CAPÍTULO VEINTE

Cuando Walker despertó, la habitación estaba a oscuras. Las persianas estaban echadas. No tenía la menor idea de la hora que era.

Experimentó una repentina sensación de peligro. Puso alerta todos sus nervios, tensos todos los músculos. Se quedó inmóvil y sin respirar. Aguzó el oído al máximo.

Pero no oía más que el amortiguado ruido del televisor de la estancia contigua. Oyó entonces que Jeanie gritaba y se reía, y que el pequeño Peter decía:

—¡Chist!

Sabía que Jenny les había dicho que no armaran jaleo porque él dormía en la habitación de los invitados. Intuía que se resentían de su presencia. Pero aquella sensación de peligro era diferente. Era de cualidad inmediata, como una corteza cabal que se cerniera sobre él.

Finalmente, movió el brazo y miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Las brillantes manecillas marcaban las seis y treinta y un minutos. Había dormido todo el día. Le asaltó la sensación de haber perdido un tiempo precioso.

Encendió la lamparilla y tanteó en el suelo en busca de la botella de whisky. Pero la mano no encontró nada. Se puso de costado y estiró el cuello para mirar bajo el borde de la cama. Pero nada vio salvo la alfombra verde oscuro. Entonces sacó el tronco de la cama para mirar bajo ésta. Había desaparecido. Muy propio de Jenny.

Sentía una necesidad morbosa de tomarse un trago. Pero no había forma de llegar al mueble bar, que se encontraba en la salita, con los niños allí. Maldijo a conciencia a los hijos de Brock.

Se levantó con un movimiento brusco. Había dormido desnudo aunque colgado del respaldo de una silla había un pijama limpio y un albornoz. Sabía que eran de Brock. Pensó en aquel dicho aprendido en la guerra: «Kolroy ha estado aquí». Aunque sólo Jenny podía haber estado.

No era exactamente aquello, sin embargo.

Se puso el albornoz. Le iba grande. No se había dado cuenta de que Brock fuera tan robusto.

Se quedó observando la habitación. Su sexto sentido le seguía advirtiendo de la presencia de un peligro. Se trataba de algo, empero, que no podía ver.

Se percató de que le habían puesto la ropa en otra parte. Su cartuchera con el revólver reglamentario colgaba de las correas en el respaldo de una silla. Qué extraño aquello. A Jenny no le gustaba ver ningún arma. Dedujo que la mujer había tenido que entrar y arreglar la estancia mientras él dormía.

No era exactamente aquello, sin embargo.

Abrió el armario y buscó el tabaco y el mechero en los bolsillos de su abrigo. Su sexto sentido le avisó de la presencia de un peligro como una alarma antirrobo. Se puso rígido. De pronto notó que le habían registrado la ropa. No sabía muy bien cómo, pero tenía plena certeza de que había sido así. La presencia del fisgón era tan palmaria como una tarjeta de visita.

—Brock —murmuró para sí—. ¿A qué coño estás jugando?

Sintió que el peligro se le acercaba. Era como si la espada de la venganza le estuviera arrinconando.

«Tendré que acabar este asunto esta misma noche —se dijo—. Ya dura demasiado. Me cepillaré al negro y me desharé de la pistola».

Como si la pistola se hubiera puesto al rojo vivo. Aquella pistola sería lo que le llevaría a la horca.

Entró con premura en el cuarto de baño y pegó el oído a la pared que lindaba con la puerta que daba a la otra estancia. Alcanzó a oír los amortiguados sonidos del televisor, pero nada más.

No tardarían en cenar, pensó. En invierno solían cenar a las seis y media, aunque probablemente estarían esperando a que despertase. Jenny estaría sin eluda en la cocina. Era ella la que preparaba los platos, dejando que los sirviera la muchacha de color. Brock debería estar ya en casa. Siempre pensaba en Brock por el apellido. Aunque era probable que estuviese abajo, en su cuarto de trabajo.

Llamó con suavidad a la puerta. No respondió nadie. Llamó más fuerte. No esperaba ninguna respuesta, pero quería asegurarse. Giró el pomo en silencio y empujó. La puerta no se movió. Empujó con mayor fuerza y luego se descargó contra ella sin brusquedad.

—Han pasado el pestillo por dentro —murmuró.

Que supiera, nunca habían puesto cerrojo a la puerta del baño.

«Listillo hijo puta», pensó.

Se preguntó cuánto sabría Brock. Le rechinaron los dientes y los músculos se le tensaron bajo la mandíbula. Tuvo que acallar el pánico creciente. ¿Habría encontrado Brock la pistola, o se trataba de meras elucubraciones?

La habitación de los huéspedes tenía dos puertas, una que daba a la sala de estar y la del cuarto de baño que daba al lavabo contiguo. El dormitorio de Brock y Jenny comunicaba con un pasillo que corría por detrás del cuarto de estar hasta el comedor y hasta otro corto pasillo que llevaba a la cocina y al garaje. Dado que la puerta que daba al lavabo estaba cerrada, para acceder al dormitorio tendría que pasar por el cuarto de estar y el comedor.

«Bastardo enteradillo», se dijo.

Tendría que esperar a que fueran todos a cenar y luego encontrar una excusa para dejar la mesa por unos instantes. Tendría que ser un motivo poderoso, porque Brock le estaría vigilando. Podía comportarse como asaltado súbitamente por las náuseas y con gran necesidad de ir al servicio. Sería violento pero admisible.

Tomó una ducha fría y permaneció bajo el agua hasta que se cansó. La tensión no le dejaba, pero el pánico había amainado. Estaba secándose cuando alguien abrió la puerta del baño. El estómago le dio un vuelco.

—Matt —era la voz de Jenny. Se dio cuenta de que había contenido el aliento.

—Sí, Jenny.

—Date prisa. La cena está esperando.

—En seguida voy.

Oyó que salía y cerraba la puerta tras ella.

Se vistió a toda prisa. Estaba ansioso por ver la expresión de los ojos de Brock.

La salita estaba vacía cuando la cruzó. Dos cojines ordenados se alineaban ante el televisor apagado. Se dirigió al comedor preparándose para el encuentro con su cuñado.

Todos estaban ya sentados. Brock en un extremo de la mesa, Jenny en el otro. Su sitio estaba frente a los niños.

Una muchacha de piel color sepia servía pomelos partidos.

Al pasar tras los niños camino de su sitio, revolvió el pelo de Peter. Éste tenía nueve años. El niño ladeó la cabeza con gesto de molestia.

—Hola, tío Matt —dijo de mala gana.

Su mano buscó la cabeza de Jeanie, de once años y con trenzas. Reaccionó a su gesto como un gatito, sonriéndole.

Se sentó y desplegó la servilleta. Por último miró a Brock a los ojos. No había nada en éstos.

—Jenny me ha dicho que estuviste trabajando toda la noche —dijo.

—Sí —dijo Brock—. En el caso de los crímenes del autoservicio.

El rostro de Jenny sufrió una contorsión.

—¿Es necesario que habléis de esas cosas en la mesa? —dijo en tono cortante.

Comieron el pomelo en silencio. La muchacha se llevó los platos y volvió con una pierna de cordero y bandejas de servicio con guisantes, zanahorias, puré de patatas y una salsa. Brock trinchó y sirvió el asado y Jenny la verdura a medida que los platos daban vueltas por la mesa. La muchacha sirvió luego platos individuales de ensalada de gelatina de menta. Cubierta por una servilleta había en la mesa una cestita con panecillos. Los niños bebían leche; los adultos, agua.

Matt empezó a luchar con un bocado de asado.

—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Jenny.

—Bien —dijo. Se volvió entonces hacia Brock y le preguntó—: ¿Se sabe algo de mi amiga?

—De una nada —dijo Brock—. Pero encontramos a la otra.

Matt conocía la respuesta, pero tuvo que preguntar de todos modos:

—¿Cuál?

Los niños le miraron con silenciosa curiosidad.

—Eva Modjeska —dijo Brock.

—Esa tiene que ser extranjera —cotilleó Peter.

—Los niños miran, pero no hablan —le devolvió Jenny cortante.

Matt sintió que le aumentaba la tensión en el pecho y trató de dominar su respiración.

—¿Cómo os la encontrasteis? —preguntó entre dos movimientos respiratorios.

—Pura coincidencia —dijo Brock—. Alguien llamó a Homicidios y dijo que en tal dirección había una mujer asesinada.

El aliento se volvió pétreo en el pecho de Matt.

—Si os vais a poner a hablar de crímenes, mejor será que os vayáis —dijo Jenny con irritación.

Brock consintió en guardar silencio, pero Matt dijo:

—¿Estaba muerta?

—No —dijo Brock—. Alguien le había dado una paliza de muerte; pero la chica no ha dicho quién.

Jenny se volvió furiosa hacia Matt.

—Me parece que he hablado bien claro.

—Van a echar de la mesa a tío Matt —dijo Peter con malicia.

Jenny se volvió hacia él.

—Una palabra más y te mando a la cama.

Matt se esforzó por sonreír y se levantó. Era la ocasión para ir a coger la pistola del armario.

—Tengo revuelto el estómago de todos modos —dijo.

—Siéntate, Matt —dijo Brock. Lo dijo con toda cordialidad, pero sonó casi como una orden.

Matt le lanzó una rápida y furiosa mirada. Por un instante se encontraron ambas miradas. Seguía sin haber nada en los ojos de Brock.

Jenny dijo entonces:

—Vamos, siéntate, termina de cenar y deja de comportarte cómo un chiquillo. No deberías hablar de esas cosas delante de los niños.

Matt se sintió atrapado. El rostro se le puso como un tomate, pero de ningún modo reflejando nada producido por el estómago. Se sentó a regañadientes y no apartó la mirada de su plato. No quería que Brock viera la furia criminal que había en sus ojos.

El timbre del teléfono alivió a todos de aquella escena embarazosa.

Brock se alzó a medias, dispuesto a cogerlo él, pero Jenny le detuvo.

—Que lo haga la doncella.

Ésta salió de la cocina y se dirigió al pasillo trasero, donde se encontraba el aparato.

—Residencia del señor Peter Brock —oyeron que decía la muchacha con voz apropiada. Al cabo de unos momentos dijo—: Voy a ver si está.

Brock se levantó y se dirigió al teléfono.

—Sí —dijo—. Sí…, sí… Reténganla, voy en seguida.

Volvió a la mesa, pero no se sentó.

—Lo siento, Jenny —dijo—, pero tengo que irme. Ha pasado algo importante.

—¿No puedes terminar la cena antes? —dijo ella.

—No. No tengo tiempo.

Matt hizo una mueca. Intuyó que el tiempo le urgía.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó con el aliento contenido.

—Será mejor que te quedes aquí —dijo Brock, sin darle pretexto para preguntar por la llamada.

Matt aguardó hasta que oyó salir del paseo el coche de Brock. Jenny estaba hablando de algo, pero no sabía de qué. Dijo entonces:

—Perdona —y se levantó.

—Aún no te has tomado el postre —dijo Jenny.

—Luego, en otro momento —dijo él.

Fue al pasillo en dirección al dormitorio de ella y Brock. Sabía que ella le oiría y que se preguntaría por qué tomaba aquel camino para entrar en la habitación de los huéspedes. Pero no importaba lo que pensase. No le seguiría y, si lo hacía, tampoco aquello importaba.

Tenía que coger la pistola y acabar de una vez. Acabar las cosas hasta el final. Brock tenía razón. No tenía mucho tiempo.