La inscripción de la placa de acero inoxidable de la puerta decía: MATHEW WALKER.
Jimmy apretó el timbre y oyó el lejano sonido de carillones amortiguados. La presión de la pistola entre el pantalón y el vientre le daba confianza. Pero por el momento no había necesidad de hacer uso de ella.
Esperó. Nadie acudió. En la puerta no había mirilla. Nadie podía verle desde dentro. Volvió a apretar el timbre.
Sabía lo que iba a hacer a continuación. No estaba nervioso, pero notó que le temblaban las manos. Respiraba a bocanadas cortas y enérgicas.
Siguieron sin contestar.
Se dio la vuelta y echó a andar por el suelo de baldosas rojas del iluminado pasillo, cruzando puertas de pino pulimentado semejantes a la otra, separadas entre sí por cierta distancia en aquellas paredes pintadas de azul pálido. Sentía que las rodillas se le doblaban a causa de la tensión nerviosa.
Lo principal era no perder la cabeza, se dijo. Nada de pánico. Si Walker estaba en casa y le había descubierto por alguna mirilla oculta, mejor que mejor. No iba a pegarle un tiro en la casa de Peter Cooper Village, donde tenía su domicilio.
Una mujer salió por una de las puertas y le lanzó una mirada calibradora. Parecía intrigada por lo que veía. Mientras esperaban el ascensor creció la intensidad de las miradas.
Era una hembra de pelo negro, rostro huesudo e interesante, ojos oscuros y boca grande salpicada de rojo. Llevaba en la cabeza un pañuelo de color blanco y un chaquetón negro, acampanado exageradamente. Tendría unos treinta y cinco años y tenía aspecto de peleona.
Llegó el ascensor completamente vacío, y subieron en él. La mujer le sonrió.
—¿Busca a alguien? —le preguntó.
Obedeciendo un impulso repentino, dijo él:
—Escuche, si me encuentran muerto, el detective Mathew Walker será el responsable. No lo olvide.
La mujer se arrinconó en un extremo del ascensor y le lanzó una mirada aterrada. Cuando llegaron a la planta baja salió corriendo, no sin mirarle con miedo y rápidamente por encima del hombro antes de desaparecer hacia la salida.
Jimmy no la siguió. Los ascensores daban a un pasillo que corría paralelo a la calle. Junto a la entrada había una sala de espera con paneles de pino en las paredes.
Tomó asiento junto a una mesa de lectura desde la que podía ver a quienquiera que entrase y saliese del edificio. Las lámparas con pantalla daban a la estancia un aire de intimidad. En una chimenea estilo inglés ardía un alegre fuego artificial. En un sofá cercano charlaban en voz baja e intensa un hombre y una mujer. La atmósfera general era de respetabilidad tranquila y civilizada.
Jimmy se preguntó hasta qué punto encajaría un asesino como Walker en aquel conjunto. No quiso pensar en aquello, sin embargo. No quería pensar en nada. Sabía lo que iba a hacer y no necesitaba pensar en nada más.
Volvía ya la gente bien vestida que había ido a trabajar aquella mañana, sola o en parejas, con ligero aspecto de agobio y huellas de cansancio en el rostro. Apenas se fijaban en Jimmy.
Siguió esperando. Le temblaban las piernas. La culata de la pistola se le clavaba en el estómago. Se limpió las uñas con un cortaplumas. Pasó el tiempo. Caras blancas aturdían su visión. Por lo general se sentía a disgusto fuera de su ambiente. Pero en aquellos momentos no sentía nada.
Walker entró precipitadamente. Llevaba el sombrero echado hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos de la trinchera abierta. En sus altos pómulos brillaban manchas rojas y en todo su rostro había una expresión criminal.
Vio a Jimmy y parpadeó para volver a mirarle. En sus opacos ojos azules brilló una conmoción manifiesta. Inmediatamente, se convirtió en miedo. Un segundo después, la opacidad lo engullía todo. Tomó asiento al otro lado del hogar y miró el fuego artificial con expresión de tristeza. Tenía las piernas estiradas y las manos metidas en los bolsillos, como si el tiempo nada significase para él.
«Lleva la pistola en el bolsillo», pensó Jimmy. Las piernas empezaron a agitársele de tanta tensión nerviosa. Se puso en pie y se encaminó a la salida, rígidamente, alzados los hombros y la espalda recta como una tabla.
También Walker se puso en pie y echó a andar tras él.
Jimmy se detuvo en la entrada y miró a ambos lados de la calle. La nieve cubría los setos de hierba e iluminaba las ventanas de los edificios de los alrededores. Su plan era que Walker le siguiera hasta la parte alta de la ciudad para matarle en el patio de su propia casa. Pero primero tenía que llegar sano y salvo al autobús. Y había cuatro manzanas hasta la parada más próxima, sita en la esquina de la Primera Avenida cruce con la Calle 23.
Una pareja salió del edificio y bajó los peldaños que conducían a la acera. Doblaron luego en dirección a la Primera Avenida, y Jimmy, salvando los peldaños de un salto, rebasó a la pareja y siguió andando tranquilamente a pocos pasos de ella.
También Walker echó a andar, siguiéndole a escasos pasos detrás de la pareja.
La pareja cruzó la calle. Jimmy la cruzó delante de ellos y Walker detrás. Cruzaron una calle lateral en la que circulaban sólo los peatones, y la pareja se metió por ella dejándole solo en la calzada vacía. El corazón se le subió a la boca. ¿Qué impediría en aquel momento que Walker le disparase por la espalda y se metiera en el edificio contiguo? Nadie le vería, nadie oiría el disparo.
Se dio la vuelta, dando la cara a Walker, que se encontraba al otro lado de la calle, y aceleró en pos de la pareja. El hombre oyó que alguien se acercaba y se volvió con aire defensivo.
—Perdone, señor —dijo Jimmy, boqueando—. Busco a un hombre llamado Williamson —el otro le miró con suspicacia—. Me pidió que viniera por asuntos de trabajo —prosiguió Jimmy con precipitación—. Y he buscado por todas partes y no puedo dar con la dirección.
Era una pareja de mediana edad y el hombre tenía aires de paciencia.
—¿Y qué dirección le dieron, joven? —preguntó.
—Dijo que se trataba de la primera casa del primer paseo de Peter Cooper Road, pero por los alrededores no he visto más que calles normales y corrientes.
El hombre sonrió con tolerancia.
—Éste es el primer paseo y, por tanto, tiene que tratarse de una de estas fincas de aquí.
Jimmy vio a Walker haciendo tiempo ante el edificio del otro lado de la calle.
—Gracias —dijo Jimmy—. Probaré aquí.
El hombre esperó a que Jimmy entrara en el edificio. El portal estaba vacío. Hizo como que miraba los nombres que figuraban en los buzones. Por los cristales de la puerta vio que la pareja se alejaba; Walker cruzó entonces la calle. Se desabrochó el abrigo y atenazó la empuñadura de la pistola.
Era una situación difícil. Si mataba a Walker y no se le encontraba encima la pistola de los homicidios, pocas defensas podría tener. Y si Walker le mataba a él sin que nadie le viese, el detective escaparía de aquello con toda la tranquilidad del mundo.
Entró una mujer procedente de la calle con una cesta de la compra. Se encaminó con rapidez y delante de ella hacia el ascensor. Éste iba vacío y lo abordaron juntos. La mujer le miró con suspicacia y cogió con más fuerza el bolso. Salió en el cuarto piso. Los botones llegaban hasta el octavo. Jimmy apretó el último. Cuando llegó arriba abrió y cerró la puerta y apretó el botón del segundo. Su plan consistía en bajar y buscar alguna manera de salir del edificio si nadie entraba en el ascensor. Pero la gente subía en todos los pisos y cuando llegó a la planta baja estaba lleno.
Walker se encontraba allí como esperando al ascensor cuando se abrieron las puertas. Los ojos de ambos hombres se encontraron brevemente. Los ojos pardos de Jimmy se dilataron de puro miedo; los ojos azules de Walker parecían carecer de emociones.
La gente se dirigió a la salida. Jimmy fue con ella, sin despegarse demasiado.
Al final de la escalinata un hombre con un abrigo ruso de mezclilla se detuvo y saludó tocándose el sombrero de ala ancha a una mujer más joven que él, vestida con abrigo de piel.
—Espero volver a verla, señora —dijo—. Será un placer invitarla a cenar.
La mujer sonrió con coquetería.
—Ya tiene mi número de teléfono, señor Davis. Llámeme mañana por la tarde.
—Lo haré —dijo el hombretón.
—Mañana por la tarde, señor Davis.
—Puede llamarme Jim, señora. Jim Davis. Así me llamo. No estoy acostumbrado a estas formalidades.
—Muy bien, Jim —dijo la mujer con acaramelamiento.
—Hasta entonces —dijo el hombretón con galantería, y se dirigió hacia Peter Cooper Road, siguiendo la dirección opuesta a la mujer.
Jimmy se acercó al hombre.
—Dispense, señor —dijo—. ¿Podría decirme cómo se va a la parada del autobús?
El hombretón se detuvo y se le quedó mirando.
—Es usted nuevo en Nueva York, ¿no, joven?
—Sí, señor —dijo Jimmy—. Llegué la semana pasada. Vine a ver a cierta persona por asuntos de trabajo, pero no sé cómo se sale de esta parte.
—¿Y cómo se siente aquí? —preguntó el hombretón.
Jimmy alzó los hombros y los sacudió con efectismo.
—Este frío… —le resultaba molesto hacer de Tío Tom, pero era necesario.
El hombretón se echó a reír.
—Yo soy de Texas. ¿De qué parte del Sur es usted?
—De Georgia —mintió Jimmy—. De Columbus, Georgia.
—Esto no se parece a Georgia, ¿eh?
—No, señor, y me gustaría estar allá.
El hombretón rió sofocadamente.
—Venga, yo le diré dónde coger el autobús.
Caminaron hombro con hombro en dirección a la Primera Avenida.
—Lo que me revienta de esta ciudad es que está llena de extranjeros —dijo el hombretón—. En mi pueblo no hay más que norteamericanos, gente de color y unos cuantos mexicanos, todos de América del Norte —añadió con grandilocuencia—. Pero esto parece una capital europea.
La Primera Avenida, brillantemente iluminada, estaba llena de pequeñas tiendas. Una vez recorrida una manzana, dijo Jimmy:
—Jefe, creo que nos siguen.
El hombretón se detuvo en seco y se dio la vuelta. Localizó a Walker en el acto.
—Sí, ya veo; es aquel tipo de la trinchera que mira el escaparate de aquella tienda. Ya le vi al salir de casa.
—Sí, señor, yo también lo vi en el portal.
El hombretón miró a Jimmy pensativo.
—¿Le sigue a usted o a mí?
—No creo que tenga ninguna razón para seguirme, jefe —dijo Jimmy—. No le he hecho nada a nadie.
El hombretón rió por lo bajo.
—A lo mejor es un marica —especuló, mirando a Walker con mayor detenimiento. Pero Walker parecía absorto en la contemplación de un pavo asado—. No se preocupe —añadió—. Soy comisario allá en mi pueblo; sé cómo tratar a esa clase de gente.
—Me alegro infinito —dijo Jimmy.
El hombretón le acompañó hasta la parada del autobús y le dio una palmada en el hombro.
—Aquí es, muchacho. ¿Sabrá volver a casa desde aquí?
—Sí, señor. Muchas gracias, señor.
El hombretón cruzó la calle en dirección a una parada de taxis y subió a un vehículo. Había otras personas que esperaban en la parada de autobuses de la Calle 23. Walker había desaparecido.
Pero en el momento de aparecer el autobús, Walker salió de un estanco del otro lado de la calle. Jimmy fue el tercero en subir; Walker esperó al final. Estaban casi al comienzo de la línea y el vehículo iba prácticamente vacío. Jimmy se sentó más o menos en el centro. Walker se sentó frente a él. No se miraron. El autobús fue llenándose.
Jimmy hizo transbordo al autobús de Broadway en la Madison Square. También lo hicieron otros, Walker entre ellos.
Tuvieron que ir a pie hasta Columbus Circus, y entonces encontraron asiento libre. Ninguno de los dos manifestaba el menor interés en el otro.
Jimmy bajó en la Calle 145 y Walker le siguió.
En una esquina había un drugstore de una gran cadena; en la otra una cafetería de la cadena Bickford. En las cuatro esquinas había bocas del Metro. El cruce estaba iluminado y atestado de personas de todas las razas.
Jimmy echó a andar despacio Broadway arriba, pasando por delante de la iluminada fachada del Woolworth, vestíbulo de la casa cinematográfica RKO. Estaba en su propio terreno. La tensión le dominaba, pero no tenía miedo. Sabía que Walker intentaría matarle antes de que pudiera llegar a su casa. Pero aquello no le preocupaba. Iba a matar a Walker antes de que ello ocurriese. Caminaba cerca de otras personas, procurando que siempre hubiese alguien entre él y Walker, entorpeciendo la línea de tiro.
El curso de los peatones se aligeró en la manzana que se alzaba entre las Calles 148 y 149. Jimmy se colocó ante una pareja de negros grandotes, haciendo que prácticamente le fueran pisando los talones. A medida que se acercaba a la Calle 149, el estómago se le fue haciendo un nudo. Era como una película en que se viese la cuenta atrás de una explosión atómica. La manecilla reducía los segundos que quedaban para la hora cero. Tenía que cruzar la Calle 149; luego, unos treinta pasos por ésta hasta la entrada de su casa: los tenía contados. Una vez dentro del portal se apostaría para estar fuera de tiro desde la calle, pero de cara siempre a la puerta, para ver a Walker antes de que éste le viese a él.
Al llegar a la acera se detuvo ante la pareja de negros y se dio la vuelta para mirar atrás y descubrir la posición exacta de Walker. Tenía la pistola agarrada y medio sacada del cinturón.
Walker había desaparecido. Se sintió morir. Se quedó atontado por unos segundos, sin saber qué camino tomar. La calle quedó momentáneamente vacía en todos los sentidos. Constituía un blanco perfecto. Un brote de miedo le hizo ponerse en movimiento.
El Bell’s Bar and Grill estaba en el chaflán con Broadway. Tras los cristales encortinados la gente de color se apelotonaba alrededor del mostrador circular. El ruido amortiguado del tocadiscos automático inundaba la calle. En la acera, ante el establecimiento, había coches estacionados.
Se encogió instintivamente y corrió hacia la entrada del bar. El proyectil destinado a su corazón le alcanzó por encima del hombro izquierdo y le hizo girar en redondo. Perdió el equilibrio y cayó en postura grotesca. El segundo proyectil le alcanzó en la espalda, bajo la paletilla derecha, pasó por entre dos costillas y se le incrustó en el pulmón del mismo lado. No pudo oír los tiros y no supo de qué dirección procedían. Sintió en sus entrañas el desgarrante itinerario de las balas. Quiso pedir auxilio, pero no tuvo aliento suficiente. Nada brotaba de su boca salvo sangre. Sacando fuerzas de flaqueza tiró de la pistola y disparó contra la calzada.
El disparo precipitó a Walker. Estaba en la calzada, entre dos coches aparcados. Había alzado el capó de uno y permanecía inclinado sobre él como si estuviera revisando el motor. Cabeza y hombros estaban protegidos por todos lados. Tenía la pistola con silenciador bajo el capó, sin que nadie pudiera verla. Disparó otra vez con precipitación, apuntando a la cabeza de la grotesca figura que se contorsionaba, pero falló.
Jimmy estaba sin conocimiento cuando su cuerpo cayó pesadamente contra la puerta de cristales del Bell’s Bar.
Se abrieron las puertas y brotó un manantial de negros nerviosos. El que iba en cabeza dio un salto para no tropezar con el cuerpo yerto.
—¡Santo Dios! —exclamó una mujer al ver a Jimmy.
La gente acudía de todas partes precipitadamente, atraída por el ruido de aquel único e inútil disparo. Desde la máquina tocadiscos brotaba una ruidosa voz de bajo.
Walker escondió la pistola en el bolsillo de la trinchera y cruzó con calma el tramo de sentido norte de Broadway, atravesó el seto que dividía ésta y cruzó el otro tramo de sentido opuesto. No miró atrás.
Estaba acostumbrado a las escenas violentas. Sabía que nadie se fijaría en él. Después de una muerte, mientras la víctima llama la atención general, hay siempre un espacio neutro de uno a cinco minutos. Nadie buscaba al asesino hasta que no se despejaba la conmoción.
Giró al sur por Broadway y siguió andando con desenvoltura hacia la entrada del Metro. Podía haber dejado la pistola en el motor del coche. Aquello habría apoyado su hipótesis de que los tres asesinatos habían sido perpetrados por algún truhán de la parte alta. Pero aún no había terminado con ella. Tenía aún que hacer otra cosa.
Pensaba que había sido un error dejar que ella le guardara el arma. Debería haber contado con la curiosidad femenina. Pero ya no había remedio. Ella era el último testigo que podía declarar contra él. Había que cerrarle la boca; una vez hecho esto, todo volvería a la normalidad. Luego se desharía de la pistola para siempre.
Sabía que iba a ser más extraño que la mujer apareciese muerta con la misma arma que había matado a los tres empleados negros del Schmidt & Schindler. La policía podía sospechar de él; sabrían que había estado viéndose con la mujer. Brock lo sabría con toda certeza. Pero de nada serviría. No podrían acusarle sin la pistola porque no habría ningún testigo. Que pensaran lo que les viniera en gana.
Bajaba los peldaños de la estación del Metro cuando el primer coche patrulla dobló a toda prisa la esquina de Broadway, procedente de la Calle 145.