Brock miraba pensativamente a Linda desde el otro lado del escritorio. Jugueteaba con una estilográfica de plástico. Ante él tenía una agenda en la que no había escrito nada.
—¿No me estará ocultando algo?
Linda le había contado tal como recordaba, palabra por palabra, todo lo que Jimmy le dijera, excepción hecha de que había conseguido una pistola.
—¿Por qué tendría que ocultarle nada? —replicó la chica, con hosquedad—. ¿Por qué ustedes, los policías, se comportan como si todo el mundo fuera culpable? Me está atosigando como si hubiera hecho algo.
—Claro —dijo Brock—. La estoy atosigando porque es usted una muchachita indefensa que quiere que se haga justicia y me ha levantado de la mesa cuando estaba cenando.
Linda resopló con indignación, pero no le miró a la cara.
Tras el escritorio de Brock había una ventana cubierta por una reja de alambre. A través de ésta, Linda alcanzaba a ver las ventanas del edificio de apartamentos que daba al río. Había luz en las ventanas. Tras éstas podía verse a los inquilinos, yendo de aquí para allá, leyendo, viendo la televisión. Blancos. Todos sanos, salvos y protegidos.
—¿Qué diría usted si una de las mujeres de ese edificio de ahí le dijera que un policía quiere matar a su marido? —dijo ella, desafiante.
—Me reiría de buena gana —dijo él.
—Usted se reiría de buena gana porque sabría que una cosa así no puede pasarle a un blanco de su categoría. Pero a Jimmy le ha pasado. Esa es la verdad. Los otros dos empleados murieron a tiros. También esto es verdad. ¿Y qué es lo que ha hecho la policía?
—Claro —dijo Brock—. Lo único que ha hecho la policía es quedarse sentadita esperando que liquiden a su amigo.
—Mucho más que eso —exclamó con irritación la muchacha—. Por si fuera poco me acusa usted de ocultarle cosas. ¿Qué cree usted que puedo ocultar? ¿Acaso piensa que Jimmy mató a los otros y luego se pegó un tiro? A lo mejor se tragó la pistola.
—Claro —dijo Brock con placidez—. Alguien se ha tragado la pistola y esto no tiene vuelta de hoja.
—¿No cree nada de lo que le he dicho? —preguntó la mujer—. ¿Ni que los otros dos fueron asesinados?
—Es cierto que mataron a dos hombres —dijo Brock—. Pero Johnson nos dijo prácticamente lo mismo que me está contando usted ahora. ¿Qué puede haber pasado para que usted se asuste tan de repente cuando hasta el momento había permanecido tan tranquila como una estatua?
—Es por lo que me dijo que pasó esta madrugada —dijo la muchacha, estremeciéndose involuntariamente—. Si lo que me dijo es verdad, fue la mano de Dios lo que evitó que muriera.
—Claro —dijo Brock—. Si lo que le dijo es verdad.
—¿Por qué no intentan saber si es verdad?
—Suponga que creo lo que me cuenta —dijo Brock—. Es lo mismo que dijo que ocurrió cuando los asesinatos. El asesino esperaba, disparó sin avisar, la carrera por las escaleras… Lo único que varía es la ubicación. Una cosa está clara: o su amigo tiene una mente repetitiva o es el asesino quien la tiene.
—Bueno, adelante pues, ríase —dijo la chica, con amargura—. Si le matan será incluso más divertido.
—Claro —dijo Brock—. Pero lo que yo quiero saber es qué le ha hecho cambiar a usted de actitud tan de repente.
—Que he empezado a creerle, eso es todo.
Brock se la quedó mirando.
—Claro —dijo—. Le ha costado un poco de tiempo, ¿no?
Las mejillas morenas de la chica se ruborizaron con un tono cobrizo.
—Al principio resultaba difícil creerle —dijo la mujer—. Pero sé que el detective Walker estaba de madrugada en el edificio.
—También nosotros lo sabemos —admitió el hombre—. Walker afirma que sigue a su amigo Johnson para encontrar al asesino. Tiene su versión de los hechos al igual que Johnson tiene la suya. Esto no es un tribunal. No podemos decidir quién dice la verdad y quién no. No somos más que agentes de policía. Dígame pues: ¿qué podemos hacer?
—Pueden pararle los pies —dijo ella.
—¿Cómo?
—Deteniéndole por sospechoso o lo que sea. La policía de la parte alta no hace más que detener negros por sospechosos.
—Claro —dijo Brock—. Podemos detenerle hasta que lleguen sus abogados. Una hora aproximadamente.
—Es horrible —dijo la chica con un sollozo—. Todo el mundo esperando a ver qué pasará a continuación. Como si se contemplase a un gato que juega con un ratón.
—Sería más fácil si pudiéramos acusar a Johnson de algo —dijo Brock—. Eso nos proporcionaría el tiempo que necesitamos.
—Bueno, pueden darle protección o algo parecido, ¿no?
—No, a menos que él la solicite —dijo Brock—. Si le detenemos pasará lo mismo que con Walker. Le retendremos hasta que lleguen los abogados de Schmidt & Schindler con una orden judicial.
—No serviría de nada —admitió la joven.
—Me temo que no —dijo el hombre—. Pero si me cuenta lo que me oculta, acaso podamos ayudarle.
—¡No empiece otra vez! —exclamó ella—. No estoy ocultándole nada.
—Mujeres —dijo con desazón el hombre—. ¿Qué tendrá Walker que todas las mujeres quieren protegerle?
—¡No le estoy protegiendo! —negó la joven.
—No es sólo usted —dijo él, y se detuvo atraído por una ocurrencia repentina—. Podemos intentar una cosa —se puso en pie—. Voy a llevarla a que vea a una mujer.
Cuando salieron, otros dos detectives les miraron con curiosidad desde sus escritorios.
La condujo a su coche particular y enfiló hacia Peter Cooper Village. Aparcó ante el número 5 de Peter Cooper Road y entraron en el pasillo que había más allá de la sala de espera con hogar al estilo inglés en que una hora antes se apostara Jimmy en espera de que apareciese Walker. Subieron hasta el tercer piso en el grande y silencioso ascensor.
La placa de la puerta decía: EVA MODJESKA.
Brock apretó el timbre. Del interior brotó el sonido de carillones amortiguados. Esperó. No respondió nadie. Volvió a apretar el timbre. Siguieron sin responder. Dijo con voz normal:
—Señorita Modjeska, soy el detective Brock del Departamento de Homicidios. He hablado con usted esta mañana y quisiera volver a hacerlo ahora.
Del otro lado de la puerta surgió una voz gruesa y ceceante con ligero acento extranjero, que dijo:
—¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué me acosa?
—O abre usted la puerta o llamo al conserje para que abra —dijo.
Sonó la cerradura y se abrió la puerta a un recibidor oscuro como la boca de un lobo.
—Entre —dijo la voz ceceante desde la oscuridad.
Linda vaciló.
—No tenga miedo —dijo Brock, conduciéndola hasta la amplia salita.
Se cerró la puerta y una vaga silueta fue tras ellos.
—Tomen asiento, por favor.
Gruesas cortinas cubrían la gran ventana de la fachada y en un rincón apartado brillaba la luz de una lámpara de noche dispuesta en una mesa mediana.
—¿Por qué no nos sentamos? —dijo Brock.
Las mujeres le ignoraron. Los tres siguieron en pie.
Eva se dio cuenta de que Linda le miraba y apartó la cara. Llevaba un vestido grueso de lana abotonado hasta el cuello. El pelo le colgaba hasta los hombros en confusa maraña. Tenía las mejillas tan hinchadas que apenas se le veían los ojos; su boca parecía una herida sin labios. El color de su piel iba del morado intenso al naranja claro.
—Ya le he dicho que no sé quién me pegó —ceceó de manera abatida—. Era un ladrón. Entré y le sorprendí en esta habitación. Me atacó tan repentinamente que no pude verle la cara.
—Claro —dijo Brock. Acercó una silla al sofá—. Siéntese.
La mujer se sentó como si estuviera acostumbrada a cumplir órdenes.
—Siéntese usted también —dijo a Linda.
Linda se sentó en el borde del sofá y se miró las manos, venciendo el horror a la curiosidad.
—Por favor, no quiero sufrir humillaciones —suplicó Eva.
—Señorita Modjeska, le presento a la señorita Collins —dijo Brock—. El amigo de la señorita Collins trabaja en el restaurante Schmidt & Schindler.
Un relámpago de miedo cruzó la cara de Eva. Brock no dio la menor muestra de haberlo advertido.
—Cierta madrugada de la semana pasada dispararon sobre su amigo —continuó el hombre—. Los otros dos empleados que trabajaban con él resultaron muertos. Seguramente se enteró usted por los periódicos.
Un violento escalofrío recorrió el cuerpo de Eva.
—No sé nada de eso —ceceó con voz asustada.
—Claro —dijo Brock—. Por eso me he traído a la señorita Collins, para ver si ella podía explicarle algo al respecto.
—¿Es necesario que lo haga? —suplicó Eva.
—Me temo que sí —dijo Brock volviéndose a Linda—. Adelante, cuéntele lo que me ha contado a mí. Y no olvide nada.
A medida que Linda contaba lo sucedido, Eva languidecía. De vez en cuando se estremecía convulsivamente. Brock permanecía sentado en el brazo del sofá, observándola.
—Ya ve —dijo cuando Linda hubo terminado—, es un hombre muy peligroso.
—Sí, sí, ya lo sé —ceceó Eva—. Pero está enfermo.
—Claro —dijo Brock—. Por eso no me dijo usted que fue él quien le dio la paliza.
—Tiene que detenerle —dijo Eva, inclinándose hacia delante, presa de la tensión nerviosa—. No sabía que pensaba matar también al otro hombre.
—Cierto —dijo Brock—. Ahora dígame lo que sepa acerca de su participación en la muerte de los otros dos.
Eva ocultó el rostro entre las manos.
—No lo supe hasta anoche —dijo con voz ahogada.
—Claro —dijo Brock, con la voz tensa—. Usted lo supo anoche, pero no me dijo nada cuando hablé con usted esta mañana.
—Quería decírselo —ceceó sollozando Eva—. Fui yo quien telefoneó a la policía diciendo que había aquí una mujer muerta. Tenía pensado contarlo, pero tuve miedo.
—Y con razón —dijo Brock—. Temía usted que volviera y la matara. Por eso llamó a la policía. Pero ahora quiero que me lo suelte todo —dijo con rudeza—. ¿Cómo supo que era él el asesino?
—Vi la pistola —confesó Eva con voz aterrada—. Había leído en los periódicos lo de los homicidios. Se decía que se habían cometido con una pistola con silenciador. Cuando vi que la pistola tenía un silenciador puesto, supe que él era el asesino.
—Deje de temblar —dijo Brock, con brusquedad—. Vaya a los hechos. ¿Dónde vio la pistola?
—Me la dio para que se la guardara —ceceó—. Fue el mismo día en que ocurrieron los crímenes. Yo no sospechaba nada. Estaba envuelta en un paquete. Me dijo que no lo abriera. Dijo que contenía una prueba que podía acusar a un asesino. Dijo que temía guardarlo en su casa porque podían registrarle. Dijo que estaría a buen recaudo en mi casa porque trabajo para las Naciones Unidas y no se me relacionaría con un caso de asesinato local. Anoche me lo pidió. Se comportaba de un modo tan extraño, que sospeché y abrí el paquete —se estremeció sin poder dominarse—. Cuando vi la pistola supe inmediatamente que él era el asesino.
—¡Santo Cielo! —exclamó Linda—. Entonces era verdad después de todo. Nunca lo creí por completo —parecía aturdida.
—Maldita sea —dijo Brock—. ¿Qué clase de mujeres son ustedes? —se volvió entonces a Eva y dijo con reproche—: Estuvo a punto de matarla. Se fue de aquí dándola por muerta. Usted tuvo miedo de que volviera y la rematara. Y ni siquiera creyó necesario decir a la policía quién era el criminal. Se limitó a quedarse sentadita en espera de que matase a algún otro.
—Por favor, no diga eso —sollozó la mujer—. Yo quería decirlo, pero estaba asustada. Dijo que me acusaría de ser espía si lo contaba. Dijo que no encontrarían la pistola y que sería sólo mi palabra contra la suya. Dijo que todo era cuestión de lo que la gente quisiera creer. Y en mi país hay personas que querrían creer que soy espía.
Linda se puso en pie de un salto y exclamó:
—Tienen que detenerle. Tiene que enviar a alguien a casa de Jimmy. Por favor, dése prisa —añadió al ver que Brock no se movía—. Puede que en este mismo momento esté acechando a Jimmy.
—Siéntese —dijo Brock, con dureza—. No está en la parte alta. Sé dónde se encuentra —luego a Eva—: ¿Dónde tiene el teléfono?
La mujer señaló hacia el dormitorio.
—Junto a la cama.
Las dos mujeres permanecieron en tensión, la una frente a la otra, con los ojos fijos en la espalda del hombre que salía de la estancia. Escucharon en silencio mientras Brock marcaba un número, evitando mirarse a los ojos.
—¿Jenny? —le oyeron decir—. ¿Sí? No, todo anda bien; dile a Matt que se ponga… ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿No dijo dónde iba…? No, no. ¿Fue a alguna parte de la casa antes de irse? Ya… Sí… No, no pasa nada… No, no tiene importancia… No, simple curiosidad… No, no me esperes levantada, seguramente llegaré tarde… Sí. Adiós, cariño.
Linda entró en el cuarto antes de que Brock terminase de hablar.
—No sabe dónde está —le acusó con voz asustada.
—No se ponga a embrollar las cosas —dijo Brock—. No puede estar lejos. Daré con él en una hora y enviaré a alguien a la parte alta a ayudar a su amigo.
—¡Dése prisa, por el amor de Dios! —suplicó la chica—. Jimmy también tiene una pistola. La ha comprado hoy. Si encuentra a Walker en el edificio intentará matarle.
Brock quedó petrificado durante un rápido segundo. Pasado el segundo, volvió hacerse cargo de la situación.
—Conque era eso, ¿eh? —dijo con suavidad mientras esperaba respuesta del otro lado—. Así que por eso se asustó usted hasta cagarse encima. ¡Mujeres! Y esperaba que la policía… ¿Oiga? —dijo al auricular—. Aquí el sargento Brock. Póngame con el teniente Baker… Teniente, soy Brock… Sí, resultó. Será mejor que dé orden de detener a Walker… No, por los crímenes del autoservicio… Vaya… ¿De veras? ¿Cuándo? ¿Grave?… Claro, pero no ha podido ser antes…
Miró sin querer a Linda. Ésta se aferró al brazo masculino.
—¡Le han pegado un tiro! —gritó histéricamente—. ¡Le han pegado un tiro! ¡Le han matado!
—Espere un momento —dijo Brock en el auricular.
Se volvió rápidamente y abofeteó a Linda con la mano libre.
—¡Oh! —exclamó la mujer, recuperando la calma.
—A ver si nos dominamos —dijo—. Su amigo vive todavía —luego volvió al teléfono—. No, era la amiga de Johnson; pensaba que le había pasado algo a Johnson… Sí, ya le dije que está vivo… No, estoy en casa de Eva Modjeska, en Peter Cooper… Sí, ése… Sí… De acuerdo… Envíe a alguien a recogerlas… Sí, a las dos… Deténgalas por lo que sea, por cómplices… Será mejor que se den prisa…