Como estaba deseosa de coger la carretera, al día siguiente me salté la sesión matutina de footing. Salí de Santa Teresa a las seis de la mañana con el coche lleno de trastos: un petate, la Smith-Corona portátil, la información relativa a la madre de Irene Gersh, el maletín, útiles de índole diversa y una nevera portátil donde había metido una caja de seis latas de Pepsi Light, un bocadillo de atún, dos mandarinas y una bolsa de plástico, de cierre hermético, con pastelitos de chocolate preparados por Henry.
Tomé la nacional 101, en dirección sur, siguiendo la costa hasta la salida de Ventura, donde la carretera se desvía hacia el interior. El pequeño VW se puso a gemir y rechinar al subir la cuesta de Camarillo, y al llegar a la cima lo puse en punto muerto hasta que entré en Thousand Oaks. Eran casi las siete cuando llegué al valle de San Fernando y el tráfico llenaba ya toda la anchura de la carretera. Algunos vehículos cambiaban de carril con la gracia y velocidad de los monopatinadores urbanos, lo que daba lugar a aparatosos accidentes ocasionales. El valle estaba cubierto por una nube de contaminación y niebla y esta ocultaba hasta tal punto las montañas que lo bordeaban que cualquiera que no supiese que estaban allí habría pensado que el terreno era llano como una bandeja.
En Hollywood Norte se bifurca la carretera, la 134 se dirige hacia Pasadena mientras que la 101 sigue hacia el sur, en dirección al centro de Los Angeles. En cualquier plano de la ciudad, el núcleo de Los Angeles parece un agujerito en el centro de un mantón de punto ancho que abarcara todo el condado y se extendiera hasta el condado de Orange, que está al sur. Las autopistas se juntan y entrelazan alrededor de elevados edificios. Nunca he conocido a nadie que tuviera algo que hacer en el centro de Los Angeles. A no ser que se tengan muchas ganas de ver Union Station, Olvera Street o la calle de los vagabundos y los tirados, el único motivo para aventurarse en los alrededores de las calles Sexta y Spring es curiosear en el mercado de oro al por mayor para joyeros o visitar Cooper Bulding para comprar ropa de diseño a precio de saldo. Por lo que afecta al resto, lo más sensato es pasar de largo a toda velocidad.
Se habrá advertido ya que he corrido un tupido velo sobre los acontecimientos del jueves por la noche. Lo cierto es que me dejé caer por la casa de comidas de Rosie para tomarme la copa que me había ofrecido y descubrí que entre ella y Henry me habían preparado una fiesta sorpresa. Se trató de una de esas ocasiones humillantes en que las luces se encienden de pronto y todo el mundo salta de detrás de los muebles. Yo no podía dar crédito a mis ojos. Jonah estaba entre los presentes; y Vera (la muy zorra no me había dicho ni una palabra, y eso que la había visto aquella misma tarde), Darcy y Mac, de La Fidelidad de California; y Moza, que vive en mi misma calle; y algunos parroquianos habituales de la casa de comidas; y un par de antiguos clientes míos. No sé por qué me cuesta tanto confesarlo, pero me habían preparado una tarta y me hicieron regalos que tuve que abrir allí mismo. Lo que pasa es que no me gustan las sorpresas ni ser el centro de atención. Quería a todos los que estaban allí, pero me turbaba ser objeto de tantos parabienes. Supongo que respondí como es debido. No me emborraché ni me aislé en un rincón, pero me sentí desconectada, como si hubiera caído en una especie de trance místico. Al reflexionar sobre ello en la intimidad del coche, se me dibujó en los labios una sonrisa incontenible. Las experiencias así me parecen mejores cuando las recuerdo.
La fiesta había concluido a las diez. Henry y Jonah me acompañaron a casa, Henry se despidió y enseñé a Jonah mi nuevo domicilio, sintiéndome más cohibida que una novia.
Me dio la sensación de que le apetecía pasar la noche conmigo, pero yo no me sentía con fuerzas. Ignoro por qué —puede que se debiese a la charla que había tenido con Vera—, pero me sentía distante y cuando se acercó para darme un beso, me aparté de él.
—¿Te ocurre algo?
—No, nada. Es que preferiría estar sola.
—¿He hecho algo que te haya molestado?
—No, de verdad. Estoy rendida, eso es todo. La fiesta ha estado a punto de acabar conmigo. Ya me conoces. No me siento bien en situaciones así.
Sonrió de oreja a oreja.
—Tendrías que haber visto la cara que ponías. Era increíble. Cuando estás desprevenida, tienes una pinta muy graciosa.
Se había apoyado en la puerta con las manos en la espalda y la luz de la cocina le manchaba un lado de la cara de amarillo intenso. Sin darme cuenta, me lo representé en la imaginación: ojos azules, pelo negro. Parecía cansado. Jonah es un poli de Santa Teresa que trabaja en la sección de Personas Desaparecidas, razón por la que nos conocimos hace casi un año. En la actualidad ya no estaba segura de lo que sentía por él. Es un hombre amable, despistado y bueno que quiere obrar bien, a despecho de las consecuencias. Comprendía el dilema que le atribulaba en relación con su mujer y no le echaba en cara el papel que le tocaba jugar. Sus vacilaciones eran inevitables. Tiene dos hijas que complican mucho la situación. Camilla le había dejado dos veces y en ambas ocasiones se había llevado consigo a las hijas. Él había salido adelante sin ella, pero en cuanto ella le hizo una seña con el dedo, él había vuelto corriendo a su lado. La historia se había vuelto un incesante tira y afloja desde entonces, con situaciones de doble filo. En noviembre, Camilla había llegado a la conclusión de que la suya tenía que ser una relación matrimonial «abierta»; según él, no era más que una forma eufemística de decir que quería dedicarse a la vida alegre a sus espaldas. Desde su punto de vista, la medida le liberaba hasta el extremo de relacionarse en serio conmigo, pero yo estaba convencida de que nunca se lo contaría a su mujer. No estaba nada claro hasta dónde podía llegar la «apertura» de aquel matrimonio abierto. Aunque yo no esperaba mucho de la relación, me inquietaba no saber en ningún momento cuál era mi lugar. Jonah se comportaba unas veces como el típico padre de familia que lleva a las niñas al zoológico los domingos por la tarde. Otras jugaba a ser un padre divorciado y hacía exactamente lo mismo. Jonah y las pequeñas se pasaban las horas contemplando a los monos mientras la madre hacía Dios sabe qué. Por mi parte, me sentía igual que un personaje secundario en una obra que no habría pagado por ver. No me hacía falta ningún agravante. Pero me resultaba difícil quejarme, ya que había conocido su situación matrimonial desde el principio. No importa, me había dicho a mí misma, ya soy una mujer adulta. Sé lo que he de hacer. Pero la verdad es que no tenía la menor idea del lío en que me estaba metiendo.
—¿A qué viene esa cara? —dijo Jonah.
Sonreí.
—Es de despedida. Estoy reventada.
—Entonces me iré y te dejaré dormir. La casa es de fábula. Espero que me invites a cenar cuando vuelvas.
—Pues claro, ya sabes cuánto me gusta cocinar.
—Iremos a divertirnos por ahí.
—Buena idea.
—Llámame.
—De acuerdo.
A decir verdad, el mejor momento de la jornada llegó cuando me quedé sola por fin. Cerré la puerta con llave y recorrí el perímetro de la casa para comprobar que todas las ventanas tenían el pestillo echado. Apagué las luces de abajo y subí al desván por la escalera de caracol. Para celebrar la primera noche que pasaba en la casa, abrí el grifo del baño y eché dentro parte del frasco de sales que me había regalado Darcy. Olía a pino y me recordó los productos de limpieza que se utilizaban en la escuela de mi primera enseñanza. A los ocho años solía preguntarme qué lumbrera del mantenimiento había inventado el truco de echar serrín encima de las vomitonas.
Apagué la luz del cuarto de baño y me senté en la humeante bañera, de cara a la ventana que daba al océano, que desde allí no era más que una lámina negra rasgada por el ancho y rielante sendero plateado que proyectaba la luna. Los sicomoros que se alzaban delante mismo de la ventana tenían el tronco blanco como la tiza y la fría brisa de primavera despertaba crujidos entre las hojas coloreadas de gris. Costaba creer que hubiese en el mundo exterior una persona contratada para matarme. Estoy firmemente convencida de que la inmortalidad es una ilusión con la que nos engañamos día tras día para seguir tirando, pero la idea de un contrato criminal me resultaba inconcebible.
El agua de la bañera se puso tibia, quité el tapón y fue desapareciendo con un movimiento solemne y espiral cuyo ruido hizo que me vinieran a la cabeza todos los baños que había tomado hasta el presente. A medianoche me metí desnuda entre las sábanas sin estrenar de la cama sin estrenar y me quedé mirando el cielo que se perfilaba a través de la claraboya. Las estrellas parecían granos de sal pegados a la cúpula de plástico y ordenados en figuras bautizadas por los griegos hacía siglos. Podía identificar la Osa Mayor y a veces incluso la Osa Menor, pero jamás había visto nada que se pareciera remotamente a una osa, una quilla o un cangrejo. Puede que los griegos antiguos se pasaran las noches tumbados junto al Partenón, fumando un porro tras otro, señalando las estrellas y vacilándose entre sí. No me di cuenta de que me había dormido hasta que el despertador me hizo volver a la realidad con un sobresalto.
Me concentré en la carretera mientras dirigía miradas ocasionales al mapa que tenía abierto en el asiento contiguo. El Parque Nacional de las Yucas y el Parque Regional del Desierto de Anza-Borrego estaban pintados de color verde oscuro y parecían piezas de un rompecabezas gigantesco. Los bosques eran de un verde más claro, el desierto de Mojave de un matiz color crema amarillento y las cordilleras se habían sombreado con rayas. La idea de que la civilización no podría engullir nunca todo el desierto me resultaba estimulante. No soy una fanática de la naturaleza, pero simpatizo con su terquedad.
En la salida de San Bernardino-Riverside, los ramales de la autopista se entrecruzan a varios niveles, igual que en las ilustraciones futuristas de los libros de los años cincuenta. Una vez la has dejado atrás, no hay nada en los arcenes salvo cables telefónicos, zanjas del color del azúcar moreno y alambradas que discurren entre los amarantos. El resplandor rojizo que se advertía a lo lejos indicaba que los algarrobos volvían a estar en flor.
En los alrededores de Cabazon me detuve en un área de descanso para estirar las piernas. Había ocho o diez mesas metálicas plegables en una zona cubierta de hierba, sombreada por los sauces y los álamos. Los servicios estaban en una estructura de piedra artificial con tejado a dos aguas. Entré en un lavabo y me sequé las manos con el aparato de aire caliente porque las toallas de papel se habían acabado. Como ya eran las diez y tenía hambre, cogí la nevera y la puse en una mesa situada a unos diez metros de la zona de estacionamiento. Una de las ventajas de las personas solteras es que son ellas quienes establecen las propias costumbres. ¿Quieres cenar a medianoche? Pues adelante, hija, no te va a ver nadie. ¿Quieres comer a las diez de la mañana? Tú mandas, criatura. Comes cuando quieres y lo llamas como se te antoja. Me senté de cara a la carretera y me puse a engullir un bocadillo mientras veía pasar el tráfico.
Un niño de unos cinco años jugaba en el sendero con unos camiones de juguete mientras el padre echaba una siesta en un banco, con un ejemplar de Sports Illustrated abierto sobre la cara y con los desnudos y gruesos brazos apoyados en la pechera de una camiseta estampada a la que se le habían quitado las mangas. El aire era cálido y suave y el cielo una sábana azul infinita.
Reanudé el viaje y pasé ante la interminable sucesión de centrales eólicas, donde el viento se transformaba en electricidad al pasar por las turbinas circulares dispuestas en fila. El viento era flojo aquel día y podía verlo recorrer el interior de las turbinas gracias a las finas aspas que giraban de manera caprichosa como las hélices de un aerostato. Puede que cuando desaparezca el hombre de la faz de la Tierra, estos tótems extraños sigan en pie, acumulando los elementos a la buena de Dios y transformando el viento en energía para mover máquinas primitivas.
El paisaje vuelve a transformarse en las cercanías de Palm Springs. Grandes carteles anuncian la proximidad de gasolineras y restaurantes de comida instantánea. Los campings de lujo se autodenominan «comunidades residenciales de adultos en plena forma». Detrás de las lomas se perfilan los montes pelados y moteados de grandes pedruscos calcinados por el sol. Pasé ante un camping de remolques llamado Vista del Mar, aunque no había ningún mar a la vista.
Tomé la dirección sur por la 111 y atravesé Coachella, Thermal y Mecca. El mar de Salton apareció a lo lejos, a mi derecha. Había tramos en que no veía más que el asfalto bordeado de tierra polvorienta y la masa de agua que despedía brillos grisáceos bajo el creciente calor del desierto. De tarde en tarde pasaba ante pequeños huertos de cítricos que eran como oasis en medio de un valle por lo demás castigado por un sol implacable.
Atravesé Calipatria. Más tarde oiría hablar a ciertos lugareños de una población que me pareció que se llamaba Caupat y que no era, según comprendí después, más que una forma abreviada de Calipatria. El único monumento destacado de la población es un edificio que hay en el centro con una pilastra de ladrillo que parece roída por las ratas. En realidad es una víctima sismológica que se ha dejado tal como quedó, quién sabe si para apaciguar a los dioses.
Veinticinco kilómetros al sur de Calipatria se encuentra Brawley. En las afueras divisé un motel con el rótulo de HABITACIONES LIBRES. El motel El Vagabundo era una estructura de dos plantas y con unas cuarenta habitaciones, que dibujaban una L alrededor de un aparcamiento de asfalto. Pedí una individual y me dieron la número 20, que se encontraba en uno de los extremos. Estacioné el coche en la plaza que había delante de la habitación y trasladé a esta el petate, la máquina de escribir y la nevera portátil.
Era una habitación práctica, aunque olía un poco a esencia de microbio. La moqueta era de fibra sintética, de un verde bitonal y con tanta pelusa que habría podido segarse con guadaña. Los estampados botánicos verde y oro del edredón hacían juego con los de las cortinas y representaban hiedras de no sé qué especie que trepaban por una espaldera. En el cuadro que colgaba encima de la cama de cuerpo y medio podía verse un alce metido hasta las corvas en el agua de un lago. Las montañas que se divisaban más allá eran de la misma tonalidad verde que la alfombra, inteligente detalle decorativo del que doy constancia para que lo aprovechen los profesionales. Llamé por teléfono a Henry para decirle dónde estaba. Trasladé a continuación el resto de mis pertenencias, comprobé de qué color era el agua del lavabo, volví a ponerme al volante, puse rumbo al norte y no paré hasta llegar a Niland, un pueblo muy pequeño.
Aparqué junto a lo que habría podido ser el bordillo de una acera de haber existido una en las inmediaciones. Pregunté cómo se llegaba al Hormigón a un granjero de cara correosa y vestido con un mono. Extendió el brazo y el dedo sin decir palabra. Giré a la derecha al llegar a la esquina y recorrí otros dos kilómetros de llanura, accidentada únicamente por postes telefónicos y cables eléctricos. De vez en cuando cruzaba acequias con las orillas cubiertas de hierbajos. A la derecha y a lo lejos divisé un cerro pelado en cuya cima había una formación rocosa decorada con mensajes religiosos, DIOS ES AMOR y ARREPIÉNTETE se habían escrito con caracteres gigantescos. No alcancé a descifrar lo que ponía debajo. Seguramente era una cita de la Biblia. En las cercanías había un camión medio desguazado con una barraca de madera montada en la parte de atrás y decorada igualmente con mensajes de cariz fundamentalista.
Dejé atrás lo que sin duda había sido un puesto de guardia cuando la antigua base militar estaba en pleno funcionamiento. No era más que un quiosco dé hormigón de un metro cuadrado, más o menos del tamaño de una cabina telefónica. Seguí adelante. Al cabo de doscientos o trescientos metros vi otra garita pintada de azul celeste. El perfil de la fachada se había decorado con follaje, BIENVENIDOS A se había escrito con letras negras debajo mismo del tejado y HORMIGÓN CITY trazaba un arco blanco sobre fondo negro encima de una bandada de palomas blancas que volaban en todas direcciones. Vi DIOS ES AMOR en dos sitios. La decoración era seguramente obra de los hippies que habían ocupado el lugar allá en los años sesenta. Nada perece en el desierto, salvo la flora y la fauna, como es lógico. El aire es tan seco que nada parece corromperse, y el calor, aunque intenso casi todo el año, conserva más que destruye. Atrás había dejado barracones de madera vacíos que sin duda se habían abandonado hacía más de medio siglo.
En medio de la infinita llanura de tierra y grava vi camiones en abundancia y unos cuantos coches, muchos con la puerta abierta para airear el interior. Remolques caros y baratos, tiendas, camionetas y furgonetas se habían agrupado en comunidades vecinales de carácter provisional. Las calles eran anchas y estaban limitadas por arbustos. Sólo una se había señalizado y el rótulo, apoyado en una piedra, decía CALLE 18.
En la arteria principal se había montado uno de los mercadillos de ocasión más grandes del mundo. Los mostradores estaban abarrotados de trastos de vidrio, ropa vieja, neumáticos de segunda mano, asientos de coche usados y televisores que ya no funcionaban. Todo era «bueno, bonito y barato». Un rótulo escrito a mano anunciaba SE HACEN ARREGLOS. No había ni un solo cliente. Tampoco veía a ningún lugareño, ni siquiera fugazmente. De un asta improvisada pendía una bandera nacional; también vi banderas regionales y todas ondeaban al tórrido viento que lo llenaba todo de polvo. No había antenas de televisión, ni verjas, ni postes telefónicos, ni cables eléctricos, ni nada que fuera estable y permanente. Con los toldos multicolores para resguardarse del sol de mediodía, el poblado entero parecía un campamento gitano. Sólo el ladrido ocasional de algún perro rompía el silencio imperante.
Me hice a un lado del camino, detuve el coche y bajé. Me protegí los ojos con la mano y escruté el paisaje. Cuando se me acostumbraron los ojos a la luz cegadora, comprobé que en realidad había gente por los alrededores: una pareja sentada a la puerta abierta de su casa móvil, un hombre que cruzaba de un pasillo de vehículos a otro. Nadie parecía prestarme atención. Las idas y venidas de desconocidos eran por lo visto hechos tan frecuentes que mi presencia no despertaba el menor interés.
A unos cincuenta metros vi a una mujer sentada en el rectángulo de sombra que proyectaba un paracaídas rojo y naranja tendido entre dos furgonetas. Daba de mamar a un niño e inclinaba la cara para que la viese el pequeño. Eché a andar y me detuve a unos quince metros. No sabía qué determinaba allí los límites de la propiedad privada y no quería ser una intrusa.
—Hola —dije—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
Levantó la cabeza para mirarme. Podía tener perfectamente dieciocho años. Se había recogido el pelo negro en un moño desordenado en lo alto de la cabeza. Vestía pantalón corto y una camisa de algodón que llevaba totalmente abierta por delante. El niño mamaba con tanta fuerza que desde donde me encontraba oía los ruidos producidos por la succión.
—¿Busca a Eddie?
Negué con la cabeza.
—Busco a una mujer que se llama Agnes Grey. ¿La conoces?
—No, yo no. A lo mejor la conoce Eddie. Lleva aquí mucho más tiempo que yo. ¿Es de las fijas?
—Me han dicho que lleva aquí varios años.
—Pregunte entonces en el Centro Cristiano. Está más abajo, a la izquierda. Es el remolque que tiene fuera el tablón donde están apuntados todos los trabajos que se hacen aquí. Mucha gente da allí su nombre por lo que pudiera pasar. ¿Por qué la busca?
—Tiene una hija en Santa Teresa que no sabe nada de ella desde hace meses. Me ha pedido que averigüe por qué su madre no da señales de vida.
Me miró con el ceño fruncido.
—¿Es usted detective o algo así?
—Sí, algo así. En realidad soy amiga de la familia y como en cualquier caso tenía que pasar cerca de aquí, he aprovechado la ocasión para venir personalmente. —Saqué las dos fotos que me había entregado Irene Gersh. Me acerqué a la joven y se las puse delante para que las viera—. Este es su remolque. De ella no tengo ninguna foto, pero es una señora mayor, ya octogenaria.
La muchacha adelantó la cabeza para mirar las fotos.
—Ah, sí, ya sé quién es. No sé cuál es su verdadero nombre, pero todos la llaman «la Abuela».
—¿Sabes dónde está?
—Su remolque sí, pero a ella hace tiempo que no la veo.
—¿Recuerdas cuándo la viste por última vez?
Se puso a hacer guiños mientras pensaba.
—Nunca me fijo en la gente y no sabría decirle. Cada vez que tiene que ir a la ciudad, se pone a esperar en la carretera. Aquí se ayudan todos en eso, por ejemplo cuando a uno se le estropea el coche y tiene que ir a algún sitio. Pero es una mujer un poco rara.
—¿En qué sentido?
—Bueno, no sé, le da a ratos, cuando se pone a hablar sola. Hay gente que se pasea sola y se pone a gesticular como si discutiera con alguien. Eddie la ha llevado un par de veces a Brawley y dice que no le pasa nada. Que huele mal, pero que no está loca ni nada por el estilo.
—¿Y no la has visto últimamente?
—No, pero tiene que estar por aquí. Yo estoy muy ocupada con el niño. A lo mejor la han visto otros. Yo no he hablado nunca con ella.
—¿Y Eddie? ¿Cuándo tiene que volver?
—No antes de las cinco, creo. Si quiere mirar en el remolque de la Abuela, siga por esta misma calle unos cuatrocientos metros. Entonces verá un Chevrolet viejo y oxidado. Aquello es la calle del Chevrolet Oxidado. Gire a la derecha y siga hasta llegar a unos depósitos de hormigón que hay a la izquierda. Tienen forma de U. No sé qué son, pero el remolque de la Abuela está a continuación. Cuando llame a la puerta, golpee muy fuerte. Por lo que me ha contado Eddie, está medio sorda.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
—Si no está, vuelva y espere a que venga Eddie si quiere. A lo mejor le puede decir más cosas.
Consulté el reloj. No eran más que las doce y veinticinco.
—No sería mala idea —dije—. Gracias otra vez.