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El remolque de la calle del Chevrolet Oxidado estaba hecho una lástima y guardaba muy poca semejanza con el de la fotografía, que, aunque viejo, era sin embargo un sólido remolque de turismo, pintado de azul mate, y con las cuatro ruedas íntegras. Calculé por la foto que databa de hacía treinta y tantos años, época en la que seguramente se enganchaba a un Buick y se recorría medio país con él. La carrocería del que tenía delante se había aprovechado para pintar con aerosol cierta clase de palabras que mi tía me aconsejaba ahorrar al máximo. Se habían roto algunas persianas de las ventanillas y la puerta colgaba de un solo gozne. Al acercarme vi a una criatura de sexo indeterminado, de unos doce años aproximadamente, sentada en el umbral, de pelo ensortijado y mugriento, vestida con un pantalón corto de perneras deshilachadas, y hurgándose con el dedo las profundidades de la nariz. Pasé de largo, di media vuelta y detuve el coche enfrente del remolque, al otro lado de la calle. No había nadie en el umbral cuando bajé del vehículo. Di unos golpes en el marco de la puerta.

—Hola —canturreé—. Hoolaaaaa.

Asomé la cabeza. Estaba vacío, por lo menos el sector que alcancé a ver. El interior, que seguramente no se había limpiado jamás, estaba alfombrado de basura. Botellas y latas vacías se amontonaban donde habría tenido que haber una mesa plegable. Casi todas las superficies estaban recubiertas de polvo. A la derecha había un banco con toda la pinta de haberse aprovechado para hacer leña. Las portezuelas de los armarios de la cocina habían desaparecido. La despensa estaba vacía. La pequeña cocina de butano de cuatro quemadores parecía no haberse utilizado desde hacía meses.

Miré a mi izquierda y avancé por un corto pasillo que conducía al pequeño dormitorio del fondo. A la derecha había una puerta que daba a un cuarto de baño consistente en una estropeada letrina autodepuradora, un feo agujero en la pared donde antaño habían instalado un lavabo y un trozo de cañería que asomaba sobre la pila de una ducha llena de trapos. En el dormitorio había un colchón y dos sacos de dormir engarzados por la cremallera y enrollados. Alguien vivía allí y no precisamente la madre de Irene Gersh. Miré por la ventana, pero fuera no vi más que el desierto color hueso, limitado por una cadena montañosa de escasa altura, a veinte o veinticinco kilómetros. Las distancias son engañosas en este lugar porque no hay puntos de referencia.

Volví al exterior y me dispuse a dar la vuelta al remolque. Al doblar la esquina vi un cubo con una bolsa de plástico dentro que hacía las veces de letrina provisional. Más allá había un montón de bolsas iguales, cerradas por la embocadura, como una auténtica fábrica de moscardas. Al otro lado de la calle había un Winnebago amarrado encima de un bloque de hormigón. Junto al remolque había una camioneta con una casita portátil en la parte de atrás. El bloque de hormigón estaba resquebrajado y los hierbajos asomaban por entre las grietas. Se había montado una parrilla Weber y desde allí me llegaba el olor del encendedor de carbón y de las humeantes briquetas. Al lado había una mesa plegable rodeada de sillas metálicas desparejadas. Mientras cruzaba la calle salió del remolque una mujer que llevaba en las manos una bandeja con condimentos, cubiertos y un plato grande tapado con papel de plata. Tendría cuarenta y tantos años, era delgada, de pelo corto y algo encanecido, y tenía una cara alargada, curtida y sin maquillaje. Llevaba unos tejanos y una camisa de franela que de tanto lavarse se habían vuelto medio grises. Fue a lo suyo, sin hacer caso de mi presencia. Vi que ponía cinco hamburguesas en la parrilla. Se acercó a la mesa y se puso a distribuir los tenedores y los platos de cartón.

—Disculpe —dije—, ¿conoce usted a la mujer que vive ahí enfrente?

—¿Es pariente suya?

—Soy amiga de la familia.

—Pues ya era hora de que alguien se preocupara —dijo en tono cortante—. Es una vergüenza lo que pasa ahí dentro.

—¿Y qué es lo que pasa?

—Que se han instalado unos gamberros. Lo han llenado todo de porquería. Ponen la música a todo volumen, discuten en voz alta y se pelean continuamente. Aquí nadie se mete en la vida de los demás, pero todo tiene un límite.

—¿Y Agnes? ¿Dónde está? Porque salta a la vista que ya no vive en el remolque.

La mujer volvió la cabeza hacia el Winnebago.

—¡Marcus! ¿Quieres hacer el favor de salir? Una mujer pregunta por la Abuela.

Se abrió la puerta del Winnebago y se asomó un hombre. Era de estatura mediana, de esqueleto pequeño y con un color de piel que indicaba un origen mediterráneo. Tenía el pelo negro, peinado hacia atrás, la nariz menuda y recta, los labios muy carnosos y unos ojos castaños rodeados de pestañas negras. Parecía un modelo de anuncio de ropa masculina italiana. Me miró durante un segundo con cara inexpresiva.

—¿Quién es usted? —me preguntó sin que se le notase acento alguno. Llevaba pantalones de pinzas y una camiseta de cordoncillo de las que suelen ponerse los ancianos.

—Me llamo Kinsey —dije—. La hija de Agnes Grey me dijo que viniera a ver cómo se encuentra. ¿Sabe usted dónde está?

Me dejó de piedra alargando la mano para presentarse.

Nos dimos un apretón. Tenía la palma blanda y caliente y estrechó la mía con firmeza.

—Yo soy Marcus y esta es Faye, mi mujer. Hace mucho que no vemos a la Abuela. Varios meses, diría yo. Nos dijeron que estaba enferma, pero no sé nada concreto. En Brawley hay un hospital. Vaya y pregunte allí, a ver si está.

—Habrían avisado a su familia, ¿no cree?

Marcus se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos.

—Puede que ella no dijera que tenía parientes. Hasta este mismo momento yo no sabía que tuviese familia. Es una persona muy reservada. Casi una asceta. Va a la suya y no se mete con los demás. ¿Dónde vive su hija?

—En Santa Teresa. Estaba preocupada por Agnes pero no sabía cómo localizarla.

Los sentimientos de Irene no impresionaron al parecer a ninguno de los dos. Cambié de tema y me volví para mirar el remolque del otro lado de la calle.

—¿Quién es el duendecillo que estaba sentado en el umbral de la puerta?

—Hay dos —dijo Faye con acritud—. Un chico y una chica. Vinieron hace unos meses y se apropiaron del lugar. Oirían que estaba vacío porque se instalaron con mucha rapidez. Es gente desordenada y sin control. Yo no sé de qué viven. Seguramente roban o se prostituyen, lo que primero les salga. Les dijimos que limpiaran los restos, pero no lo quisieron hacer.

Restos, evidentemente, era un eufemismo; ella se refería a las bolsas de mierda.

—El chico que vi tendría unos doce años —dije.

—Tienen quince —dijo Faye—. Él por lo menos. Se comportan como animales salvajes y sé que se drogan. Siempre están rebuscando en nuestra basura, en busca de comida. A veces vienen otros muchachos y acampan con ellos. Seguramente ha corrido el rumor de que hay una casa disponible.

—¿Por qué no dan parte a la policía?

Marcus negó con la cabeza.

—Ya lo hicimos. Pero se esfuman en cuanto aparece alguien.

—¿Creen que hay alguna relación entre la desaparición de Agnes y la aparición de los chicos?

—No lo creo —dijo Marcus—. Cuando llegaron, ya hacía un par de meses que la Abuela se había ido. Puede que alguien les dijera que el remolque estaba vacío. No parecen preocupados por la posibilidad de que aparezca la Abuela. Han destrozado el remolque, pero ya no podemos remediarlo.

Les di mi tarjeta.

—Ese es mi número de Santa Teresa. Estaré por aquí un par de días tratando de localizarla. Después se me puede llamar marcando el prefijo 805. ¿Me avisarán si da señales de vida? Procuraré pasar por aquí antes de irme por si han tenido noticias. Puede que se les ocurra algo que me sirva de ayuda.

Faye miró la tarjeta por encima del hombro de su marido.

—Detective privada. ¿No dijo que era amiga de la familia?

—Amiga contratada —dije. Me dirigía ya hacia el coche cuando Marcus me llamó por mi nombre y me volví.

—En Niland hay una subcomisaría del sheriff, nada más pasar la antigua cárcel de la calle Primera. Podría preguntar allí al agente de guardia. Siempre cabe la posibilidad de que haya fallecido.

—No crea que no lo he pensado —dije.

Me sostuvo la mirada durante unos instantes y seguí andando.

Volví al pueblecito de Niland, situado a cuarenta metros por debajo del nivel del mar y con una población de mil doscientos habitantes. La antigua cárcel es un pequeño edificio pintado de blanco, con tejado de ripias y una rueda de hierro ornamental adosada a la barandilla del porche de madera. A continuación, a menos de cuatro metros, se alza la nueva cárcel, anexa a la subcomisaría: también está pintada de blanco y su anchura no es superior a la resultante de yuxtaponer una puerta y dos ventanas. Un aparato de aire acondicionado sobresale por el flanco de una ventana. Aparqué enfrente mismo. En la puerta principal habían pegado una nota con cinta adhesiva. «Volveré a las 4 de la tarde. En caso de urgencia o de lo que sea, llamar a los agentes de Brawley». Ni una sola indicación sobre cómo ponerse en contacto con el personal de Brawley.

Fui a la gasolinera y mientras me llenaban el depósito localicé un teléfono público y me puse a buscar el número de la subcomisaría del sheriff de Brawley en el manoseado listín que se había colgado a la pared con una cadenita. Por la dirección que figuraba en el listín, deduje que no estaba lejos del motel de la calle Mayor donde me hospedaba. Tras una rápida llamada supe que el sargento Pokrass, el funcionario a quien tenía que dirigirme, estaba comiendo en aquellos instantes y volvería a la una en punto. Miré el reloj y vi que era la una menos diez.

La subcomisaría del sheriff es un edificio blanco de una sola planta y con tejado de tejas rojas que se alza enfrente mismo del departamento de Policía de Brawley. Delante de la subcomisaría había dos coches blancos con los distintivos del sheriff de la comarca. Entré por una puerta de vidrio. Lo más destacado de la entrada era una máquina de Pepsi Cola. A la izquierda había una puerta cerrada que, según el rótulo indicador, conducía a una sala de diligencias judiciales. Al otro lado del pasillo de entrada había dos pequeños despachos comunicados por una puerta. El interior consistía en suelos de linóleo marrón, mostradores de formica, escritorios de pino, archivadores metálicos y sillas giratorias. Vi dos agentes y un funcionario civil, este hablando por teléfono. El agudo sonsonete de la radio contrapunteaba el murmullo de la conversación telefónica.

Resultó que el sargento Pokrass era la sargento Pokrass, una treintañera alta y de buen ver, de pelo corto y rojizo, y gafas de montura de concha. Le quedaba tan bien el uniforme que parecía hecho a medida. Había muy poca vitalidad en sus facciones. Tenía los ojos castaños y penetrantes, más bien fríos, y sus modales, aunque no exactamente rudos, poseían la desconsideración del sentido práctico. No perdimos el tiempo en ceremonias. Me planté ante su mesa y le hice un resumen escueto y funcional de la situación. Me escuchó atentamente, sin hacer comentarios, y cuando terminé cogió el teléfono. Llamó al hospital de la localidad, el Pioneers Memorial, y pidió que la pusieran con admisiones y con secretaría con una voz que sólo adquirió un tono ligeramente cordial cuando habló con alguien llamado Letty. Cogió una libreta de papel timbrado y un lápiz afiladísimo y de punta perfecta. Escribió cierta dirección con caligrafía de rasgos angulares. Seguro que ya a los doce años le repateaba tener que poner los puntos sobre las íes. Colgó y con ayuda de una regla cortó el pedazo de papel donde había anotado la dirección.

—Agnes Grey fue ingresada en la sala de urgencias del Pioneers el 5 de enero. Una ambulancia la recogió inconsciente delante de una cafetería del centro. El médico de guardia diagnosticó pulmonía, desnutrición, deshidratación aguda y demencia. El 2 de marzo se la trasladó al hospital de convalecencia Río Vista. Aquí tiene la dirección. Avísenos si da con ella. En caso contrario, puede usted volver para informar oficialmente de la desaparición.

Miré el papelito, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo de los tejanos.

—Gracias por todo.

Aún no había terminado yo de decirlo cuando ya se había dado la vuelta para seguir con el informe que estaba mecanografiando. Desvié la mano que le había tendido y me rasqué la nariz, sintiéndome como quien levanta el brazo para devolver el saludo a una persona que resulta que está saludando a otra.

Mientras me dirigía al coche, se me ocurrió pensar que en la secretaría del hospital de convalecencia podían mostrarse reacios a darme información sobre Agnes Grey. Si aún estaba ingresada, lo mejor sería averiguar el número de su habitación y colarme directamente. Si la habían dado de alta, las cosas podían complicarse. El personal de los hospitales ya no es tan simpático como antaño. Demasiados pleitos por violar el derecho a la intimidad. Mejor no tentar a la suerte.

Volví a El Vagabundo, abrí el petate y saqué el vestido multiuso. Le di unas sacudidas. Esta prenda fiel es el único vestido formal que tengo, pero me sirve para ir a cualquier parte. Es negro, escotado, de manga larga, con cremallera a la espalda y de una tela suave y milagrosa que admite toda clase de excesos. Se puede doblar, pisotear, retorcer y enrollar como una pelota; no pasa nada porque no se arruga. La verdad es que no sabía por qué lo había llevado conmigo: a lo mejor había previsto una noche de marcha en el pueblo. Lo eché encima de la cama junto con los zapatos negros de tacón bajo (y que me rozan un poco) y unos pantis negros. Me di una ducha de tres minutos y me arreglé como una adulta. Trece minutos más tarde estaba otra vez en el coche.

El hospital de convalecencia Río Vista se encontraba en el centro de una zona residencial y era un edificio de dos plantas, con las fachadas enlucidas y pintadas de un blanco que tiraba a gris. Estaba rodeado por una valla metálica y nada más cruzar la ancha verja de entrada se accedía a un aparcamiento. No se parecía a ningún hospital que yo conociera. El terreno era llano, carecía de vegetación y casi todo estaba cubierto por el mismo asfalto resquebrajado sobre el que aparcaban los coches. Al aproximarme a la puerta advertí que en la quebradiza superficie alquitranada había dibujos que representaban círculos y cuadrados de significado desconocido. No supe de qué se trataba hasta que crucé la puerta y pasé al vestíbulo. Era un patio escolar de recreo. Antaño el lugar había sido un centro de primera enseñanza. Los dibujos eran para jugar a las cuatro esquinas y a otros juegos infantiles. El interior era casi idéntico al de la escuela en la que yo había estudiado. Techos altos, suelos de madera y lámparas redondas y blancuzcas. Incluso había una fuente de pared con pila de porcelana blanca y asideros de cromo lo bastante bajos para que pudieran llegar los niños. Hasta el aire olía igual, a sopa de verduras. Durante un instante sentí la presencia del pasado, un pasado superpuesto a la realidad como una lámina de celofán que lo envolviese todo. Volví a experimentar el nerviosismo que había sufrido todos y cada uno de los días de mi infancia. No me gustaba la escuela. Los peligros que intuía eran más fuertes que yo. La escuela elemental estaba llena de amenazas. Siempre había obligaciones: exámenes de lectura, de geografía, de matemáticas, tareas para hacer en casa, preguntas espontáneas y cuadernos de deberes. Todo se juzgaba y criticaba, se calificaba y repasaba. La única clase que me gustaba era la de música porque en ella se podía consultar el libro, aunque a veces, claro, no había más remedio que ponerse en pie y cantar, y era morirse. Los demás niños eran un martirio peor que las clases. Yo era demasiado baja para mi edad y siempre estaba expuesta a cualquier agresión. Mis compañeros de clase eran traidores y tramposos y solían poner en práctica cuantas maldades veían en la tele. ¿Y quién podía protegerme de su vileza? Con los profesores no se podía contar, desde luego. Cada vez que sufría algún percance, se inclinaban sobre mí para situarse a mi nivel y su cara llenaba mi campo visual como un planeta descarriado a punto de chocar contra la Tierra. Al rememorar estas vicisitudes, comprendo que llegara a preocuparles. Yo era la típica niña que se ponía a vomitar o a llorar sin ningún motivo. En los días particularmente horribles hacía ambas cosas. Mis sufrimientos fueron continuos en quinto curso. No era una chica rebelde —era demasiado apocada para eso—, pero contravenía todas las normas. Después de comer, por ejemplo, en vez de volver a clase me escondía en los lavabos. Deseaba que me expulsaran porque suponía que así no tendría que ir a la escuela nunca más. Pero lo único que conseguía era que me llevaran a ver al director o que me castigaran haciéndome salir al pasillo, donde tenía que permanecer sentada en una silla pequeña. Un escarmiento público, sí señora. Mi tía, semejante a un ángel vengador, se lanzaba en picado sobre el director y armaba un zipizape por haberme sometido a una humillación así. La verdad es que la primera vez me fastidió, pero luego empezó a gustarme. El lugar era tranquilo y por lo menos estaba sola. Nadie me hacía preguntas ni me obligaba a escribir en la pizarra. Entre clase y clase, los compañeros, confundidos por mi comportamiento, ni siquiera me miraban.

—Usted dirá.

Alcé los ojos. Ante mí había una enfermera. Miré a mi alrededor y me di cuenta de repente de que el pasillo estaba lleno de sillas de ruedas y de que todos los pacientes eran ancianos, lisiados y paralíticos. Unos contemplaban el suelo con melancolía, otros emitían sonidos quejumbrosos. Una mujer repetía hasta la saciedad la misma petición conflictiva: «Que alguien me saque de aquí. Que alguien me ayude a levantarme. Que alguien me saque de aquí…».

—Busco a Agnes Grey.

—¿Es una paciente o una empleada?

—Paciente. Por lo menos lo era hace un par de meses.

—Pregunte en secretaría.

Me señaló las oficinas de mi derecha. Hice de tripas corazón, tratando de no ver aquella colección de inválidos. Puede que la vida no sea más que un tránsito entre los horrores de la escuela primaria y los horrores del asilo.

La secretaría se había instalado provisionalmente en las dependencias donde sin duda antaño había estado el despacho del director del colegio. Se había acotado con tabiques de vidrio un sector del ancho pasillo central y se había convertido en salita de recepción. Para sentarse no había más que un banco de madera. Esperé ante el mostrador hasta que de la oficina interior salió una mujer cargada con un montón de expedientes. Cambió de rumbo al verme y se me acercó con una sonrisa de encargada de relaciones públicas.

—¿En qué puedo servirla?

—Busco a una mujer llamada Agnes Grey —dije—. Tengo entendido que ingresó aquí hace unos meses.

Titubeó un instante y dijo:

—¿Se puede saber por qué?

Opté por decirle la verdad, aunque lo positivo o negativo de la medida no se sabe hasta que se han comprobado los efectos. Le di una tarjeta y le conté lo de Irene Gersh y que me había encargado que averiguara el paradero de su madre; para terminar, le hice la consabida pregunta:

—¿Sabe por casualidad dónde se encuentra ahora?

Me miró de hito en hito. La expresión se le modificó en virtud de algún proceso interno, aunque ignoraba de todo punto si tenía que ver o no con mi pesquisa.

—¿Me disculpa un momento?

—Claro.

Entró en la oficina y poco después reapareció con otra mujer que, según dijo al presentarse, era la señora Elsie Haynes, administradora de la institución. Era una sesentona gorda con un peinado consistente en un penacho de rizos del color del jengibre que al bajar hacia la nuca se convertía en alfombrilla de pelos no más largos que los de un bigote. La cara, en consecuencia, parecía demasiado ancha para armonizar con aquella cabeza. A pesar de lo cual me sonrió con toda cordialidad.

—Es un gran placer, señorita Millhone —dijo tendiéndome las dos manos. Más que estrechar la mía, hizo con ella un bocadillo manual, valga la expresión, encerrándola entre las suyas—. Soy la señora Haynes, pero llámeme Elsie. Bueno, no tiene más que decir en qué podemos servirla.

Era una coyuntura preocupante. No se me suele recibir así cuando trabajo en un caso.

—Mucho gusto en conocerla —dije—. Estoy buscando a una mujer llamada Agnes Grey. Tengo entendido que la trajeron aquí desde el Pioneers.

—Así es. La señora Grey está con nosotros desde principios de marzo. Y como seguramente querrá usted verla, he llamado a la jefa de planta. Ella la conducirá a la habitación de la señora Grey.

—Estupendo. Se lo agradezco mucho. Si he de serle sincera, no esperaba encontrarla aquí. Vamos, que pensaba que se habría marchado ya. ¿Está bien?

—Desde luego que sí. Está muchísimo mejor… completamente recuperada… aunque estábamos preocupados por tenerla que atender sin necesidad. No damos de alta a un paciente si no tiene adónde ir. Por lo que sabemos, la señora Grey carece de domicilio fijo y en ningún momento ha confesado que tuviese familia. Nos complace saber que tiene parientes en este Estado. Comuníqueselo usted sin falta a la señora Gersh y que haga las gestiones pertinentes para trasladarla a un centro de Santa Teresa que reúna las mismas condiciones.

Vaya, vaya. Asentí mecánicamente. Se le acababa la ganga de los subsidios públicos a la tercera edad. Traté de esbozar también yo una sonrisa de encargada de relaciones públicas para no comprometer a nada a Irene Gersh.

—No sé con exactitud lo que hará la señora Gersh. Le dije que la llamaría en cuanto supiera cómo están las cosas. Seguramente querrá hablar con usted antes de tomar una decisión, pero supongo que me dirá que vuelva a Santa Teresa con Agnes.

Cambió una rápida mirada con la enfermera.

—¿Hay algún inconveniente?

—No, en absoluto —dijo. Desvió la mirada hacia la puerta—. Aquí está la señora Renquist, la supervisora de sala. Es la persona indicada para comentar con usted este asunto.

Acometimos otra ronda de presentaciones y explicaciones. La señora Renquist tendría alrededor de cuarenta y cinco años, era delgada y morena, tenía la boca grande y agradable, y la tez oscura y arrugada de los fumadores. Llevaba el pelo cobrizo peinado hacia atrás, donde le sobresalía un moño en forma de rosco sujeto seguramente con una de esas cosas esponjosas de nailon que venden en Woolworth’s. Las tres mujeres parecían revolotear a mi alrededor como si fueran monjas, deshechas las tres en murmullos y frases tranquilizadoras. Minutos más tarde la señora Renquist y yo avanzábamos por el pasillo en dirección a su sala.