Oí a Agnes Grey antes de verla en persona. La señora Renquist y yo habíamos subido por las anchas escaleras que trazaban una curva hasta la segunda planta. Avanzamos por el pasillo sin pronunciar palabra apenas. El espíritu del colegio de primaria era todavía palpable en el lugar a pesar de las profundas reformas que se habían hecho para adaptar el edificio a sus funciones actuales. Las antiguas aulas habían sido muy grandes, con amplias vidrieras que llegaban casi hasta el techo. La luz se filtraba generosamente por el cristal cubierto de tela metálica. Se había respetado y conservado la ebanistería original y con el paso del tiempo el roble había adquirido un brillante matiz rojizo. Los gastados suelos de madera de la planta superior se habían cubierto con baldosas de vinilo de un blanco jaspeado y las grandes salas de antaño se habían dividido en pequeñas habitaciones de dos camas. Las paredes conjugaban la gama clara del azul y el verde. Todo estaba limpio aunque despersonalizado y el aire había adquirido cierta cualidad agria a causa de los olores propios de las funciones corporales más íntimas. Los ancianos estaban por todas partes, en las camas, en las sillas de ruedas, en las camillas, acurrucados en los duros bancos de madera del ancho pasillo; sin nada que hacer, aislados del entorno inmediato en virtud de una insensibilización de los sentidos que los años no habían hecho más que acentuar. Parecían tan inanimados como vegetales que se hubieran resignado a la falta de agua. Hasta el espíritu más vital se marchitaría sometido a un régimen en el que faltaban el ejercicio, el aire y el sol. No sólo habían enterrado a los amigos y a la familia, sino que además habían superado casi todas las enfermedades, de tal suerte que a los ochenta, a los noventa años, parecían monumentos incorruptibles, elegidos para durar, para seguir soportando sin consuelo una vida de aburrimiento que se prolongaba hasta el infinito.
Pasamos ante una sala de costura donde seis mujeres sentadas alrededor de una mesa tejían salvamanteles de fibra sintética en bastidores metálicos de color rojo. No obstante su empeño, lo hacían tan mal como yo a los cinco años. De pequeña me reventaba el ganchillo y no tenía previsto reconciliarme con él en la vejez. Puede que con un poco de suerte me atropellase un camión de cervezas y así no me vería obligada a caer en semejante humillación.
La sala de actividades recreativas tenía que encontrarse al final del pasillo porque oí en aquella dirección el alboroto que producía un televisor puesto a todo volumen para que lo oyeran los duros de oído. Tenía que tratarse de un documental. Los golpetazos y alaridos parecían proceder de ritos tribales de una cultura poco amante del sosiego. Giramos a la izquierda y entramos en una sala de seis camas separadas entre sí por cortinas. Al fondo de la sala descubrí la causa material del alboroto; fue como descubrir las fuentes del Nilo. No era un televisor. No hice ninguna pregunta, pero supe que se trataba de Agnes. Estaba completamente desnuda y bailaba encima de la cama un boogie-woogie porno, mientras marcaba el ritmo golpeando un orinal con una cuchara. Era alta y enjuta y sin un solo pelo en toda la anatomía salvo en la huesuda cabeza, cubierta por un casco de pelusilla blanca y enmarañada. La mala alimentación le había descolgado el estómago y reducido las extremidades a puro hueso.
La parte inferior de la cara se le había replegado sobre sí misma y la quijada, sin dientes que se lo impidieran, había buscado la nariz con ahínco. No se le veían los labios por ninguna parte y el perfil truncado del cráneo le daba el aspecto de un ave zancuda y de pico sobresaliente. Chillaba como un avestruz y sus ojos negros y relampagueantes iban de un lado a otro. Nada más vernos nos arrojó el orinal, que corrió a nuestro encuentro como un misil de orientación termoscópica. Por lo visto, se lo estaba pasando en grande. Una enfermera, de unos veinte años, la contemplaba con impotencia. Saltaba a la vista que en la escuela no la habían preparado para aquella clase de fenómenos.
La señora Renquist se dirigió a Agnes con decisión, aunque antes se detuvo un momento para palmear la mano de la señora que estaba en la cama contigua y que parecía rezar con fervor para que Jesús se la llevara pronto. Agnes, mientras tanto, tras haber dejado claro quién mandaba allí, se había puesto a desfilar trazando círculos sobre las mantas y a saludar a todo bicho viviente. A mí me pareció una manera estupenda de hacer ejercicio sin salir de casa. Su conducta evidenciaba una salud que no se advertía en la pasividad de sus compañeras de sala, algunas de las cuales se limitaban a permanecer inmóviles, quejándose y regodeándose en su propia desdicha. Sin duda había sido una cabra loca desde pequeña y su estilo no se había modificado un ápice en la vejez.
—Tiene visita, señora Grey.
—¿Qué?
—QUE TIENE VISITA.
Agnes se detuvo, se quedó mirándome y me enseñó la lengua.
—¿Quién es esta?
Tenía la voz ronca de tanto chillar. La señora Renquist le tendió la mano para ayudarla a bajar de la cama. La enfermera cogió una bata limpia que había en la mesita de noche. La señora Renquist la desplegó de una sacudida, la puso sobre los hombros descarnados de Agnes e introdujo los brazos de la anciana por las mangas. Agnes se dejó hacer con sumisión infantil sin dejar de mirarme con ojos de acatarrada. Tenía toda la piel salpicada de colores: manchas pardas, puntos entre rosáceos y blancuzcos, venas varicosas de tonalidad azul y zonas correosas surcadas por cortes cerrados de un rojo subido. Su epidermis parecía tan fina que casi esperaba ver a través de ella los órganos perfilados en gris, tal como pueden verse en un pájaro recién salido del huevo. ¿Qué hay en la vejez, que nos devuelve al nacimiento? Olía intensamente a una mezcla de orina seca y calcetines sudados. De manera automática me puse a recapacitar a propósito de la posibilidad de volver a Santa Teresa con ella en un coche tan pequeño como el mío. La enfermera murmuró una disculpa y se alejó a toda velocidad.
—Hola, Agnes —dije, tendiéndole la mano con educación— Soy Kinsey Millhone.
—¿Eh?
La señora Renquist pegó la boca a la oreja de Agnes y repitió mi nombre en voz tan alta que dos ancianas se despertaron y se pusieron a emitir sonidos cloqueantes.
—KINSEY MILLHONE. ES AMIGA DE SU HIJA.
Agnes se echó hacia atrás y me miró con suspicacia.
—¿De quién?
—DE IRENE —grité.
—No te he preguntado a ti —replicó la anciana con irritación. Se puso a mover los labios mecánicamente, como si paladeara algo que hubiera comido hacía quince años.
La señora Renquist repitió lo dicho, pronunciando las palabras con claridad y distinción. Me dio la sensación de que Agnes se batía en retirada. Un velo de simplicidad pareció empañar el brillo de su mirada y de pronto se enzarzó en un incoherente diálogo consigo misma.
—Guarda silencio. No digas ni una palabra. Bueno, lo haré si quiero. No, no lo harás. Peligro, peligro, uuuuh, silencio, basta, basta. Ni la menor INSINUACIÓN… —Y se puso a barbotar una versión atiplada de Good Night, Irene.
La señora Renquist elevó los ojos al cielo y dejó escapar un breve suspiro de impaciencia.
—Se pone así cuando no la dejan hacer lo que quiere —dijo—. Se recuperará.
Esperamos. Agnes se había puesto a gesticular como si discutiera con alguien. Había adoptado la actitud pendenciera de quien está en la cola del supermercado, detrás de un cliente que trata de endosar en caja el cheque al portador que le han dado en el trabajo. Fuera cual fuese el universo en el que había despertado de pronto, nosotras no estábamos en él. Me hice a un lado con la señora Renquist y hablé con ella en voz baja.
—¿Y si la dejáramos sola por el momento? De todos modos tendré que llamar a la señora Gersh para preguntarle qué quiere que haga. Seguir molestando a la madre no tiene sentido.
—Como quiera —dijo la señora Renquist—. En mi opinión, no es más que una testaruda. ¿Quiere llamar desde secretaría?
—Llamaré desde el motel.
—No se olvide de decirnos el modo de localizarla —dijo con cierta inquietud.
Advertí en sus ojos un asomo de miedo ante la idea de que me pudiera ir de la ciudad sin gestionar el alta de Agnes.
—Le daré a la señora Haynes el teléfono del motel.
Volví a El Vagabundo y desde allí llamé primero a la subcomisaría del sheriff, para notificar a la sargento Pokrass que Agnes Grey había aparecido por fin. Acto seguido llamé a Irene Gersh y le detallé la situación en que se encontraba su madre. Me respondió guardando un silencio sepulcral. Esperé mientras escuchaba su respiración.
—Tendré que hablar con Clyde —dijo al cabo del rato. No manifestó la menor alegría por haber llevado yo a buen término la misión encomendada e imaginé cuál sería la reacción de Clyde.
—¿Qué quiere que haga mientras tanto? —pregunté.
—Quédese ahí, si no tiene inconveniente. Llamaré a Clyde al despacho y volveré a hablar con usted en cuanto pueda, aunque lo más probable es que lo haga a la hora de cenar. Si pudiera usted volver al Hormigón y poner un candado en la casa de mi madre, se lo agradecería.
—No creo que sirva de mucho —dije—. Esos desgraciados forzarán la puerta en cuanto me dé la vuelta. Ya han roto una ventana. Si se les lleva la contraria, son capaces de destrozarlo todo.
—Creí que lo habían hecho ya.
—Bueno, sí, pero no hay por qué buscarse más complicaciones.
—No me importa. Detesto a los intrusos y no pienso renunciar. Mi madre puede tener objetos personales en el remolque. Además, puede que quiera volver cuando se recupere. ¿Ha hablado con el sheriff? Tiene que haber una forma de vigilar la zona.
—Yo no lo veo tan fácil. Usted sabe mejor que yo cómo están allí las cosas. Es absurdo poner un vigilante armado para tener a raya a los intrusos. El remolque está hecho ya una ruina.
—Quiero que ponga un candado —dijo con determinación.
—Haré lo que pueda —dije sin ocultar mi escepticismo.
—Gracias.
Le di el teléfono de El Vagabundo y dijo que me llamaría más tarde. Me puse unos tejanos y unas zapatillas deportivas, me colé en el coche y me dirigí a una ferretería, donde compré un candado gigantesco que pesaba más de un kilo. El empleado me juró que para hacer saltar el gorrón haría falta un cartucho de dinamita. ¿El gorrón? ¿Y qué es el gorrón?, me dije. Compré además todo lo necesario para instalarlo, un pasador metálico, armellas y las herramientas de rigor. Nada iba a ahuyentar a aquellos críos. Había visto por lo menos dos agujeros en la carrocería del remolque.
Sólo necesitaban hacer uno más grande y colarse por él como ratas. Por otra parte, me pagaban por hacer lo que hacía y los resultados me traían sin cuidado. Cogí unos clavos y un par de tablas y volví al coche.
Puse rumbo al norte por la 111 y me dispuse a recorrer los veinticinco kilómetros que había hasta el Hormigón. De pronto me di cuenta de que no recordaba dónde estaba el desvío que tenía que tomar, así que reduje la velocidad y seguí adelante sin dejar de mirar a la derecha. Pasé ante un palmeral que había a la izquierda. A lo lejos se veía el verde subido de los campos cultivados. El paisaje se me antojaba diferente, pero sólo cuando vi el rótulo que decía ÁREA DE RECREO DEL MAR DE SALTON estuve en situación de calcular que había sobrepasado en unos diez kilómetros el desvío que llevaba al Hormigón. Un poco más adelante vi un ensanchamiento en el arcén izquierdo y me dije que podía aprovecharlo para dar la vuelta. Por el otro carril se acercaba un camión grande y viejo que a pesar de que iba sólo a quince kilómetros por hora levantaba un reguero de polvo.
Reduje la velocidad para dar la vuelta y miré por el retrovisor. Una camioneta roja me pisaba los talones, pero el conductor tuvo que advertir la maniobra porque giró a la derecha para evitarme en el momento en que yo pisaba el acelerador para no entorpecerle el paso. Oí el crujido seco de una piedra, pero sólo cuando hube girado 180 grados y vuelto al asfalto de la 111 reparé en la repentina cojera del vehículo. Una sucesión de chasquidos blandos me indicó que se me había pinchado una rueda trasera.
—Fabuloso —murmuré.
Estaba claro que había pisado algo más traicionero que una piedra. Me desvié hacia el arcén y bajé del coche. La llanta de la rueda trasera de la derecha se apoyaba directamente en el suelo, aplastando la masa esponjosa del neumático reventado. Hacía cinco o seis años que no cambiaba una rueda, pero supuse que la mecánica de la operación seguiría siendo la misma de antes. Sacar el gato, darle a la manivela hasta despegar del suelo la rueda pinchada, quitar el tapacubos, joderse los dedos para desenroscar las tuercas, quitar la rueda pinchada y poner la de recambio. Luego colocar todas las tuercas en su sitio y apretarlas antes de hacer descender el vehículo con el gato.
Abrí el capó y comprobé la rueda de recambio, que, la verdad sea dicha, parecía un poco floja. La saqué y la dejé caer en el suelo para ver cómo rebotaba. No estaba lo que se dice en condiciones, pero supuse que por lo menos me llevaría hasta la estación de servicio más cercana; recordaba haber visto una a pocos kilómetros. Para esto echo una carrera todas las mañanas y me torturo la columna levantando pesas, para hacer frente a las pequeñas molestias de la vida. Suerte que no llevaba pantis ni zapatos de tacón alto ni me había pintado las uñas.
El camión destartalado, mientras tanto, se había detenido a unos cien metros en una desviación de la carretera. Unos diez o doce braceros de sexo masculino bajaron de la parte trasera sacudiéndose la ropa. Por lo visto, mi situación les hizo gracia y se pusieron a gritarme cosas en un idioma desconocido. No habría sabido traducir literalmente lo que decían, pero capté el mensaje. No me daban indicaciones precisas sobre cómo cambiar una rueda, de eso estaba segura. Parecía gente campechana y demasiado harta del azadón para querer hacerme daño. Alcé los ojos al cielo y les hice gestos disuasorios con la mano. Uno me respondió agarrándose la ingle y lanzando un aullido de lobo.
Me olvidé de ellos y me puse a trabajar, maldiciendo como un estibador, mientras el camión reemprendía la marcha. En ocasiones así suelo hablar conmigo misma, darme instrucciones. Serían ya las tres y el sol pegaba fuerte. El aire era seco y nada alteraba el silencio imperante. No estoy acostumbrada al desierto. El sol me deslumbraba y me daba la sensación de que no había ni un alma por los alrededores. A ras del suelo, donde me encontraba empuñando la llave inglesa, no veía más que un algarrobo seco a unos metros de distancia. Me han dicho que si se escucha con atención se puede oír el mordisqueo de la carcoma cuando agujerea la madera seca para depositar los huevos en el interior.
Me despreocupé de la soledad y volví a concentrarme en el trabajo. Acabé por acostumbrarme al silencio del mismo modo que los ojos terminan por acostumbrarse a la oscuridad. De vez en cuando oía el zumbido de un insecto y de pronto me percaté de la presencia de ciertos pajarillos que cazaban bichos en pleno vuelo. Los auténticos ciudadanos del desierto de Mojave salen de la madriguera por la noche: el lagarto y la serpiente de cascabel, la liebre orejuda, el colín, el búho y el halcón de Harris, la zorra del desierto y la ardilla terrestre, todos en busca de presa, haciendo lo posible por comerse entre sí en una interminable cadena depredadora que empieza por las termitas y acaba en el coyote. No era el sitio más indicado para extender el saco de dormir y apoyar la dulce cabeza. Bastaba una araña de las gordas para llevarse un susto de los que duran toda la vida.
Terminé la operación a eso de las tres y veinte. Empujé la rueda pinchada hacia la parte delantera del coche. En el interior cascabeleaba el objeto responsable de la avería, una piedra o un clavo, a juzgar por el sonido. Busqué el agujero pasando los dedos por la superficie del neumático. Estaba en la parte lateral, una perforación de circunferencia mellada y menor que la punta de mi dedo meñique. Parpadeé. Tenía el corazón en un puño y me negaba a dar crédito a lo que veía. Parecía un agujero de bala. Se me escapó un sonido involuntario mientras experimentaba el típico estremecimiento que se apodera de los niños cuando salen de una habitación a oscuras. Alcé la cabeza. Miré a mi alrededor. Nadie. Nada. Ningún otro coche a la vista. Había que irse de allí.
Levanté la rueda y la metí en el capó. Recogí a toda prisa el gato y la llave inglesa y subí al coche. Encendí el motor, apreté el embrague, puse la marcha atrás y volví al asfalto de la carretera. Conduje a más velocidad de la recomendable, dado el estado de la rueda de recambio, pero no me gustaba la idea de estar sola en aquellos parajes. Tenía que haber sido el conductor de la camioneta. Me había adelantado en el momento justo del pinchazo. Por supuesto, también lo podía haber producido una piedra, pero no acababa de comprender cómo podía colarse una piedra por el lateral y abrir un agujero tan limpio.
La primera gasolinera que vi estaba fuera de servicio. Los surtidores seguían en pie, pero los cristales estaban rotos y las paredes se habían cubierto de pintadas con aerosol. Los comerciantes de los alrededores habían aprovechado las columnas para colgar carteles de propaganda y una inmobiliaria anunciaba con letras mayúsculas que el solar estaba en alquiler. Una verdadera ganga.
En las afueras de Niland, en el cruce de la calle Mayor y la carretera de Salton, localicé una pequeña estación de servicio donde vendían gasolina de una de esas marcas raras que producen eructos en el motor. Puse un poco de aire en la rueda de recambio y saqué la pinchada.
—Tengo que ir al Hormigón a solucionar un asunto —dije—. ¿Podría reparar esto en hora y media más o menos?
El empleado observó el neumático. La mirada que me dirigió sugería que había sacado una conclusión parecida a la mía, pero no hizo ningún comentario. Dijo que quitaría el neumático de la llanta, que le pondría un parche y que la rueda estaría lista para cuando yo volviese. Calculaba que estaría de vuelta alrededor de las cinco. No quería estar en el desierto después de que el sol se pusiera. Le di 10 dólares por las molestias y añadí que le pagaría el servicio a mi regreso. Subí al coche y saqué la cabeza por la ventanilla.
—¿Dónde está la carretera del Hormigón?
—Está usted en ella —dijo.
Fui por la calle Mayor hasta el punto en que se transforma en carretera de Beal y entré en Hormigón City con la sensación de quien conoce ya el terreno que pisa. Me sentía más segura allí. El lugar parecía más poblado a aquella hora: un remolque estaba aparcando y de un autobús escolar amarillo y de proa lisa se apeaba un reguero de niños. Giré a la derecha al llegar a la calle del Chevrolet Oxidado y no tardé en divisar el remolque azul de Agnes Grey. Aparqué al lado mismo y saqué las herramientas que llevaba en el asiento trasero. Con la paranoia metida ya en los huesos, cogí la pequeña Davis semiautomática y me la empotré en los riñones, entre la camiseta y los tejanos. Busqué una camisa vieja de algodón y me la puse encima de la camiseta, cogí una tabla, el candado y el pasador metálico y me dirigí al remolque.
Los duendes estaban en casa. Alcanzaba a oír sus murmullos. Llegué a la puerta, aunque sin poder evitar que la grava crujiese bajo mis pies. Las voces enmudecieron al instante. Me apoyé en la jamba y me asomé con cautela. Por lo que me habían contado, me podían dar un viaje con un trozo de viga. Por el contrario me encontré cara a cara con la criatura de pelo mugriento a la que había estado espiando horas antes. Otra cara, no menos espantosa, apareció junto a la primera. Ya me habían dicho los vecinos que eran un chico y una chica. Supuse que la primera criatura sería el varón, pero la verdad es que no podía apreciar diferencias sexuales entre ellas. Ninguna de las dos tenía vello facial. Las dos eran jóvenes, con los rasgos amorfos de los angelitos, vestidas con andrajos y con la testa coronada por un estropajo inmundo. Y no olían mejor que Agnes.
El chico y yo nos quedamos mirándonos y nos erguimos igual que los monos. Fue ridículo. Teníamos la misma estatura, uno sesenta y siete, y ni él ni yo pesábamos más de cincuenta y cinco kilos. Gamberretes de peso mosca. La única diferencia, quizás, era que yo tenía unas ganas locas de darle con un canto en los dientes y no creía que él estuviera preparado para hacer lo mismo. Miró a su colega y se balanceó sin despegar los talones del suelo, con las manos en los bolsillos, como si dispusiese del día entero.
—Hola, mamaíta —dijo—. ¿Qué coño haces aquí?
Sentí que la sangre se me encendía. Tenía ya los nervios a punto de estallar y sólo faltaba que me pinchase un comemierda.
—Este lugar es mío, imbécil —dije con sequedad.
—¿En serio? Demuéstralo si puedes.
—Y tanto, papaíto. He traído la escritura y todo. —Saqué la pistola y la sostuve con el cañón apuntando hacia arriba. No estaba cargada, pero infundía miedo. Si hubiese tenido mi viejo Colt, habría amartillado el percutor para impresionarle. No tengo empacho en admitir que aunque sé intimidar a los jovenzuelos, con los adultos no soy tan eficaz—. Largo —añadí.
Fue inevitable que tropezaran y cayeran aparatosamente mientras corrían hacia la parte de atrás. El pataleo sacudió el remolque y desaparecieron como por ensalmo. Eché a andar por el pasillo, me asomé al cuarto de baño. Tal como me había figurado, habían abierto un agujero en la pared, que utilizaban como salida de emergencia.
Lo primero que hice fue tapar el boquete con una tabla, que fijé a la delgada pared del lavabo con un montón de clavos. Luego cogí un taladro de mano y abrí los agujeros de los tornillos del cierre que iba a instalar. No voy a decir que trabajara con habilidad rayana en el virtuosismo, pero hice lo que me había propuesto y el esfuerzo físico mejoró mi humor. Golpear y destrozar objetos estimula. Sudar estimula. Controlar un pequeño rincón del universo estimula. Ya que estaba allí, hice una rápida inspección para ver si quedaba algo de la Abuela. No encontré ni una horquilla. La alacena estaba vacía, los armaritos y cajones también vacíos, y en los bancos y recodos no había absolutamente nada. Puede que los enseres de la Abuela se hubieran vendido en el mercadillo que había en la entrada del Hormigón.
Volví al VW y cogí la cámara de 35 milímetros que guardo en la parte de atrás. Quedaba aún bastante película y fotografié el remolque hasta que se me terminó. Era la única forma de que Irene Gersh «lo comprendiera». Había hablado como si su madre pudiera pasar en aquella pocilga sus últimos días.
Antes de poner el candado en su sitio, cogí los sacos de dormir y demás trastos de los duendes y los amontoné junto a la entrada. Crucé la calle a continuación y conté a Marcus lo sucedido. Al volver al remolque, vi un hueco en la parte inferior, una especie de depósito improvisado donde habían empotrado algunos objetos. Me puse a gatas, metí la mano entre las arañas y las chinches y saqué dos cajas de cartón aplastadas. Una estaba abierta y contenía una variopinta colección de herrumbrosas herramientas de jardinería: paletas, una pala y una azada de mango corto. Las tapas de la otra se habían enganchado entre sí para proteger el contenido, pero no se habían asegurado ni con cuerdas, cinta adhesiva ni nada por el estilo. La abrí y miré lo que había dentro. Estaba llena de objetos de porcelana envueltos en papel de periódico, un juego de té infantil. Me dio la sensación de que ni siquiera estaba completo, pero pensé que Irene o su madre querrían echarle tal vez un vistazo. En cualquier caso, no estaba dispuesta a dejar aquellos objetos a merced de la rapiña de los duendes. Volví a cerrar la caja. Puse el candado en la puerta del remolque y lo cerré también. Estaba convencida de que los dos capullitos de mamá no se iban a dar por vencidos tan fácilmente, pero al menos les había dicho con claridad cuál era su sitio. Llevé la caja al coche y la puse en el asiento trasero. Aún era de día cuando salí del Hormigón, pero cuando recogí el neumático y puse rumbo a Brawley ya era noche cerrada.
Tenía en el bolsillo el proyectil de 9 milímetros que el mecánico había extraído del neumático. En el fondo no estaba segura del sentido que podía tener aquello, pero como tengo ojos para ver, lo sospechaba.