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A eso de la una estaba otra vez en mi domicilio sintiéndome satisfecha de la vida. Me habían encargado otro caso, acababa de estrenar una casa que me gustaba…

Nada más abrir la puerta se puso a sonar el teléfono. Descolgué un segundo antes de que se pusiera en marcha el contestador.

—¿Señorita Millhone? —Era voz de mujer y no me resultaba conocida. Las interferencias sugerían que podía tratarse de una conferencia.

—Sí, soy yo.

—Le pongo con el señor Galishoff.

—Muy bien —dije, experimentando una curiosidad repentina.

Lee Galishoff era un abogado del turno de oficio de Carson City, Nevada, con el que había trabajado hacía alrededor de cuatro años. Andaba a la sazón tras la pista de un sujeto llamado Tyrone Patty y pensaba que podía encontrarse en mi territorio. Un sospechoso de atraco a mano armada que respondía al nombre de Joe-Quincey Jackson había sido detenido y acusado de homicidio intencionado tras haber cosido a balazos al empleado de una tienda de licores. Jackson había afirmado que quien le había dado al gatillo era Tyrone Patty. Galishoff estaba muy interesado en hablar con él. Se rumoreaba que Patty se había refugiado en Santa Teresa, pero como la policía de aquí no había podido localizarle, Galishoff se había puesto en contacto con el detective del turno de oficio de Santa Teresa, que a su vez le facilitó mi teléfono. Galishoff me puso al corriente y me envió más tarde toda la información disponible sobre Patty, junto con una foto que le habían hecho en una detención anterior.

Estuve tres días rastreando el paradero del individuo en todos los registros públicos disponibles: el directorio municipal, la guía telefónica, las licencias de matrimonio, las sentencias de divorcio, las partidas de defunción, los archivos judiciales de la localidad y del estado, y por último la jefatura superior de tráfico. Di aquí con una pista al descubrir que le habían multado la semana anterior por contravenir el código. En la citación judicial figuraba una dirección de Santa Teresa —la de un amigo suyo, según averigüé más tarde—, fui a la casa, llamé a la puerta y me abrió Patty en persona. Como me había disfrazado de vendedora de productos Avon, fue una suerte no tener que vérmelas con la señora de la casa. Cualquier mujer en su sano juicio se habría dado cuenta en el acto de que yo no tenía ni idea de maquillaje. Patty, respondiendo a otros instintos, me había dado con la puerta en las narices. Informé sobre su paradero a Galishoff, que por entonces había localizado un testigo que confirmaba la versión de Jackson. La fiscalía del distrito de Carson City dictó orden de busca y captura. Patty fue detenido dos días después y extraditado. Lo último que supe era que lo habían declarado culpable y que cumplía condena en la Prisión Estatal de Nevada, que está en Carson City.

Oí la voz de Galishoff al otro lado del hilo.

—¿Kinsey? ¿Qué hay? Lee Galishoff al habla. Espero no haberte cogido en mal momento.

Hablaba tan alto que tuve que ponerme el auricular a unos centímetros de la oreja. Las voces engañan por teléfono. A juzgar por su forma de hablar, siempre me lo había imaginado sesentón, medio calvo y gordo, pero al ver una foto suya en un periódico de Las Vegas había descubierto que era un cuarentón delgado, atractivo y con una abundante mata de pelo rubio.

—El momento es bueno —dije—. ¿Cómo anda todo?

—Por ahora bien. Tyrone Patty está otra vez en la cárcel del condado en espera de que se le juzgue por tres homicidios.

—¿Qué ha hecho esta vez?

—Él y un colega suyo atracaron una tienda de licores y mataron a tiros al empleado y a dos clientes.

—Pues no me había enterado.

—Ni tenías por qué enterarte. Mira, el asunto es que nos quiere cubrir de mierda hasta el cogote. Dice que su vida es un desastre desde que lo metimos en la trena. Ya sabes cómo son estas cosas. La mujer se divorció de él, le quitaron a los críos y cuando salió no encontró trabajo. Siguiendo una lógica implacable, volvió a cometer atraco a mano armada y liquidó a todo el que se le puso por delante. Por culpa nuestra, naturalmente.

—Naturalmente. ¿Y quién dice que no?

—Ya, claro, claro. Ahora escucha lo más interesante. Por lo visto, hace dos semanas contactó con otro preso para negociar con él una especie de contrato de homicidio cuyas víctimas éramos nosotros dos, el fiscal del distrito y el juez que lo encerró.

Fruncí el ceño al auricular mientras me tocaba el pecho con el dedo.

—¿Nosotros dos quiere decir que yo también? —La voz se me había puesto más trémula que un flan, como si acabara de tener la primera menstruación.

—Exacto. Por suerte, el otro preso era un confidente que nos lo comunicó enseguida. Por orden del fiscal del distrito, dos agentes se disfrazaron de presos y se hicieron pasar por pistoleros en potencia. Acabo de oír una grabación que te helaría la sangre.

—Pero ¿lo dices en serio?

—Aún falta lo peor —dijo—. Por lo que se oye en la grabación, cabe la posibilidad de que haya hablado con más gente, aunque no sabemos con quién. Lo que nos preocupa es que haya estado en contacto con otros individuos que en este momento estén actuando ya en una dirección de la que lo ignoramos absolutamente todo. Lo hemos notificado a la prensa, con la esperanza de que la cosa se hinche hasta un punto intolerable. El juez Jarvison y yo estamos protegidos por agentes armados las veinticuatro horas del día y pensamos que lo mejor era ponerte al tanto de lo que ocurre. Lo más sensato sería que avisaras a la policía de Santa Teresa para que te diera protección.

—Maldita sea, Lee. Yo no sería tan optimista. Ten en cuenta que la amenaza procede de otro estado. La policía de Santa Teresa no tiene ni personal ni presupuesto para una cosa así. —La verdad es que no había tuteado a Galishoff hasta el presente, pero en vista de lo que acababa de contarme, me pareció que tenía algún derecho a ello. Si Patty era el conspirador, Galishoff y yo éramos compañeros de la misma lista negra.

—No creas, aquí tenemos el mismo problema —dijo—. La protección que nos puede dar el sheriff no es eterna… cuatro o cinco días a lo sumo. Ya veremos cómo nos las arreglamos después. Mientras tanto, podrías contratar a alguien por tu cuenta. De manera provisional, claro.

—¿Un guardaespaldas? —dije.

—Bueno, alguien versado en técnicas de seguridad.

—Tendría que pensarlo —dije tras titubear un segundo—. No quisiera parecer roñica, pero me costará un ojo de la cara. ¿De veras crees que es necesario?

—Te lo diré de otro modo: yo, en tu caso, no me arriesgaría. Tiene antecedentes por seis delitos con violencia.

—¡Ah!

—Eso mismo, ¡ah! Y lo ofensivo del asunto es que ha ofrecido una miseria. Cinco de los grandes por los cuatro. ¡Menos de mil quinientos dólares por cabeza! —Se echó a reír de repente, pero no creo que porque le hiciera gracia.

—No puedo creerlo —dije, tratando todavía de hacerme a la idea. Cuando nos dan una mala noticia, se produce siempre un momento en que todo avanza más despacio, ya que el cerebro es incapaz de asimilar lo que sucede.

—Si te decides por mi solución —dijo Galishoff—, conozco a cierto individuo. Es un detective privado de aquí y ha trabajado en seguridad. Está ya hasta las narices, pero es magnífico.

—Exactamente lo que necesito, una persona harta de su trabajo.

Se echó a reír otra vez.

—Vamos, no te desanimes. Te digo que es muy bueno. Estuvo viviendo en California hace años y le encanta la región. Puede que le entusiasme cambiar de aires.

—O sea que está disponible.

—Creo que sí. Precisamente hablé con él hace un par de días. Se llama Robert Dietz.

Di un respingo.

—¿Dietz? Lo conozco. Hace un año más o menos estuve hablando con él, mientras trabajaba en un caso.

—¿Tienes su teléfono?

—Lo debo de tener en alguna parte, pero dámelo de todos modos —dije.

Tomé nota del número. Sólo había tratado con él por teléfono, pero había resultado un hombre muy eficaz y además no me había cobrado ni un centavo. En el fondo estaba en deuda con él. Oí un zumbido al otro extremo del hilo.

—Un momento —dijo Galishoff. Cortó la comunicación, se produjo un breve silencio y volvió a ponerse al habla—. Lamento despedirme con brusquedad, pero acabo de recibir una llamada. No dejes de contarme lo que hayas decidido.

—De acuerdo —dije—. Gracias por todo. Y cuídate.

—Tú también —dijo y colgó.

Puse el auricular en la horquilla sin dejar de mirar el teléfono. ¿Un contrato de homicidio? ¿Cuántas veces habían querido matarme en los últimos doce meses? Bueno, no tantas, me dije poniéndome a la defensiva; pero aquello era distinto. Nadie (que yo supiera) me había incluido jamás en un contrato como objeto de la transacción. Traté de imaginar a Tyrone Patty charlando del asunto como si tal cosa con un pistolero de Carson City. No dejaba de tener sus puntos extraños. Ante todo, me costaba imaginar que nadie pudiese vivir de aquello. ¿O era un trabajo que se hacía por temporadas? ¿Habría dietas para el contratado y se le daría de alta en la Seguridad Social? ¿Se habría ofrecido un precio reducido, dado que éramos cuatro las víctimas? Tuve que admitir que Galishoff tenía razón: 1.500 por cabeza era una miseria. A los asesinos a sueldo de las películas se les paga entre cincuenta y cien billetes, aunque sin duda porque el público quiere creer que la vida humana vale tanto. Supongo que habría tenido que sentirme halagada por habérseme incluido en el trato. ¿Qué más quería? Un abogado de oficio, un fiscal del distrito y un juez. Distinguida compañía para una investigadora de provincias. Me quedé mirando el número de Dietz, pero no me animaba a llamar. Puede que el conflicto se solucionase antes de verme obligada a tomar medidas de protección. El problema de fondo era si se lo contaba a Henry Pitts. Noooooo. Se pondría muy nervioso y además no tenía ningún sentido.

Al oír el golpe en la puerta, salté como si me hubieran disparado. No me pegué precisamente a la pared, pero adopté toda clase de precauciones cuando fui a ver de quién se trataba. Era Rosie, una húngara que tiene una casa de comidas en el barrio y un apellido que ni sé pronunciar ni sabría deletrear aunque me lo propusiera. Creo que le gusta interpretar el papel de madre, aunque primero hay que saber provocar sus reproches y regañinas. Se había puesto una de sus sayas tropicales estampadas, de color verde oliva, con islas, palmeras y loros en tonos rosáceos y amarillentos. Llevaba en las manos un plato grande tapado con una servilleta de papel.

Nada más abrirle la puerta, la empujó sin el menor miramiento, de acuerdo con su estilo habitual. Algunos lo llaman mala educación.

—Como es tu cumpleaños, te he traído rollos de queso y fruta —dijo—. Con nueces, no con manzana. Es el mejor strudel que he hecho en mi vida. Te va a saber a poco.

—Tiene una pinta estupenda —dije.

—Ha sido idea de Klotilde —admitió en un brote de sinceridad.

Rosie es sesentona, bajita y pechugona, y se tiñe el pelo de ese color rojizo-anaranjado que tienen los ladrillos recién hechos. Ignoro qué producto emplea para conseguir el efecto (seguramente algo que pasa de contrabando durante sus viajes semestrales a Budapest), pero el caso es que el cuero cabelludo se le pone de un rosa subidísimo a lo largo de la raya del pelo. Aquel día se había peinado hacia atrás los aladares y se los había sujetado con horquillas, un estilo que goza de mucha popularidad entre la población de cinco años. La última quincena había estado buscando con ella una pensión para su hermana Klotilde, que acababa de mudarse a Santa Teresa, procedente de Pittsburgh, cuyos inviernos ya no podía soportar. Rosie no tiene coche y como vivo muy cerca de su casa de comidas, ayudarla a encontrar alojamiento para Klotilde me pareció de rigor. Al igual que Rosie, Klotilde era bajita, gordinflona y adicta al mismo tinte que teñía de rosa el cuero cabelludo de Rosie y le enrojecía las mechas. Tenía que ir en silla de ruedas por culpa de una enfermedad degenerativa que le hacía refunfuñar y mostrarse intransigente, aunque Rosie juraba que siempre había sido así. Se llevaban como el perro y el gato, y después de pasar una tarde con las dos, también yo refunfuñaba y me mostraba intransigente. Tras descartar quince o dieciséis lugares posibles, le habíamos encontrado un alojamiento que parecía ideal, una habitación en la planta baja de una antigua vivienda bifamiliar de la zona este, situación que me ponía fuera de su alcance.

—¿No quieres pasar? —Mantuve la puerta abierta mientras Rosie meditaba la invitación. Se balanceaba ligeramente, pero sin mover los pies, como si se los hubieran clavado en el suelo. A veces le gusta hacerse de rogar, sobre todo cuando se siente insegura. Cuando está en su territorio es más agresiva que un gallo de pelea.

—A lo mejor no te gusta la compañía —dijo, bajando los ojos con recato.

—Entra de una vez —dije—. Sí me gusta la compañía. Tienes que ver la casa. Henry ha hecho una obra de arte.

Hizo un movimiento nervioso de indecisión y entró de costado en la sala. Me dio la sensación de que inspeccionaba el interior por el rabillo del ojo.

—Qué bonita.

—Me encanta. Deberías ver el desván —dije.

Dejé el strudel en la cocina y puse agua al fuego para preparar un té. Paseé a Rosie por toda la casa, subí y bajé con ella por la escalera de caracol y le enseñé el sofá-cama, los cubículos y las perchas para colgar ropa. Emitió toda clase de exclamaciones admirativas y sólo se permitió hacer un ligero reproche al comprobar lo exiguo de mi vestuario. Según ella, no me saldrá un novio formal mientras no tenga dos vestidos como mínimo.

Acabada la excursión, tomamos el té y devoramos el strudel. Al final rebañé el plato, pasando el dedo humedecido sobre las crujientes migas que habían quedado. La incomodidad que sintiera Rosie se fue desvaneciendo, mientras la mía aumentaba de forma proporcional a la prolongación de la visita. Hacía dos años que la conocía, pero si exceptuamos la última quincena, nuestras relaciones se habían desarrollado exclusivamente en su casa de comidas, de la que era dueña, señora y tirana. No teníamos mucho que decirnos y me vi obligada a improvisar temas de conversación para que no surgieran tiempos muertos de silencio embarazoso. Cuando apuramos el té, yo ya no hacía más que consultar la hora de reojo.

Rosie se quedó mirándome de hito en hito.

—¿Qué te pasa? ¿Has quedado con alguien?

—Pues no. Se trata del trabajo. Tengo que ir mañana al desierto y quisiera pasar hoy por el banco.

Me apuntó con un dedo y me lo clavó en el brazo.

—Esta noche cenas en mi local. Te invitaré a una copa de aguardiente de patata.

Salimos juntas. Me ofrecí a llevarla en coche, pero como la casa de comidas estaba a media manzana, dijo que prefería ir andando. Poco antes de perderla de vista, la brisa jugaba con el ancho vuelo de su saya tropical estampada. Parecía un globo a punto de remontarse a las alturas.

Me dirigí al centro y de paso me detuve en un cajero automático de mi banco para depositar el anticipo que me había dado la señora Gersh y sacar 100 dólares en efectivo. Di la vuelta a la manzana y dejé el coche en el aparcamiento público que tengo detrás del despacho. Confieso que el asunto del asesino a sueldo me había hecho tomar conciencia de que tenía espalda y tuve que contener el deseo de seguir una trayectoria zigzagueante cuando subí por las escaleras descubiertas que daban al exterior.

Ya en el despacho, cogí la máquina de escribir portátil, un puñado de fichas y la pistola, y entré en las oficinas de la compañía de seguros La Fidelidad de California, que tengo al lado mismo. Estuve charlando un rato con Darcy Pascoe, que hace de secretaria general y de recepcionista. Me había ayudado en un par de casos y meditaba la posibilidad de cambiar de oficio. En mi opinión podía resultar una investigadora excelente y me dedicaba a estimularla. Es mejor ser detective que limpiar con el culo las sillas de otro.

Para completar el recorrido pasé al despacho de Vera Lipton. Es una de esas mujeres que traen de cabeza a los hombres. Desde mi punto de vista no hace nada fuera de lo corriente, pero supongo que su secreto radica en el aire de confianza total que emana por todos los poros. Le gustan los tíos y ellos se dan cuenta, incluso cuando los envía a hacer gárgaras. Tiene treinta y siete años, está soltera y es adicta al tabaco y a la Coca-Cola, sustancias que consume sin parar. Puede que sean perjudiciales para la salud, pero al parecer no se alarma nadie. Es alta, pelirroja, pesa alrededor de sesenta y cinco kilos y lleva gafas de cristales grandes, redondos y de un matiz oscuro. Ya sé que estas características nada tienen que ver con la mujer ideal, por lo menos desde el punto de vista femenino, pero se diría que tiene algo irresistible. No es precisamente una mujer promiscua, pero si va al supermercado, seguro que la aborda un tío que acaba saliendo con ella varios meses. Y al final de la relación seguirán manteniendo una amistad tan intensa que ella conseguirá emparejarlo con alguna amiga.

No estaba en su despacho. Por lo general la localizo por el olor del tabaco, pero aquel día no me sentí capaz de hacerlo. Despejé una silla, tomé asiento y estuve unos minutos hojeando un libro sobre las estafas en el mundo de los seguros. Allí donde hay dinero siempre hay alguien dispuesto a robar.

—Hola, Kinsey. ¿Qué tal va todo?

Vera entró en el despacho y dejó un expediente sobre la mesa. Llevaba un vestido-pantalón de una sola pieza, con hombreras y un cinturón ancho de piel. Se sentó en la silla giratoria y automáticamente metió la mano en el cajón inferior, donde suele guardar una nevera portátil llena de Cocas. Sacó una botella sin abrir y la levantó como si me estuviera invitando. Negué con la cabeza.

—¿Sabes una cosa? —dijo.

—No me atrevo a preguntar.

—Mira a tu alrededor y dime qué ves.

Me encantan estas adivinanzas. Me recuerda un juego que solíamos practicar en las fiestas de cumpleaños, cuando estaba en primera enseñanza: la mamá de quien fuera nos enseñaba una bandeja con objetos variados, la mirábamos durante un minuto y después teníamos que decir de memoria lo que contenía. Es el único juego de salón al que he ganado en toda mi vida.

Me puse a observar lo que había en el escritorio de Vera. El revoltillo de cachivaches era el mismo de siempre. Expedientes, folletos sobre seguros, cartas amontonadas. Dos botellas vacías de Coca-Cola

—No veo colillas —dije—. ¿Y el cenicero?

—Lo he dejado.

—No me lo creo. ¿Cuándo?

—Ayer. Desperté hecha polvo y con una tos que se me salían los pulmones. Me había quedado sin tabaco y tenías que haberme visto a cuatro patas, revolviendo la basura en busca de una colilla lo bastante grande para no quemarme los labios al encenderla. No encontré ninguna. Ahora bien: para saborear la primera calada del día tenía que vestirme, coger las llaves del coche y salir zumbando hasta la esquina. Y me dije: que se vaya al cuerno. Se acabó. No pienso pasar por ello nunca más. Y lo dejé. Hace ya treinta y una horas.

—Eso es fabuloso. Estoy orgullosa de ti.

—Gracias. Me siento llena de salud. El deseo es inevitable y me gustaría poder celebrarlo fumándome un cigarrillo. Tú obsérvame y verás que cada siete minutos, cuando me vienen las ganas, se me acelera la respiración. ¿Has venido por algo concreto?

—Ya me iba a casa —dije—. He pasado sólo a saludaros. Mañana me voy fuera y ya he quedado para cenar.

—Pues qué chasco. Porque estaba pensando que podíamos cenar juntas para presentarte a alguien.

—¿Presentarme a alguien? ¿Una especie de cita a ciegas? —La noticia me fascinó tanto como la idea de ir al dentista.

—No lo digas de ese modo, criatura. Es un tipo que te vendrá como anillo al dedo.

—No me atrevo a preguntarte qué quieres decir con eso —dije.

—Quiero decir que no está casado, como otro que no quiero mencionar.

Se refería a Jonah Robb, las rupturas y reanudaciones de cuyo matrimonio habían originado no pocos conflictos. Había estado liada con él de manera intermitente desde el otoño pasado, pero el éxtasis se había acabado hacía mucho tiempo.

—Es una relación normal y corriente —dije.

—Y un rábano —me espetó—. Nunca está cuando le necesitas. Siempre está con la descarada esa en el consultorio de algún consejero matrimonial.

—Eso es verdad. —Jonah y Camilla no hacían más que ir de un psicoanalista a otro; cada vez que estaban a punto de llegar a un acuerdo, cambiaban de especialista; no sé cómo lo llaman, conflictividad endémica seguramente. Habían estado juntos desde que estudiaban en el colegio y por lo visto se habían acostumbrado a la cara oculta del amor.

—No la dejará nunca —dijo Vera.

—Puede que sea verdad, pero no me importa.

—Te importa y sabes que te importa.

—Te digo que no. En mi vida sólo hay sitio para lo que ya he tenido y poco más. No quiero vivir ninguna pasión desenfrenada. Jonah es un buen amigo y cumple su cometido a la perfección…

—Tía, tú no tienes sensibilidad.

—Y tú no tienes derecho a descalificarme. Porque de eso se trata.

—No es una descalificación. Es más bien una recomendación.

—¿Quieres convencerme para endosarme el producto? Pues adelante. Descríbemelo. Me muero de impaciencia.

—Es un hombre perfecto.

—«Perfecto». Entendido —dije, fingiendo que lo anotaba todo—. Muy bien. ¿Qué más?

—Salvo en un punto.

—Ah.

—No voy a mentirte —dijo con seriedad—. Si fuese totalmente perfecto, me lo ligaría yo.

—¿Qué defecto tiene?

—No me metas prisa. Ya llegaremos a eso. Primero te enumeraré las virtudes.

Consulté la hora.

—Tienes treinta segundos.

—Es elegante. Divertido. Cariñoso. Competente…

—¿Cómo se gana la vida?

—Es médico del seguro… pero no de los que se pasan todo el día trabajando. Es abierto a nivel sentimental. Sincero. Dulce, sin sobrepasarse.

—Sigue hablando.

—Tiene treinta y nueve años, sigue soltero, aunque le interesa emparejarse en serio. Está bien físicamente, no fuma ni se droga, aunque tampoco hace campaña en contra, ya entiendes lo que quiero decir. Vamos, que no es un puritano.

—Ya, ya, ya, ya —dije con voz cansina. Le hice un gesto giratorio con la mano, dándole a entender que fuese derecha al asunto.

—Además es guapo. En serio. Ocho y medio en una escala del uno al diez. Esquía, juega al tenis, va al gimnasio…

—Y no se le levanta —dije.

—¡Es una fiera en la cama!

Me eché a reír.

—Vamos, Vera, ¿dónde está la trampa? ¿Mastica con la boca abierta? ¿O le gusta contar chistes? Sabes que detesto a los graciosos.

Negó con la cabeza.

—Es bajito.

—¿Cuánto?

—Uno sesenta y dos. Yo mido uno setenta y cuatro.

La miré con incredulidad.

—¿Y qué? Has salido con media docena de hombres más bajos que tú.

—Sí, pero no en público. Siempre me ha molestado.

Seguí observándola.

—¿Y no ligas con él por eso?

Adoptó una actitud de desafío.

—Es un tipo fabuloso, pero no es lo que yo quiero. No lo estoy juzgando. Es sólo una de mis manías.

—¿Cómo se llama?

—Neil Hess.

Cogí un trozo de papel de la papelera y un bolígrafo que había encima de la mesa.

—¿Y el teléfono?

Me miró de hito en hito.

—¿De verdad vas a llamarle?

—Yo sólo mido uno sesenta y siete. ¿Qué importancia tienen cinco centímetros entre colegas?

Me dio el teléfono, lo apunté y me guardé el papel en el bolso.

—Estaré fuera un día. Le llamaré cuando vuelva.

Me levanté para irme, pero me detuve al llegar a la puerta.

—Si me caso con él —dije—, tú serás la madrina.