Alrededor del 5 de mayo, que no sólo es fiesta en California sino también mi cumpleaños, me sucedieron tres cosas. Aparte de cumplir los treinta y tres (después de tener treinta y dos durante doce meses interminables), recuerdo la fecha por lo siguiente:
No he enumerado los tres acontecimientos por orden de importancia, sino por el orden que me resulta más fácil de explicar.
Para quien le interese, me llamo Kinsey Millhone y soy investigadora privada, con licencia expedida por las autoridades del estado de California. Tengo (a partir de ahora) treinta y tres años, peso cincuenta y tres kilos y mido metro sesenta y siete. Tengo el pelo negro, espeso y lacio. Siempre lo he llevado corto, pero últimamente me lo estoy dejando crecer para ver cómo me queda. Por lo general me lo corto yo misma cada seis semanas, con unas tijeras de uñas. Mis ingresos no me permiten pagar los 28 dólares que me cobrarían en un salón de belleza. Tengo los ojos castaños y una nariz que me han roto dos veces, pero que aún cumple con su cometido bastante bien; eso creo, por lo menos. Si me pidieran que calificara mi aspecto en una puntuación del uno al diez, me negaría en redondo. Debo decir, sin embargo, que sólo me maquillo de uvas a peras, por lo que mi aspecto, sea cual fuere al levantarme, sigue una línea coherente con el del resto del día.
Desde Año Nuevo venía hospedándome en el domicilio de mi casero, Henry Pitts, un caballero de ochenta y dos años en cuyo reconvertido garaje monoplaza he vivido como inquilina durante veinticuatro meses. Este habitáculo indescriptible, pero bastante útil, había saltado por los aires a causa de una bomba y Henry me había sugerido que, mientras me reconstruían la vivienda, me instalara en el pequeño dormitorio que tiene en la parte trasera. Según parece, en el reino de la naturaleza hay una ley que estipula que toda reparación doméstica debe duplicar el coste calculado en el presupuesto y multiplicar por cuatro el tiempo previsto. Ello explicaría por qué, después de cinco meses de trabajo intensivo, se había planeado inaugurar por fin el monumento con el boato propio de un estreno cinematográfico. En lo tocante a la nueva casa, yo no las tenía todas conmigo, porque no estaba totalmente convencida de que fuera a gustarme lo que el propio Henry había tramado a la hora de trazar la planta y diseñar la «decoración» interior. Se había mostrado muy reservado y también muy complacido desde que las autoridades municipales habían aprobado su proyecto. Lo que me preocupaba era la posibilidad de que al echarle el primer vistazo se me notase en la cara la desilusión. Miento como respiro, pero en cuestión de gustos no me las apaño tan bien. De todos modos, tal como ya me había dicho a mí misma infinidad de veces, la propiedad era suya y podía hacer con ella lo que quisiese. ¿Tenía sentido que me quejara por 200 dólares al mes? Desde luego que no.
Aquel jueves desperté a las seis en punto, salté de la cama y me puse la ropa de deporte. Me cepillé los dientes, me lavé la cara, hice unas flexiones de rutina y salí por la puerta posterior de la casa de Henry. Santa Teresa suele estar cubierta de niebla durante los meses de mayo y junio, y el clima es tan soso y monótono como el zumbido de la pantalla de un televisor al acabar las emisiones nocturnas. Las playas de invierno se vacían y las piedras van quedando al descubierto a medida que las mareas se llevan la arena del verano. En marzo y abril había llovido mucho, pero al entrar en mayo habían vuelto el buen tiempo y el cielo despejado. Las corrientes primaverales nos devolvían la arena y las playas estaban otra vez a punto de caramelo para los turistas que comenzarían a invadir la ciudad alrededor del día de los Caídos y que permanecerían en ella hasta que concluyera el fin de semana del día del Trabajo[1].
Fue un amanecer digno de verse, las nubes matutinas surcaban el cielo dejando una estela de copos grisáceos y el sol acariciaba su vientre con dedos de un matiz rosa intenso. Había bajado la marea y la playa parecía prolongarse hacia el horizonte como un espejo de plata que reflejaba el firmamento. Santa Teresa se engalanaba de verdor y lozanía y el aire tibio se advertía impregnado del perfume de las hojas de los eucaliptos y de la hierba recién cortada. Hice footing a lo largo de cuatro kilómetros y media hora más tarde volvía a estar en casa, a tiempo para que Henry me canturrease «¡Cumpleaños feliiiiiiiz!», mientras sacaba del horno una bandeja de rosquillas de canela. Que me canten canciones no es mi entretenimiento favorito, pero Henry lo hizo tan mal que acabó por hacerme gracia. Me duché, me puse unos tejanos, una camiseta estampada y unas zapatillas deportivas, y minutos más tarde recibía de manos de Henry un estuche envuelto en papel de regalo que contenía la llave de mi nueva casa. Parecía un crío con aquella cara magra y bronceada deshecha en sonrisas de timidez y con los ojos azules relampagueantes a causa de una emoción apenas contenida. Salimos ceremoniosamente por la puerta trasera, desfilamos por el patio empedrado y llegamos a la puerta principal de mi domicilio.
Ya lo había visto por fuera: dos plantas con la fachada pintada de color crema y esquinas achaflanadas según un estilo que yo calificaría de modernista. Había una gran cantidad de ventanas de manivela y el jardín, organizado por el mismo Henry, estaba totalmente cambiado. Si he de ser sincera, el aspecto exterior prometía más bien poco, lo cual no representaba ningún obstáculo. Lo que más me había preocupado desde el principio era que el interior resultara demasiado caprichoso para mi gusto.
Estuvimos unos minutos contemplando la fachada mientras Henry me contaba con todo detalle los enfrentamientos que había tenido con los funcionarios de la Comisión de Planificación Urbana y de la Junta de Reformas Arquitectónicas. Me daba cuenta de que alargaba las explicaciones para aumentar el suspense y la verdad es que acabé por ponerme nerviosa y por desear que concluyera todo aquello de una vez. Por fin me dejó girar la llave en la cerradura y abrir la puerta, que tenía un ojo de buey semejante a las portillas de los barcos. No me había formado ninguna idea previa sobre el interior. Me había esforzado por no fantasear al respecto, pero lo que vi me dejó sin habla. Parecía el camarote de un barco. Las paredes eran de teca y roble pulimentados a más no poder y por todas partes había estantes y cubículos. La cocina se encontraba a la derecha, como la anterior, y se había organizado igual que en los yates, con el frigorífico al lado. Se le había añadido un microondas y un triturador de basura. Pegado a la cocina había un lavavajillas y al lado mismo de este un cuarto de baño diminuto.
En la zona correspondiente a la sala, en el hueco formado por una especie de mirador, había instalado un sofá con el que se había formado un tresillo anteponiéndole dos sillas de respaldo de lona azul, de esas de director de cine. Henry me hizo una demostración rápida de cómo podía extenderse el sofá y transformarse en cama para las visitas, vamos, que era un sofá-cama. La estancia principal seguía teniendo, como la vivienda anterior, entre cuatro y cinco metros de lado, pero ahora contaba con un dormitorio en la planta de arriba, al que se accedía mediante una pequeña escalera de caracol, situada donde antes estaba el rincón de los trastos. En la vivienda anterior solía dormir desnuda en el sofá, envuelta en un edredón. Por fin iba a tener un dormitorio de verdad.
Subí y me quedé boquiabierta al ver la cama de matrimonio con cajones empotrados en la parte inferior. En la parte del techo que quedaba encima de la cama había una abertura cilíndrica que se prolongaba más allá del tejado, cubierta por una claraboya de plástico transparente que parecía bañar de luz el cobertor blanquiazul de la cama. Por dos ventanas abiertas en sendas paredes podía verse el mar y las montañas. En la pared del fondo había un recodo, revestido de madera de cedro, habilitado como armario, con una barra central para las perchas, alcayatas para colgar de todo, un mueble para los zapatos y cajones hasta el techo.
Había un cuarto de baño adjunto con un juego de ducha y bañera hundida en el suelo. Al nivel de esta había una ventana con macetas en el alféizar. Me podría bañar entre la copa de los árboles y mientras contemplar las nubes que se amontonarían sobre el océano igual que burbujas. Las toallas eran del mismo azul marino que los felpudos. Hasta los jabones ovalados de la blanca jabonera de porcelana que había a un lado del redondo lavabo de bronce eran de color azul.
Cuando terminé de inspeccionarlo todo, me di la vuelta y me quedé mirando a Henry sin saber qué decir. Mi reacción le dio risa, pues sin duda estaba satisfecho por haber sabido ejecutar tan bien lo que había planeado de antemano. Con las lágrimas a punto de saltárseme, apoyé la frente en su pecho y me dio unas palmaditas con cierta torpeza. No podía existir un amigo mejor en el mundo.
Se fue al cabo de unos minutos y me puse a revolver todos los armaritos, todos los cajones, aspirando el aroma de la madera, escuchando los fantasmagóricos crujidos que producía el viento en las vigas de la techumbre. Tardé quince minutos en trasladar mis enseres. La misma bomba que había reducido a escombros la vivienda anterior había destruido casi todo lo que poseía. El vestido multiuso había sobrevivido, al igual que un chaleco que me gustaba y el helecho aéreo que Henry me había regalado por Navidad. La pólvora, los detonantes y la metralla habían hecho trizas todo lo demás. Con el dinero del seguro había comprado algunos pertrechos —tejanos y otras prendas— y el resto lo había puesto en un depósito bancario a plazo fijo, donde se dedicaba a acumular intereses con el mayor entusiasmo.
Salí a las nueve menos cuarto, me asomé a la casa de Henry para darle otra vez las gracias, agitó la mano para darme a entender que lo olvidara y seguí mi camino. Puse rumbo a la oficina, que está en el centro de la ciudad, a diez minutos de distancia. En el fondo deseaba quedarme, pasearme por la nueva casa como un capitán de barco que se dispone a emprender un viaje fabuloso, pero sabía por otra parte que había facturas y recibos que pagar y llamadas telefónicas a las que responder.
Solucioné ciertas minucias rellenando un par de facturas relativas a dos cuentas que tenía congeladas. El último nombre de la lista de llamadas telefónicas era el de una señora de un tal Clyde Gersh, que me había dejado un mensaje en el contestador automático a última hora del día anterior, con la indicación de que la llamara cuando me viniera bien. Marqué su número mientras me hacía con un taco de notas. El teléfono sonó dos veces y descolgó una mujer.
—¿La señora Gersh?
—Sí —dijo. Había un tono de cautela en su voz, como si yo fuera a pedirle un donativo para una obra de caridad, como si sospecharan que en mi llamada había gato encerrado.
—Soy Kinsey Millhone y he recibido su mensaje.
Se produjo un silencio durante una fracción de segundo y de pronto pareció recordarme.
—Ah, sí, Millhone. Le agradezco su rapidez. Me gustaría discutir con usted cierto asunto, pero no sé conducir y preferiría quedarme en casa. ¿No podría pasar usted por aquí? Hoy mismo, cuando le venga bien.
—Por supuesto —respondí. Me dio la dirección y como según mi agenda no tenía nada más que hacer, le dije que estaría en su casa en menos de una hora. No parecía haber ningún apremio particular en relación con el asunto, fuera este cual fuese, pero el trabajo es el trabajo.
La dirección que me había dado estaba en el centro mismo de la ciudad, no muy lejos de mi oficina, concretamente en una calle tranquila y bordeada de árboles donde se alzan las residencias unifamiliares más antiguas de Santa Teresa. Los enmarañados arbustos formaban una muralla casi impenetrable que mantenía la propiedad a salvo de las miradas de los transeúntes. Estacioné el coche enfrente de la casa y crucé la puerta crujiente que daba al jardín. El edificio estaba hecho una ruina, era de madera de color verde oscuro, tenía dos plantas y se encontraba a un lado de una parcela abarrotada de sicomoros. Ascendí los peldaños de madera grisácea que conducían al porche y que aún olían a la mano de pintura que les habían dado en fecha reciente. El cancel estaba abierto, me acerqué a la puerta principal y apreté el timbre mientras observaba la fachada. La casa databa sin duda de los años veinte y no tenía ni un ápice de elegancia, si bien se había construido a lo grande: cómoda, sin pretensiones y edificada expresamente para encontrar un comprador entre la clase media de antaño; dada la situación actual del mercado de la propiedad inmobiliaria, estaba fuera del alcance del ciudadano medio. Una casa como aquella no se vendería hoy por menos de medio millón de dólares, y aun así habría que modificarla a fondo para que tuviera un aspecto decente.
Me hizo pasar una mujer negra voluminosa ataviada con un uniforme amarillo canario, de cuello y puños blancos.
—La señora Gersh está arriba, en la terraza —dijo, señalándome la escalera que tenía enfrente. Echó a andar sin prisas, como si temiese que fuera a llevarme alguna de las chucherías de vidrio que adornaban la consola que había a la derecha del vestíbulo.
Al pasar ante la sala de estar vi sin mucho detenimiento una ancha chimenea de ladrillo, flanqueada por librerías con portezuelas de vidrio emplomado, y grandes alfombras de lana que de tanto pisarse habían perdido la blancura. La mitad inferior de las paredes estaba adornada con paramentos de madera pintados de un color crema y la mitad superior con un papel estampado que se extendía por el techo como un prado de flores silvestres que crecieran en sentido inverso. La estancia era muy oscura y pedía a gritos unas cuantas lámparas de mesa. Toda la casa estaba sumida en el silencio y olía a coliflor y a curry.
Subí. Al llegar al primer rellano, vi que la escalera se bifurcaba y que el otro tramo bajaba directamente hasta la cocina, donde columbré una olla de agua hirviendo encima de uno de los quemadores. La criada que me había hecho pasar cortaba hojas de cilantro en una mesa. Intuyó mi mirada, se volvió y me observó con ojos indiferentes. Seguí subiendo.
Al final de la escalera había un cancel que comunicaba con una terraza grande bordeada de macetones de madera con geranios naranja y de un rosa encendido. El tráfico de la avenida principal, a un par de manzanas de allí, producía un murmullo oscilante que recordaba el flujo de las olas. La señora Gersh estaba recostada en una tumbona, con una manta de cuadros sobre las piernas. Habría podido pasar perfectamente por una mujer que tomaba el aire en la cubierta de un barco, en espera de que el capitán la aconsejara sobre las actividades del día. Tenía los ojos cerrados y una novela de Judith Krantz, boca abajo, encima de la manta. Un sauce llorón derramaba los flecos y encajes de sus ramas sobre una esquina de la terraza, moteándola de sombras.
Aunque el día era cálido, allí arriba hacía un poco de frío. La mujer era delgada como un palillo y su rostro tenía la palidez propia de quién está muy enfermo. Me pareció una de esas mujeres que hace un siglo habrían permanecido internadas muchísimo tiempo en un sanatorio, aquejadas de lo que los médicos de la época habrían calificado de ansiedad, tristeza, adicción al láudano o aversión al lecho matrimonial. Tenía el pelo ralo y de un rubio pajizo que se volvía blanco a pasos agigantados. La anchura de la boca estaba determinada por el rojo chillón del lápiz de labios, que compaginaba con el rojo brillante que se había puesto en las uñas, que llevaba muy cortas. Las cejas, depiladas como Jean Harlow, le daban una expresión de asombro y fragilidad. Sus ojos parecían prisioneros de las pestañas postizas, que se proyectaban sobre los párpados inferiores como suturas quirúrgicas. Le eché cincuenta y tantos años, aunque podía ser más joven. La enfermedad es por sí misma un mecanismo envejecedor. Tenía el pecho encogido y unos senos tan lisos como el cierre de un sobre. Vestía una blusa de seda blanca y unos pantalones anchos de gabardina gris, de aspecto caro, y calzaba unas zapatillas de raso verde muy vivo.
—¿La señora Gersh?
Sufrió un sobresalto y abrió de repente unos ojos que se inundaron de azul. Durante unos segundos pareció desorientada.
—Usted debe de ser Kinsey —murmuró—. Soy Irene Gersh. —Me tendió la mano izquierda y estrechó la mía con dedos fríos y sarmentosos.
—Disculpe si la he asustado.
—No se preocupe. Soy un manojo de nervios. Por favor, coja una silla y siéntese. Duermo mal por la noche y aprovecho cualquier oportunidad para dar una cabezada.
Miré a mi alrededor y en un rincón de la terraza vi tres sillas blancas de jardín, de asiento de rejilla metálica, formando una pila. Cogí la de arriba, la acerqué a la tumbona y me senté.
—Espero que Jermaine tenga serenidad suficiente para servirnos el té, aunque no cuento con ello —dijo. Se incorporó un poco y se arregló la manta. Me observó con atención. Me pareció que obtenía su visto bueno, aunque no sabría decir a propósito de qué—. Es usted más joven de lo que me había figurado.
—Ya soy mayorcita —dije—. Hoy es mi cumpleaños. Cumplo treinta y tres.
—Pues felicidades. Espero no haber interrumpido ninguna celebración.
—En absoluto.
—Yo tengo cuarenta y siete. —Esbozó una ligera sonrisa—. Ya sé que parezco una vieja bruja, pero aún soy relativamente joven… en comparación con la media californiana.
—¿Ha estado enferma?
—Es una forma de decirlo. La verdad es que no me he encontrado bien. Mi marido y yo vivíamos en Palm Springs y nos trasladamos a Santa Teresa hace tres años. Esta casa era de sus padres. Clyde quiso cuidar de su madre cuando su padre murió. Su madre falleció hace dos meses.
Murmuré algo que esperaba estuviese a tono con las circunstancias.
—El caso es que no hacía ninguna falta que nos mudáramos aquí, pero Clyde insistió. No tuvo en cuenta ninguna de mis objeciones. Se había criado en Santa Teresa y estaba empeñado en volver.
—Y usted no estaba precisamente entusiasmada.
Me fulminó con la mirada.
—No me gusta esta ciudad. Nunca me ha gustado. Solíamos venir de visita, un par de veces al año tal vez. Detesto el mar. Y esta ciudad siempre me ha parecido asfixiante. Tiene algo siniestro. Todo el mundo se deshace en elogios al hablar de sus maravillas. Me revientan las actitudes de autocomplacencia y no me gusta ver tanto espacio verde. Nací y me crie en el desierto, y eso es lo que prefiero. Mi salud no ha hecho más que empeorar desde que vinimos, aunque los médicos, por lo visto, no me encuentran nada anormal. Clyde se encuentra perfectamente, como es lógico. Me temo que piensa que me hago la delicada para llamar la atención, pero no es así. Es angustioso. Todas las mañanas me despierto presa de un nerviosismo enervante. A veces es como una descarga eléctrica, como si tuviera un peso abrumador en el pecho.
—¿Se refiere usted a ataques de pánico?
—Así los llama el médico —dijo.
Murmuré no sé qué para salir del paso, mientras me preguntaba por el objeto de toda aquella información. Al parecer, adivinó mis pensamientos.
—¿Qué sabe usted del Hormigón? —preguntó de súbito.
—¿El Hormigón?
—Nada en absoluto, ya se nota. No me extraña. El Hormigón se encuentra en el desierto de Mojave, al este del mar de Salton. Durante la segunda guerra mundial los marines tuvieron allí una base, el Campamento Dunlap. Ahora ya no existe. Lo único que queda es el hormigón de los cimientos de los barracones. Todos los inviernos bajan del norte miles de personas que se instalan en el Hormigón. Les llaman las golondrinas porque huyen de los crudos inviernos del norte. Allí fue donde me crie. Mi madre, que yo sepa, sigue viviendo en aquel lugar. Las condiciones de vida son muy primitivas: no hay agua corriente, no hay alcantarillado, no hay servicios municipales de ninguna clase, pero es gratis. Las golondrinas viven como los gitanos, unas en remolques de superlujo, otras en barracas hechas con cartones. Al llegar la primavera, casi todas vuelven al norte. Mi madre es de las pocas residentes fijas, pero hace meses que no sé nada de ella. No tiene teléfono ni dirección oficial. Estoy preocupada. Quisiera que fuera alguien allí y comprobase que está bien.
—¿Cada cuánto suele ponerse en contacto con usted?
—Una vez al mes. Hace autoestop y me llama desde una casa de comidas que hay en Niland. A veces me llama desde Brawley o desde Westmoreland, según el vehículo que la recoja. Charlamos un rato, compra provisiones y vuelve en autoestop.
—¿Dispone de algún ingreso? ¿Cobra algún subsidio de la Seguridad Social?
Negó con la cabeza.
—Sólo tiene los cheques que le envío. Y no creo que haya cotizado nunca en la Seguridad Social. Cuando yo era pequeña, sobrevivíamos gracias a las faenas domésticas que ella hacía; y siempre le pagaban en el acto y en metálico. Ahora tiene ochenta y tres años y está jubilada, como es natural.
—Si no tiene dirección oficial, ¿cómo le llega la correspondencia?
—Tiene un apartado de correos. Por lo menos lo tenía.
—¿Y los cheques? ¿Los ha seguido cobrando?
—Creo que no, porque no aparecen en los extractos que me envía el banco. Eso es lo primero que me hizo sospechar. Y precisa de dinero para la comida y otras necesidades.
—¿Cuándo tuvo noticias de ella por última vez?
—En Navidad. Le mandé dinero y me llamó para darme las gracias. Todo le iba bien, por lo que me dijo, aunque si he de serle sincera, yo la encontré algo rara. Bebe de vez en cuando, ¿sabe usted?
—¿Y sus vecinos? ¿Hay forma de comunicarse con ellos?
Volvió a negar con la cabeza.
—Ninguno tiene teléfono. No puede imaginarse qué duras son las condiciones de vida en aquel lugar. Incluso la basura la tienen que transportar ellos mismos hasta los depósitos municipales. El único servicio de que disponen es un autobús escolar para los niños y aun así se organizan campañas de protesta en la ciudad de vez en cuando.
—¿Qué me dice de la policía? ¿Cree que podríamos localizarla a través de ella?
—Me resisto a avisar a la policía. Mi madre es muy celosa de su intimidad, un poco caprichosa si a ello vamos. Se enfadaría si avisara a las autoridades.
—Seis meses es mucho tiempo para andarse con escrúpulos.
Se le encendieron las mejillas.
—Ya lo sé. Pero esperaba tener noticias en cualquier momento. Hablando con sinceridad, no quisiera disgustarla y tener que enfrentarme a ella. Se lo advierto: es una mujer terrible, sobre todo cuando está furiosa. Es muy independiente.
Medité la situación y sus posibilidades.
—Dice usted que no tiene dirección oficial. ¿Qué he de hacer para localizarla?
Metió la mano debajo de la tumbona y cogió un joyero de piel del que sacó un sobre pequeño y dos fotos Polaroid.
—La última nota que me mandó. Y dos fotos que hice la última vez que estuve allí. Este es el remolque donde vive. Lo siento, pero de ella no tengo ninguna foto.
Observé las fotos. Se trataba de un remolque tipo vivienda, viejísimo y pintado de azul mate.
—¿De cuándo son las fotos?
—De hace tres años. Fue poco antes de que Clyde y yo nos trasladáramos aquí. Si quiere un mapa, le puedo indicar dónde está aparcado el remolque. De sitio no ha cambiado, eso se lo garantizo. Cuando alguien se instala en una parcela del Hormigón, aunque sea de diez metros cuadrados, ya no se mueve. No puede usted figurarse lo posesiva que se vuelve la gente cuando tiene un pedazo de tierra sucia y unos matojos. Por cierto: mi madre se llama Agnes Grey.
—¿Y no tiene ninguna foto suya?
—Pues no, pero todos la conocen. No creo que le cueste identificarla, si aún está allí.
—¿Y qué hago cuando la encuentre?
—Ante todo, informarme de su estado de salud. Ya pensaremos después lo que más nos convenga. He de decirle que la he elegido porque es usted una mujer. A mi madre no le caen bien los hombres. De entrada se siente incómoda en presencia de desconocidos, pero si son hombres, peor todavía. ¿Acepta el caso?
—Si le parece bien, puedo partir mañana mismo.
—Estupendo. Esa es la respuesta que esperaba —dijo—. Necesito que me diga además cómo localizarla fuera de la jornada laboral. Si mi madre me llamara, me gustaría hablar con usted y no con el contestador automático. Deme también una dirección, si no le importa.
Anoté mi dirección y teléfono particulares en el dorso de una de mis tarjetas.
—Le ruego que sea discreta, no suelo dar esta información a cualquiera —le dije mientras le tendía la tarjeta.
—No se preocupe, gracias.
Discutimos las condiciones de la transacción. Había llevado conmigo un modelo normal de contrato y lo rellenamos a mano. Me dio un anticipo de 500 dólares y me dibujó un plano de la zona del Hormigón donde estaba el remolque de su madre. No me tocaba un caso de personas desaparecidas desde junio y estaba deseosa de trabajar. Parecía un asunto normal y corriente y lo tomé por un bonito regalo de cumpleaños.
Salí de la casa de los Gersh a las doce y cuarto, fui directamente al McDonald’s que me quedaba más cerca y celebré el acontecimiento con una superhamburguesa con queso.