la abrían. Para volver a salir tenía que gemir otro rato. Era la mayor. Murió de una gripe. Ya no recuerdo cuándo murió mi madre. Tuvo un ataque al morir mi padre. Él quería conservar la casa, pero no hubo forma de hacérselo entender a Emily. Yo era la menor y no discutía. Pero no lo supe con seguridad hasta que apareció Sheila. Fue entonces cuando me marché.

—Ya, ya —dije. Traté de abordar el asunto por otro lado—. ¿Es el viaje lo que la preocupa?

Negó con la cabeza.

—El olor de la humedad —dijo—. Al parecer, a nadie más le molestaba.

—¿Prefiere que venga a recogerla Irene?

—Trabajaba haciendo faenas domésticas. Irene y yo sobrevivimos así durante muchos años. Había observado a Tilda y sabía cómo se hacía. La echaron, como es lógico. Él se encargó de eso. Nada de informes financieros. Nada de bancos. Ella fue la única víctima. Fue la única ocasión en que su nombre apareció en la prensa.

—¿El nombre de quién?

—Ya lo sabes —dijo con expresión misteriosa.

—¿Emily?

—El tiempo hiere a todos los curados, ¿no?

—¿Se refiere entonces a su padre?

—No, querida. Mi padre había muerto hacía mucho. Puede que esté en los cimientos, si se sabe dónde buscar.

—¿Qué cimientos?

Me miró con ojos inexpresivos.

—¿Hablas conmigo?

—Parece que sí —dije—. Hablábamos de Emily, la que murió al desplomarse la chimenea.

Hizo como que se cerraba la boca con llave y tiraba esta a continuación.

—Hice lo imposible por salvarla. Mis labios están sellados. Por el bien de Irene.

—Pero ¿qué ocurre, Agnes? ¿Qué es lo que no puede contar?

Noté sus ojos intrigados dirigidos hacia mí. De pronto me di cuenta de que quien estaba allí a mi lado era la auténtica Agnes Grey. Y parecía totalmente cuerda.

—Querida, no tengo motivos para dudar de tu amabilidad, pero no sé quién eres.

—Me llamo Kinsey —dije—. Soy amiga de su hija. Estaba preocupada porque no tenía noticias de usted y me dijo que viniera para saber qué ocurría.

Le mudó la cara otra vez y volvió a remontarse a las nubes.

—Es que no lo sabía nadie. Ni figurárselo siquiera.

—Agnes, ¿sabe por casualidad dónde está usted ahora?

—Yo no. ¿Y tú?

Me eché a reír. No pude contenerme. También ella se echó a reír segundos más tarde y con espasmos tan cristalinos que parecía un gato estornudando. Antes de que me diera cuenta volvió a dormirse.