Linda estaba en el portal cuando entró Jimmy. La joven le cogió del brazo.
—No me des estos sustos —dijo nerviosa. Parecía irritada—. Llevo horas esperando aquí con miedo a moverme.
—¿Para qué? —dijo él con brusquedad—. Si no crees que estoy en peligro.
—¡So idiota! —dijo ella.
El muchacho quiso apartar la mano femenina del brazo. Pero ella no quería dejarle ir.
—No —dijo—. Tú te vienes conmigo.
Subieron en el ascensor sin decirse nada ni mirarse.
Cuando el ascensor se detuvo en el tercer piso, la joven le tiró del brazo. Él se echó atrás. La muchacha se apoyó en la puerta para que no se cerrase.
—¡Maldita sea, vamos! —exclamó—. Voy a hacer que duermas. Cuando haya acabado de sacudirte te quedarás dormido y no despertarás nunca.
—Tú sí que eres idiota —dijo él, pero la mujer se las arregló para sacarle del ascensor a rastras.
Le tenía sujeto del brazo, como un policía que hace una detención, y no le soltó hasta que puso la llave en la cerradura.
El apartamento estaba a oscuras. La chica encendió la luz y cerró la puerta. Entonces se volvió y le sujetó por ambos brazos como si fuera a zarandearle.
—Ahora escúchame… —empezó. Pero se interrumpió para dedicarle una mirada de admiración—. Tienes un aspecto distinto —observó—. Te has cortado el pelo. Mientras yo me preocupaba hasta morirme, tú estabas… —se detuvo. Sus ojos se dilataron. Le quitó el sombrero—. ¡Vaya, papaíto, un nuevo peinado! —exclamó con entusiasmo. Recorrió con los dedos sus bucles grasientos y aplastándole las ondas—. Es suave como la seda. —Le dedicó otra sonrisa de admiración y cacareó—: Chico, estás de un guapo…
Se puso entonces tan dulce como un caramelo. Los grandes ojos pardos se le volvieron límpidos y se le humedeció la boca. Amoldó su cuerpo al del joven. Éste podía sentir los senos puntiagudos a través de la espesura de la ropa.
El hombre la apretó contra sí por las caderas. Sus labios se fundieron con los de ella. En aquel momento lo habría dado todo por sentirse libre del horror y el miedo que le poseían y de la aterradora noción de que un homicida loco le andaba a la caza. Apartó el abrigo de la mujer y enterró la boca en el cuello femenino. Pudo oír su jadeo.
Las manos de la chica tantearon los botones del abrigo masculino mientras apretaba su cuerpo contra el del joven. Logró abrirlo y se desabrochó a su vez la chaqueta del vestido. La mano de Linda bajó por el pecho del hombre y rozó la culata del revólver del 32 metido entre el cinturón y el cuerpo.
—¡Oh! —exclamó cerrando la mano en torno de la empuñadura—. ¡Oh! —repitió en un tono de voz diferente.
Su cuerpo se tensó. Deshizo el abrazo, le abrió el abrigo de golpe y tiró de la pistola.
—Jesús —dijo, sacudida por un frío espasmo.
—Dame —dijo él, haciendo ademán de coger el arma.
—¡No, no, no! —exclamó ella, poniéndola fuera de su alcance.
—¡Maldita sea, dámela! —gritó él, lanzándose sobre ella y sujetándola por la muñeca—. ¡Esto no es ningún juego!
—¡Estás loco! —murmuró la mujer.
Ésta se retorció, con la mano armada extendida y dándole enviones con la cadera. El hombre la cogió por los hombros y quiso volverla para que le diera la cara.
—Está cargada —advirtió.
La chica se soltó del asiento y le dio un golpe con sus macizas caderas al tiempo que le propinaba un puntapié. Quiso correr, pero él la cogió por el cuello como hombre que se ahoga y se aferra a una tabla. La mujer siguió corriendo y arrastró al hombre por media salita mientras éste seguía tirando. El peso masculino la hizo tambalearse y caer de rodillas, incapaz de protegerse con las manos, ya que con una seguía sujetando la pistola. Cayó pesadamente de espaldas, quedando echada sobre la alfombra.
—No te la daré —dijo la mujer mientras reptaba bajo él.
El hombre la cogió del cuello e intentó izarla. Los gruesos abrigos impedían sus movimientos y los cuerpos empezaron a sudar al calor de la habitación cerrada.
La muchacha realizó una rápida finta y rodó bajo el joven. Éste se cogió al sillón Luis XV con una mano para tener un punto de apoyo, pero falló y la mujer pudo soltarse. Cuando ésta quiso ponerse en pie, el joven intentó cogerle otra vez la muñeca. Pudo atraparle la manga del abrigo y tiró de ella. La chica siguió revolviéndose y ambos tropezaron con la mesita cuya base se abría en cuatro patas y contenía la lámpara, y la arrastraron. Una pata se rompió con un crujido y la lámpara de alabastro golpeó sordamente en el suelo.
El forcejeo cesó automáticamente.
—¡Me estás rompiendo los muebles! —gritó la mujer.
—Pues me cago en ellos —murmuró él, lanzándose sobre la chica como un nadador.
Antes de que la chica pudiera moverse le había aferrado él ambas muñecas.
—¡Maldito seas! —exclamó ella con furia—. Me has roto la mesa.
Quiso darle en la cara, pero no pudo liberarse del apretón del muchacho. Cegada por la rabia, culebreó bajo él, removiéndose como pez al que ha alcanzado el arpón. El hombre aplastó las muñecas de la mujer contra el suelo, obligándole a tenderse de espaldas, y se sentó a horcajadas sobre su estómago. La mujer dejó de forcejear y le escupió en la cara.
—Me las pagarás —dijo apretando los dientes. Su cara estaba contorsionada por la ira.
—Ya está bien, maldita sea —murmuró él.
La mujer soltó la pistola.
—Muy bien, métetela donde te quepa —dijo—. Espero que te maten.
Envió él la pistola fuera de su alcance y empezó a erguirse. Pero hubo algo en la forma en que la mujer yacía tendida que le despertó el deseo como una descarga eléctrica. La falda se le había subido hasta dejar al descubierto sus bragas azules de naylon y un buen pedazo de muslo suave y reluciente por encima de las medias. El violento ejercicio le había abierto los poros y del cuerpo echado ascendía, como vapor perfumado, un fuerte y sugestivo olor a mujer. Sintió que la lengua le cobraba vida y que el estómago se le extendía hasta la ingle.
—Mierda, y tanto que voy a meterla —dijo mientras le separaba las piernas.
No necesitó emplear la fuerza; las piernas se abrieron a su solo contacto.
Hicieron el amor con furia jadeante y sudorosa, como si quisieran matarse. Murmuraban extraños sonidos guturales como si se lanzaran maldiciones en un idioma salvaje. Una vez que hubieron terminado, ninguno de los dos pudo moverse. Esperaban a recuperar las fuerzas, jadeando.
Pasado un rato el hombre se puso en pie, se abrochó las ropas y estiró el abrigo. Cogió la pistola sin mirar a la mujer y se la metió otra vez en la cintura. El aire olía a fornicación. No dijo una palabra.
La joven se irguió y empezó a arreglar la falda como una polla remueve las plumas de la cola. Lo primero en que se fijó fue en la mesa rota. Quiso enderezarla antes de quitarse el abrigo. Pero no podía sostenerse sobre tres patas.
—Me has roto mi antigüedad favorita —dijo acusadoramente, pero ya sin ninguna irritación.
—Ahora es más antigua —dijo él sin calor.
La mujer le lanzó una mirada reprobadora. Pero no sentía rencor ninguno. Antes bien, se sentía casi generosa y llena de afecto.
—Tendrás que arreglarla —dijo arrinconándola contra la pared.
—Naturalmente —dijo él.
Cogió luego la lámpara de alabastro y la colocó sobre la mesa, pegada a la pared para que no se volcara. Luego accionó el interruptor para ver si funcionaba. Se comportaba como si hubiera olvidado todo lo concerniente a la pistola.
Funcionaba y la luz le bañó el rostro de lleno, realzando sus suaves facciones y dándole un relieve exótico. Había gotas de sudor en su labio superior.
Al final suspiró.
—Supongo que querrás coger tu pistola, salir y matarle —dijo medio burlona—. ¿O te he vuelto un poco más sensato?
—Él tiene una pistola y yo tengo otra —dijo él con cabezonería—. Ahora estamos en igualdad de condiciones.
—Anda y vente a la cama —dijo ella—. No voy a dejarte hasta que recuperes el sentido común.
—Eso es lo único que tiene sentido para ti —dijo él con aspereza.
—Bueno, ¿y qué? —dijo ella.
El joven no respondió.
La mujer se quitó el chaquetón de piel y lo arrojó descuidadamente sobre el sillón.
—Prepararé algo de beber —dijo y se dirigió a la cocina.
—No voy a quedarme —dijo él.
Ella se volvió y le miró inquisitivamente. Entonces fue hasta él, le cogió la cara entre las manos, la llevó a su altura y le besó, apretando su lengua contra la ranura de los dientes masculinos.
El hombre la apartó y recogió su sombrero del suelo.
—Deja aquí la pistola —le rogó ella.
—Que no —dijo él.
—Dos equivocaciones no dan como resultado ningún acierto —replicó la mujer, creyendo todavía que podía convencerle de que le diese la pistola.
Pero no consiguió más que enfurecerle.
—¡Al diablo con las moralejas! —exclamó—. No vamos a pasarnos aquí toda la noche discutiendo lo que está bien y lo que está mal. Tú tienes tu opinión y yo la mía. No puedes convencerme ni yo puedo convencerte a ti. La gente lleva discutiendo mil años sobre el bien y el mal. No me interesan esas cosas. Voy a matar al bastardo esquizofrénico para salvar mi propia vida.
Desapareció de la mujer la cálida placidez y las entrañas se le volvieron frías como el hielo.
—En comparación con él, parece que el homicida loco seas tú —le acusó—. ¿Estás seguro de que no eres tú quien le persigue a él, en vez de lo contrario?
—Debería darte un guantazo por decir eso —dijo el hombre.
—Adelante, pégame —provocó ella—. Saca la pistola y mátame. Todo el mundo persigue a la criaturita de mamá y él tiene que pegar a todo quisque. Dentro de nada dirás que también yo quiero matarte.
Al hombre se le hinchó el cuello de tanto contener sus reacciones. Lanzó a la mujer una mirada prolongada y calibradora.
—¿Sabes, Linda? No hablas como una mujer de color —dijo pensativo—. No has hecho más que hablar en favor de ese bastardo blanco desde que hablaste de él.
—¡A ti no te importa el color que yo tenga! —exclamó ella, rasgándose las ropas furiosa y desafiante. No paró hasta que se quedó en medias y liguero—. ¿Tengo pinta de blanca o quieres que te enseñe algo más?
A Jimmy volvió a inundarle el deseo, pero se contuvo.
—Escucha —dijo despacio—. Anoche, cuando te dejé, me estaba esperando en el pasillo. Subí por la escalera por casualidad en vez de hacerlo por el ascensor. Estoy seguro de que estaba oculto en el ascensor y que si hubiera entrado me habría pegado un tiro. Me siguió escaleras arriba y de no haber tropezado y armado un ruido de mil diablos a estas horas estaría muerto.
—Él admite que te está siguiendo —dijo ella sin molestarse en ponerse las ropas de nuevo—. Lo único que quiere es atrapar al asesino, según dice. Si esto no te parece lógico, dime entonces por qué no te ha matado hasta ahora.
—¿Que por qué no? Pues porque no ha tenido oportunidad de hacerlo.
—¿Por qué no lo hizo anoche, es decir, esta mañana? Tal como lo cuentas, nada quiere decir que resbalara y lo vieras. Según tu versión de los hechos parece que te habría gustado que te disparase.
—No pudo hacerlo porque eché a correr. Porque corría que me las pelaba, como la primera vez. Tenía la pistola en la mano. La misma pistola con silenciador. Aquella con que mató a Luke y a Sam el Gordo. Y con la que me disparó a mí. Escucha, voy a contártelo tal como ocurrió.
A medida que escuchaba lo sucedido, la mujer sintió que se helaba por dentro. Si era cierto lo que Jimmy le contaba, ella había estado con Matt en la cama poco después de que intentara matarle.
—No puedo creerlo —dijo la chica con voz aterrada.
—Ya no pretendo que me creas —dijo él poniéndose el sombrero—. Y ya no voy a correr más. Ya está bien de tanta prisa.
Salió y cerró la puerta de un golpe.
La mujer se precipitó en el dormitorio y cogió el teléfono de la mesita de noche como si fuera a arrancar el cable. Sus manos temblaban al marcar el número de Walker.
—Si resulta que es verdad lo que ha dicho te arrancaré el corazón con mis propias manos —se dijo en voz alta.
No contestaron al otro lado de la línea.
Su imaginación se puso a dar vueltas. A lo mejor todavía estaba en el edificio. Si Jimmy le salía al encuentro acaso pudiera dispararle nada más verle; no estaba ya segura de lo que Jimmy podía hacer. Pero Walker estaba más acostumbrado al manejo de las armas que Jimmy. Si veía que Jimmy sacaba la suya, sería más rápido que él. Imaginó a ambos en pleno duelo a pistola en medio de las escaleras. Uno caía muerto, rodando de cabeza escaleras abajo. ¿Cuál de los dos?
Un ataque de terror repentino hizo que corriera hasta el lavabo. Fue luego a la cocina y se sirvió un vaso de ginebra. Tomó asiento sin sentir la frialdad del asiento de plástico en su piel desnuda. El pánico le subía por dentro como el flujo de una vomitona.
De pronto se puso en pie de un salto y corrió a la salita. Tenía que saber si Matt estaba en el edificio. Abrió la puerta y salió sin darse cuenta de que estaba casi desnuda. Un hombre salía del apartamento de enfrente. Sus ojos se agrandaron como si le hubiera tocado la lotería. Su mirada se centró en un punto de la anatomía femenina.
La mujer retrocedió y le cerró la puerta en la cara. Cogió las ropas de donde las había tirado. La prisa la ponía nerviosa. Iba a salir nada más ponerse el vestido, pero se detuvo y se embutió en el chaquetón de piel.
«Se me va a gastar antes de que acabe de pagarlo», pensó abstraída.
Afuera esperaba impaciente el hombre del otro apartamento. La chica se encaminó al ascensor. El tipo la siguió. Subieron hasta la última planta y la chica se dirigió a las escaleras. El individuo no dejó de ir tras ella. La joven empezó a bajar. El individuo se le acercó y le cogió del brazo.
—¿Por qué no vamos a mi casa, cielo? Es más acogedora —dijo.
La chica le soltó un bofetón en la cara.
El hombre reculó y sintió que la nariz le manaba sangre. Sacó el pañuelo para detener la hemorragia. La mujer siguió bajando las escaleras. El otro gritó a sus espaldas:
—Estás loca de remate. Como un cencerro.
Bajó hasta el portal de entrada, se dirigió al fondo y probó a abrir la puerta que conducía al sótano. Estaba cerrada. Fue entonces a la entrada y tomó asiento en el duro banco de madera de respaldo recto que había a un lado.
La gente entraba y salía. Los matrimonios la miraban furtivamente: los maridos con deseo, las esposas en secreta envidia, ocultándose el uno a la otra los sentimientos respectivos. Las mujeres solas la miraban sin reprimir los celos. La mayoría de los hombres solos que pasaban le soltaban requiebros. Un tipo se sentó a su lado, pero hacía demasiado frío para estar a gusto allí.
Estuvo sentada una hora, entumecida por el miedo, sin advertir apenas a los que le dirigían la palabra. Estaba esperando a Walker.
De pronto se le ocurrió que Jimmy podía muy bien no estar en su cuarto. Puede que hasta hubiera ido en busca de Walker.
Corrió al ascensor, subió a su piso y llamó a Jimmy por teléfono. Respondió la muchacha, Sinette. Dijo que iba a ver si estaba. Un momento más tarde dijo:
—No ha vuelto desde esta mañana. ¿Es usted, señorita Collins?
—Sí —dijo Linda—. Cuando vuelva dile en seguida que me llame, por favor.
Se dispuso a volver al banco junto a la entrada y reanudar la vigilancia. Pero se percató de que sería inútil. Durante cierto tiempo había podido evitar que aquello ocurriera, pero desde el momento en que Jimmy tenía un arma y Walker le seguía, era casi seguro que uno de los dos acabaría muerto.
Se sintió presa de un profundo abatimiento. Volvió a la cocina y tomó cuatro tragos seguidos de ginebra. Luego fue al dormitorio y marcó el número de la policía.
Una voz cansada dijo:
—Policía, dígame.
—Quisiera hablar con alguien del departamento que lleva los homicidios —dijo la mujer.
—¿De qué? —preguntó la voz con indiferencia.
—Quisiera hablar con la persona que investiga los asesinatos del restaurante Schmidt & Schindler de…
—Los crímenes del autoservicio, dirá usted —dijo la voz, manifestando un ligero interés—. Espere que la pondré con Homicidios.
La voz de Homicidios le dijo que fuera a la Sección de Homicidios de Leonard Street y preguntara por el sargento Peter Brock.